Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
El arzobispo de Tiro evitaba aparecer al mismo tiempo que su madre y el capitán. No obstante, hacia el fin del viaje cenó una noche en su compañía.
—Deseo entrevistarme con su alteza Guillermo II —dijo Josías en mitad de la cena.
—Pero su corte está en Palermo —replicó Chefalitione, palideciendo ante la idea de tener que entrar en aguas donde los venecianos no eran bienvenidos.
—Cierto —respondió el arzobispo—. Pero Guillermo II siempre ha sido un ferviente cristiano, preocupado por la suerte del Santo Sepulcro. Podríamos convencerlo para que envíe a Tiro un barco cargado de caballeros, armas y víveres. Este socorro llegaría mucho antes que una ayuda procedente de Francia o Inglaterra, reinos que, por lo que tengo entendido, están abiertamente enfrentados.
—Así es, por desgracia —repuso Chefalitione con un suspiro.
—Creo que nos lo debéis —dijo Josías mirando a su madre.
—Voy a avisar al timonel —contestó Chefalitione, dejando la mesa.
El capitán se fue a buscar al hombre que llevaba el timón y le dio nuevas instrucciones. De hecho, el cambio de rumbo se aplicaba tanto al navío como a su capitán y la tripulación. Bajo la acción conjugada de la madre y el hijo, Chefalitione y sus hombres se habían descubierto nuevas virtudes. El dinero había acabado por cansarlos; tenían demasiado, y hablaban de reservar para el Temple y el Hospital una parte de sus ganancias. Su principal preocupación era ahora servir lo mejor posible al arzobispo de Tiro, para que fuera a hablar con el Papa. «Las prostitutas han tenido su parte, ahora le toca a Dios recibir la suya», decían riendo. Lucharon, pues, contra las olas y los vientos contrarios con el mismo coraje con que, en otro tiempo, se habían batido por Cristo los primeros cruzados. Cuando un viento favorable les hacía ganar unos nudos, veían en ello el signo de la mano de Dios. Cuando aparecía un delfín, exclamaban: «¡Es un ángel!», y dirigían el navío tras su estela.
Un día Chefalitione se puso a reír a carcajadas, con una risa explosiva como un trueno, y luego declaró:
—¡En Venecia nunca sabrán cuánto me complace serviros y servir a Dios!
Josías se echó a reír también y añadió:
—Si supieran... Si todos supieran, la guerra se detendría por sí misma.
—Sería malo para los negocios, pero tanto da... —comentó Chefalitione mirando cómo la roda hendía las olas—. Imaginad que un arma pudiera infligir tantos daños a los sarracenos como este navío a las olas, que hendiera con tanta facilidad el pecho de los infieles como esta proa abre el mar...
—Existe una que lo hace... Mi maestro, Guillermo, me habló de una espada muy antigua. Su hoja brilla en la noche, difundiendo una suave luz azul que mantiene apartadas las tinieblas. Dicen que fue forjada en el siglo v después del advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, para ayudar a san Jorge a acabar con el dragón que aterrorizaba Lydda y al que iban a sacrificar una princesa.
—¡San Jorge! —exclamó Chefalitione—. El santo patrón de Venecia... Y ahora ¿quién la posee?
—Esta espada nunca ha tenido más amo que san Jorge, y la leyenda dice que ella misma elige a su portador. El último hombre que la ciñó fue el pequeño rey leproso, Balduino IV de Jerusalén, que la recibió de su padre, Amaury.
—¿Y tiene un nombre?
—
Crucífera
.
Chefalitione iba a hacer otra pregunta, cuando el vigía gritó: —¡Tierra a la vista!
