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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (27 page)

Sentí un fuerte dolor cuando Muriel me clavó la aguja en la vena. Después, ella esperó a que empezara a fluir la sangre y obstruyó el conducto de goma con las pinzas de metal. El hombre que estaba en el suelo gritó cuando su compañero del maletín le hizo un corte en la muñeca y se la sostuvo sobre uno de los cubos de hojalata. Muriel soltó la pinza, y la sangre llenó rápidamente el tubo y salió por la aguja del extremo contrario. Esperó a que desaparecieran las burbujas de aire que podían penetrar en las venas del receptor y, después, le clavó la aguja.

—Esto es un asesinato, Muriel —dije yo, pero ella se limitó a mirar en la dirección contraria.

—¡No puedes hacerle esto! —Cissie se había levantado, pero uno de los secuaces de Hubble la cogió del pelo y la obligó a ponerse de rodillas. Indignado ante esa falta de caballerosidad, Albert Potter se levantó y empujó al Camisa Negra. Al ver que había llegado el momento de actuar, Stern se agarró al fusil del Camisa Negra más cercano y lo usó de apoyo para levantarse del suelo, pero otro matón se acercó rápidamente y lo golpeó con una porra en la cabeza. El alemán cayó sobre una rodilla y levantó los brazos para protegerse del siguiente golpe. A pesar de estar sujeta por el pelo, Cissie se revolvió y golpeó a su atacante en la entrepierna con la rodilla. El Camisa Negra aulló de dolor y soltó a la chica.

Pero todo acabó en cuestión de segundos. Un nutrido grupo de secuaces de Hubble se abalanzó sobre ellos, los golpeó con porras y fusiles hasta hacerlos caer al suelo y siguió propinándoles patadas sin que ellos pudieran defenderse. Yo no podía hacer nada para ayudarlos. Por mucho que me retorcía, no conseguía deshacer las ataduras que sujetaban mis muñecas. Pero sí podía usar los pies.

Muriel se echó a un lado al verme patalear, y el hombre que me estaba sujetando los hombros tiró de mí, intentando inmovilizarme, pero yo conseguí clavar los talones en la alfombra y empecé a balancear la silla. Un puñado de Camisas Negras, encabezados por el inmenso McGruder, se acercó y apartó rápidamente a Muriel. Yo conseguí agarrarme al extremo del brazo de la silla con la mano derecha, clavé los tacones en la alfombra con desesperación e intenté levantarme mientras el hombre de detrás seguía sujetándome. La silla se inclinó hacia un lado y empezó a tambalearse.

El Camisa Negra intentó sujetarme con todas sus fuerzas, pero uno de los hombres que tenía delante tropezó y cayó sobre mí; la silla se inclinó hacia atrás, donde se encontró con el cuerpo de su compañero. Caímos estrepitosamente hacia un costado, sobre el hombre que estaba tumbado sobre el mantel.

Nos convertimos en un desordenado montón de extremidades humanas, con el hombre demacrado soportando todo el peso. Siguió un breve instante de quietud, como si la caída nos hubiera cogido a todos por sorpresa. Yo tenía la cabeza apoyada contra la piel desnuda de alguien, pero mis muñecas seguían sujetas a los brazos de la silla. Vi el tubo de goma en el suelo, a unos centímetros de mi cabeza, sin la aguja de metal; un chorro de sangre salía por la abertura. El Camisa Negra que estaba encima de mí intentaba desenredarse, y me asfixiaba con su olor.

Yo estaba a punto de darme por vencido. Por muy enfermos que estuvieran estos payasos, eran demasiados. Las fuerzas me fallaban y la desesperanza se apoderaba paulatinamente de mí. Esta vez no tenía escapatoria.

Y entonces oí un rumor lejano que me resultaba familiar.

Capítulo 16

Esa noche, el piloto alemán no tardó en encontrar un objetivo sobre el que soltar sus bombas; no me extrañaría que las luces del Savoy se pudieran ver a kilómetros de distancia. Al mirar hacia arriba, vi que los candelabros del techo empezaban a temblar.

