Caballeros de la Veracruz (21 page)

—¡La humanidad, ahora, soy yo! —gritaba Sinan desde lo alto de su fortaleza de Masyaf, con los brazos levantados en dirección al crepúsculo, dedicando sus victorias a los Siete Silenciosos (los siete principales imanes de los ismailíes) y a su soberano, Ta-wil at'Umr (el Señor de las Llaves y de las Puertas).

»¡Vengaré tu muerte, Alí! —gritaba al norte, antes de añadir, mirando al sur—: ¡La tuya también, Ismail! —Luego hacia el este—: ¡Y la tuya, Mahoma! —Y al oeste—: ¡La tuya también, Jesús!

Sinan sostenía dos largas espadas escarlata, que rasgaban el cielo y acuchillaban el horizonte con trazos rojizos entre los que se ponía el sol. Cruzaba sus hojas formando oscuras figuras que supuestamente debían resucitar las fuerzas del día y de la noche, unir lo turbio y lo claro, el sentido y el sinsentido, dar a los hombres la revelación, la explicación del universo.

Pero no ocurría nada. Solo, bajo las nubes, un halcón describía grandes círculos perfectos.

Extenuado, Sinan dejó caer los brazos. Le pareció que descendía de nuevo del cielo para posarse sobre el torreón de su fortaleza, que, paradójicamente, era un pozo cavado en la cima de la montaña más alta del Yebel Ansariya, de picos escarpados eternamente cubiertos de nieve. Sus hombres habían dispuesto allí toda una red de galerías y de salas.

Sinan volvió a sus aposentos. Las ventanas, talladas en la roca, daban al desierto de Samiya, de donde había surgido, en 1176, el ejército de Saladino para ir a sitiarlo, en vano, por primera vez.

Cortinas de lana blanca tapaban las aberturas y permitían que la habitación conservara una temperatura, si no agradable, al menos adecuada para un hombre habituado a los rigores del clima.

Con humor sombrío, Sinan se sirvió un vaso de un vino denso, brillante y rojo como la sangre de un recién nacido, y llamó con voz seca a dos de sus sirvientes. Quería una mujer. Que fueran, pues, a buscársela a su harén. Una mujer soberbia de sangre mezclada, con la piel cubierta de tatuajes, acababa de ser conducida allí. Tenía ganas de verla y de acostarse con ella. Decían que era rebelde a toda autoridad, salvaje y, sobre todo, de una belleza de piedra preciosa...

Todo poder engendra su contrapoder, todo remedio su mal, todo mal su remedio. Saladino procuraba, como los asesinos, no hacerse notar. Si se distinguía, no era —al contrario que sus predecesores o sus contemporáneos del mismo rango— por los excesos palaciegos, los harenes y las orgías, sino, a la inversa, por un rigor extremo y una gran piedad, y por su menosprecio de las riquezas. Era tan piadoso, tan devoto, tan fervoroso en sus creencias, se sentía hasta tal punto consagrado a su misión, que el contraste dejaba en mal lugar a sus iguales y superiores, encantando al mismo tiempo a las multitudes.

Saladino no se preocupaba por eso, por más que complacer al pueblo y chocar a una casta dirigente que él calificaba de «decadente» no era algo que pudiera disgustarle. Creía que tenía el derecho de su parte, sentía que la mano de Alá lo ayudaba en su
yihad
, y cuando —en la duda— rogaba a Mahoma o a Gabriel que lo iluminaran, un sueño en la noche le aconsejaba qué camino seguir, qué decisiones tomar.

Saladino se equivocaba raramente, y, si se equivocaba, era por un bien mayor que aquel al que aspiraba. Así, cuando se enteró de que Morgennes había escapado, lanzó un profundo suspiro acompañado por un gesto de la mano que significaba: «¿Y qué queréis que haga? Si es así, Dios lo ha querido».

En la plaza del mercado, el doctor al-Waqqar levantó una ceja y tronó de indignación por los daños causados por las bombas incendiarias que habían lanzado en su huida los asesinos, aquellos hombres de mantos grises.

