Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
—¿Por qué os quedáis aquí? Podríais volver a Tiro, que sigue estando en manos cristianas...
—¿Por cuánto tiempo? —objetó Guillermo—.Y, de todos modos, esa cuestión no se plantea, ya que tengo necesidad de absorber cada día esa mezcla de hierbas que solo las cenobitas saben elaborar. Sin ellas moriría. Por otra parte, prefiero considerarme como muerto, pues lo cierto es que desde que estoy aquí no he envejecido ni un día. Además, los vivos se han acostumbrado a mi desaparición. Ni siquiera los que me aman comprenderían mi retorno. Ni siquiera Josías...
—Estoy seguro de que constituiría para él la mayor de las alegrías —respondió Morgennes—.Y Raimundo de Trípoli...
—Raimundo de Trípoli también es viejo. El reino de Jerusalén era hasta tal punto su propia carne, tanta fe tenía en él, que no sobrevivirá a su caída. En cuanto a Josías, no. Yo sería un estorbo. Él es joven. Que haga su vida, y que triunfe allí donde yo fracasé.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Morgennes.
—De mi gran obra.
—¿Vuestra
Historia rerum in partibus transmarinis gestarum
? Pero si la habéis acabado...
—No, yo hablo de impulsar a los reyes de Francia y de Inglaterra a tomar la cruz.
Guillermo inspiró profundamente y se apoyó en Morgennes para ayudarse a continuar, como si volver a hablar de aquellos acontecimientos fuera penoso hasta el punto de debilitarlo.
—Verdaderamente —prosiguió—, no sé si el fin es o no para mañana, pero me parece que cada día hay que considerarlo próximo. Lo que clamaba Pedro el Ermitaño era cierto: «El fin está próximo»; pero en cierto modo lo sabemos. Aunque no se trata forzosamente del fin del mundo, sino del nuestro en particular. Y, después de todo, ¿qué diferencia hay para el que muere?
—Una cosa es morir, y otra es morir sabiendo que nadie nos sobrevive...
—¿Nadie? Eso no es lo mismo que nada. En fin, dejemos a otros el trabajo de debatirlo... Sea como fuere, yo no voy a moverme. Me bastará con saber que pondréis a resguardo lo que os confiaré.
—¿De qué se trata?
—Paciencia, Morgennes, paciencia...
Guillermo y Morgennes se dirigieron hacia un gigantesco edificio con columnatas que tenía todo el aspecto de un templo griego. La edificación se levantaba en el otro extremo de la hendidura, tallada en el acantilado, bajo una fronda de bejucos. Una ligera llovizna la envolvía, proveniente de una cascada que dos enormes manos de piedra apartaban por encima de la construcción.
—El corazón del oasis —anunció orgullosamente Guillermo—.Venid...
Ascendieron por una escalera que conducía a un propileo titánico, ceñido por varias cúpulas que sobresalían a medias del acantilado. Al escalar los altos peldaños, Morgennes tuvo la impresión de que los habían construido para unos pies que no eran humanos, hasta tal punto era extenuante la ascensión. Finalmente, después de una hilera de finos pilares de mármol blanco, llegaron a una puerta inmensa, que Guillermo golpeó vigorosamente con la aldaba. Casi al instante, uno de los batientes se abrió con un ruido de succión sobre un profundo túnel en forma de nave.
Un africano, que medía casi dos varas de alto y parecía tan fuerte como un buey, se sacó una raíz de palmera de la boca y les dirigió una cálida sonrisa.
—¡Yemba! —saludó Guillermo—. Justamente quería verte. Este es Morgennes, el caballero de quien tanto te he hablado...
—¡
Messire
Morgennes! —exclamó Yemba—. ¿De modo que sois vos el caballero que siempre tiene prisa en llegar a donde debe ir, nunca está en el lugar donde se encuentra y casi no descansa?
Morgennes sonrió un poco incómodo, sin saber qué responder a aquella extraña descripción.
—Soy yo —acabó por conceder Morgennes—. ¿Quién ha trazado este retrato de mi persona? ¿Guillermo?
—¡Ja, ja, ja! —rió sorprendentemente el monje—. No, de ningún modo, es vuestro «amigo» Rufino. ¡A decir verdad, no os tiene en graaaan estima!
—¡Rufino! Pero ¿qué hace él aquí? —se sorprendió Morgennes.
—¿Cómo? ¿No lo sabéis? ¿No os han explicado nada? Lo trajo Masada. La verdad, tengo que reconocer que, junto con
Crucífera
, es la más bella de las reliquias que nunca haya ofrecido como pago por nuestros cuidados... Al principio Rufino no me hablaba mucho; luego, cuando descubrió que yo había conocido bien a su padre, Heraclio el crápula, empezó a soltar la lengua. Y después ya no había forma de detenerlo. Está maldito, ¿sabéis? Por vuestra culpa, me ha dicho...
—Me gustaría entrevistarme con él.
—¡Proooonto! ¡Muy proooonto!
