Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
Otra cara se superpuso a la de Guillermo: el rostro, más joven, de Alexis de Beaujeu; sus rasgos demacrados y su mirada inquieta hablaban de los graves pensamientos que lo ocupaban y de las grandes responsabilidades que pesaban sobre sus hombros.
Morgennes volvió a la realidad justo a tiempo para oír las últimas palabras del discurso de Alexis.
—Lo que empieza en Jerusalén termina en Jerusalén.
—¿Cómo? —dijo Morgennes.
Beaujeu dio unos pasos por la habitación, yendo de una ventana a la otra, lanzando rápidas ojeadas al exterior, y luego se volvió hacia su amigo.
—No escuchabas, ¿verdad?
—Debo confesar que no.
—Hum...
El comendador estaba acostumbrado a las ausencias de Morgennes. ¿A qué podían deberse? Él las atribuía a su estancia en prisión y a su posterior huida, poco después de haber recuperado las lágrimas de Alá, muchos años atrás. Desde entonces Morgennes había cambiado.
Alexis se sorprendía por su aparente falta de sensibilidad. Sin embargo, Dios sabía que Morgennes tenía corazón. Pero vivía como retirado de sus sentimientos, que recuperaba solo en raros momentos. El resto del tiempo era una fortaleza. Morgennes era como el Krak de los Caballeros, encaramado en lo alto de su montaña.
—Este es mi plan —anunció Beaujeu—. Me gustaría que llevaras la Vera Cruz a Jerusalén.
—Pero... ¿y Roma?
Alexis hizo un gesto con la mano.
—Roma, Roma... Roma no tendrá motivo de queja; ella también tendrá su Vera Cruz.
El comendador del Krak se inclinó hacia la Santa Cruz que Morgennes había llevado consigo del oasis de las Cenobitas.
—¿Es posible que durante todos estos años la Vera Cruz haya estado escondida allí, a espaldas de todos? En ese caso solo habríamos adorado a un falso Dios, a un ídolo...
—No —dijo Morgennes.
—¿Y eso?
—Dios se encarna donde a Él le place. La Santa Cruz que nosotros hemos adorado hasta ahora era tan verdadera como la del oasis. En cierto modo es la adoración la que hace la cruz, no la madera.
—Comprendo. Pero, entonces, ¿cuántas Veras Cruces puede haber?
—Una infinidad. Tantas como creyentes, en cualquier caso... Beaujeu se apoyó pensativamente en la ventana con pesadas cortinas de lana blanca y contempló la montaña.
—¡Qué belleza!
Morgennes observó con él las quebradas y los montes escarpados del Yebel Ansariya, que se extendían hasta el horizonte, más allá del cual se adivinaba el mar, o al menos su reflejo.
—Sin embargo, hay en estas montañas tantas cosas diferentes... Fortalezas en manos de los asesinos, plazas fuertes templadas, nosotros mismos, pastores...
Beaujeu volvió al centro de la sala, su habitación, que se situaba tradicionalmente en lo alto de la más reducida de las trece torres del Krak.
—No, tu misión no ha terminado aún. Llevarás la cruz truncada a Jerusalén, que la necesita más que Roma. Y Roma, por su parte, tendrá esto...
Y tocó con el dedo la Vera Cruz, la de las cenobitas.
—Si Dios quiere que Roma reconozca en ella a la cruz en que Cristo fue crucificado, pues bien, que así sea. Si no...
Morgennes terminó la frase por él.
—El Temple habrá ganado.
Beaujeu apretó el puño y lo descargó contra la mesa, haciendo saltar las copas.
—¡Vive Dios que eso no sucederá!
Su mirada febril no se apartaba de Morgennes.
Unos instantes más tarde, Morgennes y Beaujeu bajaron a la sala principal para tomar su cena en compañía de los otros caballeros de la casa. Una treintena de pobres, llegados de las comarcas circundantes, compartían la comida de los hospitalarios, conforme al uso que quería que, a la muerte de un hermano, se alimentara a un pobre en su nombre durante un número de días que dependía de su rango.
Todos comían en un silencio que solo interrumpía la lectura de los Evangelios. Cada uno se aplicaba a acabar su caldo, pinchando un trozo de carne con la punta de su cuchillo, llevándose a la boca la yema de un huevo cocido con su cáscara, lamiéndose los dedos, en tanto que un aguador llenaba los vasos. Mientras compartía el pan del hermano comendador, Morgennes detectó varias miradas orientadas discretamente en su dirección. La mayoría de los hermanos sentados junto a ellos eran desconocidos para Morgennes, y todos le parecían muy jóvenes. Tenían —como Simón— la tez pálida de los recién llegados.
—Estos jóvenes bisoños no tardarán en foguearse —murmuró Beaujeu, que había adivinado sus pensamientos.
—Si no mueren antes —respondió en un susurro Morgennes.
De hecho, dos rostros trabajados por el tiempo y las emociones habían atraído su atención. El primero era el de un hombre de unos cuarenta años, que debía de ser italiano, y muy rico, a juzgar por sus vestiduras. El otro no era un desconocido. Morgennes ya se había cruzado con él, en otro tiempo, estando en compañía de Balian II de Ibelin, pues aquel hombre era el valeroso escudero de Balian, Ernoul. Explicaban de él que ya había rechazado por dos veces ser nombrado caballero: «No tengo más ambición que seguir siendo escudero de Balian y servirlo como mejor pueda», decía.