Un instante más tarde,
La Stella
cabeceó hacia estribor, tanta era la gente que había en el puente mirando a Sicilia. Se largaron cordajes y se arriaron velas entre un chirrido de poleas. Aparecieron unas costas rocosas, que se destacaban, grises y verdes, en la bruma del amanecer. Pronto
La Stella
se cruzó con algunas barcas de pescadores que saludaron al convoy de navíos venecianos con grandes pitidos, a los que los marinos de
La Stella
respondieron del mismo modo. Las llamadas se mezclaban con los chillidos de las gaviotas, que trazaban círculos por encima de los mástiles.
Acostaron en un embarcadero húmedo, donde su llegada fue celebrada con efusividad. El capitán del puerto les anunció que eran esperados.
—¿Por quién? —preguntó Chefalitione, extrañado.
—Por su alteza Guillermo II. Me sorprende que aún no estéis al corriente...
En aquellos tiempos, las noticias volaban.
Un eco precedía al rumor, que se adelantaba a la noticia que anunciaba los hechos. Estaban a mediados de julio, día de san Molibeo, y ya la víspera se murmuraba en Palermo: «La Santa Cruz ha caído, los sarracenos se han apoderado de ella».
Guillermo II, llamado el Bueno, había tratado de informarse con más detalle.
Le explicaron que un barco había abandonado Tiro con destino a Roma con un arzobispo a bordo.
«Si es así, vendrá a visitarnos», había predicho Guillermo.
No era la primera vez que una predicción realizada por este rey se verificaba. Sus súbditos habían aprendido a fiarse de su palabra y de sus augurios.
—¿Cómo puede saber algo que nos concierne y que nosotros mismos desconocemos? —preguntó Chefalitione a Josías, mientras un oficial los conducía al palacio real.
—Dios se lo habrá murmurado al oído —respondió Josías sonriendo.
Chefalitione, no sabiendo qué pensar de esta salida, hizo una mueca.
—No os inquietéis —prosiguió Josías—. Al contrario, pensad que solo irá en beneficio nuestro.
—¿Y cómo es eso?
—Tal vez haya oído otras cosas.
Chefalitione pareció escéptico.
—¿Lo dudáis? —inquirió Josías.
—Sí.
—Pues estáis equivocado. Se han visto cosas más misteriosas que un rey que anuncia a sus súbditos la venida de un hombre...
—¿Qué cosas?
—Un hombre que anuncia la venida de un Dios.
El palacio de los reyes normandos había sido construido sobre las ruinas de una antigua plaza fuerte sarracena, que el abuelo de Guillermo II, Rogerio II, primer rey de Sicilia, y su padre, Guillermo I, llamado el Malo, habían vuelto a levantar y reforzado luego.
Guillermo II el Bueno reinaba en Sicilia desde 1166, fecha en que había cumplido doce años. En ese momento entraba en su trigésimo cuarto año de vida, y se encontraba en la plenitud de sus fuerzas. Su rostro, de rasgos duros, toscamente tallados, así como su mirada, penetrante como la de un águila y ensombrecida por unas espesas cejas, revelaban un carácter autoritario, preocupado por la verdad y enemigo feroz de la mentira. De origen normando, era, como sus antepasados, legado apostólico, cargo que el papa Urbano II había confiado a su familia en 1098. Guillermo siempre se había esforzado, en cuanto lo permitían sus escasos medios, en apoyar a los francos de Tierra Santa. Por desgracia, una guerra con el nuevo emperador de Constantinopla, Isaac Angelo, le impedía ayudar a la cristiandad tanto como hubiera deseado. Por otra parte, Venecia y Pisa entorpecían considerablemente sus negocios haciéndole la competencia de forma desenfrenada, y a menudo los barcos de estos tres estados se atacaban entre sí, a mayor beneficio de genoveses y sarracenos. Así pues, era raro divisar una embarcación con el pabellón veneciano en aguas de Palermo.
Guillermo II les dispensó una acogida excelente. Les dieron habitaciones para que pudieran descansar de las fatigas de la travesía, y les sirvieron una comida: tortuga con especias, acompañada de una sopa de algas. Luego Guillermo los mandó llamar a su corte. Allí lo encontraron en compañía de algunos de sus consejeros más próximos, entre ellos Margarito de Brindisi, el comandante de la flota. Margarito era un hombre de corta estatura, de rostro sombrío y mirada orgullosa. Hijo de pescador, había sido ennoblecido por Guillermo I el Malo después de una importan-te campaña naval contra los bizantinos.
