Volví a sonreír. La idea de mi padre acompañando a mi madre me daba cierta tranquilidad; él nunca la hubiera dejado sola y menos aún en ese momento, cuando ella se disponía a explorar ese gran territorio desconocido que era la muerte. «Tu madre no tiene sentido de la orientación —solía decirme bromeando—. Se perdería en la peluquería si yo no estuviera ahí para ayudarla.» Bueno, dondequiera que estuviera ella, seguro que mi padre la había encontrado. Y casi me alegraba de que no hubieran tenido que presenciar la tragedia que vivió el mundo después de su muerte.
—Entonces, ¿tú te quedaste solo? —La mano de Muriel me apretó el brazo.
—Estar solo no es tan malo —mentí. Estar solo era un infierno, era como emprender un lento viaje hacia la locura. Estar solo era lo peor que le podía pasar a nadie. La sonrisa volvió a desaparecer de mis labios—. A esas alturas, yo ya me había ido de casa —continué diciendo mientras luchaba por no compadecerme de mí mismo—. Vivía en Madison. Estudiaba ingeniería en la Universidad de Wisconsin. Cuando murió mi padre, su empresa iba bastante mal y mi tío, un sabelotodo que no se llevaba bien con mi padre, se ofreció a quitarme esa responsabilidad de las manos. Y, dicho y hecho, antes de que me diera cuenta, el negocio había pasado a sus manos. Aunque yo no recibiera ni un dólar a cambio, me pareció un negocio fantástico; ¿qué iba a hacer yo con un montón de deudas y la cabeza llena de problemas cuando apenas tenía dieciocho años? Que se lo quedara todo mi tío. Además, para entonces yo ya ganaba suficiente dinero participando en carreras de motocicletas y en exhibiciones aéreas.
—¿Exhibiciones aéreas?
—Vuelo acrobático y ese tipo de cosas.
—¿Con dieciocho años ya volabas?
—Desde luego. Mi padre me llevó a una exhibición aérea cuando yo tenía diez años. Me dio un dólar para que me comprara algo mientras él examinaba un avión para fumigar, algo que, por aquel entonces, empezaba a tener bastante éxito. Yo me acerqué a un viejo avión. Creo recordar que era un viejo Fairchild. Cuando le di el dólar al piloto y le pedí que me diera una vuelta, él me miró de arriba abajo, mordió el dólar de plata y me aupó al avión. Yo le dije que mi padre me había dado permiso y, me creyera o no, el piloto no hizo más preguntas. Y cuando me vi ahí arriba, en medio del cielo azul, fue como si no existiera nada más en el mundo; creo que, de haber podido, me hubiera quedado ahí arriba toda la vida. En ese momento, supe lo que iba a hacer el resto de mi vida. Pero a mis padres, sobre todo a mi madre, no les gustaba la idea. Aunque, al final, como yo me escapaba continuamente del colegio para ir al aeródromo, acabamos llegando a un acuerdo. Ellos pagarían las clases de vuelo si yo les prometía que dejaría de escaparme del colegio y me aplicaría en mis estudios. En cualquier caso, a los dieciséis años yo ya estaba fumigando para la empresa de mi padre en nuestra propia avioneta de segunda mano.
Me incliné hacia adelante y apoyé las muñecas sobre las rodillas flexionadas. Con el cigarrillo encendido entre los dedos, permanecí completamente quieto, con los oídos atentos y la mirada fija en el reflejo de la luna sobre la pared de enfrente.
—¿Qué pasa? —Muriel se incorporó a mi lado y la sábana le resbaló hasta la cintura.
Me llevé un dedo a los labios y seguí escuchando mientras notaba cómo el cuerpo de Muriel se ponía en tensión.
—Me ha parecido oír algo —dije al cabo de unos segundos—. No sería nada.
Volví a recostarme sobre el cabecero y cogí el paquete de cigarrillos de la mesilla. Esta vez me acordé de ofrecerle uno a Muriel, pero ella lo rechazó con un leve movimiento de la cabeza. Me encendí el nuevo cigarrillo, apagué el anterior en el cenicero repleto de colillas que había junto a la cama y dejé el paquete sobre mi regazo. El humo flotaba por la habitación, dibujando delgados espectros que parecían danzar en la luz de luna que entraba por las ventanas. Muriel apoyó la cabeza en mi hombro. Su cabello me hacía cosquillas en la piel.
—Cuéntame más —me animó a continuar, como si mi historia le permitiera volver a una realidad distinta, a otros tiempos mejores.