Y, entonces, se produjo una explosión ensordecedora. Las ventanas del comedor con vistas al río se hicieron añicos y los cristales volaron hacia nosotros, destrozando a su paso los paneles que separaban el comedor del salón en el que estábamos. El edificio se estremeció hasta los mismísimos cimientos, mientras los candelabros se balanceaban y las paredes y las columnas temblaban entre una nube de polvo. Los grandes espejos se rajaron, y los muebles rodaron por el suelo como si los hubiera arrastrado una inmensa ola invisible. Los cadáveres se desmoronaron, esparciéndose en mil pedazos, y las vajillas, las lámparas, incluso las plantas secas, volaron hacia nosotros empujadas por el aire abrasador de la explosión.

Algunos Camisas Negras se tiraron al suelo, protegiéndose la cabeza con las manos, pero otros se quedaron quietos donde estaban; ésos fueron los menos afortunados. La fuerza de la explosión los levantó del suelo y los lanzó contra los muebles y las paredes, pero sus gritos apenas se oyeron entre el bramido del aire. Yo tuve suerte, pues el respaldo de la silla a la que seguía atado y el hombre que tenía encima me sirvieron de escudo. Aun así, la silla, el Camisa Negra y yo rodamos por el suelo entre proyectiles de cristal y yeso. El Camisa Negra gritó y se alejó, retorciéndose salvajemente, mientras intentaba quitarse el trozo de cristal que tenía clavado en la nuca.

Una de mis manos quedó libre al romperse el brazo de la silla. Me estaba dando la vuelta para desatarme la otra muñeca cuando una nueva explosión volvió a convertir el salón en un infierno. La segunda bomba debió de caer en el tejado del Savoy, porque oímos cómo iba abriéndose paso a través de los pisos superiores del hotel, amenazando con destruir el edificio entero. Una nube de polvo cayó del techo, envolviendo el salón en una densa neblina.

Aún aturdido y a punto de estallarme los oídos, yo seguía intentando desatarme, parpadeando y escupiendo una y otra vez para deshacerme del polvo. Finalmente, apoyé un pie contra el brazo de la silla y empujé con todas mis fuerzas al tiempo que tiraba de las ataduras. El brazo se separó del resto de la silla en el preciso instante en que caía la tercera bomba, esta vez en el otro extremo del edificio. El ángel vengador de la noche estaba descargando toda su ira sobre el deslumbrante Savoy; de hecho, ya estaría virando para volver a aproximarse a su blanco. Conseguí liberarme la mano mientras una sección entera del techo empezaba a agrietarse sobre mi cabeza. En una esquina del salón, un candelabro cayó del techo, seguido de otro, y aplastaron los cuerpos marchitos de un grupo de hombres que llevaban tres años tomando el té en torno a la misma mesa. Dos columnas de mármol marrón se derrumbaron en la misma esquina y, con ellas, parte del techo, lo que dio paso a las llamas y a los escombros del piso de arriba. Se oían gritos por todas partes mientras los Camisas Negras intentaban huir. Vi cómo dos de ellos desaparecían bajo una montaña de escombros al derrumbarse otra sección de techo. Cerca de ellos, un Camisa Negra con el pelo blanco por el polvo y el uniforme negro hecho jirones intentaba sacarse del pecho un trozo de cristal con forma de cimitarra; cuando por fin lo consiguió, un torrente de sangre salió de su cuerpo. El Camisa Negra cayó hacia atrás, tapándose la herida con sus ennegrecidas manos, y quedó bañado en su propia sangre.

