Caballeros de la Veracruz (13 page)

De hecho, era sorprendente que la ciudad no fuera ya mahometana. ¿Concedía Dios un respiro a los cristianos? ¿Una última oportunidad? Josías no hubiera sabido decirlo, y poco le importaba.

Solo importaba una cosa: presentarse en la sede apostólica y entrevistarse con Urbano III.

Desde el anuncio de la derrota de Hattin, Josías no había abandonado el puerto e iba de un barco a otro apremiando a los capitanes a que lo llevaran cuanto antes a Venecia, a Marsella, a Pisa o a Genova.

Pero los mercaderes habían comprendido hasta qué punto se encontraban apurados los nobles de Tiro y de las ciudades más próximas. Los que habían podido huir atestaban ahora las posadas y las calles de la ilustre metrópoli, ocupaban entre varios una sola habitación o se refugiaban bajo una tienda de pelo de camello levantada a toda prisa en la plaza del mercado, que estaba atestada de refugiados.

Todo el mundo quería marcharse, y a ser posible inmediatamente.

De modo que los mercaderes hacían subir los precios. Se descubrían averías de las que nadie hubiera imaginado la existencia una hora antes. Pero, por un poco de oro, se llevaban a cabo las reparaciones oportunas. Se inventaban autorizaciones y papeles obligatorios con los que las autoridades creaban dificultades. Doscientos o trescientos dinares, la entrepierna de una jovencita, y todo quedaba arreglado. Desde luego, esos documentos no existían. Solo eran un medio que utilizaban los mercaderes —todos venecianos— para enriquecerse aún más.

Para acelerar la partida no se dudaba en vender la propia casa o en ceder terrenos, que se encontraron en el mercado de forma tan súbita y en número tan elevado que nadie conseguía deshacerse de ellos: no había bastantes compradores. Todos los que tenían algo que perder querían irse, y los otros, de todos modos, no tenían medios suficientes.

Alguien se declaró interesado. Un veneciano, evidentemente, que adquirió, por cuatro cuartos y por la promesa de una travesía, una bonita finca y un huerto hermosísimo en los arrabales de la ciudad. Dos o tres de sus pares también manifestaron interés, y algunos bienes pasaron del lado de Venecia. Los más acomodados entre los habitantes de Tiro pudieron partir. Otros ofrecían casas en Acre o comercios en Sidón, pero nadie los quería: los mahometanos ya las ocupaban. Ya no valían nada.

La gente enloqueció y amenazó con tomar los navíos al abordaje. Los capitanes respondieron apostando guardias pagados con oro egipcio y celemines de trigo. Era tanta la agitación, que Balian II de Ibelin tuvo que intervenir. Con Ernoul, su escudero, y algunos veteranos de Hattin, se presentó en la capitanía de Tiro con la espada y el escudo en la mano.

Balian estaba loco de ira.

—¡Por la lengua de Dios! —gritó—. ¡Cuando la cristiandad de Oriente se encuentra sumergida por las oleadas de una marea mahometana, vosotras, repúblicas italianas, disfrutáis malévolamente hundiéndola aún más! ¿Qué hace falta para que recordéis cuál es vuestro campo? ¿Que os atraviese el cuerpo con mi espada?

—Oro —le respondieron—. El oro bastará.

Balian habló de requisar los barcos y de apoderarse de ellos con sus caballeros. A lo que los venecianos replicaron que, si actuaba de aquel modo, ya nunca vería sino navíos mahometanos, y que serían galeras.

Balian se entrevistó entonces con Tommaso Chefalitione, capitán mercader, hombre de unos cuarenta años, propietario de numerosos palacios en Venecia y de una veintena de barcos, cocas y
usciere
. Chefalitione era el más tratable de todos los venecianos. Sin embargo, tardaba —como los demás— en volver a casa. Balian le ofreció un cofrecillo que contenía muchas piedras preciosas y le prometió, una vez realizado el viaje, tantos terrenos, castillos y granjas en Provenza que el hombre se preguntó si Balian de Ibelin no había perdido la cabeza.

Pero Balian hablaba en serio. Las garantías que le ofreció parecían seguras, y Chefalitione, a quien el comercio de armas había hecho riquísimo, soñaba con honores y dominios en el extranjero que el dinero por sí solo no podía ofrecerle.

—Ocupaos del arzobispo —le dijo Balian— y os aseguro que ni vos ni vuestros descendientes tendréis que arrepentiros nunca. Tenemos con qué aguantar, y dentro de unos días las naves del Temple y del Hospital estarán aquí. Entonces los precios bajarán...

Chefalitione, que no era tonto sino solo muy codicioso, reflexionó un instante, se frotó la barbilla y preguntó:

—Vuestra oferta es sumamente generosa. ¿Puedo saber por qué gastáis tanto por un joven que es ya considerablemente rico?

