El día en que cayeron las primeras V2 cargadas con la plaga, Muriel estaba comiendo con su padre en el restaurante Simpson's-in-the-Strand. De repente, el camarero, que les acababa de servir una sopa a base de curry que debía ir seguida de pato a la brasa y ensalada —era extraño cómo la gente recordaba perfectamente cada detalle a pesar del terror—, se desplomó encima de la mesa, con la piel cada vez más azul y las venas de las manos y la cabeza a punto de estallar. Después, le empezó a salir sangre por las órbitas de los ojos.
Por lo visto, Muriel se puso a gritar como una loca mientras su padre intentaba ayudar al pobre camarero, abriéndole el botón del cuello de la camisa para que pudiese respirar mejor. Hasta que lord Montague se llevó las manos al corazón. Por lo visto, Muriel no se había dado cuenta de que prácticamente todo el mundo en el restaurante estaba en un estado similar. Al ver que su padre se empezaba a poner azul, que se le empezaban a ulcerar las manos y la cara al tiempo que se le hinchaban las venas, Muriel se desmayó. Cuando despertó, todos los comensales, incluido su padre, estaban muertos. Salió a la calle y corrió despavorida por la ciudad; no se dio cuenta de que ni siquiera había oído el ruido de las bombas hasta mucho después.
Al cabo de un par de días, unos médicos le hicieron un análisis de sangre y se la llevaron a la clínica de Dorset.
Cuando se empezó a vaciar la clínica, Muriel, Cissie y algunas personas más se mostraban reacias a abandonar la seguridad que les ofrecía, temerosas de lo que pudieran encontrar en el mundo exterior. Pero tres años era demasiado tiempo para permanecer encerrado en el mismo sitio y, además, las provisiones empezaban a escasear. Aun así, al final no había sido ni la desesperación ni el valor lo que las había hecho volver a Londres, sino la añoranza.
Y, mientras viajaban hacia la ciudad en uno de los pocos coches que quedaban en la clínica, se encontraron a Wilhelm Stern andando por una carretera en medio del campo.
Mientras escuchábamos la historia del alemán, el sol se fue poniendo sobre el río Támesis, alargando las sombras al tiempo que teñía de rojo las paredes de la suite. Stern contó su historia de manera convincente, pero a mí me pareció que omitía demasiados detalles; seguía sin fiarme de él. Por supuesto, el hecho de que fuera alemán tenía mucho que ver con eso. Pero, además, al encontrarnos con los perros en los túneles había dicho algo que parecía confirmar mis sospechas.
Según contó Stern, un día de abril de 1940, cuando iba en un bombardero de peso medio de la Luftwaffe, un Heinkel He 111, cuya misión era lanzar minas a lo largo de la costa este de Inglaterra, su avión fue alcanzado por una batería antiaérea. Había saltado en paracaídas con la ropa ardiendo. Al descender, el aire había apagado las llamas, aunque no antes de que él sufriera graves quemaduras en la espalda y en el cuello. El bombardero se había estrellado en Clacton y —según supo luego— había causado dos bajas y ciento cincuenta heridos. Tras ser capturados, tanto él como el resto de la tripulación habían sido enviados al campo de prisioneros de Island Farm, en Gales. «Y eso es todo», nos dijo con una sonrisa de disculpa. Al parecer ésa fue toda su contribución a la batalla de Inglaterra. Mucho después, en marzo de 1945, una semana antes del lanzamiento de las V2 que transportaban la Muerte Sanguínea, él y otros sesenta y cinco prisioneros de guerra se habían escapado del campo de prisioneros; yo recordaba vagamente haber leído algo sobre la fuga en la prensa. Por lo visto, él había pensado que sería mejor separarse de sus
Kameraden
. Estaba intentando alcanzar la costa de Gales, donde esperaba poder robar un barco que lo llevara hasta la Irlanda neutral, cuando el mundo pareció derrumbarse a su alrededor.
Cuando la gente empezó a morir sin ninguna razón aparente, decidió evitar los pueblos. Al fin y al cabo, su país seguía en guerra con Inglaterra y Estados Unidos y él era un prisionero de guerra fugado, pero, además, pensaba que la enfermedad, que ni siquiera había respetado a los animales, debía de ser contagiosa. Sobrevivió casi un año con lo que conseguía encontrar en las granjas y casas de campo abandonadas, hasta que la dureza del invierno de 1946 lo obligó a entrar en un pueblo.
Según decía, lo que vio en el pueblo debió de provocarle algún tipo de shock mental, porque había olvidado por completo lo ocurrido durante las primeras semanas. Cuando por fin recuperó la cordura, se marchó del pueblo y viajó hacia el este utilizando los coches abandonados que iba encontrando a su paso, a los que a su vez abandonaba cuando se quedaban sin gasolina, obsesionado con la idea de encontrar un barco con el que pudiera llegar al continente. Una vez ahí, regresaría a su tierra natal, quién sabe, puede que para morir. Entonces aún no conocía la extensión de la enfermedad, ni sabía si el continente había sido alcanzado por la epidemia. Durante su viaje hacia el canal de la Mancha había encontrado una base militar abandonada. Reuniendo todo su valor, había entrado, cubriéndose la boca y la nariz con una bufanda para protegerse de la fetidez del aire. Al encontrar una radio que funcionaba, había intentado establecer contacto con la base de su escuadrón en Alemania, pero no había obtenido respuesta. Por lo visto, se había pasado toda la noche mandando mensajes, rezando para que alguien, quien fuera, respondiera a sus llamadas, pero nadie lo hizo.
