Caballeros de la Veracruz (17 page)

Sorprendentemente, Wash el-Rafid llevaba sobre el pecho un símbolo, el mismo que su santidad Eugenio III había otorgado en 1147 a los templarios con ocasión de la primera reunión del capítulo general de su casa, «a fin de que este signo triunfal constituya para ellos un escudo para que no huyan ante ningún, infiel»: una cruz roja, que lo señalaba como templario.

En el mismo momento en que la mirada de Josías se detenía en ella, Wash el-Rafid se la arrancó con un gesto furioso y declaró con una voz que temblaba de dolor:

—Ya no soy digno de llevarla. Mientras la Santa Cruz no sea hallada, mis vestiduras permanecerán tan vírgenes como las de los primeros templarios.

Luego abrió el puño, y la cruz roja cayó a sus pies, en la oscuridad.

10

Los habitantes de la tierra se dividen en dos, los que tienen un cerebro,

pero no religión, y los que tienen una religión, pero no cerebro.

Abul-Ala al-Maari

La carreta ascendía por la calle bamboleándose como una barca agitada por las olas. Circulando en un mar de tiendas de colores vivos, de puestos de venta en torno a los que se apretujaba una multitud compacta, recordaba a esas barquichuelas empujadas a alta mar por una corriente desfavorable en el momento en que trataban de volver a puerto. A veces el carromato perdía velocidad, como si se encontrara en el vientre de una ola, cabeceaba a un lado y a otro, se hundía sobre sí mismo, se perdía en la marea humana, desaparecía cuando unos jinetes pasaban junto a él y luego reaparecía para seguir adelante. Se hubiera dicho que una mano invisible lo empujaba inexorablemente hacia su objetivo.

El propietario de la carreta era un enano de caminar renqueante, un judío que ejercía la muy lucrativa y no menos peligrosa profesión de comerciante de reliquias. Desde luego, no se presentaba como tal ante la gente que acudía a verlo. Al menos no inmediatamente. Sin embargo, muy pronto la máscara del vendedor de recuerdos caía para revelar el rostro del traficante. A decir verdad los dos se parecían. Lo único que cambiaba eran los precios. Aquel frasco lleno de agua mezclada con polvo de tiza valía diez dinares, o cien besantes de oro cuando se revelaba, bajo secreto, que se trataba de hecho de un resto de leche de la Virgen, recogido no se sabía cómo. El cliente, generalmente un peregrino en el camino de vuelta a casa, se ponía a contar las estrellas, con los ojos abiertos como platos. «El paraíso al alcance de la mano», pensaba con una sonrisa en los labios y acariciando el frasco. Si discutía un poco, podía conseguirlo por trescientos dinares. Pero eran raros los que lo hacían. Dudar del origen de las reliquias era un sacrilegio para la mayor parte de ellos. San Bernardo de Claraval, según decían, se había tragado todo un frasco. El líquido no era apto para el consumo, pues nadie podía garantizar la buena conservación de una leche con más de mil años; pero, para gran suerte de la cristiandad, san Bernardo, gracias a su fuerte constitución, se había librado con un buen cólico y unos días de oración en las letrinas de Claraval.

El comercio de reliquias daba mucho, pero era una práctica que tenía sus peligros. En efecto, los que se consagraban al comercio de los pedazos de cuerpo o jirones de ropa que habían pertenecido a un muerto, estaban interfiriendo, de hecho, en el monopolio de las religiones en materia de salvación. En cierto modo no robaban a sus clientes, sino a la propia Iglesia, a Dios.

Por eso este crimen estaba severamente castigado. Aunque de diversas formas. Porque si a los guardias qué se mostraban excesivamente puntillosos se les podía dar un dedo de san Mamas o unos pelos de la barba del Profeta para que cerraran los ojos, no sucedía lo mismo en el caso de las órdenes militares.

Cada vez que los templarios o los hospitalarios desenmascaraban a uno de esos traficantes —sea porque lo hubieran encontrado en las cercanías de una tumba, sea porque se hubieran hecho pasar por clientes—, su tienda era incendiada, sus bienes confiscados y su familia encarcelada. En cuanto al traficante, generalmente era torturado durante largos días —a fin de saber si había robado alguna reliquia auténtica— antes de ser colgado o, si era judío, crucificado.

Algunos bromistas, dotados de un dudoso sentido del humor, pretendían que todo lo que necesitaba el tráfico de reliquias para funcionar eran buenos vendedores y clientes ricos. La mercancía, en sí misma, nunca faltaba. De hecho, corrían rumores que afirmaban que el mercado se «autoalimentaba», pues los vendedores detenidos proporcionaban, muy a su pesar, material con que reavituallar a sus cofrades.