Guillermo II pidió a Josías que le expusiera la situación en Tierra Santa. El arzobispo dibujó un cuadro tan desgarrador que el rey de Sicilia expresó el deseo de cambiar sus vestiduras reales por un sayal.
—¡No nos despojaremos de él hasta que Jerusalén haya vuelto a ser cristiana! —exclamó.
—Pero, sire —intervino Josías—, Jerusalén aún lo es.
—No por mucho tiempo—dijo el monarca con tristeza.
Finalmente, Guillermo II se entrevistó durante unos segundos en voz baja con Brindisi, y luego declaró:
—Ordenamos la inmediata puesta en marcha de una nueva flota. Por desgracia no podemos enviar, como en ocasiones precedentes, el número extraordinario de doscientos ochenta navíos, pero os ofrecemos más de trescientos de nuestros mejores caballeros, entre ellos el Caballero Verde. Partirán hacia Trípoli a bordo de una decena de naves...
—Bien, sire —dijo Brindisi—. ¿Y los bizantinos?
—Hacedles saber que pido una tregua.
Brindisi se inclinó y se despidió. Las órdenes de su rey no toleraban esperas.
—Trípoli no debe caer en ningún caso —explicó Guillermo II.
—¿Por qué, sire, Trípoli antes que Tiro o Alejandría? —preguntó Josías, nombrando las dos ciudades que en otro tiempo había socorrido Guillermo II.
—Porque Trípoli nunca ha estado tan amenazada como hoy, y si la ciudad cae en manos de los sarracenos, se acabó el Krak de los Caballeros...
—Así pues, ¿sois próximo a los hospitalarios?
—No nos placen los templarios, monseñor —dijo simplemente Guillermo—.Y apoyamos a quien queremos.
—Perdonad mi curiosidad, sire —se excusó Josías.
Después de un breve momento de silencio, el rey se volvió hacia Chefalitione.
—Capitán —le dijo—, dos de nuestros navíos os escoltarán. Luego nuestros hombres permanecerán con su excelencia el arzobispo y lo acompañarán al castillo de Ferrara, donde se encuentra actualmente el Papa, si nuestras informaciones son exactas.
—Sire —respondió Josías—, sois demasiado bondadoso. Pero solo tengo intención de presentarme ante Su Santidad y partir enseguida hacia Tiro, donde mis fieles me esperan.
—Pensamos que sucederá de otro modo —objetó el rey de Sicilia—. Sois el heredero de Guillermo de Tiro, al que conocimos bien, y si sois digno de él haréis lo que él hizo: iréis a visitar a los reyes de Francia y de Inglaterra, así como al emperador Federico II, y los convenceréis para que tomen la cruz.
—El propio Guillermo fracasó —le recordó Josías.
—Pero vos triunfaréis —afirmó el rey en un tono que no admitía réplica.
—Sire —inquirió Chefalitione a su vez—, ¿qué dirán los venecianos si ven que mis navíos llevan, por escolta a los de su majestad?
—Dirán: «He ahí a uno que sí ha tenido éxito», y tendrán razón. Partid en cuanto podáis.
Chefalitione, Josías y su madre volvieron al puerto, no sin antes haber recibido de parte de Guillermo numerosos presentes. El rey de Sicilia era tan especial que su generosidad tenía el sabor del ultraje. Era amable como otros son odiosos: con violencia. Su fuerza era su bondad. Y la ejercía con todos los que se cruzaban en su camino. Su rabia bebía de la misma fuente.
Chefalitione se sintió tan conmovido que dijo a Fenicia:
—Creo que no aceptaré las tierras y los castillos que me ha dado Balian.
