Caballeros de la Veracruz (12 page)

—Nuestro deber era salvarte la vida —replicó Chéneviére entre dos oraciones—. El tuyo es salvar tu alma.

Morgennes no respondió. Vio cómo Saladino volvía a montar a caballo y desfilaba en medio de sus tropas. Los ulemas no se andaban con remilgos a la hora de tratar a los prisioneros, cuyas tonsuras y barbas constituían una injuria a sus ojos. A menudo se mostraban inútilmente brutales y maltrataban a los que encadenaban. Los collares de metal se cerraban sobre las barbas arrancándoles los pelos, antes de ser apretados con tanta fuerza que ahogaban a aquellos que debían guardar. Se descargaban golpes con la hoja plana del sable por puro placer, y los caballeros menos dóciles tenían la cabeza hundida en la arena, lo que causaba un gran desorden entre sus cantaradas ya que los más próximos caían arrastrados también. Al final no hubo más que una larga línea de monjes soldados encadenados juntos. Y Morgennes, viendo que eran tan numerosos, sintió gran vergüenza por estar vivo todavía.

Uno tras otro, los prisioneros se negaban a convertirse, y presentaban su cabeza a los verdugos. Entonces un ulema se arremangaba, levantaba su sable y lo abatía sonriendo sobre su nueva víctima. La cabeza caía en la arena, donde dos chorros de sangre cavaban dos pequeños cráteres. Esta escena se repetía luego de forma idéntica, como si el tiempo girara en círculo y el mismo muerto —interrogado varias veces— se levantara para repetir incansablemente: «¡Fidelidad a Cristo!». Poco a poco, los muertos superaron a los vivos. Morgennes veía cómo la hilera de los caídos se alargaba, como un ancla gigante lanzada al mar. «¡Únete a mí!», decía. Ninguno había renegado. Ninguno se mantenía en pie, erguido y blanco como la nieve, en medio del llano de los suyos. ¿Por qué morían? Por amor a Cristo, sí. Pero también para mostrar a esos infieles que la única fe verdadera era la fe cristiana. Sin preocuparse en lo más mínimo por eso, los ulemas se entregaban alegremente a la matanza, decapitando prisioneros a mansalva. Algunos, más torpes, tenían que repetir la operación varias veces, porque ajustaban tan mal sus golpes que la hoja apenas penetraba en la carne. Los más inhábiles entre ellos tuvieron que ser reemplazados. Sus víctimas habían rodado por los suelos, y allí gemían, con la boca llena de polvo y las uñas hundidas en la arena, suplicando que acabaran con ellas.

Saladino galopaba de un extremo a otro de la fila de prisioneros vociferando:

—¡Adelante, adelante! ¡Quiero que una erupción de sangre surja de estos chacales y que sus aullidos sean tan agudos que lleguen hasta el paraíso para alegrar el oído de nuestros mártires!

Una granizada de golpes se abatió sobre los prisioneros; enardecidos, los verdugos se animaban mostrando el color de su espada, se embriagaban matando a aquellos caballeros indefensos, a los que su fe condenaba a muerte. Cuando solo quedaron ya un puñado de monjes soldados vivos, la excitación de los ulemas llegó al extremo. Entonces torturaron a los muertos. Les quemaron la barba y el bigote. Sus miembros fueron arrancados y arrojados a los animales; sus cabezas fueron clavadas en la punta de una lanza y enarboladas como un estandarte.

Finalmente, un ulema tan obeso que los pliegues de su carne ondulaban bajo la piel, preguntó a Roquefeuille:

—¿Qué prefieres? ¿Abrazar la Ley o permanecer fiel a tu Dios? —«abrazar la Ley» o «gritar la Ley» eran los términos empleados por los ulemas para decir «convertirse al islam».

—Aún eres joven —le susurró Morgennes—. Puedes continuar el combate. ¡Sálvate!

—Es lo que haré —respondió Roquefeuille—:
Mea culpa
por mis pecados, Señor.
Mea máxima culpa
... ¡Acógeme en tu reino!

Y ofreció su cabeza a los verdugos. Un sable se la separó del cuerpo, y cayó, con los labios apretados en una mueca horrible, justo delante de Morgennes, al que los ulemas observaron riendo burlonamente. El obeso hizo crujir los dedos, pasó la hoja de su espada por el cuello de Morgennes y le espetó:

—¡Es tu turno, hijo de perra! ¿Qué eliges? ¿Gritar la Ley? ¿Permanecer fiel, como él? —dijo señalando con su espada el afligido rostro de Roquefeuille.

Morgennes bajó los ojos y se tomó tiempo para reflexionar. Dios no era cruel hasta ese punto. Existía una escapatoria, Morgennes estaba seguro. Comprobó la solidez de sus ligaduras, sondeó la determinación del ulema que lo interrogaba, observó la larga hilera de cuerpos a su derecha y se perdió en la mirada ausente de Roquefeuille...

El contacto de la hoja sobre su nuca se hizo más insistente. El ulema se impacientaba. Amenazaba con matarlo sin esperar la respuesta. Pero una voz retumbó por encima de ellos, y Saladino ordenó:

—¡Déjalo! Me pertenece.

