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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (34 page)

Oí los gritos de sus compañeros cuando el Camisa Negra de la ventana cayó encima de ellos. Sin perder más tiempo, salté al otro lado del muro, cogí a Cissie por la cintura y empecé a correr entre los restos de los viejos puestos de mercancías, sorteando cajones de madera, trozos de metal, ruedas viejas y todo tipo de cajas, avanzando hacia las grandes puertas que había al final del patio.

Estábamos a medio camino cuando Cissie tropezó con un cajón roto de naranjas y cayó al suelo, arrastrándome detrás de ella. Lo más probable es que esa caída nos salvara la vida, porque, en ese mismo momento, una lluvia de balas pasó silbando sobre nuestras cabezas e impactó en las tablas de madera del puesto que había delante de nosotros. Sin levantarme del suelo, apunté hacia el número 26.

Ahora se veían dos caras en la ventana del rellano. Los dos Camisas Negras habían conseguido asomarse por la ventana apoyando los codos en el antepecho. Uno tenía una metralleta y el otro un fusil, pero era la metralleta la que estaba escupiendo fuego. Debajo de ellos, vi cómo empezaban a aparecer brazos sobre el muro del patio trasero del número 26; los Camisas Negras del piso bajo habían conseguido abrir la puerta del patio y venían detrás de nosotros. Disparé cuatro o cinco veces hacia la ventana, rezando por que no se me acabaran las balas.

Incluso a esa distancia, vi perfectamente los dos orificios que aparecieron en la frente del Camisa Negra de la metralleta. Pero el que gritó, justo antes de ocultarse tras la ventana, fue su compañero; el muerto se limitó a escurrirse lentamente hacia adentro, como si se estuviera hundiendo en arenas movedizas. Inmediatamente después, disparé contra la cabeza que acababa de aparecer sobre el muro. Las balas impactaron contra el ladrillo, pero, afortunadamente, eso bastó para que nuestros perseguidores renunciaran a intentar escalar el muro. Al volver a apretar el gatillo, solo oí un sonido hueco; me había quedado sin balas. Tiré la pistola al suelo.

En cuanto nos levantamos, Cissie y yo supimos que no conseguiríamos llegar a tiempo al final del patio, pues ofrecíamos un blanco imposible de fallar. Sólo teníamos una posibilidad y no había tiempo para explicaciones. Empujé a Cissie hacia el puesto cercano que había junto al muro del patio trasero de una casa situada a nuestra izquierda, salté encima de la plataforma de madera y me agaché para ayudar a subir a Cissie. Justo en ese momento, los Camisas Negras empezaban a encaramarse sobre el otro muro. Escalamos la pared y saltamos a un nuevo patio cerrado; estuve a punto de gritar de felicidad al ver que la puerta de la casa estaba abierta de par en par. Corrimos hacia la penumbra del interior. Una vez dentro, yo me di la vuelta y cerré la puerta, rogando a Dios que los Camisas Negras no hubieran tenido tiempo de ver por dónde habíamos huido.

Cissie se dejó caer de rodillas, pero no había tiempo que perder. Me agaché y la obligué a levantarse. Ella se apoyó contra mí, rozando mi cuerpo con su pecho mientras respiraba pesadamente.

—No podemos quedarnos aquí —dije, también yo jadeante—. Tenemos que encontrar un sitio donde escondernos antes de que empiecen a registrar todas las casas.

Cissie se apartó unos centímetros de mí, justo lo suficiente para que yo pudiera ver que asentía. Estaba sangrando por un corte en la frente que probablemente se había hecho al caer sobre el tejadillo de hierro. Abrió la boca para decir algo, pero yo apreté una mano contra sus labios. Durante un largo instante, nos miramos fijamente. Ella tenía los ojos muy abiertos, llenos de temor; igual que yo.

