—Entonces tendré que intentarlo —dije.
Me apresuré a bajar la escalera y encendí el hornillo que había encima de la cocina. Nunca me había atrevido a encender un auténtico fuego en aquella casa, ni en ningún otro sitio a no ser que fuera al aire libre, porque el humo de una chimenea llamaba demasiado la atención. Esa noche tampoco iba a hacerlo. Ajusté la intensidad del círculo de llamas del hornillo, me acerqué a la ventana y cerré las cortinas. Después, encendí la lámpara que había sobre la mesa central. La habitación se iluminó, pero también las sombras se hicieron más intensas. Saqué la pistola de la funda y la dejé sobre la mesa.
Las cañerías empezaron a hacer ruido mucho antes de que el agua empezara a salir a borbotones del grifo. Aunque esperé a que el chorro fuera constante antes de llenar la cacerola, la presión del agua era más débil que la última vez que había estado ahí, así que tardé un par de minutos en llenarla hasta el borde. Después de colocarla sobre el hornillo, me lavé las manos a conciencia con la pastilla de jabón que había en el escurridero de la pila. Al acabar, volví a lavármelas y, en vez de usar el trapo tieso que hacía las veces de toalla colgado de un gancho, me sequé las manos agitándolas en el aire. Necesitaba un cigarrillo, pero decidí esperar. Oí a Cissie llamarme desde arriba y, después, un fuerte golpe en el techo.
Manteniendo las manos cerca del pecho para no ensuciármelas, volví a subir la escalera, deteniéndome un momento a mirar por la ventana que había en un diminuto rellano delante del dormitorio. No pude ver gran cosa a través del mugriento cristal, tan sólo las sombras y las extrañas formas de los puestos del patio del mercado. Aun así, estaba convencido de que no nos había seguido nadie. Al darme la vuelta, tropecé con el siguiente tramo de escalones y me caí contra el tabique de madera, que, al recibir mi peso, crujió con un sonido seco que recordaba al de un disparo. Cissie se asomó inmediatamente por la puerta abierta del dormitorio, y yo me disculpé entre dientes mientras entraba en la habitación.
—No consigo que se quede quieto —me dijo con voz suplicante, y bajo la luz de la lámpara pude ver que tenía lágrimas en las mejillas.
Stern estaba casi en el otro extremo de la cama de matrimonio, boca abajo, como si intentara huir de los cuidados de Cissie. Ella se inclinó sobre él e intentó tumbarlo boca arriba, pero sus esfuerzos eran demasiado gentiles. El alemán gritó algo en su propio idioma y, lanzando un brazo hacia atrás, golpeó a Cissie en el hombro. Yo me uní a ella y, olvidándome de no ensuciarme las manos, lo cogí del brazo y le di la vuelta. Al ver el charco de sangre sobre la cama, no pude evitar hacer una mueca de dolor.
—Tranquilo —le dije mientras lo sujetaba usando la menor fuerza posible. Pero él volvió a retorcerse y, por primera vez, vi con claridad la sangre que le salía de la herida que tenía en el hombro, justo al lado del cuello. La sangre fluía por las cicatrices de las quemaduras que descendían desde su nuca, atravesando los hombros, hasta la mitad de la espalda. Pero ésas eran heridas viejas, así que volví a concentrarme en la herida de bala. Creí ver una leve protuberancia oscura entre la sangre y, al tocarla, sentí un bulto duro que sabía que no era un hueso.
—La bala está casi fuera —dije, más para mí mismo que para Cissie—. Al menos, eso facilitará las cosas.
Al examinar la herida del brazo, gruñí satisfecho al darme cuenta de que había dos orificios: uno de entrada y otro de salida. La bala le había atravesado el brazo limpiamente, llevándose consigo piel y músculo, pero, por lo que se veía, sin tocar el hueso. Al volver a enderezarme, me quedé unos segundos mirando el trapo empapado en sangre que Cissie tenía en la mano.
—Es su camisa —dijo ella.