Un fuerte bramido hizo que me volviera hacia la derecha justo a tiempo para ver la enorme bola de fuego que avanzaba hacia el salón desde el vestíbulo, tragando todo lo que encontraba a su paso, incendiando las alfombras, los muebles, las paredes… Me lancé hacia atrás, levanté las piernas y escondí la cabeza entre los brazos para protegerme. Pensaba que el fuego no se detendría hasta llegar al otro extremo del salón, pero, de repente, el calor se hizo menos intenso y cuando levanté la cabeza vi cómo el fuego retrocedía hacia la entrada. Pero el rastro de llamas que había dejado a su paso llenaba todo el salón, mezclándose con las oscuras nubes de humo que envenenaban el aire, asfixiando a las figuras humanas que corrían de un lado a otro sin saber adónde ir, sin saber adónde huir. Las luces empezaron a fallar.

Hubble estaba tendido de costado en el suelo, muy cerca de mí, debajo de la silla en la que había estado sentado. Durante un instante, durante una minúscula fracción de tiempo, nuestras miradas se encontraron. Las llamas se reflejaron en sus ojos, mostrando todo el odio que albergaba en su alma. Abrió la boca y gritó algo, pero resultaba imposible oírlo entre los demás gritos, los crujidos del edificio y el bramido del fuego.

Me incorporé y permanecí unos segundos agachado, con las articulaciones agarrotadas, la cabeza dándome vueltas y los ojos llenos de polvo y humo. Al levantar la mano para secarme las lágrimas de los ojos, me di cuenta de que todavía tenía la aguja clavada en el brazo. Me la arranqué y, al tirarla al suelo, la herida volvió a sangrar. Pero no tenía tiempo para detener la hemorragia. Debía salir de ahí antes de que los Camisas Negras volvieran a tratar de darme caza y antes de que el maldito salón se viniera abajo. Me quité la camisa y la usé para limpiarme la sangre de la herida. McGruder estaba agachado con otro Camisa Negra junto a su jefe, levantando la silla que lo tenía atrapado. Delante de ellos, vi a Muriel arrodillada, con el cuerpo encogido y el vestido de noche hecho jirones. Busqué un arma con la mirada. Estaba pensando que nunca iba a tener una oportunidad mejor para matarlos, cuando un brazo me rodeó el cuello por detrás.

En un acto reflejo, rodeé el puño izquierdo con la palma de la mano derecha y lancé el codo hacia atrás. Un salivazo me mojó la mejilla y mi asaltante se dobló por la cintura. Me di la vuelta y le barrí los pies con una pierna. El Camisa Negra cayó al suelo como un peso muerto. Sin perder más tiempo, haciendo caso omiso de Hubble y sus secuaces, resistiendo la tentación de romperle el cuello a Muriel, corrí a ayudar a Cissie y a Stern, que estaban luchando contra un grupo de Camisas Negras. Uno de los secuaces de Hubble sujetaba al alemán por detrás mientras otro le daba un puñetazo en el estómago. A su lado, Cissie forcejeaba con una mujer con el pelo rapado. Empecé por el Camisa Negra que estaba delante de Stern. Le di un puñetazo en los riñones y, cuando bajó las manos para protegerse, le estrellé el puño contra la mandíbula. Su cabeza giró bruscamente y sus rodillas empezaron a doblarse bajo su peso. Sin perder un segundo, separé al otro matón de Stern y le hundí un puño en el estómago antes de golpearlo en la nariz, el mejor sitio si uno va en serio. Stern acabó el trabajo con un golpe seco en el cuello que lo hizo caer al suelo como un peso muerto. Al ver que el primer matón seguía tambaleándose a mi lado, sin acabar de caer, le di un codazo en la cara. Supongo que gritó al notar cómo le crujían los huesos de la nariz, justo antes de desplomarse hacia atrás con la boca abierta y el pescuezo estirado, pero una nueva explosión me impidió oírlo. Esta vez, la bomba había caído cerca. El suelo tembló y aparecieron nuevas grietas en los espejos mientras las paredes se estremecían; era como estar en medio de un terremoto.

