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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (9 page)

—Escuchad —dije intentando aparentar tranquilidad—. Tenemos que salir de aquí. Puede que estemos a salvo de las llamas, pero el humo va a empezar a salir por este túnel como si fuera el tiro de una chimenea. La próxima estación no está lejos. No creo que tardemos más de veinte minutos en llegar, así que será mejor que nos pongamos en marcha y que dejemos las niñerías para después.

No quería que mi último comentario sonara tan desagradable. De verdad que no, pero supongo que no pude evitarlo. Cissie me clavó una mirada afilada como un cuchillo.

—¿Es que no ves que no puede más? —contestó.

Yo asentí.

—Todos estamos al límite de nuestras fuerzas, pero no tenemos otra alternativa —repuse—. Vosotras sabréis si preferís venir con nosotros o quedaros aquí y asfixiaros. Podéis hacer lo que queráis.

Me di la vuelta, pasé por encima de un roedor que agonizaba en el agua y me adelanté al alemán, que se había quedado quieto como una estatua. No tardé en oír los pasos de mis tres acompañantes salpicando el agua detrás de mí.

—Malditos bastardos.

Cissie lo dijo fríamente, sin ira, con apenas un rastro de resentimiento en la voz. Supongo que se podría decir que era una mera constatación de los hechos y, realmente, no le faltaba razón.

Seguí adelante, manteniendo la lámpara en alto, sin apartar la mirada de los raíles. Todavía se veían algunas bolas de fuego a lo lejos. Al ver cómo luchaban contra la muerte, no pude evitar preguntarme cuántas de ellas habrían sobrevivido a la Muerte Sanguínea para disfrutar de los restos de la tragedia. Los médicos y los científicos sabían que los grupos sanguíneos de los animales eran distintos de los de los humanos, pero las bajas entre los animales habían sido comparables a las humanas; tal vez habría servido de algo investigar la sangre de los animales supervivientes, pero no había habido tiempo.

Volví a la realidad al oír a las dos chicas avanzando fatigosamente detrás de mí. Por fortuna, los sollozos de Muriel habían cesado, y Cissie se callaba la opinión que le merecíamos tanto el alemán como yo. La linterna se apagó definitivamente, y Stern la tiró al suelo al tiempo que murmuraba algo que probablemente fuera una maldición en alemán. El ruido que hizo el metal al rebotar contra el muro del túnel nos sobresaltó a todos, pero, aunque la idea de pegarle un tiro ahí mismo resultaba tentadora, decidí dejar las cosas como estaban y seguí andando.

El nivel del agua fue descendiendo paulatinamente, hasta que sólo quedaron algunos charcos dispersos, pero la atmósfera cada vez se hacía más irrespirable. El humo, que nos había acompañado pegado al techo durante todo el trayecto, estaba descendiendo y volviéndose contra nosotros, como si algo estuviera obstruyendo el túnel más adelante. Le dije a Stern que le diera su máscara a Muriel y le aconsejé a Cissie que se pusiera la suya.

—La he perdido —comentó fríamente Cissie, como si no fuera asunto mío—. Además, la verdad es que no me parece que ayuden mucho —añadió para dejar claro que no sentía ningún arrepentimiento.

Yo me acordé de lo bien que le había venido en el andén, pero preferí no decir nada; no me sentía con fuerzas para discutir con ella.

Stern esperó a que Muriel llegara a su altura y le dio su máscara.

—Si el humo sigue aumentando… —dijo el alemán, y ella asintió agradecida.

Sólo tardé unos segundos en ver lo que obstruía el paso. Parte del humo conseguía pasar por encima de los vagones, o bordeándolos, pero la mayor parte rebotaba contra el tren y volvía directamente hacia nosotros.

Agitando una mano delante de mí en un vano intento por despejar un poco el aire, sólo tardé unos segundos en alcanzar el tren. Me puse de puntillas para ver lo que había dentro de la pequeña cabina del conductor, dudando si sería buena idea entrar en los vagones y avanzar por ellos. Los otros me siguieron mientras yo rodeaba la cabina, manteniendo la lámpara de queroseno lo suficientemente alta para ver a través de las ventanas.