—Dios bendito. Está bien, encontraré otra cosa —repuse, y me vinieron inmediatamente a la mente las toallas y las sábanas enmohecidas que había en el armario de la pared de enfrente. Desde luego, no eran lo más apropiado, pero tendrían que servir—. Mantenlo sujeto de costado, como está ahora. Primero voy a intentar curarle la herida del brazo. A ver si por lo menos consigo pararle esa hemorragia. Después le extraeré la bala del hombro.
—¿Crees que aguantará el dolor? ¿No tienes nada para darle?
—Las píldoras no servirían para nada, y eso suponiendo que consiguiéramos que se las tragara. Mañana iré al hospital más cercano a ver si encuentro algo de morfina.
Era algo que debería haber hecho hacía tiempo, pero supongo que la idea de tener fácil acceso a cualquier tipo de opiáceo me asustaba. Maldita sea, en mi caso el alcohol ya era suficiente problema. Y, además, había otra cosa: odiaba los hospitales y las iglesias. No eran más que inmensos cementerios abarrotados de víctimas que habían acudido ahí en busca de la salvación, ya fuera en manos de los médicos o de Dios. No, prefería mantenerme lo más alejado posible de esos sitios.
—Mañana conseguiré morfina y vendas como Dios manda, pero esta noche tendremos que arreglarnos con lo que tenemos.
—También necesitamos algo para presionar contra la herida —insistió Cissie.
—Déjame respirar, ¿vale? Tú mantenlo sujeto.
Me acerqué al armario y abrí la puerta. El olor a humedad era muy fuerte, aunque no tanto como el olor a sangre fresca que llenaba la habitación. Saqué todas las toallas que encontré, que no eran muchas, antes de coger un pequeño montón de sábanas de un estante más alto. Después volví junto a Cissie.
—Haz lo que puedas con esto mientras bajo a buscar el agua —le dije mientras me dirigía hacia la puerta.
El agua sólo había alcanzado un leve hervor, así que hice tiempo buscando algún instrumento en el armario de cocina que pudiera servirme para la improvisada operación quirúrgica. Lo mejor que pude encontrar fue un cuchillo largo y delgado de trinchar; hubiera preferido que fuese más corto, pero era el único con la punta lo suficientemente fuerte y afilada para escarbar en el hombro de Stern. Me acerqué a la cocina, levanté la cacerola y puse el filo del cuchillo sobre las pequeñas llamas del hornillo, girándolo lentamente para esterilizar el metal sin ahumarlo. Después, volví a colocar la cacerola sobre las llamas, con el cuchillo dentro, y esperé a que el agua volviera a hervir.
Llené otra cacerola de agua y la cambié por la primera antes de subir al dormitorio con el cuchillo dentro del agua burbujeante.
Stern aguantó bastante tiempo sin gritar. Yo tuve que escarbar más de lo que había pensado para conseguir situar la punta del cuchillo debajo del trozo de plomo. A mi lado, Cissie mantenía la lámpara lo más cerca posible de la herida al tiempo que sujetaba al alemán. En una ocasión, Stern consiguió deshacerse de su agarre y rodó hacia un lado. Yo tuve que apartar el cuchillo rápidamente. Cuando conseguimos volver a colocarlo de costado, me puse a trabajar con menos miramientos. Haciendo caso omiso de sus gritos, deslicé el filo entre la sangre, que no cesaba de manar, y a lo largo del duro trozo de metal mientras Cissie lo mantenía sujeto ayudándose con todo su peso. Por fin, giré el cuchillo y tiré con fuerza hasta que noté que la bala se empezaba a mover. El grito de Stern llenó toda la habitación, y probablemente también retumbara en la calle, pero el trozo de plomo ensangrentado por fin cayó sobre las sábanas. Yo aguanté la respiración, pensando que lo había matado, hasta que vi que su pecho seguía moviéndose; también vi que los labios le estaban sangrando.