Desconcertado, sin acertar a entender por qué él sí había sobrevivido, se había sumido en la desesperación. Incluso había pensado en suicidarse; ya no tenía ninguna razón para seguir viviendo y, además, el hecho de haber sobrevivido cuando todos los demás parecían haber muerto le provocaba un horrible sentimiento de culpabilidad. Pero consiguió sobreponerse a los pocos días, cuando comprendió que su deber era sobrevivir, que se lo debía a su gente y a su Führer. No llegó a mencionar la «raza superior», pero a mí, desde luego, sí que se me pasó por la cabeza. Creo que, de alguna manera, Stern pensaba que habían sobrevivido los elegidos, confirmando así las teorías de Hitler sobre la reproducción y el orden natural. Él era la prueba andante de las teorías de su líder y morir, sobre todo matarse a sí mismo, habría sido como negarlo todo.
Así que había seguido vagabundeando por Inglaterra, robando comida en las tiendas que encontraba y durmiendo en casas vacías. Hasta que había encontrado a otros supervivientes, una pequeña comunidad que vivía en una aldea. Pero al oír su acento alemán habían estado a punto de lincharlo, y Stern había tenido que huir; ésa fue la primera vez que oyó hablar de la Muerte Sanguínea. Después de eso, había estado viviendo algún tiempo en una granja cerca del New Forest. Por lo visto, había enterrado los cadáveres y había intentado cultivar un pequeño huerto. Pero el invierno de 1947 había sido todavía más duro que el anterior, y Stern se había visto obligado a volver a merodear por los pueblos en busca de alimentos. Él mismo nos confesó que, después de pasar tanto tiempo solo, a esas alturas ya se había vuelto medio loco. Pero, por lo visto, con la llegada del verano de 1948 había recuperado el deseo de volver a su país y había reemprendido el viaje hacia el este.
Pero el vehículo en el que viajaba se había averiado al poco tiempo y, mientras andaba por una carretera buscando otro medio de locomoción, vio el Ford en el que viajaban las dos chicas. Ellas lo habían tratado de una manera muy distinta de como lo había hecho esa pequeña comunidad dos años antes, y él les estaba agradecido por ello. En cuanto a Cissie y a Muriel, encontrar a otro ser humano vivo había sido como una bendición para ellas. Tres años después del final de la guerra, que fuera alemán era lo de menos y, además, él tampoco parecía sentir ninguna animosidad hacia los civiles ingleses. Stern quedó en acompañarlas hasta la capital, pero les dijo que, una vez allí, continuaría su camino hacia el este, siguiendo el curso del río Támesis hasta su desembocadura en el canal de la Mancha. Sólo pararon una vez para llenar el depósito del Ford antes de llegar a Londres. Y ahí, al encontrarse conmigo, fue cuando empezaron realmente sus problemas.
—Como Cissie me dijo antes, por todo lo que sabíais, yo podía haber sido el malo y los Camisas Negras los únicos representantes de la ley y el orden que quedaban en la ciudad —dije yo—. Entonces, ¿por qué me ayudasteis? —La pregunta iba dirigida a las chicas, no al alemán.
—Fue idea de Cissie —contestó Muriel señalando a su amiga. Yo miré a la chica de los ojos color avellana, pero ella se limitó a encogerse de hombros.
—No me gustaron sus uniformes —dijo por fin—. Tengo malos recuerdos de los Camisas Negras de antes de la guerra, y los uniformes de los hombres que te perseguían eran iguales que los de esos matones que lideraba Mosley. —Bebió otro trago de ginebra con zumo de melocotón—. Ya te he dicho que mi madre era judía. Además, parecías desesperado y a mí siempre me han gustado los tipos desesperados —dijo mirándome con una picara sonrisa.
Aunque su explicación no me pareció muy convincente, decidí no insistir. Antes de que lo encarcelasen y disolvieran su partido de fanáticos al empezar la guerra, Oswald Mosley, fundador de la Unión Británica de Fascistas y acérrimo antisemita, solía organizar marchas en el mismo centro del gueto judío del East End de Londres con la única intención de provocar altercados. Siempre había sido un tipo detestable, aunque muchos ingleses no se dieron cuenta de la auténtica maldad de los ideales que defendía Mosley junto a su compañero de ideas, sir Max Hubble, hasta que los aliados liberaron Europa y empezaron a extenderse las noticias sobre el intento de exterminación de la raza judía en los campos de concentración nazis. Esos uniformes negros sólo podían significar una cosa para Cissie y, puesto que ella era la que conducía, sus compañeros no habían tenido más remedio que ir a donde ella los llevara. Desde luego, era una chica con agallas. Después de contarme sus historias, las chicas insistieron en que yo contara la mía, pero, aunque no resultó fácil, animados por los efectos del alcohol, yo conseguí evadirme. Además, todavía no habíamos oído la historia del vigilante.