Ahora todos estaban convencidos: aquella matanza, aunque hubiera sido agravada por los soldados del atabek, había sido causada por los asesinos. Al-Waqqar se secó con la manga el sudor que perlaba su frente y volvió al trabajo. Se inclinó sobre un joven cuyas piernas habían sido alcanzadas por pez inflamada. El líquido se había pegado a sus miembros inferiores, quemados desde los pies hasta la pelvis. El desgraciado todavía respiraba. Entre dos sollozos abrió la boca para tragar aire, pero no consiguió hablar ni lanzar el menor grito. Estaba como apagado. Al-Waqqar le pasó un paño húmedo por el rostro. También sus cejas se habían quemado. La carne se había fundido sobre los huesos dándole un aspecto de esqueleto. Al-Waqqar le deseó una muerte rápida.

El doctor estaba perdido en sus pensamientos, cuando se oyó un estruendo proveniente de la ciudad baja: la eminencia gris de Saladino, el cadí Ibn Abi Asrun, subía con su cortejo de ujieres, escribas, oficiales y ulemas para asumir la dirección de la investigación. Saladino no había esperado a recibir el informe del gordo atabek Shams al-Dawla Turansha para hacerse cargo del asunto: Ibn Abi Asrun resolvería aquello mejor que nadie.

Todos los testimonios coincidían. Habían visto a una media docena de hombres vestidos de gris, posiblemente asesinos, así como a dos hombres con mantos blancos, de los que se sabía que eran templarios (u hospitalarios disfrazados) llegados para comprar a Morgennes. También se había informado de la presencia de desertores del ejército de Saladino. Según se deducía de los primeros elementos de la investigación, se trataba de bandidos de la tribu de los maraykhát.

Bajo la dirección del cadí Ibn Abi Asrun, los ulemas se apresuraron a interrogar a los heridos más graves antes de que entregaran su alma. Los escribas tomaban sus gritos por escrito.

La investigación seguía su curso, pero ya algunos elementos permitían afirmar que el asunto no era sencillo, y que diferentes partes —aparentemente contrapuestas— se encontraban mezcladas en él.

Al-Waqqar cerró los ojos del desgraciado joven al que había lavado la cara y se reprochó no haber acudido a atender a otra víctima que ahora ya debía de estar muerta. Se había entretenido demasiado. Hizo una mueca, se levantó y se dirigió hacia un nuevo herido con la esperanza de salvarlo. No lejos de allí, unos soldados tiraban cadáveres a una carreta para llevarlos fuera de la ciudad. Temían que pudiera desencadenarse una epidemia, y había que retirar a los muertos lo más deprisa posible. Las familias irían a reconocer a los suyos al exterior de los muros de Damasco, si es que había algo que reconocer; si no, los restos irían a la fosa común.

El cuerpo al que al-Waqqar se acercó tenía una talla desmesurada, casi inhumana. Al menos eso fue lo que se dijo al verlo tendido sobre dos o tres cadáveres a los que casi cubría por completo. Su mano se agitaba espasmódicamente y su mirada buscaba la del médico. El pecho del hombre se elevaba a sacudidas, y cada vez que espiraba se oían unos ruidos extraños, como pequeñas burbujas de aire que reventaran en la superficie de una ciénaga. No podía durar mucho.

Al-Waqqar se arrodilló a su lado y le cogió la mano. Era tan enorme que le costó sostenerla entre las suyas. El hombre volvió la cabeza hacia él y clavó los ojos en los suyos. En su mirada no había miedo ni odio; solo la espera de un largo sueño. Trató de abrir la boca, pero al-Waqqar le puso un dedo en los labios.

—No digáis nada —murmuró.

El pulso del hombre latía despacio. Justo en aquel momento el doctor se sintió observado. Alzó la mirada y vio algo horrible: una cabeza sin cuerpo lo miraba con ojos vidriosos. Apartó la vista y volvió a fijarla en su paciente. Luego una sombra inmensa lo cubrió: la del cadí Ibn Abi Asrun, del que el
atabek
de Damasco no se alejaba ni un paso, temiendo por su puesto o, peor aún, por su vida.