—¿Por qué? —preguntó Fenicia.
—Porque este viaje me ha dado todas las satisfacciones. No tenía mujer, y os he encontrado, no tenía hijo, y tengo a Josías, no tenía fe, y Dios se me ha aparecido. Es más de lo que necesito para mi felicidad.
—¿Y qué haréis con ellos? —siguió preguntando Fenicia.
—Os los ofreceré.
—En ese caso se los devolveré a Balian, porque yo no necesito más que a vos y a mi hijo —dijo Fenicia.
Se besaron, y poco después Chefalitione hizo pintar tras el nombre de su navío dos breves palabras.
La Stella
se llamaba ahora
La Stella di Dio
.
Crux sancta a paganis capta.
(«Los paganos se apoderaron de la Santa Cruz.»)
Anales de la abadía de Saint-Pierre de Jumiéges
En aquella época Roma reaprendía a vivir. Maltratada hasta principios del siglo por la disputa de las Investiduras, se había opuesto luego violentamente al Sacro Imperio Romano Germánico, hasta el punto de que el emperador —que tenía prisa en ser consagrado— había nombrado, en 1160, antipapa a un tal Ottaviano de Monticello, bajo el nombre de Víctor IV. Barbarroja demostraba así que no conocía la historia, ya que otro antipapa —de hecho, el precedente— había llevado el mismo nombre seguido de la misma cifra. Por otro lado, este último había sido elegido aten-diendo a las apremiantes recomendaciones de Rogerio II de Sicilia, abuelo de Guillermo II el Bueno. Finalmente, mientras se reponía de varias epidemias de peste, una de las cuales había contribuido a la marcha de las tropas de ocupación imperiales en 1167, Roma trataba de guiar a una cristiandad desunida. Su situación era semejante a la de una nave atacada por todas partes por piratas y mandada por varios capitanes que gritaban al mismo tiempo órdenes contradictorias que nadie oía, tan furiosa era la tempestad y tan sorda la tripulación.
Los papas habían abandonado, además, el Vaticano para instalarse en Verona o en Ferrara.
Alejandro III había sido, sin embargo, un excelente papa. Su pontificado había durado más de veinte años (de 1159 a 1181), durante los cuales había canonizado a Bernardo de Claraval (en el origen de la regla de la orden del Temple) y había hecho las paces con Barbarroja en Venecia en 1177. El sacerdocio de Lucio III, que le había sucedido, no se había señalado del mismo modo, probablemente por falta de tiempo, pues en ocasiones el nuevo pontífice se había mostrado muy inspirado. Había que agradecerle, sobre todo, además de la paz de Constanza, el haber fundado en el concilio de Verona una institución de nuevo género, la Inquisición, que contribuía considerablemente a calmar los espíritus.
Su sucesor, Urbano III, cuyo verdadero nombre era Uberto Crivelli, antiguo arzobispo de Milán elegido en 1185, se esforzaba en refrenar los ardores del joven Enrique VI, el hijo de Barbarroja, que seguía ya las huellas de su padre y asolaba los estados de la Iglesia. Estos asuntos complicaban considerablemente el pontificado de Urbano III, centesimo septuagésimo segundo sucesor de Pedro y Papa actual.
A Ferrara fue a verlo, pues, Josías.
Al igual que en materia de vidrieras los azules más bellos se obtienen añadiendo orina y vino al óxido de cobalto, había en el cielo de Ferrara algo malsano difícil de definir. Desde que san Bernardo y los cistercienses habían desterrado de las iglesias los colores y las figuras animales o humanas, dos escuelas se enfrentaban. En una de ellas, defendida por Suger y Mauricio de Sully se alentaba la representación de personajes y la utilización de los más bellos colores, azules, rojos, verdes y amarillos; mientras que, en la otra, los vidrios debían permanecer incoloros y los motivos debían ser geométricos o vegetales. Se trataba de una estética austera, donde nada debía apartar al hombre de la contemplación de Dios.