Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
—En realidad —dijo el anciano—, lloro porque he pecado, y es la segunda vez. Ya había tratado de huir hace tres años, en compañía de Guillermo el Carpintero, conde de Melun. Tancredo nos alcanzó y fui perdonado. Hoy, tomada Jerusalén y muerto el buen Godofredo, quise volver a casa. Al parecer, Dios no lo quiere así...
El padre de Masada no sabía qué responder. Miraba al anciano y a su asno, y no comprendía con quién estaba tratando.
—¿Eso os entristece? —preguntó.
—Me apena, sí. Me gustaría tanto volver a ver Amiens... No quiero morir aquí.
—¿De modo que procedéis de Amiens?
—Sí —respondió el anciano.
—Pero ¿quién sois vos?
—Mi nombre es Pedro, pero todos me llaman el Ermitaño.
—¡Pedro el Ermitaño! —exclamó Abraham, petrificado por la sorpresa—. ¡Y queréis volver a casa cuando aquí sois un santo y todos os veneran!
Pedro asintió con la cabeza.
—La verdad —dijo suspirando— es que nunca quise venir aquí.
—Y entonces, ¿cómo llegasteis?
—Fue debido a este asno —confesó, señalando al animal.
El anciano cogió un guijarro del suelo y se lo tiró. La piedra le dio en el flanco, pero el animal no se movió y siguió paciendo como si no hubiera ocurrido nada.
—Si he entendido bien, ¿tomasteis la cruz por culpa de un asno?
—Tomé la cruz porque quería a mi asno, y él fue el primero en responder a la prédica de Urbano II cuando Su Santidad nos exhortó a tomarla. Cuando se puso en camino a Oriente, me dominó el miedo y lo seguí. Ya antes, en una ocasión, había querido partir en peregrinación a Jerusalén, pero la fatiga, el hambre, el frío... sobre todo el hambre, me habían hecho volver a casa. Fue precisamente en el camino de vuelta cuando encontré a este asno, que desde entonces no me ha abandonado. Va a donde quiere. Hace lo que quiere. Es un asno, pero es más inteligente que yo. Y temo que también más viejo.
Pedro y el padre de Masada observaron con mirada grave al animal, que se había alejado unos pasos.
—¿Qué queréis hacer? —preguntó Abraham.
—Irme solo, ya que él desea permanecer aquí. Estoy seguro de que ha sido él quien ha colocado a estos bandidos en mi camino. Tal vez incluso haya hecho lo mismo con vos, para que nos cruzáramos y yo os lo diera.
El asno había levantado la cabeza y miraba a Abraham.
—Cogedlo —dijo Pedro—. Es vuestro.
—Pero...
—Me habéis salvado la vida. Cogedlo como recompensa, os traerá suerte.
Abraham no sabía qué hacer. Pero el asno, por su parte, parecía haber elegido a su amo. El animal se acercó a Abraham y se mantuvo a su lado, muy tranquilo, empujándolo amistosamente con la cabeza.
—Acariciadlo entre las orejas, le encanta —aconsejó Pedro el Ermitaño.
Abraham le preguntó, mientras pasaba la mano por entre las largas orejas peladas del asno:
—¿Cómo se llama?
—Carabas.
Y así fue como el asno de Pedro el Ermitaño entró en la familia de Abraham.
A la muerte de su padre, Masada heredó sus bienes, y por tanto a Carabas. Este ya era viejo; y era el año 1144, el año de la caída de Edesa. Masada nunca había creído la historia de su padre. Pero en 1187, cuando la cristiandad acababa de experimentar su mayor derrota y Jerusalén se encontraba amenazada, el comerciante contemplaba a su asno con una mirada algo distinta.
Debía de tener más o menos cien años. «Al menos cien años —pensó Masada—, pues ya era viejo cuando mi padre lo encontró.»
En fin, el hecho era que tenía una edad que ningún asno había alcanzado jamás.
Y, si el asno tenía casi cien años, ¿por qué no iba a ser el asno del mayor de los predicadores de los últimos años, Pedro el Ermitaño, el que decía con tanta frecuencia que el fin del mundo estaba cerca, que el Apocalipsis era inminente?
Aquel asno tenía un valor inconmensurable.
Masada se encontraba, pues, en posesión de una reliquia auténtica. Y cometió la imprudencia de confiárselo a su mujer, lo que causó su pérdida. Femia no pudo evitar alardear de ello ante la esposa de un competidor. Esta última se lo repitió a su marido, y este se dirigió al castillo de La Féve, donde se encontraba instalada una importante guarnición de los templarios. Afortunadamente, Femia fue advertida por la hermana de un hombre cuyo primo era turcópolo en el castillo de La Féve de que la guarnición estaba al corriente, lo que permitió a Masada huir antes de la llegada de los soldados.
Haber ocultado al obispo de Nazaret que poseía una reliquia tan venerable sin duda le costaría la vida.
En Jerusalén, Heraclio debía de estar furioso.
