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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (41 page)

Siguió hablando, llorando y blasfemando, sacándome el agua de los pulmones a golpes, hasta que yo empecé a reír. Los hombros me temblaban tanto que parecía estar sufriendo un ataque epiléptico, pero la risa expulsó las últimas gotas de agua que había tragado al cruzar el Támesis intentando llegar hasta esa pequeña plataforma cubierta.

Por suerte, al caer del tramo levadizo, el impacto contra el agua le había devuelto un poco de vida a mi cuerpo exhausto, la suficiente para que consiguiera mantenerme a flote, peleando contra la corriente. Sabía que, si no hacía un último esfuerzo, acabaría ahogándome y esa idea resultaba absurda después de haber sobrevivido a todo lo anterior, así que, cuando la corriente me arrastró hacia la torre septentrional, nadé hacia la orilla rodeado de escombros y cadáveres de Camisas Negras. Al llegar a un muelle, me sujeté a las ranuras que había entre los bloques de piedra, esperé unos segundos para recuperar el aliento y empecé a rodearlo. Mis manos resbalaban una y otra vez en la superficie viscosa que cubría los bloques de hormigón, y el cuerpo entero me temblaba por los efectos del frío y el agotamiento. Detrás del muelle vi unos escalones que subían hasta una plataforma cubierta. Realmente, los escalones estaban bastante cerca, aunque para llegar hasta ellos tendría que nadar de nuevo. ¡Un último esfuerzo! ¿Acaso tenía otra opción? Me quité las botas, me deshice de la funda de la pistola y empecé a nadar.

Me hundí un par de veces, no recuerdo exactamente cuántas, pero, cada vez que lo hacía, conseguía salir a flote y volvía a dar brazadas. Exhausto, a tan sólo unos metros de los escalones, volví a hundirme y, cuando pensaba que todo había acabado, mis pies tocaron algo sólido. Empujé y volví a la superficie. Un par de brazadas más y haría pie. Empecé a andar, tambaleándome, por la rampa que subía hacia los escalones y, cuando el agua me llegaba por la cintura, vi a Cissie corriendo hacia mí, llamándome por mi nombre. Saltó al río y metió la cabeza por debajo de mi hombro para ayudarme a llegar hasta la plataforma. Llorando, me contó que me había visto caer del puente, que sabía que era yo porque no iba vestido de negro y que, mientras buscaba un barco, había encontrado el túnel que llevaba hasta la plataforma hacia la que nos dirigíamos. Cissie tuvo que subirme a rastras por los escalones resbaladizos. Fue al llegar arriba cuando yo me desmayé, y ella empezó a darme golpes en el pecho.

Cissie no sabía que me estaba riendo. En vez de eso, creía que me estaba ahogando. Me golpeó aún más fuerte en la espalda, gritándome que no me diese por vencido, que lo iba a conseguir, que, por favor, por favor, ¡por favor!, no me muriera.

—Hoke, ¡no te mueras!

Yo levanté un brazo para apartarla, pero estaba demasiado débil.

—Para. ¡Ya basta! —conseguí decirle, y ella dejó de golpearme.

—Estás vivo. —Parecía sorprendida.

—Eso parece —dije yo. No tenía fuerzas para volver a reírme, pero conseguí esbozar una sonrisa.

Cissie empezó a reírse a carcajadas. Después se tiró encima de mí y se puso a llorar. Yo no tardé en acompañarla con mis propios sollozos.

Y, finalmente, cuando ya no nos quedaban más lágrimas, la abracé con fuerza, apoyado contra el muro de la oscura y húmeda cueva de ladrillo, y le dije por qué no me había marchado de la ciudad.

Capítulo 29

Ya no había ninguna razón para seguir en la ciudad. Ya no me quedaba nada más por hacer.

Conduje el camión militar entre los coches inmóviles mientras, a lo lejos, una enorme columna de humo se alzaba detrás de mí. La pira funeraria sólo era un gesto, un símbolo de respeto hacia los muertos. Esos miles de cadáveres quemándose representaban a todas las personas que habían muerto en la ciudad. Durante la guerra, nunca había estado en el estadio de Wembley, pero, en más de una ocasión, mientras descargaba los cadáveres, había oído los ecos fantasmales de los gritos de los espectadores. Esas ovaciones espectrales nunca me habían asustado. No, tan sólo habían aumentado mi tristeza, haciendo que fuera todavía más consciente de mi propio aislamiento, de mi propia soledad.