—¡Voto a Dios! —se indignó Balian—. ¡Porque, al parecer, no lo es suficientemente para vos! En segundo lugar, porque su padre no dudó, en otro tiempo, en dar su vida para salvar la mía, y porque desde hace más de diez años no tiene más familia que su madre. Finalmente, porque el objetivo que persigue es justo y necesario, y quiero contribuir a hacerlo posible. Roma debe ser informada de lo que ocurre aquí. Josías es un hombre de palabra, alguien recto que sabe evitar las guerras inútiles. Gracias a él pudimos impedir que Guido de Lusignan tomara las armas contra Raimundo III de Trípoli, cuando este firmó un pacto de no agresión con Saladino.

Las palabras de Balian emocionaron a Chefalitione. No se trataba de un simple trabajo, sino de una misión. De todos modos, debía volver a Italia. Venecia o Roma no suponían una gran diferencia para él. De manera que ¿por qué no ir allí en compañía de un hombre de Iglesia? La perspectiva de una posible aventura le divertía. Aquello lo distraería de las conversaciones de los marinos, que encontraba cargantes a fuerza de repetidas: siempre comenzaban por el mar y acababan invariablemente en el vino.

—De acuerdo —dijo Chefalitione, estrechando la mano de Balian—. Llevaré al arzobispo de Tiro allí donde desee, con tal de que no sea al infierno.

—Tranquilizaos, no será necesario. Contentaos con conducirlo al Vaticano, no pido más.

—Aunque allá también el diablo tiene sus embajadores —dijo Chefalitione.

Ibelin se echó a reír y abrazó a Chefalitione.

—¡Ah, capitán, veo que me habéis comprendido! No olvidéis que el hombre que os he encargado que escoltéis es un santo. ¡Cuento con vos!

—No temáis —respondió el veneciano con una leve sonrisa en los labios, preguntándose cómo alguien tan joven como el arzobispo de Tiro podía ser ya un santo.

Mientras conducían a Josías y a su madre a bordo de
La Stella
, Chefalitione e Ibelin siguieron conversando. El veneciano quería saber por qué Balian no iba con ellos.

—Porque parto esta noche para Jerusalén —le explicó—.Voy a buscar a mi mujer y a mis hijos, que se encuentran en la ciudad.

Chefalitione adoptó un aire grave y murmuró:

—Sabéis que el príncipe de los infiernos ha despachado allí al principal de sus agentes: Saladino. Dentro de poco, los ejércitos de este demonio hormiguearán en torno a la ciudad como gusanos sobre un cuerpo.

—Y yo cuento con hacer lo imposible para impedirle entrar —respondió Ibelin apretando los dientes—. Creedme, daría mi vida por salvar la ciudad y a sus habitantes. Aunque fuera el único dispuesto a oponerme a sus asaltos, iría de todos modos. ¡Dios lo quiere!

Los dos hombres se separaron al atardecer, poco antes de la salida del navío. No lo sabían, pero nunca volverían a verse. Sin embargo, hubieran podido ser amigos.

Cuando
La Stella
desapareció en el horizonte, Balian escribió a Saladino para pedirle permiso para reunirse con su mujer y sus dos hijos, y por tanto para atravesar tierras ocupadas por los sarracenos. Saladino se lo concedió, bajo la forma de un salvoconducto que le llevó un mensajero. Dos días después de la partida de Josías, Balian abandonó Tiro en dirección a Jerusalén en compañía de Ernoul y de algunos de sus hombres más fieles. Su mujer, María Comneno, era lo que más quería en el mundo. Aunque su boda había sido arreglada, la unión se había revelado felicísima. Estar junto a ella, en compañía de sus hijos, valía más que un castillo, un dominio o un título. Nada era tan valioso para él como María, sus ojos, la dulzura de sus brazos, sus besos, sus sonrisas.

Josías pasó los primeros días de la travesía rezando en su camarote. Una mañana, sin embargo, apareció en el puente del navío y celebró una misa para los pasajeros y los hombres de la tripulación. Sabía que muchos no habían asistido a una misa desde hacía mucho tiempo, y quería acercarlos a Dios.

O, mejor dicho, pretendía acercar a Dios a los marinos, que, al haber estado demasiado tiempo en la mar, habían tendido a olvidarlo y a creerse liberados de él. Algo en lo que, según pensaba Josías, tal vez no estuvieran del todo equivocados, ya que es mejor rezar a Dios como hombre libre y de forma desinteresada que hacerlo en la necesidad. Además, aquellos hombres tenían por costumbre afrontar las tempestades no rezando, sino sosteniendo el timón con mano firme y recogiendo velas en el momento oportuno. Sus brazos, sus manos, su conocimiento del oficio, la seguridad de sus decisiones, eran su credo. No eran gentes alegres, sino más bien desengañadas, preocupadas únicamente por llenarse los bolsillos y el vientre, que vaciarían luego en un puerto y con mujeres de la vida. Si Josías quería rezar entre ellos, era para oírlos hablar de Dios e impregnarse de su muy particular modo de ser, con todo, cristianos. Cristianos a su pesar; cristianos cuya fe era una condición más que un modo de vida, un resto de costumbre más que una elección. Tenía ganas de decirles: «¡Es el momento de creer!».

Durante este período, la madre de Josías se esforzaba por poner a mal tiempo buena cara, y, a pesar del dolor del exilio, permanecía serena y tranquila. Esta firmeza y esta calma sedujeron a Chefalitione.