De nuevo estalló en carcajadas, y con un gesto amplio invitó a Guillermo y a Morgennes a que entraran en una profunda galería con aires de catedral. En cada pilar brillaban velas colocadas ante un espejo que reflejaba la luz multiplicándola. Era un lugar tan fantástico que Morgennes se preguntó qué clase de Dios se adoraba allí.
—¿Adonde queréis ir? —preguntó Yemba.
—Para empezar —respondió Guillermo—, me gustaría llevarlo al árbol. Luego iremos a la mina. Que sus amigos se nos unan allí. Saldrán por el pasaje secreto.
—Comprendido —dijo el monje—.Voy a avisar a las cenobitas para que vayan a buscar a vuestros amigos...
Dicho esto, Yemba se puso a masticar de nuevo su raíz y desapareció detrás de una cortina; Guillermo y Morgennes aún oyeron resonar su risa durante un rato.
El arzobispo prosiguió su camino. El túnel parecía prolongarse mucho más allá de los muros del templo tal como se veían desde el exterior, hundiéndose bajo la superficie del desierto. Se cruzaron con otros monjes de piel oscura, que iban a rezar mascullando entre dientes. A Morgennes le parecieron siniestros. Con su ropa oscura parecían fetiches. Uno de ellos, que llevaba un cántaro y un pan, les pasó tan cerca que Morgennes creyó ver a un demonio.
—Le lleva la comida —explicó Guillermo.
—¿A quién?
—A la Emparedada...
—¿Quién es?
—Es la mayor y la más respetada de las mujeres del oasis. Su piel está tan arrugada que se niega a salir de su habitación. Además, ha pedido que la encierren en ella. Le dan de comer por una abertura practicada en el muro que han levantado ante su puerta y por ella recuperan el cubo de sus humores. A veces, de forma completamente imprevisible, emite un oráculo...
—Como el del asno, el caballo, el pájaro y el perro...
—Exactamente —asintió Guillermo.
—Pero no comprendo: si el asno y el caballo son Masada y Taqi, y el pájaro y el perro, Casiopea y Yahyah, ¿quién es el muerto?
—¿Vos, tal vez? —sugirió Guillermo.
—Eso es lo que temo.
—También podría hacer referencia a Simón o a Rufino, cualquiera sabe... En cualquier caso, se trata solo de un símbolo. El muerto, de todos modos, es probablemente Cristo, representado por la Vera Cruz. Y vos no sois Cristo, como Masada no es un asno, Taqi un caballo, Casiopea un pájaro ni Yahyah un perro...
Morgennes sonrió. Habían llegado a una puerta tan alta que desaparecía en la bóveda del corredor.
—Ya estamos —anunció Guillermo,
Con una mano empujó el batiente derecho, que no tenía picaporte ni pomo.
—Después de vos.
Era una sala inmensa, iluminada por centenares de cirios que ardían en grandes candelabros de oro. La cúpula que coronaba la estructura tenía una única abertura, por donde entraba un rayo de luna y un fino hilillo de agua. Los muros estaban cubiertos de mosaicos medio comidos por la hiedra. Lo más sorprendente eran los tres largos cables metálicos que bajaban del techo y retenían por la base y por cada uno de los extremos de su
patibulum
una gran cruz de madera. La cruz colgaba por encima de ellos, casi horizontalmente, a la manera de un hombre que se lanza al vacío.
Morgennes se quedó estupefacto.
Aquella cruz se parecía punto por punto a la que ellos habían recuperado en Hattin, a no ser porque estaba entera,
patibulum
y poste incluidos.
Una luz extraña emanaba de los maderos, parecida a la de las aureolas que los pintores colocan a veces por encima o en torno a la cabeza de los santos que representan. Finalmente, una calma extraordinaria reinaba en el lugar. No había duda, era la Vera Cruz.
Morgennes cayó de rodillas y se echó a llorar. Guillermo le puso la mano en el hombro.
—Yo sentí lo mismo la primera vez que la vi...
—¿De verdad es ella?
—Para ser sincero —repuso Guillermo con un suspiro—, no podría decirlo. Pero me gusta pensar que sí... Mirad...
Con su antorcha, se dirigió hacia el muro situado a la izquierda de la entrada e iluminó un primer mosaico. Se veía, representado de forma primitiva, a Cristo llevando su cruz, ayudado por Simón de Cirene. La escena siguiente lo mostraba crucificado. En otra aparecía representado sobre la piedra de la unción, poco después del descendimiento de la cruz, y así sucesivamente. A lo largo de todo el muro las escenas se sucedían, explicando la historia de la Vera Cruz tal como se conocía en la época en que la Santa Cruz había sido llevada allí.
—Aquí estamos en el corazón de lo que en otro tiempo fue la residencia privada de la reina Meyem, o María, esposa de Cosroes, el poderoso rey de los persas, y ferviente cristiana.
Morgennes admiró los detalles de los mosaicos, que en la última parte ilustraban cómo la reina María había convencido a Cosroes y a su general en jefe Chahrbaraz de que atacaran Jerusalén para coger la Vera Cruz y las otras reliquias.