—No hay mucho más que contar. —Era la segunda vez que le mentía, pero había ciertas cosas que yo no estaba dispuesto a contar—. Cuando empezó la guerra en Europa, supe inmediatamente lo que iba a hacer. Todas esas historias que me había contado mi madre sobre su vida en Inglaterra, sobre los sitios en los que había trabajado y en los que había vivido, sobre reyes y reinas, duques y duquesas, todos esos libros que me había leído y los que yo había leído después… ¡Maldita sea, si hasta me sabía las reglas del criquet! Mi padre siempre bromeaba diciendo que yo era más inglés que norteamericano y a mí la idea me gustaba, me hacía sentir diferente, especial. Supongo que sería porque yo pensaba que mi madre era muy especial. A veces, de pequeño, hasta imitaba su acento. —Moví la cabeza de un lado a otro—. ¿Sabes?, a pesar de todos los años que vivió en América, nunca llegó a perder el acento del todo.
Expulsé el humo, disfrutando de su aroma. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan relajado. Pensé que sería por hablar de mis padres, y por el sexo, claro está. Las bebidas con las que había acompañado la cena también ayudaban. De hecho, casi empezaba a disfrutar de la compañía de Muriel. Aun así, debería haber supuesto que estaba cometiendo un error al dejar que alguien entrara en mi vida.
—Has vuelto a quedarte callado. —Más que impaciente, Muriel parecía divertida.
—Estaba pensando.
—Has dicho que, en cuanto empezó la guerra, supiste lo que ibas hacer.
Expulsé el humo teniendo cuidado de no echárselo en la cara.
—Iba a ayudar a los británicos a luchar contra Alemania. Al principio piloté aviones, sobre todo bombarderos, hasta la frontera canadiense. Al ser un país neutral, Estados Unidos no podía exportar legalmente aviones al Reino Unido, ni tan siquiera a Canadá, así que los llevábamos lo más cerca posible de la frontera canadiense y un camión los remolcaba a través de la frontera. Era la única manera que teníamos de mandaros aviones.
Muriel se rió. Era una risa ligera y vibrante que nos vino bien a los dos.
—Después conseguí llegar hasta aquí en un avión de la Fuerza Aérea de Canadá que despegó de una base de entrenamiento en Trenton, y me alisté en el Primer Escuadrón Águila. No fue difícil; yo tenía la experiencia necesaria y vosotros necesitabais pilotos desesperadamente. Y, así, empecé a luchar en vuestra guerra mucho antes de que mi país se decidiera a intervenir.
Cerré los ojos. Me había sentado bien contarle todo eso, pero era todo lo que iba a contarle. Si seguía hablando, sólo conseguiría remover los recuerdos que tanto había luchado por enterrar. Por fortuna, Muriel no insistió. Debía de haber notado el cambio en mi estado de ánimo. De alguna manera, pareció intuir que si me hacía más preguntas sólo conseguiría despertar mi dolor, liberar la amargura que yo guardada en mi interior. En ese momento casi la amé por su discreción.
Abrí los ojos, me incliné hacia adelante para apagar el cigarrillo y me volví hacia Muriel. Me estaba acariciando el pecho. Su tacto era tan sensual como antes, aunque menos apremiante. Levantó la cabeza y me ofreció sus labios en la oscuridad. Yo los acepté. Al principio, el beso fue vacilante, pero, a medida que el deseo resurgía, se fue tornando más intenso, mientras nuestras lenguas exploraban nuestros mutuos secretos. La mano de Muriel descendió por mi pecho y me acarició el vientre antes de desaparecer bajo la sábana arrugada. Encontró mi erección y la rodeó con su mano. Yo acerqué su cuerpo al mío, sosteniendo sus caderas con una mano y ella dejó caer la cabeza hacia atrás mientras mis labios besaban la suave curva de su cuello.
Muriel empezó a gemir y a estremecerse, deslizando su cuerpo bajo el mío, y me abrió sus piernas mientras susurraba palabras que yo no pude comprender. Sus pechos se alzaron hacia mí. Su respiración cada vez era más inquieta. Me agarró las caderas y tiró de mí, sus susurros cada vez más apremiantes, su pasión resucitada, su deseo tan desesperado como antes. Volví a sentir la misma avalancha de sensaciones mientras la sangre me hervía en el pecho con tanta fuerza que casi podía oír su sonido, que casi podía oír…
De repente, ella gritó y yo me aparté, dándole la espalda para poder mirar por la ventana. Esos golpes… Lejanos… En la calle… Iluminando el cielo nocturno. Y acercándose por momentos.
—Dios mío —dijo Muriel con pánico en la voz—. ¿Qué está pasando, Hoke?
—Están bombardeando la ciudad —repuse yo sin mostrar ninguna emoción.
—Pero…
—No te preocupes. Aquí estamos a salvo.
Muriel se acercó a mí y apoyó las manos sobre mis hombros. Al notar sus dedos sobre la herida de la bala hice una mueca de dolor.
—¿Quién, Hoke? —me imploró—. ¿Quién está bombardeando la ciudad? ¿Son los mismos que nos perseguían?
—Escucha —le dije sin dejar de mirar por la ventana.
El penetrante ruido de un motor llegó hasta nosotros entre las explosiones.
—¿Un avión? —preguntó con incredulidad.
—Sí, un avión.
De repente, el cielo se iluminó y los cristales de las ventanas temblaron en sus marcos al caer una bomba justo al otro lado del río.