Sin entretenernos más, fuimos hasta la puerta principal de la casa. Casi sin atreverme ni a respirar, por miedo a que eso pudiera delatarme, abrí la puerta y me asomé a la calle. A la izquierda, no demasiado lejos, vi la farola que había en la entrada del callejón que llevaba a Tyne Street y, un poco más allá, el Austin descapotable aparcado delante de la casa de baños. Intentar llegar al coche era demasiado arriesgado, pues tendríamos que cruzar el callejón, así que opté por huir en la dirección contraria. Le indiqué a Cissie con un gesto que me siguiera y salí a la luz del sol.

Avanzamos calle arriba pegados a las fachadas. Detrás de la fila de casas se oían los gritos de los Camisas Negras, que disparaban a las sombras, o por pura frustración. A mi lado, Cissie cojeaba todavía más que yo. Al llegar a una esquina, nos detuvimos.

La bocacalle era tan estrecha que sólo harían falta cuatro pasos para atravesarla, pero conducía directamente a las puertas del patio de mercado, que, como mucho, estarían a unos cincuenta metros. Aunque las puertas estaban cerradas, sabía que bastaría una buena patada para abrirlas. Oímos las voces de los Camisas Negras cerca de las puertas. Sonaban furiosas.

No sabía a cuántos de ellos nos estábamos enfrentando, pero, a juzgar por el ruido, debían de ser bastantes, y no tardarían en aparecer por la pequeña bocacalle.

—¿Te quedan fuerzas para un último esfuerzo? —le susurré a Cissie.

Ella apretó los dientes y asintió.

—Tú preocúpate por ti mismo —dijo.

—Está bien. Intenta no hacer ruido. —Los dos bajamos la mirada hacia sus ensangrentados pies desnudos y yo me encogí de hombros.

Después empezamos a correr.

Nos adentramos en el laberinto de callejuelas que antes se conocía como el mercado de Petticoat Lane, sin detenernos a recuperar el aliento hasta que dejamos de oír los gritos y los disparos de los Camisas Negras. Descansamos hasta recuperar mínimamente el aliento y volvimos a ponernos en marcha, buscando algún lugar donde escondernos. Había multitud de sitios donde refugiarse, pero no nos decidimos por uno hasta que pasamos bajo un arco y entramos en un patio rodeado por balcones ornamentales de hierro. Elegimos al azar un apartamento del segundo piso, abrimos la puerta y, una vez dentro, la cerramos rápidamente, corrimos los pestillos y nos dejamos caer sobre el suelo del recibidor.

Permanecimos así unos minutos, hasta que, sin mediar palabra, Cissie se acercó a mí y se apretó contra mi pecho. Yo la abracé y apoyé la barbilla sobre su cabello. Resultaba agradable abrazarla, estar cerca de ella. Cuando me rodeó el cuello con una mano y empezó a acariciarme… Bueno, digamos que eso también fue muy agradable.

Pero, a medida que fue pasando el tiempo y yo fui recuperando las fuerzas, la rabia y el odio se apoderaron de mí.

Capítulo 22

Cissie me estuvo suplicando hasta altas horas de la madrugada que no lo hiciera. Insistía en que era una locura, pero yo no le hice caso; sabía exactamente lo que tenía que hacer.

—No puedes enfrentarte tú solo a todos ellos —insistió ella.

—Yo estoy solo, pero ellos se están muriendo.

—Hoke, te lo ruego. Podemos irnos de la ciudad, los dos juntos.

—Ya llevo demasiado tiempo huyendo. Es hora de acabar con esto de una vez por todas.

Prendí una cerilla para encenderme el cigarrillo que había cogido del paquete de Woodbine que había encontrado sobre la mesa de la cocina.

—Además, ya no se trata sólo de nosotros. Hay más gente en peligro y puede que todavía no sea tarde para salvar a alguno de ellos.

—¿Y cómo vas a encontrarlos? Podrían estar en cualquier sitio.

—Él mismo nos lo dijo. ¿No te acuerdas?

Cissie me miró con curiosidad y movió lentamente la cabeza de un lado a otro.

—En el Savoy, cuando me tenían atado como a un animal al que se va a sacrificar, Hubble dijo algo así como que, igual que yo tenía mi palacio, él tenía su castillo.