Se veía, cosa sorprendente, al militar torturando a un eclesiástico —el patriarca Sofronio, sin duda— para hacerle decir dónde había ocultado la Vera Cruz y los instrumentos de la Pasión. Pero lo más extraordinario de todo eran los tres últimos mosaicos, que explicaban en tonos brillantes cómo Chahrbaraz, después de haber abandonado el servicio de la reina María, había sido reemplazado en su corazón por ese mismo patriarca Sofronio que había padecido el martirio. Este había aconsejado a la soberana que hiciera fabricar una réplica de la Vera Cruz de la misma madera que la del árbol a partir del cual había sido tallada en la época de la Crucifixión: «A fin de que la Vera Cruz permanezca para siempre oculta y nadie tenga la idea de partir en su busca».
La penúltima escena mostraba, pues, al emperador Heraclio recibiendo una «falsa» Vera Cruz, y la última a Sofronio y a María pasando días felices en el santuario que la reina había hecho habilitar en un lugar apartado de todos, el oasis de la Mano, a resguardo de los hombres.
—Zenobia es la descendiente directa de la reina María —prosiguió Guillermo—.Y durante mucho tiempo he pensado que la Emparedada no era sino la propia María, aunque la verdad es que no tengo la certeza de que sea así.
—¿Cómo podemos estar seguros de que es realmente la Vera Cruz?
—Temo que eso no sea posible. Por otra parte, es algo secundario. Venid a ver...
Morgennes se preguntaba qué podría mostrarle ahora Guillermo, qué increíbles misterios le serían revelados aún.
El antiguo arzobispo de Tiro se dirigió a una pequeña puerta de madera situada en el cuarto superior izquierdo de la sala, entre dos mosaicos donde, en uno, santa Elena descubría la Vera Cruz en la cima del monte Calvario y, en el otro, Constantino daba la orden de construir allí el Santo Sepulcro.
La puerta giró sobre unos goznes que tenían varios siglos con un ligero chirrido debido a la humedad: la madera se había hinchado. La pequeña habitación en la que se disponían a entrar estaba bañada en vapores que escaparon con un ruido agudo a la primera sala. La antorcha que sostenía Guillermo chisporroteó, pero no llegó a apagarse. Simplemente, una bruma densa ahogó su luz, confiriéndole un aspecto irreal.
Morgennes entró y enseguida se vio rodeado de humedad. Finas gotas de agua resbalaron sobre su cota de malla, haciendo más pesadas las partes de cuero y de algodón picado.
Una forma vaga se destacaba en medio de la habitación, cuyos muros y techo se perdían en una niebla oscura. Era un árbol, un sicomoro, inmenso, grueso, que parecía dolorosamente lastimado. Sus ramas tropezaban contra las paredes y el techo, abriendo en algunos lugares fisuras donde sus extremos desaparecían. Su edad, su peso, hacían que se inclinara hacia el suelo, cubierto de hojas. El sicomoro tenía algo de Atlas, el titán condenado por Zeus a cargar el cielo.
—El árbol del que se hizo la Vera Cruz —declaró Guillermo.
El antiguo arzobispo pasó la mano por las formas del viejo árbol, mostrando dónde había sido tallado y de qué forma había cicatrizado. El molde de una cruz aparecía vaciado en el tronco y las ramas, formando en ellos una herida profunda de la que supuraba un hilillo de savia. Con el tiempo la llaga se había agrandado en lugar de obstruirse, como una mano que se abre en lugar de cerrarse.
—¿Habéis oído hablar de los agotes? —preguntó Guillermo, con la palma pegajosa por la sangre del árbol.
—No, creo que no...
—Son los descendientes de los judíos que hicieron la Vera Cruz. Carpinteros, como José. Pero este fue bendecido por Dios, mientras que ellos están malditos...
—¿Por haber montado la Vera Cruz?
—Sí, y no haber utilizado este árbol más que para una sola cruz, sin que se sepa muy bien por qué. Se dice que creció a partir de una de las ramas del árbol del Conocimiento. Que el rey Salomón hizo un puente con él, y que la reina de Saba, tras haber tenido una visión de la Pasión de Cristo, vino a adorarlo varios siglos antes de su nacimiento... Originalmente la cruz estaba destinada a Barrabás. Algunos dicen que su corteza había sido tratada de forma especial, y que la madera recibió la propiedad de devolver a la vida a los que se tendían sobre ella... ¿Tal vez los agotes fueron magos poderosos, partidarios de Barrabás en lucha contra los romanos? Esta estratagema hubiera tenido entonces como objetivo salvar a Barrabás de la crucifixión, pero Barrabás no fue crucificado. En su lugar crucificaron a Jesús, que por eso se benefició de las propiedades mágicas del árbol... Si es que fue él el crucificado; pues todavía hoy muchos creen que tampoco Cristo fue clavado en la cruz, sino que fue Judas, o Simón de Cirene, una apariencia de Cristo, o el propio Barrabás... Los elcesianos, por ejemplo, afirman que fue un Cristo terrenal el clavado en la cruz, pero que el verdadero Cristo, el Cristo celestial, fue llamado al cielo por su Padre. Los merintianos, en el siglo I de nuestra era, pensaban más o menos lo mismo. La historia está llena de interpretaciones de todo tipo.