Después de tres años viviendo en una pesadilla convertida en realidad, yo creía que ya nada podría sorprenderme, pero la calavera que me devolvió la mirada, con sus ojos negros y vacíos y su enorme sonrisa, estuvo a punto de hacerme caer al suelo. Aunque no tuviera ningún sentido, me había imaginado que los vagones estarían vacíos. Pero, claro, las bombas habían caído sobre la ciudad con los vagones de la red subterránea llenos de pasajeros, y la Muerte Sanguínea había penetrado en los túneles, buscando a sus víctimas como un depredador que recorre una madriguera. Al alcanzar al conductor, éste se habría desplomado sobre los mandos del tren, haciendo que los vagones se detuvieran en la oscuridad mientras sus ocupantes iban sucumbiendo uno detrás de otro. ¿Cuántos habrían logrado escapar? ¿Cuántos AB negativos, si es que había alguno a bordo de esos vagones, habrían conseguido arrastrarse por los túneles hasta llegar a la superficie? ¿Y cuántos de ellos no habrían deseado entonces haber muerto al descubrir cuál había sido el destino de la ciudad?

La calavera, apoyada contra la ventanilla, todavía llevaba puesta una gorra de conductor con la visera aplastada contra el cristal. Con su inmensa sonrisa, el esqueleto parecía de buen humor, aunque a mí no me hacía ninguna gracia. Pensé en decirles a los demás que no mirasen dentro de los vagones, pero no tuve oportunidad de hacerlo.

La luz barrió el túnel como si de un relámpago se tratara, tiñendo el mundo de un blanco cegador. Una décima de segundo después, un trueno ensordecedor hizo que se estremecieran los muros, y una ráfaga abrasadora de aire caliente se abalanzó sobre nosotros. Pero conseguimos cubrirnos detrás del vagón, que nos protegió todo el cuerpo, excepto las piernas. Durante unos segundos, pareció que el túnel había recuperado la tranquilidad, pero, cuando caímos de rodillas, nos vimos inmersos en un nuevo caos de temblores y explosiones que nos obligó a tumbarnos entre los raíles con las manos sobre la cabeza.

No estoy seguro de sí lo noté o si lo intuí, pero, cuando el vagón empezó a moverse, me arrastré instintivamente hasta las chicas y usé el peso de mi cuerpo para mantenerlas sujetas hasta que las ruedas del tren se detuvieron. Parpadeando sin parar, noté que el aire había recuperado su pureza. El humo había retrocedido con la explosión, pero, mientras me frotaba los ojos, las partículas negras empezaron a caer del techo y las paredes, acompañadas de trozos de yeso y ladrillo. Todavía aturdido, mientras intentaba recuperar el control de mis sentidos, me imaginé la causa de la explosión. Pero ése no era momento para buscar explicaciones. Aunque el tren nos hubiera protegido, ahora estábamos todavía peor que antes; nuestras probabilidades de sobrevivir disminuían con cada segundo que pasaba.

Me levanté, cogí la lámpara, que seguía encendida en el suelo, me di la vuelta y observé las sombras que parpadeaban a nuestra espalda. Vi la silueta borrosa del alemán apoyada contra el vagón. Estaba sacudiendo la cabeza, como si intentara recuperar el sentido común. Detrás de él, los últimos vagones habían empezado a arder y las llamas se propagaban rápidamente hacia nosotros. Una gran nube de humo cubrió el aire y, en un abrir y cerrar de ojos, perdí de vista a Stern.

La atmósfera era abrasadora. Era como si toda la humedad hubiera desaparecido del aire, hasta tal punto que empezaba a resultar difícil respirar.

—¡Atrás! —conseguí gritar, pero no creo que me oyeran.