Después de tres años de soledad y varios vasos de Famous Grouse, Albert Potter parecía encantado de que le ofreciéramos la oportunidad de hablar. Como era demasiado mayor para alistarse en el ejército, se había presentado como voluntario al Comité de Protección Civil Antiaérea el mismo día en que Neville Chamberlain le había declarado la guerra, muy a su pesar, a Alemania. Había cumplido con su deber desde el primer momento, y había quedado enterrado bajo los escombros en dos ocasiones. Vivió en un bloque de apartamentos de protección oficial en Covent Garden hasta que, cuando la Luftwaffe, destruyó el edificio, se había mudado con su familia al sótano de una escuela que habían convertido en una de las sedes del Comité de Protección Civil; ahí fue donde tuvo conocimiento de la existencia del bunker secreto debajo de Kingsway en el que posteriormente trabajaría como vigilante.
Potter nos comentó con orgullo que lo habían condecorado en tres ocasiones: primero por desalojar él solo un edificio de oficinas al descubrirse una bomba de efectos retardados en el tejado, después por reanimar a una mujer que había perdido el conocimiento y se estaba ahogando con un pedazo de tarta dura en la taberna de Battenburg y, finalmente, por arriesgar la vida durante un apagón interponiéndose en la trayectoria de un autobús y agitando su linterna para evitar que el vehículo cayera en un inmenso socavón creado por una bomba. Había servido a su rey y a su patria lo mejor que había podido, a pesar de las malas lenguas que decían que los vigilantes del comité eran como pequeños Hitlers. Pero, igual que Stern, Potter sabía perfectamente cuál era su deber. Lo había sabido al empezar la guerra y lo seguía sabiendo ahora. La Muerte Sanguínea se había llevado a su mujer —«que Dios la bendiga»—y, casi con toda seguridad, también a su hija, Katie, una soltera de treinta años que trabajaba en una fábrica de armamento cerca de Cheltenham, pues no había vuelto a tener noticias de ella. Ahora sólo le quedaba una cosa en la vida: continuar cumpliendo con su deber. Cuando la guerra terminara, se quitaría el casco, reclamaría sus medallas y se retiraría al campo, pero nunca antes de que terminara.
Cuando acabó de contar su historia, los demás nos miramos con incomodidad, pero ninguno se atrevió a darle la noticia. La guerra era la única razón que tenía para seguir viviendo y además, pensándolo bien, nunca se había firmado el cese oficial de hostilidades. Claro que, realmente, la guerra terminó cuando cayeron las últimas bombas V2, sólo que no sobrevivió ningún miembro del gobierno para decir: «Bueno, ya está bien. Se acabó.» Y, si había sobrevivido alguno, debía de haberse marchado lejos de Londres o estaría escondido en algún bunker secreto. La conversación giró hacia temas como lo que habría pasado con los gobiernos del mundo, por qué no habrían sido capaces de contener la epidemia los médicos o en qué diablos estaría pensando Adolf Hitler para ordenar que se lanzaran los cohetes de la destrucción; si es que todavía podía pensar racionalmente, claro está, después de que sus sueños de dominación mundial se vinieran abajo. ¿Habría sido un simple error, aunque de consecuencias desastrosas, la
Vergeltungswaffen?
Grandes preguntas para las que nadie tenía respuesta.
Pero, en realidad, la única pregunta que tenía sentido hacerse a estas alturas era cuántas personas quedarían con vida en el mundo. ¿Cuántos AB negativos habría en el mundo? Muriel comentó que en la clínica alguien había dicho que sólo el tres por ciento de la población mundial era AB negativo y que tal vez la razón por la que habían sobrevivido fuera que su factor Rhesus, fuera lo que fuese eso, resultaba hostil al virus o al gas que habían soltado las bombas V2. Esa misma persona también le había dicho que el problema radicaba en que, cuando cayeron las bombas, no se sabía casi nada sobre las diferencias entre los distintos grupos sanguíneos y, después, no había habido tiempo para investigar. El verdadero problema era que los médicos y los investigadores eran una especie en extinción, como lo era toda la especie humana.
Todos guardamos silencio durante un buen rato, inmersos en nuestros propios pensamientos. Cissie recogió los platos sucios, los dejó en el lavabo del baño y se apoyó en el marco de la puerta.
—¿Sabe alguien qué pasó con la familia real? —preguntó.
Potter emitió un sonido sordo, una especie de suspiro cavernoso, mientras vaciaba la botella de Famous Grouse en su vaso. Sus legañosos ojos parecían observar el líquido sin verlo. Estaba claro que iba a contarnos algo. Los demás permanecimos en silencio, esperando a que hablara. Para mí, todas las tragedias personales tenían el mismo valor, excepto la mía, claro está. Al fin y al cabo, todas formaban parte de la gran catástrofe. Creo que el alemán pensaba igual que yo, porque su expresión era fría y tan sólo denotaba cierta curiosidad, pero las miradas de Muriel y Cissie brillaban con auténtica ansiedad.