Morgennes recordó entonces la forma en que Taqi ad-Din lo había salvado en el campo de batalla, y se dijo que Dios le había enviado a Saladino para permitirle escapar sin tener que hundirse en la deshonra. Pero Dios tenía otros proyectos, porque el sultán le preguntó con voz imperiosa:

—Caballero, ¿qué eliges? ¿Abrazar la Ley o seguir fiel a Cristo?

Morgennes seguía esperando una señal de Dios, pero allí, en el campo de batalla, en medio de los sarracenos, no había nada, nada, excepto la Vera Cruz. Y de pronto todo estuvo claro. Morgennes inspiró profundamente y declaró con una voz que en adelante le resultaría ajena:

—Abrazar la Ley.

—En ese caso, repite la
shahada
conmigo: «Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta...».

Su lengua era una llama, su garganta un horno, pero encontró fuerzas para repetir:

—«Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta...»

—¡Traidor! —exclamó Chéneviére, justo al lado de Morgennes.

—«Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta...» —prosiguió Saladino, como si no hubiera ocurrido nada.

—«Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta...» —repitió Morgennes, con una voz desgarrada, vibrante de emoción.

—¡Arderás en el infierno! —le espetó Sibon.

—«Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta...» —continuó Saladino, imperturbable.

—«Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta...» —repitió Morgennes, agotado.

—¡Escupe sobre la cruz! —ordenó Saladino, indicando a los mamelucos que acercaran la reliquia.

Morgennes temblaba de arriba abajo. Sus labios, que tantas veces habían besado la Santa Cruz, trataban de reproducir, a su pesar, lo que tantas veces habían hecho antes.

—¡Escupe a la cruz! —gritó Saladino— ¡Si no, le daré a beber tu sangre!

—Agua —dijo Morgennes—.Tengo la garganta seca como una roca...

Saladino dudó un instante, y luego sonrió ampliamente.

—Te lo has merecido —declaró—. ¡Para felicitarte, te serviré yo mismo!

Mientras iba a buscar agua, Morgennes se volvió hacia Chéneviére y Sibon.

—Perdonadme —murmuró en un susurro...

—¡Miserable traidor! —se indignó Sibon.

Chéneviére, en cambio, prefirió callar. Pero su mirada rebosaba odio; el mismo odio que Morgennes había podido leer, la víspera, en los ojos de los maraykhát. Poco después, Saladino volvió con un vaso y lo acercó a los labios de Morgennes.

—¡Los denarios de Judas! —exclamó Sibon—. ¡Te arrepentirás de esto!

Morgennes bebió a placer, perdiéndose en aquel sorbo largo y lento que le llenaba el cuerpo de una dulzura incomparable. Cuando hubo acabado de beber, Saladino le ordenó:

—¡Obedece!

Morgennes escupió contra la Santa Cruz. Un rumor se elevó de la muchedumbre. Los mahometanos dieron rienda suelta a su alegría lanzando multitud de gritos de «
Allah Akbarh!
».

—¡Lo que no obtiene una espada —dijo Saladino a los suyos—, lo proporciona un vaso de agua!

El sultán se volvió hacia Chéneviére y Sibon para ofrecerles agua, pero Sibon declaró:

—Nada de lo que tú puedas darnos nos saciaría.

Los dos hombres fueron ejecutados rápidamente. Poco después, Morgennes creyó ver que llevaban la Vera Cruz hasta un grupito de caballeros de la orden del Temple. Enseguida, uno de ellos se izó sobre los estribos y levantó la Vera Cruz.

A esta señal, los mahometanos prendieron fuego a una pila de hábitos de soldados del Temple y del Hospital y lanzaron al montón la tienda roja del rey de Jerusalén. Ante este espectáculo, el propio Saladino vertió algunas lágrimas. El sultán ordenó que dejaran de jugar con los cadáveres de los monjes soldados, sacaran sus cabezas de las picas, fueran a buscar los restos de sus cuerpos que habían arrojado a los animales y los lanzaran al fuego.

Mientras una lluvia de cenizas grises caía sobre la llanura de Hattin, ensombreciendo a los misteriosos caballeros del Temple que se alejaban hacia el sur con la Vera Cruz, un penacho de humo negro se elevó arremolinándose en un cielo cargado de nubes. Los dos nubarrones se fundieron en un manto negro y gris, siniestra parodia del estandarte de los templarios y los hospitalarios.

Finalmente, una imponente columna formada por varias decenas de miles de prisioneros se dirigió hacia el norte bajo una poderosa escolta.

—¿Adonde van? —preguntó Morgennes.

—A Damasco —respondió Saladino—. Al mercado de esclavos, donde te venderán a ti también.

Morgennes no dijo nada. Contempló el campo, que poco a poco se vaciaba de sus ocupantes y que los carroñeros vaciarían de sus muertos.

Libro II

Destruir o convertir

Divisa de los templarios

8

El mar es una gran criatura en cuya superficie navegan,

como gusanos sobre un pedazo de madera, débiles criaturas.