El capitán, con cuarenta años cumplidos, era soltero y no tenía hijos. Se le habían conocido algunas mujeres —y a veces pasiones—, pero nada definitivo.

Sin embargo, aquella mujer le gustaba. Tenía el cabello largo, negro como las algas, la piel morena de una ribera y los ojos verdes del mar. Las largas ropas blancas que vestía formaban en torno a su cuerpo una espuma que hacía resaltar sus frágiles formas. Sin duda, ya no era una mujer joven, una de esas mujeres fáciles tras las que se corre por un poco de placer. No, ella era una mujer a la que un hombre solo podría unirse con lazos de una solidez a toda prueba.

Chefalitione se decía: «Le hablaré, le comunicaré mis sentimientos».

Pero la timidez lo retenía. Mientras que antes todo le parecía fácil, ahora, por primera vez en su vida, se sentía en peligro. Él, que hubiera podido hacer que cualquier golfa encerrada en sus calas cediera a sus deseos, él que dominaba a sus hombres con la sola fuerza de su mirada, tenía miedo de desagradar a la madre de Josías. ¿Era, tal vez, por su viudedad? ¿Porque su hijo era arzobispo? ¿O simplemente porque se había enamorado de ella? Chefalitione pasaba noches enteras en el puente observando las pesadas cocas de su convoy y las naves que las escoltaban. La tripulación murmuraba, a su paso se escuchaban frases que tiempo atrás lo hubieran enfurecido. Pero él no decía nada. No oía nada.

Reflexionaba. Aquella mujer, llamada Fenicia, no hablaba mucho, no mostraba apenas su tristeza. A veces se le escapaba un suspiro. Era cuando, al atardecer, con la mano en la borda y la mirada dirigida a Palestina, pensaba en todo lo que nunca volvería a ver y que sin duda ya no existía.

Aquel valor, aquella abnegación, fascinaron a Chefalitione, que, por su parte, gustaba de compararse con las tempestades que súbitamente se desencadenan y lo arrasan todo a su paso. Aquella mujer era la calma que necesitaba. Pero la esposa atenta que en otro tiempo había sido Fenicia se había adormecido y solo había dejado en vela a la madre de Josías. Desde luego, Chefalitione tenía la intención de resucitar sentimientos más egoístas en Fenicia. El capitán le hizo la corte durante varios días, le habló de los palacios de Venecia, pero también de la dulzura de sus futuras tierras de Provenza. Trató de distraerla, de mostrarle que la felicidad era posible bajo otros cielos y, por qué no, con él. Fenicia lo escuchaba. Pero cuando se puso de rodillas para preguntarle: «¿Tengo una oportunidad de poder ser amado por vos un día?», si bien no dijo que no, tampoco dijo sí. Y Chefalitione se desesperaba. Tenía la impresión de ser un caballero que había partido al asalto del castillo de la bella durmiente, el castillo cuyas torres se llamaban Silencio, y las murallas, Indiferencia. Y entonces, sin saber ya qué más decir, sin ideas, se encerró en su camarote y no volvió al puente en varios días. Chefalitione rumiaba su desgracia.

Una mañana tuvo el placer de ver entrar a Josías con un libro en la mano:
El rey Marc y la rubia Iseo
.

—¿Lo habéis leído? —preguntó Josías.

—No, ¿de qué habla?

—Del amor en el seno del matrimonio... De la felicidad de ser fiel... Mi madre os lo envía.

—Comprendo. De modo que no tengo ninguna posibilidad...

—Al contrario, echa de menos vuestra conversación. Leed esta obra, y luego id a verla. Os espera.

—¡Gracias!

El capitán besó el anillo de Josías y lo llamó monseñor, título al que el joven arzobispo tenía derecho pero que Chefalitione no había querido darle hasta ese momento. Unos días más tarde, Fenicia y el capitán Chefalitione pasearon por el puente de La Slella. Chefalitione estaba lleno de prevención. Había leído la historia de
El rey Marc y la rubia Iseo
, y ahora sabía que en el amor el silencio basta. Tan solo hay que dejar hablar a los ojos.

Sin embargo, una noche en que una brisa soplaba en el puente, haciendo bailar los cabellos de Fenicia bajo el rostro de Chefalitione, el capitán no pudo contenerse. Sujetó la cabellera de su dama y respiró su perfume. Emocionado, abrió los puños, devolvió su libertad a los cabellos negros y sorprendió la mirada enternecida de Fenicia. Chefalitione posó sus labios sobre los dedos de su amor, subió, falange a falange, hacia el dorso de la mano, hacia la muñeca de esa mujer inaudita, cuyo brazo oprimió como si fuera una cuerda lanzada a un náufrago. El rostro de Fenicia se encendió y Chefalitione sintió que su alma se mezclaba a la de su amada, se perdía en ella, como un copo de nieve caído al río. La contempló, miró sus labios, sus mejillas, su frente, sus ojos. Acercó su rostro al de ella. Se besaron, y él se durmió en ese largo y maravilloso beso, soñando sueños en los que ya no sabía qué parte de ella o de él era ella, y cuál era él.

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