Masada, que en su huida precipitada había abandonado a su aprendiz y perdido todos sus bienes, quería ir a Damasco para comprar un ayudante a bajo precio. La batalla de Hattin había tenido como consecuencia la salida al mercado de cerca de treinta mil esclavos, lo que había provocado el hundimiento de las cotizaciones. Se podía conseguir un adulto en buen estado de salud por un par de sandalias, un joven por una lanza, una pareja y su hijo por una cabra. Masada quería adquirir concretamente a un adolescente recién salido de la infancia para reemplazar a su antiguo aprendiz. Y, por un curioso azar, como si estuviera al corriente de las intenciones de su amo, Carabas se dirigió por sí mismo a Damasco.
Viajaron durante un poco más de una jornada por una carretera bordeada de adelfas que serpenteaba entre colinas. El sol calentaba la hierba amarillenta y el suelo estaba cubierto de grietas. De vez en cuando, finos chorros de vapor escapaban de ellas y ascendían silbando hacia el cielo. Solo se oía el zumbido de las moscas y el canto de las cigarras. Aquí y allá, algunos cadáveres acababan de descomponerse. Algunos tenían la cara deformada en una mueca; otros ni siquiera tenían con qué sonreír.
Silenciosos, Masada y Femia mantenían los ojos fijos en el camino que ondulaba ante ellos. Se sentían inmóviles, como si fuera el paisaje el que se movía y no la carreta, hasta tal punto su marcha era tranquila y lento el paso del asno.
Hacia el mediodía, un ladrido los sorprendió. Una perrita estaba parada en medio del camino.
A su lado yacían unos sarracenos, muertos desde hacía algún tiempo. El cadáver de una camella se pudría junto al camino, no lejos del cuerpo partido en dos de un joven mahometano. Al divisar una bonita campanilla de bronce medio hundida en la arena, Masada saltó a tierra para recogerla, y Carabas se detuvo. En ese momento la perrita volvió a ladrar.
Al acercarse a ella para acariciarla, Masada distinguió en el polvo un pedazo de tela negra. Después de asegurarse de que su mujer no miraba hacia allí, lo cogió con delicadeza y lo palpó con los dedos. Era un pañuelo grande de seda de una calidad extraordinaria. Recordaba haber visto uno así en torno al cuello de una joven muy hermosa, unas semanas antes, en Nazaret. ¿Qué le habría ocurrido a su propietaria?
De pronto Carabas golpeó con la pezuña en el suelo. Masada se guardó el pañuelo en la limosnera, escuchó, miró en todas direcciones, pero no oyó ni vio nada. Luego el asno bufó y movió la cabeza a derecha e izquierda, como si tuviera prisa por marcharse. Femia seguía apoltronada en su asiento, cansada de que Carabas no la obedeciera. Pero alguna cosa la tenía inquieta.
—No podemos dejarla ahí —dijo señalando a la perra.
—Está bien, ya la cojo... —replicó Masada, exasperado.
Masada cogió al animal en brazos y lo dejó en la parte de atrás, bajo el toldo que servía para protegerlos del sol. Luego volvió a sujetar las riendas, lanzó un «¡Uuuuee...!» que era más una imprecación que una orden, y la carreta se sacudió un poco: habían vuelto a arrancar. Masada ni siquiera se dio cuenta de que había olvidado recoger el objeto por el que había bajado: la campana de bronce.
Dos horas más tarde dejaron tras de sí las cimas del Hermón, donde Saladino tenía la costumbre de enviar a sus soldados a recoger nieve, y alcanzaron los contrafuertes del Antilíbano, donde se encontraba Damasco.
La ciudad es una anomalía en el desierto. Ceñida por una triple muralla de piedras blancas en la que, a distancias iguales, se elevan altas torres cuadradas coronadas por estandartes, parece un pedazo de cielo caído en la arena, un paraíso en la tierra. A sus pies, huertos y jardines forman una corona de verdor, de donde sobresale de vez en cuando la copa de una palmera datilera que se balancea al viento. Esas palmeras recuerdan a los viajeros el origen de la ciudad, que debe su fortuna —y su existencia— a un oasis, el Ghutah.
El Ghutah, según dicen, inspiró en otro tiempo a Dios las alas de Gabriel. A semejanza de la ciudad, el oasis está recorrido por una malla de ríos que alimentan de agua dulce las rosaledas y las cisternas. Estos ríos son las venas de Damasco. El corazón de la ciudad palpita al ritmo de su pulso; pues si Roma y Jerusalén tienen siete colinas, Damasco tiene siete ríos. Estas corrientes son los siete hijos de un mismo padre, el Barada, que tiene su fuente en oriente, en el salvaje país de Zabadáni. Sus brazos fluyen en común armonía, y luego se dividen al acercarse a la ciudad.