Empujé a las chicas, intentando alejarlas de la nueva amenaza que se cernía sobre nosotros. Stern se acercó, tambaleándose entre el humo y el polvo que caía del techo, y cogió a Muriel de un brazo mientras yo me encargaba de Cissie. Apenas separados por unos centímetros, los cuatro empezamos a retroceder por la vía, intentando no pensar, luchando contra el miedo y el calor mientras el humo, cada vez más denso y asfixiante, nos envolvía. El agotamiento, que no el sentido común, nos hizo aminorar la marcha al cabo de unos cien metros. Muriel fue la primera en dejarse caer de rodillas. Cissie la siguió inmediatamente.

Stern intentó levantar a Muriel, pero la chica estaba totalmente encorvada, asfixiándose con el humo; era como intentar levantar a un muerto.

Yo me agaché junto a Cissie.

—¡Vamos! Si nos quedamos aquí nos vamos a asfixiar. —Después de la explosión, me costaba incluso oírme a mí mismo. Mi voz sonaba como si estuviera atrapada dentro de mi cabeza. Aun así, creo que ella me oyó.

Aunque su voz también sonaba distante, entendí lo que dijo.

—¿Y adonde podemos ir? —preguntó—. ¿Es que no ves que estamos atrapados entre dos fuegos? Y todo por tu culpa. Tú eres el que nos ha traído a este infierno.

Realmente, no le faltaba razón. Pero, maldita sea, ¿acaso teníamos otra opción?

Primero miré hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Lo que vi no resultaba esperanzados Habíamos escapado de un fuego para encontrarnos con otro. Realmente, había días en que todo salía mal.

El alemán estaba tosiendo con tanta violencia que por un momento pensé que se le iban a salir los pulmones por la boca. A su lado, la arqueada figura de Muriel se estremecía entre convulsiones. Detrás de ellos, la densa nube de humo resplandecía por el reflejo de las llamas. En la otra dirección, el humo avanzaba hacia nosotros en un torrente tan espeso que, más que de humo, parecía hecho de algo sólido.

Intenté incorporarme, pero las piernas apenas me sujetaban. No me quedaban fuerzas y estaba mareado por la falta de oxígeno. Me sentía como si alguien estuviera corriendo un velo sobre mi mente y la verdad es que no resultaba desagradable. De hecho, era como si estuviera escapando, como si hubiera encontrado un refugio donde descansar de este infierno de humo negro. No obstante, intenté luchar contra ello. Lo hice porque llevaba toda la vida luchando contra la maldad, contra la injusticia, porque esa lucha siempre había formado parte de mi naturaleza. Por eso me había involucrado en la maldita guerra antes de que lo hicieran la mayoría de mis compatriotas. Sí, yo era un luchador; la vida y la muerte me habían convertido en ello, pero parecía que ésta iba a ser mi última batalla.

Me rebelé contra esa posibilidad. Incluso levanté un puño desafiante, pero, en el fondo, sabía que esta vez había perdido. Esta vez no había escapatoria. Como había dicho la chica, yo los había conducido a esta trampa, y el precio que pagaría por ello era la muerte. Sí, iba a morir al lado de esas alimañas abrasadas.

Y, cuando el humo estaba a punto de nublar definitivamente mis sentidos, cubriendo mi mente con un velo cada vez más denso, algo hizo que mi cuerpo encontrara una última reserva de adrenalina.

Capítulo 5

La luz me deslumbró pese a la densa nube de humo. Parecía venir directamente del muro del túnel y nos envolvía a todos en un potente haz perfilado por el humo. Aunque no podía verlo, oí la voz del hombre con claridad.

—Tienen ustedes un aspecto lamentable. —La voz sonaba áspera, incluso irritada, como si el hombre no se alegrara demasiado de vernos—. Será mejor que entren —continuó con el mismo tono agrio—. A no ser, claro está, que prefieran morir asfixiados. Pueden ir pasando. Las mujeres primero, por favor.