Al acabar la comida, mientras los hermanos abandonaban la sala para dejar su lugar al segundo servicio, Alexis de Beaujeu invitó a Morgennes a inspeccionar las murallas con él.
—Hemos montado nuevas catapultas, capaces de lanzar piedras de un centenar de libras hasta a seis arpendes. Con ellas aplastaremos a los ejércitos de Saladino si algún día se atreven a acercarse a nuestros muros.
Otros invitados se unieron a ellos, y entre estos se encontraban Ernoul y el misterioso italiano que había llamado la atención de Morgennes. Alexis se lo presentó.
—Morgennes, este es Tommaso Chefalitione, un veneciano que nos ha prestado grandes servicios. Él ha conducido a Josías de Tiro a Palermo y luego a Ferrara...
Morgennes, que había oído hablar mucho de Josías a Guillermo, aprovechó para pedir noticias de él.
—Por lo que sé —dijo Chefalitione—, se encontrará ahora en camino hacia la corte del rey de Francia. Felipe Augusto debe disponerse a recibirlo, y podéis apostar que lo escuchará con atención. A pesar de su juventud, este Josías tiene mucho talento. No dudo de que triunfará donde tantos otros antes que él fracasaron. Si llega a convencerlos, de aquí a principios de año tres poderosos ejércitos, sin contar con el del rey de Sicilia, vendrán a reforzar las defensas de Jerusalén. La ciudad estará salvada.
—Temo que tengan que volver a tomarla, si no llegan pronto —precisó Ernoul.
Todos se volvieron hacia él. Su rostro preocupado constituía el más elocuente de los discursos. Ernoul entrelazó sus manos de largos dedos y, con una voz sorprendentemente delicada para su corpulencia, añadió:
—Saladino ha abandonado Tiro. Su ejército pronto acampará bajo las murallas de Jerusalén. Necesitamos tropas. Y las necesitamos ahora, no dentro de seis meses ni dentro de seis semanas.
Se había expresado con gran suavidad, pero también con mucha firmeza. Morgennes observó a Ernoul. Tenía bajo los ojos unos profundos cercos negros que daban peso a su mirada y a sus palabras; sus cabellos se erizaban en remolinos que se resistían a aplastarse y revelaban un carácter ansioso, empeñado en alcanzar su objetivo. Porque, desde principios del mes de septiembre, Ernoul no había dejado de recorrer Tierra Santa buscando ayuda desesperadamente. Los templarios, sin embargo, no estaban preparados, y los hospitalarios se reagrupaban, preparándose para partir hacia Tiro, donde el marqués de Montferrat plantaba cara valientemente a Saladino mientras esperaba unos improbables refuerzos.
—Al llegar a Jerusalén —continuó Ernoul—, el conde y yo mismo sufrimos una gran sorpresa al ver el desorden que imperaba en la ciudad. Todo estaba patas arriba, con gentes que corrían a refugiarse en ella y otras que se apresuraban a abandonarla. Privada de su rey, desposeída de su principal reliquia, Jerusalén agonizaba, como tantas otras veces en la historia. Los hierosolimitanos vieron en Balian el milagro que todos esperaban: un jefe enviado por Dios que iba a salvarlos.
Pero a Balian lo retenía la promesa que había hecho a Saladino de no permanecer en la ciudad más que una sola noche. Al día siguiente a su llegada debía abandonar Jerusalén con su mujer y sus hijos, que Heraclio había ocultado en los sótanos de la torre de David, ordenando a los templarios blancos que prohibieran el acceso a Balian.
«Te desligo de tu juramento», había dicho Heraclio.
«Lo he prometido», había respondido Balian.
Era evidente que los dos hombres no estaban hechos para entenderse. Heraclio despreciaba la palabra dada; Balian permanecía fiel a sus compromisos. Ya circulaban rumores: lo trataban de cobarde. Decían de él: «Se ha vendido a los infieles».
Aquellas habladurías calaron tanto que Balian envió a Ernoul a explicar la situación a Saladino y a suplicarle que le permitiera permanecer en la ciudad para defenderla. Conmovido por las palabras que Ernoul había sabido encontrar, Saladino escribió a Balian: «Quedaos mientras podáis, si ese es vuestro deseo».Y dio incluso a Ernoul una escolta de mamelucos para que luego acompañaran a la mujer de Balian, a sus hijas y a su sobrino a Tiro, donde estarían seguros.
—En esta conducta reconozco el sentido del honor de Saladino —comentó Morgennes.
—¿Lo conocéis, pues? —inquirió Ernoul.
—Conozco su clemencia.
—Y su crueldad —añadió Beaujeu.
Los cuatro hombres se dejaron mecer por el viento sobre las altas murallas del Krak. El aire estaba cargado de ruidos diversos, de los gritos de los soldados que se ejercitaban, el entrechocar de sus armas, y la algarabía de los albañiles que reforzaban las fortificaciones o los carpinteros que montaban las máquinas de guerra.