Cissie acabó el trabajo, limpiando y vendando las dos heridas, mientras yo bajaba a buscar más agua caliente. Subí el agua y la ayudé a cambiar las sábanas, haciendo rodar hacia un lado al alemán inconsciente para cubrir el colchón empapado de sangre con una capa doble de toallas. Finalmente, dejé a Cissie cuidando de él y volví a bajar. Estaba agotado y las manos me temblaban tanto que me resultó imposible encender el cigarrillo que había cogido de la repisa. Al final, tuve que inclinarme sobre el hornillo y encenderlo directamente con las pequeñas llamas azules. Después, me dejé caer en el sillón, cuyos oxidados muelles se quejaron bajo mi peso, y apoyé la cabeza contra el respaldo. Cerré los ojos y me llené los pulmones de humo.
Tenía whisky en el armario, pero estaba demasiado cansado para levantarme e ir por la botella.
Todavía no había amanecido cuando me despertaron sus gemidos. Me quedé sentado, escuchando la agonía de Stern sin moverme, sintiendo compasión, ira e impotencia al mismo tiempo. La compasión la sentía por Stern, algo que nunca pensé que podría sentir por un alemán; la ira estaba dirigida hacia los bastardos que le habían hecho eso, y la impotencia se debía a que ya no había nada que Cissie y yo pudiéramos hacer por él.
Pero, al oír los pasos de Cissie en la escalera, lo que se apoderó de mí fue el pánico. Sabía perfectamente lo que iba a pedirme.
—Hoke, Stern necesita medicinas. Necesita algo que le alivie el dolor. Y también antisépticos y vendas para mantener limpia la herida. Si no, no creo que aguante ni hasta el amanecer.
Mierda, pensé. Mierda, mierda, mierda. Y me levanté del sillón.
El enorme y sombrío hospital estaba a poco más de un kilómetro, en Whitechapel. Iluminado por la luna, el edificio no podría haber tenido un aspecto más inhóspito y desapacible. Antes de salir, yo me había limpiado rápidamente la sangre de las manos y la cara y me había puesto una sudadera gris con las mangas cortadas a la altura de los codos para protegerme del frío de la madrugada. Después, había cogido la pistola de la mesa y, tras observar por primera vez que era una Browning de calibre 22, me la había metido debajo del cinturón. En el Austin descapotable, apenas había tardado unos minutos en llegar al hospital. No, desde luego no había tardado mucho en llegar, pero, una vez allí, me había quedado un buen rato sentado en el coche, delante de la entrada principal, reuniendo el valor necesario para entrar. Al final, la idea de que Wilhelm Stern me había salvado la vida dos veces y de que el tiempo corría en su contra me hizo abrir la puerta del coche y subir hasta la puerta del hospital, que estaba abierta de par en par porque los cadáveres que yacían amontonados en el suelo no permitían que se cerrara.
Encendí la linterna y entré.
Todavía me hace temblar el recuerdo de esos pabellones y esos pasillos cubiertos de cadáveres amontonados unos encima de otros, como si las personas a las que habían pertenecido hubieran gastado su último aliento forcejeando entre sí, luchando por obtener la atención de los médicos; ahora estaban entrelazados eternamente o, al menos, hasta que sus huesos se convirtieran en polvo. También había cadáveres de niños, pero hice todo lo posible por no fijarme en sus caritas atrofiadas, pasando cuidadosamente sobre ellos sin bajar la mirada más de lo estrictamente necesario para no tropezar. Esas cosas informes que en algún momento habían sido personas vivas estaban por todas partes, cubriendo cada centímetro de suelo, y yo sentía un escalofrío cada vez que pisaba algo frágil y quebradizo. Además, el fétido olor acre que llenaba el hospital me obligaba a cubrirme la nariz y la boca con una mano.