Expulsé el humo, formando una nube entre los dos.

—Que yo sepa —continué diciendo—, sólo hay un castillo en Londres. ¿Me equivoco?

Miré a Cissie fijamente.

—¿Me equivoco? —repetí.

Capítulo 23

Le di una última calada al Woodbine, tiré la colilla al suelo y, por alguna razón, tal vez simplemente por la fuerza de la costumbre, la aplasté con el tacón de la bota. Había sido una mañana muy larga y eso que no había hecho más que empezar.

Desde donde estaba, en lo alto de la colina, podía ver todo el flanco noroeste de la antigua fortaleza y las dos torres del gran puente que se alzaba detrás de ella. Un par de viejos dirigibles flotaban sobre los muelles que se extendían a lo largo de ambas riberas del río, mientras las grandes grúas portuarias ascendían hacia el cielo como si fueran pináculos torcidos de una iglesia. El puente levadizo estaba abierto, con los dos tramos prácticamente verticales, levantados hasta tal punto que casi tocaban las pasarelas que unían las torres gemelas entre sí. El barco para el que se había abierto el puente por última vez tenía que haber sido un buque espectacular para obligar a levantar los tramos levadizos hasta ese punto, aunque ya hacía mucho tiempo que estaría amarrado en algún muelle lejano. Atrás quedaba el inmenso guardián del río, perpetuamente abierto, ya que las manos que controlaban su mecanismo ahora sólo eran huesos y piel sin vida. Una solitaria gaviota pasó entre las torres y dio media vuelta, trazando una vertiginosa curva en el aire, como si, de repente, hubiera cambiado de opinión, como si intuyera que esa necrópolis no era un sitio recomendable.

Con los ojos entornados, seguí observando atentamente la fortaleza, buscando señales de vida, pero no vi ninguna.

La torre del homenaje, conocida como la Torre Blanca, se alzaba en medio de la fortaleza coronada por una bandera desvencijada. Al igual que todos los demás, los muros de la Torre Blanca se habían tornado grises después de siglos de suciedad y polución urbana, aunque todavía podían verse algunas zonas blancas, como vetas de piedra caliza en un acantilado, que parecían querer rememorar los antiguos momentos de gloria. Las almenas y los contrafuertes sí eran blancos, tanto que daba la sensación de que alguien los había frotado hasta dejarlos inmaculados, aunque realmente su color se debía a la naturaleza de la piedra y no tenía nada que ver con ningún tipo de atención ni de cuidados. Parte del bastión septentrional se había desplomado por las bombas de la Luftwaffe, y los muros de alrededor estaban salpicados de pequeños impactos de metralla. Al margen de eso, la Torre de Londres seguía irguiéndose orgullosa e inexpugnable, como lo había hecho durante siglos. Ese día de verano del año 1948, un hombre solo se disponía a atacar la fortaleza, un solitario invasor al que nadie esperaba. Y eso podría resultar determinante.

Me agaché para coger la bolsa de tela que había a mis pies, me colgué la correa del hombro y volví a incorporarme. Abrí la funda que tenía sujeta al cinturón, saqué la Browning P-35 y metí una bala en la recámara. El sonido metálico de la guía, al avanzar y retroceder a su posición original, resultaba reconfortante. Había elegido la P-35 porque era la mejor pistola de 9 milímetros. Además de ser muy precisa, el cargador daba cabida a trece balas; yo llevaba asimismo un segundo cargador lleno en el bolsillo izquierdo y otro en la bolsa. Cuando los alemanes invadieron Bélgica, se apoderaron de la fábrica donde se hacían estas pistolas, pero los trabajadores belgas empezaron a sabotearlas, y muchas de ellas explotaron en las manos de algún nazi en vez de abatir a sus enemigos. Afortunadamente, la que tenía yo venía de Canadá, así que sabía que no me daría ninguna sorpresa. Volví a guardarla en su funda. Tenía otras cuatro armas apoyadas contra el muro que había delante de mí, pues todavía no había decidido cuál de ellas iba a usar aquella mañana.