Como, extrañamente, los cementerios se dejaban sin vigilancia las noches siguientes a la captura de un traficante, a sus colegas les bastaba con acudir allí para renovar sus existencias. Un simple cadáver podía proporcionar a cinco o seis traficantes suficiente mercancía para un año, dos si el muerto era bastante grande. Existía todo un arte para despachar un cuerpo, para vender una mano antes que un brazo, un dedo —o una falange, o la punta de una uña— antes que una mano. Por descontado, se ofrecían otras reliquias además de pedacitos de cadáver; por ejemplo, ropas o cualquier objeto tocado por un santo (si solo lo había entrevisto, se ofrecía una rebaja). Dicho esto, los peregrinos se mostraban ávidos, sobre todo, de osamentas.

El principal peligro que amenazaba a estos comerciantes de lo extremo, especie de prologuistas del paraíso, era la denuncia. Pues, aunque dijeran que estaban encantados de poder aprovisionarse de mercancías con sus colegas difuntos, y reivindicaran ese privilegio, todos temían el día en que les correspondería a ellos aprovisionar a sus colegas.

Por eso estos hombres eran a menudo seres solitarios, que no se trataban entre sí y solo se cruzaban en los cementerios a la caída de la noche. Y no era raro que los más pobres, los más malintencionados o los que se habían quedado sin existencias denunciaran a sus cofrades.

De hecho, eso era lo que le había ocurrido a nuestro comerciante, y por una razón muy especial: había tenido la suerte (o mejor dicho, la desgracia) de dar con una auténtica reliquia. Esto había provocado los celos y el resentimiento de toda la profesión, así como la cólera de la Iglesia. Advertido de la llegada inminente de los templarios, Masada había abandonado entonces precipitadamente su pequeña tienda de Nazaret y había puesto pies en polvorosa con mujer y bagajes.

Masada debía su nombre a una fortaleza construida en otro tiempo por Herodes el Grande, donde se habían refugiado los celotes después de la toma de Jerusalén y el incendio del Templo por los romanos. Su padre lo había bautizado así porque Masada, cuyo enanismo se había puesto de manifiesto desde su nacimiento, era para él «como el pueblo judío»: un enano en relación con los otros, pero poseedor de un valor y una fuerza incomparables. En. realidad, Masada hubiera debido apodarse más bien «Masada el Ruin», porque era como Bilis, el rey de los antípodas; perezoso, cobarde y abúlico, el comerciante prefería contar sus denarios antes que los golpes y se colocaba siempre del lado del más fuerte. Masada tenía una opinión muy precisa sobre su profesión. Se denominaba «amigo de las artes» y «suscriptor de las religiones». Por otra parte, mantenía este discurso ante todos los compradores que acudían a su pequeña tienda de Nazaret, y se quejaba continuamente de que no hubiera más cultos en la tierra. «Adoro a los dioses; me siento próximo a todas las religiones y amigo de todos los apóstoles —repetía siempre que se presentaba la ocasión—. Cuando un sacerdote os bendice, ¿qué os queda? Nada. Cuando me compráis una reliquia, en cambio, más que un objeto adquirís algo que será la admiración de todos vuestros verdaderos amigos y suscitará la envidia de los otros: un salvoconducto para el paraíso, una patente del acceso privilegiado que os está reservado allí.» (Por otro lado, aquel discurso estaba en perfecto acuerdo con la tradición, que otorgaba a san Pedro el papel de santo patrón de los comerciantes de reliquias.)

Nacido pobre en 1135, Masada había adquirido una estupenda fortuna gracias al jugoso comercio de las reliquias, vendidas a una clientela cada vez más numerosa desde la toma de Jerusalén, en 1099, por los francos. Un contrato lo ligaba al obispo de la ciudad, al que se había comprometido a proporcionar en cada Pascua —para el nuevo año— lo más selecto de sus «reliquias».

A menudo se lo veía deambulando por el desierto en compañía de un aprendiz, nunca el mismo, en busca de ciudades antiguas o de lugares frecuentados en otro tiempo por personajes del Corán o de la Biblia: «Antiguo, Nuevo, Apócrifos, todos los Testamentos me interesan...», precisaba Masada. En Belén se aprovisionaba de restos de mantillas y de juguetes de Jesús niño (muñecas de trapo, caballitos de madera), así como de cajitas que contenían mirra o incienso (regalos de los Reyes Magos); en Jerusalén, de denarios de Judas a docenas, ramas de olivo, numerosos fragmentos de la Vera Cruz, los últimos suspiros de Cristo (en frascos herméticos, tapados con cera), así como de las vendas y aromas con que José de Arimatea lo había colocado en la tumba. Además, pretendía tener con este último una extraña relación, ya que se enorgullecía de haber sido amigo de uno de sus lejanos descendientes. «Arimatea es el inventor de la profesión», clamaba Masada, lo que tenía la virtud de enfurecer al obispo de Nazaret.

La gente acudía de lejos para verlo. Para los grandes de Occidente era inconcebible volver de Oriente sin una reliquia del establecimiento de Masada. El conde de Flandes, Felipe de Alsacia, y en su época Luis VII —que se dejó allí sumas indecentes para satisfacer a su joven esposa, Leonor de Aquitania— y Conrado III, se habían aprovisionado en su casa. Y todos recomendaban a su «buen amigo» Masada.

