Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
Lanzó un profundo suspiro y cerró el ojo. Recordó sus heridas más recientes, en el ojo, el hombro y el costado, y se alegró de que lo hubieran curado tan bien. De todos modos, al pasarse la mano por el costado, sintió un rodete de carne densa, una cicatriz que no se borraría nunca.
El balanceo de la carreta le dio ganas de dormir. Había perdido la costumbre de viajar de aquel modo. Así que, para mantenerse despierto, se representó el Krak de los Caballeros, que no tardaría en divisar irguiéndose en el horizonte. Con el lago tras ellos, los primeros contornos del Yebel Ansariya aparecerían pronto, y, dominándolos como la proa de un navío, las robustas murallas del Krak.
La fortaleza cerraba el paso del emirato de Homs, desde el que se accedía por tierra a Tortosa o a Trípoli, y proporcionaba a los francos de Tierra Santa una ventaja considerable en cuanto a terreno y tiempo: el Krak no solo permitía detectar con mucho tiempo de adelanto la llegada de un ejército enemigo, sino también mantenerlo bajo el dominio de sus murallas.
Normalmente, más de dos mil hombres se apiñaban en el interior de la fortaleza. De estos, no todos eran soldados, y aún menos caballeros, pero de todos modos nunca se había visto reunida en un mismo lugar —excepto, tal vez, en Jerusalén, antes de la guerra— una concentración semejante de caballeros y gentes de armas de tanta calidad.
Morgennes contaba entre ellos con algunos amigos y con numerosos enemigos. A menudo se preguntaba cómo lo acogerían estos a su vuelta. Por otra parte, ¿qué sabían ellos de su historia? No era el primer hermano que cometía una falta, ni el primero en renegar de la cruz.
Por regla general, en el caso de una falta cometida por un hermano, un tribunal de penitencia se encargaba de tomar la resolución correspondiente. De la simonía a la traición, pasando por la sodomía y la violación del secreto del capítulo, había un buen número de casos previstos que se castigaban con una pena proporcional a la falta cometida. En lo que se refería a Morgennes —una mezcla de traición y negación de la fe—, el castigo más leve que podía esperar era la flagelación, seguida de la exclusión de la orden y de la obligación de entrar en una orden más dura (la de los benedictinos, por ejemplo). A menos que lo encerraran para el resto de sus días, en cuyo caso permanecería prisionero en los sótanos de un priorato, en Tierra Santa o en Occidente. (Incluso podía ser que lo mataran: él ya no era cristiano, por lo que ya no sería pecado...)
El día que dejaba atrás tal vez fuera el último, a menos que... Había una escapatoria: hacerse desligar de su profesión de fe por el hermano capellán del Krak. Morgennes contuvo un estremecimiento. Sabía que todos le presionarían para que aceptara esta solución.
Extraña aparición la del Krak de los Caballeros en medio de la noche, bajo la luz de las estrellas. De hecho, el Krak no aparece: se levanta de pronto como un ogro, surge de las montañas; se confunde tan bien con ellas que es todo el Yebel Ansariya el que parece elevarse para contemplarlas y aplastarlas mejor.
Ante aquel espectáculo, Masada, Femia y Yahyah no pudieron evitar que se apoderara de ellos una sensación de temor respetuoso. Si hubieran sido el enemigo, la simple visión de ese castillo les hubiera dado ganas de huir.
De hecho, se decía que por la noche los asaltos cesaban por sí mismos. También se decía que el Krak era inexpugnable y que los precipicios que se abrían a sus pies se agrandaban para tragarse a sus adversarios.
—Sin embargo, tuvo que ser tomado, ya que ahora lo tienen los francos y antes que ellos lo ocuparon los sarracenos —señaló Masada.
—Kurdos —rectificó Morgennes—. De ahí su antiguo nombre de Hosn el-Akrad: el castillo de los kurdos. Pero lo que veis ahí no tiene demasiado que ver con lo que los hombres del primer conde de Trípoli tomaron al asalto una vez. Ellos le añadieron un segundo recinto, dieron mayor altura al primero, cavaron pozos, construyeron cisternas, elevaron las cortinas y realizaron todo tipo de trabajos que lo hacen inexpugnable.
—A menos que se utilice la astucia —dijo Masada.
—A menos que se utilice la astucia, evidentemente. Pero hasta ahora no la han empleado contra él. Por otro lado, ¿se puede utilizar la astucia con la montaña y la piedra? No lo creo.
—Con ellas no, pero con los hombres sí —repuso Masada.
—Déjame mis esperanzas —dijo Morgennes—. No me aflijas. Amo este castillo como se ama a un animal. Le dispenso más que admiración, más que afecto: lo amo. Si no recuerdo mal, la primera vez que lo vi fue en 1163. Acababa de desembarcar, como joven enviado del conde de Flandes Felipe de Alsacia, para asistir a la coronación de Amaury. Aún no estaba al servicio del Hospital, pero no tardaría en entrar en él. Al ver el Krak, precisamente, me decidí. Fue este castillo el que me venció, a mí, que hasta entonces siempre me había negado a acercarme a nada que tuviera que ver con la religión. Esta fortaleza es para mí la más bella de las catedrales, el más hermoso de los cánticos... Lo dejaron con sus pensamientos.