Al abandonar el estadio, había detenido el camión y me había asomado por la ventanilla para asegurarme de que había conseguido mi objetivo. El fuego era enorme. Las inmensas nubes negras, con contornos dorados y rojos, ascendían en espiral hasta el cielo mientras las llamas, de una belleza llena de violencia, consumían las legiones de cadáveres amontonados que yo había rociado de gasolina. No podía hacer nada más por los muertos de esta gran ciudad. Además, Cissie tenía razón al decir que, con el paso del tiempo, todos los cadáveres se convertirían en polvo.

Cissie había entendido al fin por qué no me había marchado de la ciudad.

En la plataforma cubierta, debajo del puente, mientras recuperaba lentamente las fuerzas abrazando a Cissie, le había hablado de mi amor por Sally. Le había contado cómo nos conocimos en el Rainbow Córner, un club para militares norteamericanos que había en Picadilly. Sally estaba con unas amigas de su oficina y yo con un par de compañeros de escuadrón. Un hola, un baile y un beso habían dado paso al amor, y nos habíamos casado en menos de seis meses, convencidos de nuestros sentimientos, conscientes del riesgo que suponía la guerra, pero, precisamente por eso, decididos a compartir nuestras vidas lo antes posible.

Yo ni siquiera sabía que ella estaba embarazada cuando fui en su busca tres semanas después de que las bombas de la Muerte Sanguínea cayeron sobre Londres. Sally no me lo había dicho. Supongo que porque no quería cargarme con otra preocupación, al menos hasta que no hubiera forma de disimular su estado. A mí no me habían permitido salir de la base aérea cuando empezó a morir la población civil. Todos los pilotos que seguíamos vivos teníamos que estar preparados por si, después de destrozar nuestras defensas, el enemigo decidía lanzar un ataque a gran escala. ¡Ja! Todo resultaba ridículo. En la base nadie sabía lo que había ocurrido realmente, pues, cumpliendo el reglamento a rajatabla, el único mando que había sobrevivido había cortado todas las comunicaciones con el exterior. Y no pasó mucho tiempo antes de que todos en la base cayeran enfermos; todos menos yo. Cuando mis compañeros empezaron a morir, solo y asustado, decidí huir a Londres. Y fue entonces cuando comenzó la auténtica pesadilla.

Al ver a Sally tendida sobre los escalones que descendían hasta nuestro pequeño apartamento, enloquecí. Mi mujer tenía las cuencas de los ojos vacías y las entrañas abiertas. Las ratas le habían roído el abdomen, le habían sacado el feto y lo habían dejado sobre un escalón, cerca del brazo extendido de su madre, medio roído, casi irreconocible. Pero yo supe inmediatamente que era mi hijo y, en ese momento, ahí, junto a mi esposa y mi hijo, me sumergí en la locura que me había acompañado durante al menos un año. Quién sabe, tal vez todavía estuviera acechando en mi interior.

Lo único que podía hacer era quemar lo que quedaba de sus cuerpos. No quedaba suficiente de ellos para darles sepultura. Esos restos destrozados que había sobre los escalones no eran Sally, ni tampoco era nuestro hijo lo que yacía a su lado. Sólo eran pedazos de carne, sobras. Sobras que hasta las ratas habían rechazado. Eso no podía ser mi familia. Los metí dentro de nuestro apartamento y prendí fuego a las cortinas. En menos de una hora, toda la manzana estaba en llamas.

Y fue esa misma locura lo que me llevó a transportar los cadáveres que iba encontrando, cientos, miles de ellos, expuestos y vulnerables, a algún sitio donde pudieran recibir una sepultura digna. Supongo que, además, lo hacía para que no se convirtiesen en alimento de esas alimañas que ahora circulaban libremente por la ciudad. Y seguí haciéndolo incluso cuando la locura empezó a remitir, pues eso al menos me daba una pequeña causa, una razón, por estúpida y desesperada que fuera, para seguir adelante.

Y Cissie lo entendió.

Pero eso se había acabado.

Cissie me estaba esperando en la esquina del puente de Westminster, junto a la estatua de Boadicea. La acompañaba un pequeño grupo de adultos y niños, los que yo había liberado en el castillo. Ni siquiera eran diez y sólo dos de ellos eran hombres, uno de mediana edad y bastante enfermo y el otro apenas un muchachito. Nos habíamos ido encontrado con ellos al abandonar los muelles. También habíamos visto a dos Camisas Negras, pero ellos habían huido al vernos. La verdad es que eso no me preocupaba. Estaba seguro de que no volverían a molestarnos y, en cualquier caso, ¿cuánto tiempo de vida podía quedarles?