Más de ciento diez mil jardines de rosas han podido florecer así, llenando la atmósfera de exquisitas fragancias. En el seno de estas rosaledas, de los depósitos cilíndricos construidos por encima de profundas fosas se desprenden los olores que hacen que Damasco sea Damasco. Esos aromas lo impregnan todo con sus efluvios, tiñendo hasta los magníficos muros blancos, que, a cualquier hora del día, se dirían revestidos con los esplendores de la aurora. Sin embargo, después de haber bebido demasiado, algunos viejos sabios pretenciosos, de larga barba blanca amarilleada por la pipa, levantan pomposamente el dedo advirtiendo: «Estos olores no son lo que creéis... Son los olores del infierno». Luego cuentan que en 116 (después de la Hégira), en plena plaza del mercado, monstruos invisibles devoraron al loco Abd al-Azrad, el autor del siniestro y temido
Kitab al-Azif
, escena espantosa cuyo recuerdo perdura todavía en la memoria de unos pocos damascenos, dado que los otros prefieren dedicarse al comercio.
A diario, los mercaderes azuzan con la vara a sus asnos, sus pequeños caballos y sus dromedarios en dirección a la ciudad. Las cargadas caravanas avanzan pausadamente por los caminos polvorientos, y sus guías se fían del olfato para encontrar As-Sagir, la puerta principal. En su periferia se apretuja una muchedumbre indescriptible que espera a ser registrada por algunos guardias despreocupados. Para pasar el rato, la gente charla con el vecino, habla de bodas o negocios, o se concentra en la contemplación de los numerosos minaretes que dominan las murallas como otros tantos faros. Todo esto bajo los rayos del sol, que dispersa, mitigando su fuerza, la inmensa cúpula de la mezquita de los omeyas, construida en 706 por el califa al-Walid al principio de su reinado. La cúpula se levanta sobre la ciudad como un arco iris de oro. Ciertamente, Damasco merece ser llamada la «gran silenciosa y blanca».
Damasco había conocido, sin embargo, muchas horas sombrías.
Después de haber sido durante largos años objeto de luchas entre francos y sarracenos, estos acabaron por imponerse en 1154, cuando Nur al-Din se sentó en el trono, antes de ser reemplazado por Saladino en 1174.
Luis VII había tratado, en su época, de apoderarse de ella por cuenta de los francos, siguiendo los consejos de su mujer Leonor (aconsejada a su vez por Shirkuh, el tío de Saladino). Pero el rey había acabado por renunciar, pues, mientras la ciudad se mantenía firme, su mujer había sucumbido, en cambio, a los asaltos amorosos de Shirkuh.
Después de la pérdida de Edesa, el fracaso de esta expedición se había añadido a la larga lista de desengaños de los francos en Tierra Santa y había transformado a Damasco en un enemigo implacable de Occidente. A pesar de ello, la ciudad se jactaba de albergar una de las comunidades cristianas más antiguas de Oriente, y poseía una de sus más primitivas iglesias: Santa María. Sin embargo, las mezquitas se imponían ampliamente frente a las iglesias. Se veían muchos más minaretes que campanarios apuntando su dedo hacia el cielo y, en la hora de la oración, las llamadas de los muecines cubrían el canto de las campanas. Con todo, los cristianos, al igual que los judíos, convivían allí sin problemas con los mahometanos.
Desde un punto de vista estratégico, Damasco era muy importante, ya que sellaba la unión entre los dos reinos de Egipto y Siria. Más al norte, obstaculizaba los movimientos de Constantinopla, aunque, desde el reinado de Isaac Angelo, el viejo Imperio bizantino se mostraba favorable a Saladino.
Finalmente, desde hacía unos años Damasco era blanco de los ataques y las incursiones de los nizaritas, que descendían de sus fortalezas del Yebel Ansariya y sembraban el desorden en la ciudad o, más discretamente, se establecían en ella. Así habían conseguido tejer una eficaz red de informadores que comunicaban a su amo, Rachideddin Sinan, los movimientos de Saladino y también sus intenciones.
Masada y Femia se dejaron guiar por Carabas. Cruzaron la puerta de As-Sagir y se hicieron llevar hacia la parte alta de la ciudad, donde se encontraba el mercado de esclavos. Posados, más que sentados, en su asiento, no manifestaban ninguna emoción, aunque Masada experimentara de hecho emociones de toda clase, a veces contradictorias. A la cólera se superponía la alegría de sentirse por fin libre, por fin en la Verdad. Como si aceptando a Carabas por guía hubiera encontrado su camino.
Y aunque el camino fuera lento, lleno de obstáculos, y debiera hacerlo con su mujer, aunque los templarios fueran tras él y hubiera tenido que abandonar toda su mercancía y a su último esclavo, al final, estaba seguro, se encontraba lo que buscaba desde siempre: una vida de aventura.
Femia se había tumbado. El viaje la había fatigado. La perrita se había instalado delante, entre ella y su marido, y miraba, encantada, con la boca muy abierta, cómo se desplegaba el panorama de las calles. Sin embargo, no había motivos para alegrarse, se decía Femia. La mujer rumiaba sombríos pensamientos cuando la multitud se apartó, dejando libre el paso hacia la ciudad alta. La carreta dio una sacudida y se dirigió hacia un estrado donde se alineaban una serie de hombres y mujeres encadenados. Esclavos. Los mercaderes, látigo en mano, bramaban para atraer la atención de los posibles compradores y anunciaban precios que desafiaban cualquier competencia. Al divisar a uno de los prisioneros, Femia se volvió hacia su marido.