Yahyah acariciaba con mano distraída a la perra, a la que había dado el nombre de Babucha. («¿Por qué Babucha?», le había preguntado Femia. «Porque es lo que más le gusta», había respondido Yahyah, desolado, mostrando a su ama sus babuchas medio devoradas. Femia había lanzado un gritito de horror y había regañado a la perra, que había ido a acurrucarse, con la cola entre las patas, en un rincón de la carreta.)
Masada no apartaba los ojos de aquel a quien dudaba todavía en llamar su «salvador», su «amigo». El hombre que le evitaría una infamia aún mayor. Si hubiera tenido valor, le habría puesto la mano en el hombro, pero allí no se atrevía. En cuanto a Femia, cuando miraba a Morgennes no veía a un hombre, sino sus collares, sus brazaletes y todas sus joyas desaparecidas, perdidas.
Ella había querido a aquel caballero. Y ella lo había adquirido a precio de oro, sencillamente.
Un precio elevado, sin duda, pero al parecer era la tarifa que había que pagar. Femia cerró los ojos y volvió a ver, como en sueños, las imágenes que habían acompañado su partida precipitada de Damasco.
—
Yallah
! —exclamó de pronto—. ¡Y adelante,
Rouh ach-cham
! —añadió en tono agrio.
—¿Qué te pasa? —le gruñó Masada.
Femia adoptó una expresión espantada, salió de su embotamiento, palpó con sus dedos rollizos unos aderezos que ya no tenía y respondió:
—
Rouh ach-cham
!
—Está perdiendo la cabeza —susurró Masada a Morgennes. Y, tras dirigir una mirada sombría a su mujer, añadió con un hilo de voz—: Cada una de sus tetas contendría ampliamente los dos senos que tenía antes de volverse fea. En otro tiempo era un precioso calderito, y ahora es una gran olla... No comprendo qué sortilegio ha podido actuar así. Y lo mismo con su carácter. Antes de casarse conmigo era como miel; ahora parece vinagre. ¿Es el matrimonio el que hace eso?
Morgennes no respondió. Escuchaba a Masada mientras mantenía la mirada fija en el camino, que ascendía suavemente hacia la montaña y la fortaleza. En ocasiones la mole desaparecía detrás de una pared rocosa. Sin embargo, todo el tiempo se sentía su presencia. Se hubiera dicho que la vegetación misma inclinaba la cabeza ante su poder, tan grande era la energía que desprendía el Krak. Era imposible olvidarlo, hacer caso omiso de él. Las asperezas del terreno, los árboles retorcidos, las plantas secas y amarillas, el aire seco y hasta los ruidos, apagados, todo llevaba la marca de la formidable fortaleza hacia la que se dirigían. Ella era el calderón del Yebel An-sariya, y le indicaba: «¡Montañas, habéis nacido para mí!».
De hecho, era difícil saber quién, la montaña o el Krak de los Caballeros, había nacido primero, hasta tal punto la naturaleza parecía decir: «He hecho está montaña para el Krak: a vosotros, humanos, corresponde construirlo».Y los humanos lo habían construido, en la cima del Yebel al-Telaj (la «Montaña de la Nieve»).
El Krak era, para Morgennes, la ilustración perfecta de un debate muy antiguo que había agitado violentamente, y agitaba aún, a la cristiandad: ¿había que actuar en función del fin de los tiempos, o bien del fin de cada individuo en particular?
Para los partidarios de la primera doctrina, bastaba con practicar la política de lo peor. Sembrar el caos en la tierra. Suscitar el Apocalipsis, de manera que el reino del Anticristo llegara, y que Nuestro Salvador se viera forzado a contraatacar con su ejército de ciento cuarenta y cuatro mil guerreros con la frente tatuada con su nombre. Entonces toda la humanidad —después de haber sido juzgada— se salvaría.
Esta escuela tenía sus partidarios. Por suerte, no eran muy numerosos. Y Morgennes no se contaba entre ellos. En el mal para el bien, él nunca veía sino el mal; pues, desde que había nacido el mundo, no se había dejado de anunciar el fin de los tiempos, para mañana, para el fin de la semana próxima, dentro de un año, de diez años, de un siglo... Si todos los profetas de la desgracia que se habían sucedido en la tierra hubieran tenido razón, solo el primero de ellos hubiera podido gritar. Era evidente que todos se habían equivocado. Y, sin embargo, aquello continuaba: ¡no había año, mes ni semana sin fin de los tiempos!
Para los partidarios de la segunda doctrina, había que hacer todo lo posible para ofrecerse y ofrecer a los otros un lugar en el paraíso. Permitir a cada uno conocer, aquí, ahora, una vida mejor con vistas a prepararse para su futura vida en el cielo. Desde luego, ese era el trabajo de los sacerdotes: a ellos correspondía cultivar el campo de las almas, sin duda mal desbastadas, que vivían en este siglo. A ellos incumbía hacer crecer en él el máximo de justos y de santos posibles. Los pretendidos abonos se llamaban «confesión», «sacramento», «bendición», «indulgencia», «remisión»..., y las malas hierbas, «pecado», «simonía», «perjurio», «paganismo», «politeísmo», «impiedad»...