Cissie y la mujer con la que forcejeaba cayeron al suelo, la Camisa Negra encima. Sólo tuve que dar dos zancadas para llegar hasta donde estaban. Cogí a la mujer de un brazo y la lancé hacia un lado. La Camisa Negra nos empezó a gritar desde el suelo, pero, por lo visto, ya había tenido suficiente, pues no intentó volver a levantarse.

Al darme la vuelta para ayudar a Cissie, vi cómo Stern recogía una metralleta del suelo y apuntaba hacia una figura que corría hacia nosotros entre el humo. Cuando el Camisa Negra llegó a su altura, Stern le hundió el arma en el estómago y apretó el gatillo. El Camisa Negra se puso a agitar los brazos y a patalear sobre la moqueta, en una especie de baile de despedida, mientras las balas le deshacían las entrañas.

La corriente de aire que entraba por el vestíbulo no dejaba de avivar las llamas. El viejo hotel estaba condenado. Había sobrevivido a los peores bombardeos de la guerra, soportando los golpes sin perder nunca su orgullosa figura, pero esta vez no había nadie para apagar las llamas. Esta vez las llamas no se extinguirían hasta haber devorado todo el edificio. Teníamos que salir del Savoy antes de que se desplomara sobre nosotros.

—¡Cuidado, Hoke! —gritó Cissie al ver que un Camisa Negra se acercaba a mí por la espalda. Cuando me di la vuelta, su fusil ya estaba levantado, listo para caer sobre mi cabeza. Me agaché, consciente de que no podría eludir el golpe, pero unos tiros rasgaron el humo delante de mí y la culata del fusil se detuvo, vacilante, a escasos centímetros de mi cráneo. El fusil y el matón que lo sostenía cayeron al suelo al mismo tiempo, y Stern se unió a nosotros, su metralleta todavía humeante.

—¡Tenemos que salir de aquí! —me gritó el alemán, y yo fui tan estúpido como para asentir ante lo obvio.

—¡Por ahí! —grité señalando hacia la puerta que daba al pasillo donde estaban todos los comedores privados.

Empezamos a avanzar hacia la puerta con Stern abriendo el camino con la metralleta en alto. Cissie me agarraba del brazo, como si temiera perderse si me soltaba. Una vez más, me invadió el instinto de supervivencia, obligándome a seguir adelante a pesar de los golpes recibidos, a pesar del dolor y el aturdimiento. Sorteamos varias figuras que ni siquiera parecieron vernos mientras corrían de un lado a otro entre el humo, temerosos de que el edificio fuera a derrumbarse encima de ellos en cualquier momento. Pero no todos los Camisas Negras huían despavoridos. De repente, un numeroso grupo de ellos se interpuso en nuestro camino, apuntándonos con pistolas y metralletas. Aunque sabíamos que no dispararían a matar, por su número podrían reducirnos sin demasiado esfuerzo. Y, además, tenían un rehén.

Entre la confusión, me había olvidado de Potter. Estaba arrodillado en el suelo, con un cuchillo apretado contra el cuello.

Nos detuvimos en seco. Cissie gritó el nombre del vigilante y me clavó las uñas en el brazo. Stern levantó la metralleta y apuntó hacia el grupo de Camisas Negras. Yo me limité a escupir el polvo que me llenaba la boca.

Y permanecimos así, midiéndonos en silencio, mientras el humo se arremolinaba a nuestro alrededor y las llamas teñían el mundo de naranja. Las luces eléctricas volvieron a parpadear, cambiando continuamente de intensidad. Una de dos: o el bombardeo había dañado el generador del hotel o los tres años de inactividad se estaban cobrando su precio. Aunque la razón era lo de menos. Lo importante era que el apagón se produjera lo antes posible. Claro que el fuego seguiría iluminando el interior del hotel, pero, en la luz vacilante de las llamas, sería más fácil escapar.

Los Camisas Negras se apartaron para dejar pasar a Hubble, que, como siempre, caminaba apoyándose en su fiel McGruder.

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