Normalmente hubiera optado por la Bren, una de las mejores metralletas que se habían fabricado nunca. Era firme y precisa y tenía una velocidad de disparo razonablemente baja que permitía apuntar mejor sin gastar demasiada munición. Además, sólo tenía tres clases de retenciones, mientras que algunas armas del mismo tipo llegaban a tener hasta veintitrés, y yo sabía cómo resolver las tres. Aun así, la deseché, porque, incluso con el bípode plegado hacia adelante, resultaba demasiado pesada si uno necesitaba moverse rápido, y yo iba a moverme muy rápido.

Cogí la Thompson y la levanté para sopesarla. La versión de combate que tenía entre las manos llevaba un cargador de veinte cartuchos que sólo tardaba dos segundos en vaciarse. Existía otro modelo con cincuenta disparos, pero con ese cargador los cartuchos hacían más ruido que una caja llena de tornillos, y eso podía resultar bastante embarazoso si uno pretendía coger al enemigo por sorpresa. Además, la Thompson tenía un efecto «rociador» que, aunque pudiera resultar útil para defender una trinchera, podía ser un serio inconveniente si los tipos buenos se mezclaban con los malos. Yo necesitaba más precisión.

Volví a apoyar la Thompson contra el muro y cogí la metralleta Stenque había al lado. Su principal ventaja consistía en que era ligera y fácil de transportar, sobre todo si se aprovechaba la correa, y en que su mecanismo era bastante simple, por lo que había menos cosas que podían fallar. Además, el cargador encajaba en el lado izquierdo del arma y eso permitía apoyar la metralleta sobre el antebrazo para obtener más estabilidad y disparar desde el suelo sin que nada entorpeciera los movimientos. La Sten tenía capacidad para treinta cartuchos, algo que, con los dos cargadores adicionales que tenía dentro de la bolsa, debería ser más que suficiente para lo que yo me proponía hacer. Pero, antes de optar por ese modelo, tuve que enfrentarme a otra decisión. Durante la guerra, como era lógico, los comandos y las unidades de asalto preferían usar armas silenciosas, así que se había fabricado una variación de la metralleta Sten con silenciador incorporado. Yo tenía una entre mi colección. Aun así, finalmente opté por la Sten sin silenciador, concretamente un modelo fabricado en 1944 con culata y pistolete de madera, pues ese día el ruido iba a jugar a mi favor.

Extraje el cargador, lo agité cerca del oído para oír el movimiento de los cartuchos y volví a encajarlo. Entró suavemente, con un sonido seco.

Satisfecho con la «artillería», saqué el cuchillo de combate de doble filo de la funda que tenía sujeta a la parte de atrás del cinturón. El mango, fino y rugoso, estaba forrado en cuero y la hoja, afiladísima, estaba bañada en un material antirreflectante. Desde luego, tenía un aspecto brutal, aunque yo esperaba no tener que recurrir a su uso, pues eso significaría que había sido necesario luchar cuerpo a cuerpo con el enemigo. Volví a guardar el cuchillo en su funda.

No había sido difícil reunir el resto de los objetos que tenía en la bolsa de lona. En 1941, cuando la Luftwaffe concentró sus esfuerzos en la Unión Soviética, un buen número de fábricas del East End de Londres se reconvirtieron a la producción de armas, y manufacturaron cargas de demolición, espoletas, dinamita y todo tipo de explosivos. Una de las fábricas más importantes estaba justo al otro lado del río, en Woolwich. Para las armas de mano, había ido a un almacén subterráneo que había a un par de kilómetros de allí, que era el arsenal donde solían aprovisionarse las tropas justo antes de que las enviaran al frente. Por desgracia, el último contingente de hombres no había ido a ninguna parte —la Muerte Sanguínea se había asegurado de que no lo hicieran—, por lo que el arsenal aún contaba con abundante material. Pese a ello, tardé bastante en encontrar todo lo que buscaba y sólo conseguí aguantar ahí abajo el tiempo necesario gracias a la profunda ira que me impedía cualquier otro sentimiento.

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