—Hay que salvar a este hombre —ordenó Ibn Abi Asrun.

—Eso intento. Pero será difícil —respondió el doctor, inclinado sobre aquel gigante aparentemente indestructible que, sin embargo, se moría poco a poco.

—Haz lo necesario —insistió el cadí.

Un ayudante recogió un arma: una pica enorme, al extremo de la cual se encontraba fijada una hoja tan larga como ancha. Una guisarma. Cuando la vio, el gigante apretó la mano del doctor y se incorporó a medias.

—¡No os mováis! —ordenó el doctor, antes de dirigirse a sus acompañantes—: ¡Que me traigan una teriaca! ¡Rápido!

Un ayudante salió disparado hacia un oficial que llevaba un pequeño baúl lleno de drogas medicinales. La teriaca que el doctor reclamaba era su poción milagrosa. Se decía que tenía el poder de retener todavía un poco en la tierra a los que se encontraban a las puertas de la muerte. Pero no había que abusar de ella, ya que eso supondría condenar al alma del difunto a errar por el mundo sin encontrar reposo jamás. Era, pues, un remedio que se administraba en muy contadas ocasiones, en especial cuando se tenía necesidad de conocer algún hecho que el moribundo se podía llevar a la tumba (generalmente el lugar donde había escondido su oro). En su composición entraban elementos tan raros como las raíces de ácoro, ruipóntico y aristoloquia, puntas de escordio, marrubio y
charnoepitys
, díctamo de Creta e hipérico, semillas de ameo y de seseli, opio de Esmirna, agárico blanco, castóreo, tierra de Judea y, finalmente, jugo de regaliz mezclado con vino de garnacha a modo de excipiente. El conjunto formaba una pasta blanda, que se aplicaba con ayuda de una espátula a las partes del moribundo que se quería hacer revivir.

Al-Waqqar extendió, pues, una generosa cantidad sobre el rostro, el pecho y el cuello del agonizante. El coloso tenía un agujero en el pulmón derecho, causado por un violento hachazo, por donde salía silbando el aire mezclado con burbujas de sangre. Ahora respiraba un poco mejor, y sus labios habían recuperado en parte el color.

El cadí interrogó al moribundo, en quien había reconocido a uno de los mamelucos que los mercaderes de esclavos compraban para utilizarlos como guardias de corps.

—¿Dónde me enterraréis? —dijo jadeando el mameluco, inquieto.

—¿De dónde procedes?

—De Kharezm.

—Entonces serás enterrado allí.

El mameluco sonrió. El moribundo creyó respirar de nuevo los olores de su patria y sentir cómo sus pulmones se llenaban de un aire antaño familiar. Le volvían melodías a la cabeza. Canciones de su infancia, que su madre le tarareaba por la noche para ayudarlo a dormir. Antes de que lo secuestraran.

—Responde a mi pregunta —insistió el cadí—. ¿Qué has visto?

El mameluco estaba hablando penosamente de Morgennes y los maraykhát, cuando fue interrumpido por un acceso de tos tan violento que un hilillo de sangre le resbaló por el mentón.

—Hay que parar —afirmó el doctor al-Waqqar—. Este hombre está agotado.

—Un poco más —dijo simplemente el cadí—. Continúa —pidió al mameluco—. ¡Dinos lo que sigue!

Si Ibn Abi Asrun se mostraba tan insistente, tan ávido de respuestas, era porque había encontrado a su mejor testigo. Los otros solo habían tenido visiones imprecisas, parciales, de la escena. Aquí un mandoble, allá una lluvia de flechas, una detonación... Algunas frases cogidas al vuelo. Nada útil. Un mosaico de impresiones. Faltaba el hilo conductor. Y el mameluco parecía tenerlo.

El hombre continuó su declaración, interrumpida por expectoraciones violentas y teñidas de rojo.

—¿Lo anotáis? —preguntó el cadí a sus escribanos, fulminándolos con la mirada. Luego se volvió al mameluco, cuyo repentino silencio lo había alarmado—. ¿Qué más? ¡Rápido!