Al verme llegar, uno de los chicos se puso a dar saltos. Después tiró de la falda de la mujer que estaba a su lado y me señaló. Todos empezaron a saludar con la mano, y los dos niños gemelos y otro chico fueron corriendo a mi encuentro. Cissie, inconfundible con su nuevo vestido azul, no se movió. Simplemente levantó una mano para darme la bienvenida y, con la otra mano apoyada en la cadera, sonrió.

Dejé atrás el edificio destrozado del parlamento y el Big Ben, y detuve el camión antes de tiempo para que no le pasara nada a los chicos que corrían a hacia mí.

—¿Estás lista? —le dije a Cissie asomándome por la ventanilla abierta y devolviéndole la sonrisa.

—¿Ya lo has hecho? —preguntó ella.

—¿No lo ves? —Señalé hacia la enorme nube de humo que oscurecía el horizonte detrás del camión.

Ella asintió.

—Espero que se queme la ciudad entera —dijo—. Aquí ya no queda nada para nosotros.

Los adultos ya estaban subiendo a los niños a la parte de detrás del camión.

—¿Quieres sentarte conmigo? —le pregunté a Cissie.

Ella se acercó y abrió la puerta. Aunque tenía el sol detrás, mientras subía pude ver su limpia sonrisa y la pequeña cicatriz que le cruzaba la nariz. Una vez dentro, se dejó caer sobre el asiento con determinación.

—¿Acaso lo dudabas? —inquirió a su vez.

—Nunca se sabe —contesté—. ¿Lista para partir?

Cissie dio un par de golpes en la rejilla que había detrás de ella.

—¿Estáis todos listos? —preguntó.

Todos respondieron que sí al mismo tiempo.

—Estamos listos —dijo Cissie y miró hacia adelante a través del parabrisas lleno de polvo—. Siempre me han gustado las colinas de Surrey.

—A mí siempre me ha gustado el mar.

—¿Crees que importa adonde vayamos?

—En absoluto. Tiene que haber muchos más como nosotros.

Puse primera y empezamos a avanzar hacia el puente. Delante de nosotros, las aguas plateadas del Támesis brillaban con destellos dorados.

Por ninguna razón en particular, tal vez sólo por la fuerza de la costumbre, miré por el espejo lateral y, al hacerlo, estuve a punto de frenar de golpe. Sin decirle nada a Cissie, saqué la cabeza por la ventanilla y miré hacia atrás. No podía creer lo que había visto. Parecía tan… Bueno, tan fuera de sitio. Pero ahí estaba. Era real.

La cebra —sí, cuatro patas y un montón de rayas blancas y negras— estaba cruzando la calle. Me imaginé que iría en busca de la hierba de la plaza del Parlamento. Metí la cabeza dentro del camión y volví a mirar hacia adelante justo a tiempo para evitar chocar contra el Ford que estaba detenido en medio de la calzada.

—¿De qué te ríes, Hoke? —Cissie seguía sonriendo.

—De nada —repuse yo—. De nada en absoluto.

Y puede que esa cebra realmente no fuera nada. Aunque, eso sí, me hizo pensar. De hecho, verla me llenó de esperanza, aunque no tenía ni idea de qué era lo que esperaba.

Nota del autor

Para escribir
'48
he investigado la segunda guerra mundial y las condiciones en las que se vivía en Londres en aquella época. Siempre que ha sido posible, me he mantenido fiel a los hechos históricos, pero en alguna ocasión, como la huida a través de la línea de metro que une Holborn y Aldwych, que, de hecho, estuvo cerrada durante los años de la guerra, me he permitido ciertas licencias literarias. En cuanto al túnel que atraviesa Kingsway, los expertos no se ponen de acuerdo sobre si, durante esos peligrosos años, se permitía o no el acceso a los tranvías. La mayoría de los otros detalles deberían ajustarse a la realidad, pero, por favor, perdonen cualquier equivocación que pueda haber cometido o las libertades que me haya tomado por el bien del discurso narrativo.

Sussex, 1996

James Herbert

JAMES HERBERT, (Londres, 8 de abril de 1943) estudió en el Hornsey College of Art, y trabajó como cantante y posteriormente como director artístico de una agencia de publicidad, hasta que en 1977 decidió dedicarse por completo a la escritura. También diseña sus propias portadas de libros y publicidad.

Sus novelas de terror han sido traducidas a numerosos idiomas, y ha vendido decenas de millones de copias. Lanzó una nueva novela prácticamente cada año desde 1974 hasta el 88, escribió seis novelas en la década de 1990 y ha lanzado tres nuevas obras en la década de 2000.

Vive cerca de Brighton con su esposa e hijas. Fue nombrado Oficial de la Orden del Imperio Británico (OBE) en 2010.

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