A Morgennes, todo aquello no le decía nada.
El paraíso, si existía, no podía ganarse con el sufrimiento ó con la alegría, no se merecía rezando, no se compraba donando dinero a la Iglesia, al Temple o al Hospital, ni pagando a peregrinos profesionales para que fueran a rezar a Jerusalén por cuenta de otro. La tumba de Jesús no era un lugar, era una imagen, una idea. Un estado de espíritu. Poco importaba, por otra parte, la tumba de Jesús, o Jerusalén, o la Santa Cruz... ¡Poco importaba el propio paraíso!
Todo lo que Morgennes había atravesado para permanecer con vida, su negación de la fe, su condenación, su deshonor, perdía su sentido.
Sintió que una gran rabia crecía en su interior, una rabia venida directamente de su juventud, cuando escupía y mostraba el puño a las nubes, allá arriba en el cielo, sin saber por qué. Una rabia incomprendida y tal vez incomprensible, una sed de ser que había creído extinguida o, mejor dicho, atenuada, controlada, cuando estaba en el Hospital y, antes de eso, cuando había partido a la Tierra Prometida, e incluso antes, cuando había entrado al servicio de Felipe de Alsacia, y aún más atrás, cuando había abandonado... ¿qué?, ¿a quién? No lo recordaba. ¿A qué antes, a qué tiempo pasado había que ir para encontrar la paz? ¿Existía esa paz realmente en algún sitio? ¿Y la rabia? La rabia, a decir verdad, no se había extinguido. Era como esos fuegos que parecen reducirse en el hogar, que menguan hasta hacerse cenizas, y luego llega un soplo de viento, unas ramitas que caen, una mano que atiza las brasas, y la llama vuelve a surgir con fuerza. Bajo la ceniza había una brasa. Todavía incandescente. Estaba dormida, y la habían despertado, y alimentado luego.
Morgennes seguía sin haber encontrado la paz. No obstante, no experimentaba aquellos arrebatos salvajes que a menudo sufrían los otros caballeros, o sus enemigos, y que los hacían arrojarse unos contra otros frenéticamente, lanzando gritos de hiena, encantados de sumergirse en el combate, sin saber ya por qué pe-leaban. No era porque no se aplicara en la lucha, pero se esforzaba, en cuanto le era posible, en mantener la cabeza fría.
Después de lo que había hecho, ir al paraíso o al infierno le importaba bastante poco. Había que encontrar la Vera Cruz. A menudo se esforzaba en rezar, tendía a convertirse en un movimiento, una idea fija sobre no sabía qué; rezaba sin pedir nada, sin pensar ni un instante que podía pedir algo, lo que resultaba extraño si se lo conocía, y no podía explicarse.
Para él, la oración era lo más difícil que pudiera haber. Saber rezar bien no se enseña; no es un impulso del corazón, ni un impulso del alma, ni el recitado de los salmos, por más que esto pueda ayudar. Orar es otra cosa. No habría sabido decir qué; pero lo duro no es creer en Dios sino rezar. Dios es lo accesorio.
De pronto, unos guijarros rodaron bajo las pezuñas del asno y luego bajo las ruedas de la carreta. Femia dormía. Masada, por su parte, seguía sosteniendo las riendas de Carabas, que proseguía su camino a paso lento. Morgennes se sintió observado, pero ¿cómo no sentirse observado en el Yebel Ansariya, donde el Krak te rodea por todas partes? ¿Qué podían hacer? ¿Retroceder? No, era demasiado tarde, ya no tenían elección. Debían continuar.
De repente, el grito de un pájaro llamó la atención de Morgennes, que levantó la cabeza y vio volar por encima de ellos a un halcón inmenso, con las alas desplegadas. «Decididamente —se dijo—, hoy todo me recuerda a Casiopea...»
Entonces tuvo un mal presentimiento.
—¡Baja! —susurró a Yahyah para animarlo a buscar un refugio.
—¡Es inútil! —dijo una voz—. ¡Estáis rodeados!
Femia se despertó y se arrebujó en su manta de lana. Morgennes mantuvo la calma y Masada se lamentó: «¡Jerusalén! ¡Oh, Jerusalén! ¡Todo ha acabado para nosotros! Oh, Dios mío, ¿qué he hecho?».
Media docena de ballesteros e infantes salieron bruscamente de las tinieblas, con las armas en la mano, y los rodearon: era la guardia del Krak. A esas horas, la guarnición de la plaza fuerte ya estaría enterada de su llegada, aunque no supieran todavía quiénes eran.
Otra voz se elevó en la oscuridad. La de un hombre armado. No veían de él más que los reflejos de su espada larga, atenuados por la nogalina con que la había untado para ocultar su brillo.
—¿Mahometanos o cristianos? —preguntó con una voz que el frío hacía temblar.
—Mahometanos, me temo... —dijo Morgennes.
—Entre otros —añadió Masada.
—Acercaos a la luz...
Morgennes se adelantó.