Como estas reliquias eran falsas, los templarios y los hospitalarios habían recibido la consigna de dejarlo en paz. Además, Masada había prometido que devolvería inmediatamente al obispo de Nazaret —previa compensación— cualquier reliquia susceptible de ser verdadera. Pues la Iglesia, por más que condenara con la mayor firmeza a los que se entregaban a la simonía, cerraba, en cambio, los ojos ante las diversas actividades de quien era su «proveedor oficial»: Masada.

En compensación, el comerciante cubría de oro y reliquias al patriarca de Jerusalén y a sus hijos, los obispos de Acre y de Lydda. De vez en cuando Masada les hacía un regalo. Aunque un año metió la pata y les ofreció once dedos de san Juan Bautista. Pero Heraclio, el patriarca de Jerusalén, optó por reírse del incidente, y nunca se repitió nada parecido.

«Ay de vos si encontráis una verdadera y no me la confiáis», le advertía, con todo, Heraclio. Y, después de hacer el gesto de cortarle la garganta, añadía: «La escoria es vuestra; pero los santos, míos. No lo olvidéis...».

Y Masada se estremecía y prometía: «No, no, esto no ocurrirá nunca».

Sin embargo, el comerciante se había convertido, sin saberlo, en el feliz propietario de una auténtica reliquia de la que nunca había informado.

A pesar de su inmensa fortuna, Masada llevaba aparentemente una vida de gran sencillez. Dormía y comía en su propio establecimiento, que tenía todo el aspecto de una tienda de boticario normal. ¿Dónde estaba, pues, su oro? Nadie tenía una respuesta satisfactoria para aquella pregunta. Se barajaban, al respecto, toda clase de hipótesis, a cual más extravagante, desde las donaciones ofrecidas a los judíos de Occidente para apoyar su causa, hasta la construcción de una ciudad en el desierto, adonde iba con tanta frecuencia.

De hecho, este fenómeno tenía una explicación o, mejor dicho, tenía dos, igual que la buena fortuna de Masada: una verdadera, ignorada por todos, y una falsa, conocida por los más sabios, o los mejor informados.

La respuesta de los que se creían mejor enterados con respecto a la cuestión de la pobreza aparente de Masada era a la vez lógica y simple: si el comerciante de reliquias vivía entre incomodidades, era a causa de su matrimonio. Hay que decir que su mujer, llamada Femia, compraba tantas joyas que a los más sagaces les parecía imposible que su marido no se hubiera arruinado. Pero, si Masada iba siempre tan terriblemente escaso de dinero, no era a causa de su mujer: era a causa de un secreto.

En cuanto a su oro, si entraba en sus arcas (aunque allí se desvaneciera como el agua en el tonel de las danaides), no era gracias a la protección de la Iglesia o, más concretamente, a la del patriarca de Jerusalén. No. Si Masada era rico, era gracias a su asno. Y eso era algo que ignoraba él mismo. Hasta aquel día de mediados de julio.

Los fuegos de la derrota de Hattin apenas empezaban a apagarse cuando Masada cayó de pronto en la cuenta de que su asno, que tenía desde hacía mucho tiempo, seguía vivo. Pero ¿por qué le preocupaba aquello precisamente entonces?

A decir verdad, la longevidad del animal ya lo había sorprendido antes, pero no le había dado demasiada importancia. «Este asno es viejo —se decía—. Pronto morirá.»

Pero el asno no se moría.

Masada lo alimentaba con avena y centeno, a veces le hablaba al oído, lo cepillaba cada mañana y una vez al año le ofrecía herraduras nuevas; de modo que era un asno como los otros, que trabajaba como los otros, pero que seguía vivo a pesar de su edad venerable.

Por otra parte, ¿qué edad podía tener? Era difícil decirlo. Siempre había sido viejo. Estaba pelado, placas de piel enrojecida por la enfermedad le cubrían parte del cuerpo, tenía las rodillas deformadas y las patas tan torcidas como el bastón con que su amo se ayudaba para caminar. Sin embargo, seguía adelante. En la zona del cabestro se le había formado una especie de oquedad a fuerza de tirar de la carreta, y generalmente llevaba la cabeza baja. El asno no se quejaba nunca.

Masada lo había recibido de su padre, que a su vez lo había recibido de un anciano al que había socorrido en otro tiempo, no lejos de Jerusalén. Era el año de gracia de 1101, y aquel anciano, un hombrecillo moreno de aspecto medroso, había caído en una emboscada que le habían tendido unos bribones. Le estaban dando una paliza cuando el padre de Masada, que se llamaba Abraham, los había visto y, como llevaba un garrote, había defendido al pobre hombre contra los tres canallas. Estos pronto se habían dado por vencidos y habían puesto pies en polvorosa, con gran satisfacción de Abraham, que prefería verlos huir antes que verse muerto.

El anciano al que había salvado, lejos de alegrarse, se deshizo en lágrimas.

—¿Por qué lloráis? —le preguntó Abraham.

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