'Amr ibn Al-'As, en respuesta a 'Umar ibn al-Khattáb

La misma noche de la derrota de Hattin, en las calles de Jerusalén, Beirut, Acre, Tiro, Trípoli, resonaron las terribles noticias: los sarracenos se habían apoderado de la Vera Cruz, y el mayor ejército nunca reunido por los francos había sido vencido.

Unos días más tarde se supo que, en el este, Tiberíades y Séforis habían caído; en el sur, un ejército llegado de Egipto marchaba hacia Jafa, mientras que, en el norte, Beirut y Sidón se encontraban, a su vez, amenazadas. En el interior, Naplusa y el castillo de Toron estaban sitiados, al igual que, en la costa, la ciudad de Acre, sitiada por el propio Saladino. En cuanto a Jerusalén, tenía por toda protección a dos ancianos caballeros de manos temblorosas que ya no veían muy bien, Algabaler y Daltelar.

No había ningún lugar donde refugiarse, si no era a bordo de los barcos que hacían la travesía del Mediterráneo. Enseguida las embarcaciones fueron tomadas al asalto por una multitud inquieta, traumatizada por tener que abandonar lo que, en el curso de las generaciones, se había convertido en una patria. A menudo, hombres llegados unos años antes de Francia, Provenza o Inglaterra abandonaban a los sarracenos a las mujeres y los hijos que tenían en Tierra Santa y volvían a su lugar de origen, donde, en la mayoría de los casos, los esperaban otra mujer y otros hijos.

En Tiro, Balian II de Ibelin, señor de Naplusa y de Caymon, hizo su entrada con lo que quedaba de los supervivientes de Hattin. El puerto hervía de actividad. Numerosas galeras de mercancías, al no poder acostar en los puertos de Acre, Beirut o Sidón —cuyo entorno se había hecho peligroso por la presencia de naves de guerra mahometanas—, acudían allí a descargar, generalmente un cargamento de armas que revendían a precio de oro. Luego, con sus calas llenas de refugiados a modo de mercancía, los barcos ponían rumbo a Marsella o Venecia. Algunos pasaban por Chipre y otros por Sicilia.

Para ir a Roma, había que subir a uno de esos barcos.

Y a Roma precisamente quería ir el joven arzobispo de Tiro, Josías, que acababa de cumplir entonces veintidós años.

Josías había sido nombrado arzobispo de Tiro en 1185, seis días después de la muerte de su predecesor, el venerable Guillermo. Urbano III, sensible a las prédicas de Guillermo, que en vano trataba de convencer a las cabezas coronadas de Europa para que acudieran a Tierra Santa, había aceptado la nominación de ese hombre joven del que muchos prelados le habían cantado las alabanzas.

Urbano III veía en Josías al heredero de Guillermo, y tenía razón.

De madre libanesa, cristiana maronita, y de padre francés, Josías era lo que se conocía como un potro sin domar, uno de esos hombres con mezcla de sangres que nunca se encontraba realmente en su casa residiera donde residiera. Demasiado blanco, demasiado rubio, demasiado alto para los orientales, si por desgracia hubiera llegado a ir a Occidente, le habrían reprochado su acento y su tez bronceada. Pero Josías, nacido en Tiro, nunca había abandonado su ciudad natal.

Guillermo, impresionado por su sensibilidad y su inteligencia, lo había tomado bajo su protección y le había enseñado a leer y a escribir. A su lado, el joven descubrió el trabajo de un clérigo ilustrado, de un arzobispo.

Josías, que había crecido a la sombra de los pupitres, gastándose la vista a fuerza de tomar por escrito los pensamientos de su maestro, era, de todos los eclesiásticos, el que mejor conocía la obra de Guillermo. El aprendiz había captado su espíritu, y podía incluso adelantarse a él cuando —hacia el final de su vida— el viejo arzobispo se esforzaba por encontrar una palabra. Josías proseguía sus trabajos, y ya estaba dando una continuación a la célebre
Historia rerum in partibus transmarinis gestarum
, donde Guillermo relataba los primeros años del reino franco de Jerusalén.

Aquel día, si Josías quería abandonar Tiro, no era para huir, sino para ir a hablar con el Papa. El arzobispo quería transmitirle las palabras de Balian II de Ibelin sobre Hattin, narrarle la toma de la Vera Cruz y exponerle todas las desgracias que se abatían sobre los cristianos de Tierra Santa. Sobre todo quería recordar al Papa lo urgente que era —para el rey de Francia, Felipe Augusto, el rey de Inglaterra, Enrique II Plantagenet, y el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico Barbarroja— tomar la cruz y acudir a Tierra Santa.

Jerusalén, por la que tantos cristianos habían dado la vida, objeto de cerca de cien años de esfuerzos y combates, estaba a punto de caer. La situación era tan grave que bastaría con que Saladino se presentara ante sus muros para ver cómo las puertas se abrían, a falta de defensores aguerridos. Sin ejército, sin rey, sin la más santa de sus reliquias, la ciudad podía ser ocupada sin combate, hasta tal punto las equivocaciones y los errores de juicio de Guido de Lusignan —seguro de imponerse a los sarracenos— la habían privado de sus defensas.

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