—Formaremos tres grupos —dijo Beaujeu—. Para liberar a Morgennes de sus obligaciones para con las cenobitas, una patrulla de hospitalarios escoltará a Yemba hasta las orillas del Mar Muerto, donde podrá poner a resguardo esas preciosas tinajas. El capitán Chefalitione volverá a La Stella di Dio, en Tortosa; en cuanto a ti, Morgennes, acompañarás a Ernoul hasta Jerusalén con tus compañeros. Tu misión acabará justo después. Una vez salvada Jerusalén, volveréis aquí con la Vera Cruz.
Poco después Ernoul los dejó para ir a presentar sus respetos a Raimundo de Trípoli, cuyo estado no dejaba de agravarse.
Morgennes y Beaujeu se quedaron solos con Chefalitione, que les explicó lo que había visto en Europa, donde la nobleza se había apresurado a olvidar la suerte de sus primos establecidos en Tierra Santa. Como si volver a tomar el Santo Sepulcro fuera más importante que conservarlo; la hazaña, más importante que la duración.
Pero Tommaso decía aquello sin animosidad, con un punto de tristeza y sin dejar de sonreír ni un momento. De hecho, las costumbres de sus contemporáneos le divertían tanto como lo irritaban.
Desde su viaje a Occidente, el capitán veneciano tenía el aspecto feliz de la gente a la que la vida ha colmado con sus dones. Sus rasgos se habían suavizado, como pulidos por la mano de un ángel, lo que era el caso, ya que desde que se habían encontrado, en julio, Fenicia y él no se habían separado.
—Fenicia, que había partido hacia Provenza cuando yo era un extraño para ella, volvió aquí conmigo a pesar de los riesgos que esto representa. Ya no podemos separarnos. Extrañamente, a pesar de que solo nos conocemos desde hace unos meses, es como si hubiéramos pasado toda nuestra vida juntos. Algunas mujeres pueden modificar nuestro futuro. Esta ha cambiado mi pasado. Me ha abierto a mí mismo.
Morgennes y Alexis sonrieron, conmovidos por la ingenuidad y la belleza de estas palabras, y sorprendidos de oírlas en boca de un personaje como aquel.
—¿Qué habéis venido a hacer aquí? —preguntó Morgennes.
Tommaso miró a Alexis de Beaujeu, que lo tranquilizó:
—Hablad sin temor, no tenemos nada que ocultar a Morgennes. A él debemos la alegría y el honor de haber encontrado de nuevo la Vera Cruz.
Chefalitione sujetó entonces la mano de Morgennes, la besó y la apretó contra su corazón.
—Santa Madonna! —exclamó—. ¿A vos debemos haber reencontrado a Dios? ¿Cómo agradecéroslo? ¡Todo el oro del mundo no bastaría para ello!
—Preguntaos más bien si no os habré privado eternamente de Dios —dijo Morgennes con un suspiro—. Lo cierto es que... en realidad no sé con certeza si lo que he hecho es un bien o un mal. En fin, la verdadera Vera Cruz, que nadie sabía perdida, ha sido reencontrada, y también la cruz de Hattin. Podría pensarse que todo va de maravilla, ¿no?
Tommaso no apartaba la mirada de Morgennes. Para el veneciano, convertido al mismo tiempo al amor y a la religión, Morgennes era un icono viviente. Un objeto de adoración.
—Habría que escribir vuestra historia —dijo.
—Uno de mis amigos se ocupa de ello —explicó Morgennes—. En fin, eso creo...
—¡Bravo! Leeré su libro con interés. Encargaré copias.
Beaujeu interrumpió la conversación.
—Nadie aparte de nosotros debe saber que la Vera Cruz, la auténtica, ha de partir a Roma en las calas de
La Stella di Dio
. Os invito a que imaginéis un medio para hacerla llegar a bordo. Un medio discreto. Tenemos hasta esta noche. No quiero guardar demasiado tiempo esta cruz aquí. No me gusta la idea de tenerla en una plaza fuerte militar y, además, no quisiera ser la persona a quien se la roben, si es que habrá un robo...
Morgennes y Tommaso asintieron. Comprendían perfectamente lo que Beaujeu quería decir. Si el honor de reencontrarla era grande, el deshonor de perderla de nuevo sería infinito.
Los tres hombres descendían los escalones que llevaban al patio de la capilla, cuando de pronto las campanas tocaron a alerta.
Morgennes y Beaujeu salieron a paso vivo a informarse de lo que ocurría.
—Lo que empieza en Jerusalén termina en Jerusalén —respondió Saladino al más joven de sus hijos, al-Afdal, que le preguntaba cuándo acabaría su guerra de reconquista.
—Entonces —preguntó al-Afdal—, ¿será pronto?
Saladino posó una mano en la cabeza de su hijo y le acarició los cabellos. Tenían la suavidad de la seda, y recordaban al sultán el pelo de sus panteras, juiciosamente acostadas en un rincón de la tienda con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras.
—Pronto, sí. ¡Si Dios lo quiere! —añadió Saladino.