Una hora después, cuando encontré la habitación que buscaba, seguía sin acostumbrarme; estaba muerto de miedo y sentía náuseas. No dejé de mirar hacia atrás ni un momento, esperando ver alguna forma fantasmal, mientras forzaba las vitrinas de cristal y examinaba las ampollas, los frascos y las píldoras y buscaba gasas, apósitos y jeringuillas en los cajones. Cogí todo lo que pensé que podría ser útil, incluidos varios tipos de sedantes, tijeras, imperdibles y cremas antisépticas, mientras me forzaba a mí mismo a mantener la calma, a no apresurarme, y lo introduje, junto a otras muchas cosas que probablemente no fueran tan necesarias, en la bolsa de lona que había encontrado en un armario. Cuando estuve seguro de que tenía todo lo que necesitaba, salí corriendo de ese horrible lugar.
Empezaba a clarear por encima de los tejados cuando me monté en el Austin para volver a Tyne Street. El cansancio empezaba a pesarme en los párpados y sentía las manos como si fueran muñones de plomo sobre el volante. No tardé mucho en llegar a Oíd Castle Street. Atravesé el callejón, apenas capaz de sostenerme en pie, y abrí la puerta del número 26 de Tyne Street.
Cissie estaba sentada en la escalera. La luz matutina que conseguía entrar por la mugrienta ventana teñía de rojo su cabello y sus hombros. Sus sollozos silenciosos me dijeron que había llegado tarde. Stern ya había muerto.
Nos tumbamos en la cama de uno de los dos dormitorios que había en el último piso. Cissie se quedó mirándome, con una mano apoyada en el espacio que había entre nuestros cuerpos, mientras yo observaba con un cigarrillo entre los labios cómo clareaba el cielo al otro lado de la ventana.
Sabía que las lágrimas de Cissie no se debían sólo a la muerte de Wilhelm Stern, cuyo cuerpo yacía cubierto por una sábana limpia en la habitación que había justo debajo de la nuestra, sino también a la traición de su amiga y a todo lo que había sucedido a continuación: la grotesca transfusión sanguínea, el bombardeo del Savoy, la muerte de Potter y la aparición de esos pobres infelices a los que la luz del fuego había sacado de sus madrigueras para llevarlos hasta las garras de Hubble y sus secuaces. Su incredulidad ante la actitud de Muriel sólo aumentaba su aflicción, pues realmente habían llegado a forjar una gran amistad —o al menos eso creía Cissie— durante los tres años que habían compartido sufrimientos en un mundo casi despoblado y carente de toda civilización. A pesar de sus diferentes orígenes, habían formado una alianza, apoyándose entre sí en momentos de desesperación, y ese compañerismo era lo que les había permitido mantener la cordura. Hasta que Muriel había vuelto a encontrarse con alguien de su misma estirpe: sir Max Hubble.
Entonces, se había despojado del disfraz que había adoptado para sobrevivir, con la facilidad con la que alguien se deshace de una capa que ha llevado más por imposición del frío que por propio gusto. Esa deslealtad era algo que Cissie no podía entender. Yo intenté que comprendiera que, realmente, esa maldita desgraciada había sido leal, sólo que a su propia clase, a la gente de su misma condición. Maldita sea, Cissie estaba ahí cuando Hubble mencionó que el rey Eduardo, relegado a la condición de duque tras abdicar la corona, había apoyado las ideologías nazis junto a algunos otros miembros de la aristocracia británica. Según me habían contado algunos pilotos de la RAF, antes de la guerra, las ideas políticas de ese grupo de aristócratas no eran ningún secreto y sólo habían dejado de defenderlas públicamente tras declararse la guerra contra Alemania. El origen social por encima de los principios: ésa era su retorcida doctrina. Para ellos, sus ideales eran más importantes que sus compatriotas. Se trataba de una ideología decadente y egoísta, una ideología que siempre había manchado, en mayor o menor grado, la historia de Inglaterra. Mi madre se había alegrado de alejarse de ese tipo de personas cuando estableció su hogar en Estados Unidos, aunque no por ello dejase de amar a su país, donde esos «engendros», como solía llamarlos ella, sólo eran una pequeña minoría.