El alemán ya se había incorporado, pero las dos chicas seguían tumbadas, mirando la luz con la cabeza ligeramente levantada. Aceptando el consejo del hombre, levanté a Cissie y le dije a Stern que se ocupara de Muriel. Me dolían todos los músculos del cuerpo y me escocía el hombro donde me habían disparado. Aun así, conseguí llevar a Cissie hasta la fuente de luz, dejando abandonada la lámpara de queroseno junto a la vía. Debíamos de tener un aspecto horrible, cubiertos de mugre, con la ropa hecha jirones y las caras llenas de lágrimas y hollín. Además, tosíamos con tanta intensidad que apenas podíamos hablar. Una nueva explosión hizo temblar el túnel. El techo estaba a punto de desplomarse. El yeso y los ladrillos empezaban a venirse abajo, y un rumor sordo estremeció el suelo bajo nuestros pies. Las chicas se levantaron entre toses y quejidos, envueltas por la tormenta de humo. Yo tragué saliva y le grité al hombre que se escondía tras el potente haz de luz que dejara de deslumbrarnos.

Al observar que, a pesar de nuestros esfuerzos, no conseguíamos acercarnos a la luz, me di cuenta de que se estaba alejando, iluminando una extensión cada vez menor. Hasta que el haz perfiló una puerta en el muro del túnel. Por alguna razón, no la habíamos visto antes, cuando pasamos junto a ella. Supongo que estaría oculta entre las sombras. Además, estábamos demasiado ocupados huyendo de esas criaturas en llamas para fijarnos en nada. De cualquier modo, lo más probable es que estuviera cerrada desde dentro, así que, aunque la hubiéramos visto, no nos habría servido de nada. Pero ahora todo eso ya daba igual; la puerta estaba abierta y nuestro ángel de la guarda nos invitaba a pasar.

La luz retrocedió por un corredor de ladrillo, y la seguimos hasta la puerta. En cuanto la atravesamos, los cuatro nos dejamos caer sobre el suelo. Estábamos demasiado cansados para dar un solo paso más. Mientras permanecíamos ahí tumbados, intentando llenar nuestros pulmones de aire, como peces fuera del agua, algo, mejor dicho, alguien, pasó a nuestro lado. Apenas conseguí ver los anchos pantalones de un oscuro mono de trabajo antes de que la pesada puerta de hierro se cerrara ruidosamente.

Todavía se oía un leve bramido en la distancia, y el suelo de cemento transmitía una suave vibración a mis manos, pero al cerrarse la puerta todo pareció llenarse de paz y de silencio, como si la pesadilla hubiera quedado definitivamente atrás. Yo apenas podía moverme, y pensar requería un esfuerzo insoportable; sólo quería permanecer ahí tumbado, descansando. A mi lado, el alemán y las chicas seguían tosiendo y respirando con dificultad, aunque yo no estaba mejor que ellos; tenía la garganta en carne viva y las ideas confusas. Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para darme la vuelta y apoyar la espalda contra el muro antes de mirar a mi alrededor.

Estábamos en un pasillo largo y estrecho que acababa en una escalera de piedra. Una lámpara de queroseno iluminaba débilmente el pasillo desde el segundo escalón. Cuando nuestro ángel de la guarda apagó su potente linterna, pude observar su figura delante de la puerta.

Debía de tener cincuenta y tantos años, puede que incluso sesenta. Era un hombre pequeño y fornido, y llevaba puesto un mono de trabajo azul oscuro y un casco plano de color blanco. Al ver el uniforme del Comité de Protección Civil Antiaérea, me pregunté si nadie se habría tomado la molestia de decirle a este vigilante que la guerra había acabado en 1945, hacía ya tres años. Tenía la cara redonda y curtida de un hombre acostumbrado al aire libre y al trabajo duro, unas cejas muy pobladas, la nariz chata y los ojos pequeños y penetrantes, además de un laberinto de venas purpúreas coloreando sus grandes mofletes. Nos observó unos segundos, pero lo que vio no pareció agradarle, pues movió la cabeza con desaprobación.

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