Demasiado tarde: el desgraciado se había desvanecido.

—¡La teriaca! —gritó Ibn Abi Asrun al doctor—. ¡Necesita más! ¡Deprisa, apresúrate! ¡Este hombre está casi muerto!

—No sé si puedo —se excusó el doctor al-Waqqar—.Ya le he aplicado más de lo permitido.

—¡Puedes, ya que yo te lo ordeno! —explotó el cadí—. ¡Haz lo que te digo o serás tú quien tenga que preocuparse por el más allá!

—Pienso en él todos los días —resopló al-Waqqar inclinando la cabeza.

El doctor administró al mameluco una segunda dosis de teriaca. El agonizante levantó los párpados. Ya no sonreía. Tenía el aire angustiado de un niño despertado en plena noche. Unos feos cercos negros se marcaron bajo sus ojos y su frente se surcó de arrugas. Los labios del moribundo palidecieron de nuevo.

—¡Habla! —ordenó el cadí.

—Tengo sueño —respondió el mameluco.

—Enseguida dormirás, en tu país. ¡Te lo prometo! ¡Pero antes tienes que hablar! Los asesinos ¿adonde fueron?

El mameluco, demasiado débil para abrir la boca, mostró con un movimiento lánguido de la mano un lugar de la plaza del mercado.

—¡Id a ver! —ordenó el cadí a dos de sus hombres—. ¡En cuanto a ti, continúa! —gritó al mameluco—. ¡Dime adonde fue el hospitalario!

El mameluco indicó la ciudad baja, y susurró tan bajo que tuvieron que inclinarse sobre su boca para oírlo:

—Una pareja de ancianos, con un perro y un niño, en una carreta tirada por un asno tan pequeño, tan viejo... ¿Cómo es posible?

Sus labios se inmovilizaron tras la pregunta.

—Se acabó —dijo simplemente al-Waqqar.

—Ya lo veo —dijo, ofendido, el cadí—. ¡He visto suficientes combates para reconocer a un muerto cuando lo tengo delante!

—Perdonadme, excelencia, pero ¿qué se hará con el cuerpo de este hombre? Le prometisteis...

—¡Tiradlo a la fosa común! Que se pudra con los otros.

—A vuestras órdenes —bufó el doctor, mientras apretaba un poco más fuerte la mano del desgraciado mameluco y encomendaba en silencio su alma a Dios a la vez que suplicaba el perdón de Alá.

Ahora el cadí tenía una imagen bastante precisa de los acontecimientos. Pero las razones de la alianza de los templarios con los asesinos todavía se le escapaban. A no ser que ocurriera como en el famoso dicho: «Los enemigos de mis enemigos son mis amigos». Todas las alianzas eran posibles, incluidas las más innobles. Con paso rápido, Ibn Abi Asrun fue a buscar al jefe de su guardia.

—¿Qué esperáis para enviar a vuestros mejores jinetes en su persecución? Una carreta tirada por un asno viejo, con dos hombres, un niño y una mujer a bordo, no parece difícil de alcanzar, ¿no? Han salido hace dos o tres horas. ¡Y ay de aquel que no ensangriente su espada! —concluyó citando un versículo del Corán.

El oficial montó en su caballo, seguido por una cuarentena de hombres que dividió a la salida de la ciudad en tres pequeños grupos. El optó por ir hacia el sur, la región más segura para registrar, ya que se encontraba bajo el dominio de las tropas de Saladino.

Pero el oficial pronto se dio cuenta de que la aparente facilidad de la tarea, «encontrar una carreta tirada por un asno en la que viajaban cuatro personas», ocultaba una trampa: en algunas horas de cabalgada se habían cruzado con un gran número de carretas. La mayoría estaban tiradas por asnos, y muchas llevaban a una pareja de ancianos, un joven y un adulto. El perro debía de haber muerto o había saltado a medio camino. En cuanto al ojo reventado, solo era un detalle... De hecho, su misión le parecía imposible de cumplir.

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