—Pero… No lo entiendo. ¿Por qué iba nadie a…?
Yo la interrumpí bruscamente.
—Es un avión alemán. Puede que sea un solo hombre, un hombre que sigue luchando en su guerra particular. Un loco. ¿Entiendes? —No sabía por qué estaba molesto con ella. Tal vez fuera porque su presencia me obligaba a explicar cosas que a mí ya me parecían normales.
Muriel se estremeció al oír una nueva explosión, esta vez bastante más cerca.
—Siempre vuelve cuando uno empieza a pensar que ya no lo hará, que se habrá rendido o que estará muerto.
—Pero… Es una locura.
—Eso es exactamente lo que es.
Otra explosión, esta vez a nuestro lado del río y tan intensa que hizo que se estremeciera todo el edificio. Muriel me obligó a darme la vuelta y se refugió entre mis brazos. Cuando estaba a punto de sugerirle que nos pusiéramos a cubierto, oímos un nuevo ruido, una especie de traqueteo enloquecido que venía del pasillo. Aterrorizada, Muriel parecía querer enterrarse dentro de mí. El traqueteo cada vez era más intenso: un horrible estruendo que recordaba al sonido de un palo golpeando contra una sucesión de barrotes de hierro, sólo que mil veces más doloroso.
Entonces oímos la voz de Potter.
—¡Ataque aéreo! ¡Pónganse todos a cubierto! ¡Diríjanse al refugio antiaéreo más cercano!
La puerta se abrió de golpe y la potente linterna de Potter nos iluminó, tal como estábamos, desnudos en la cama. Cerramos los ojos, y la luz se apartó de nosotros. Parpadeando, volví a mirar hacia la puerta, desde donde nos observaban dos figuras.
Otra explosión, esta vez más lejana. Gracias a Dios, el bombardero alemán se estaba alejando. Cuando volví a mirar hacia la puerta, sólo vi a Albert Potter, ahí de pie, con la linterna en una mano y la sirena en la otra. Cissie se había marchado.
Hice girar el camión hacia la izquierda y, al subir por la ligera pendiente que llevaba desde el parque hasta la entrada trasera del Savoy, vi a Cissie sentada sobre el bordillo de la acera delante del hotel. Al ver quién estaba a su lado, sonreí lleno de asombro.
Los dos levantaron la mirada al oír el ruido del motor diesel del camión, y el gesto de preocupación de la chica se transformó en una sonrisa de alivio al ver que era yo quien lo conducía.
Cagney
se levantó y ladró alegremente antes de empezar a correr detrás del camión. Fui hasta el final de la estrecha calle, donde había suficiente espacio para dar la vuelta, y volví a situar el camión en el sentido apropiado para huir en caso de que fuera necesario hacerlo. Más allá del hotel, la calle estaba cortada por una serie de vehículos que impedían el paso, aunque quedaba el espacio necesario para hacer la maniobra de cambio de sentido. Unos cuatrocientos metros más allá, uno de los edificios de los juzgados de Londres seguía ardiendo tras sufrir el impacto de una de las bombas la noche anterior, pero no se apreciaban más daños en los alrededores del hotel. El piloto del bombardero alemán era imprevisible, aunque yo tenía la esperanza de que en esta ocasión estuviera satisfecho con los destrozos que había causado; a veces aparecía varias noches seguidas, aunque en otras ocasiones no se volvía a saber nada de él en meses. Supongo que, en última instancia, todo dependería de su estado de ánimo. Con un poco de suerte, algún día le explotaría una bomba antes de soltarla y los mandaría, a él y a su Dornier, al infierno. Una vez completada la complicada maniobra de aparcamiento, me bajé del camión y me puse a jugar con
Cagney
.
Le froté las orejas, algo que no le gustaba, que nunca le había gustado, y él ladró furioso, así que seguí haciéndolo. Antes de que se pusiera demasiado rabioso, lo abracé y él me correspondió llenándome la cara de lametazos. No pareció molestarle el polvo que me cubría la cara, pues me habría matado a lametazos si yo no lo hubiera empujado cuando se levantó sobre las patas traseras. Al segundo empujón se dio por enterado y se alejó trotando hacia Cissie, que nos observaba sentada en la acera.
Al acercarme a ella, Cissie apartó la mirada. Tenía el cuello y los hombros tensos. Me senté a su lado y dejé la cazadora de cuero, con el peso añadido del Colt, entre nosotros dos.
—Hola —me aventuré a decir.
—Hola —respondió ella sin mostrar demasiado interés.
Cagney
se tumbó en medio de la calle y se quedó mirándonos, con la cabeza apoyada sobre las patas.
—Otro día caluroso —dije intentando empezar una conversación.
Cissie asintió. Llevaba un vestido marrón oscuro, con hombreras y ajustado a la cintura, que hacía juego con su cabello. No se había puesto medias. Cuando por fin se dignó mirarme, vi que tampoco llevaba maquillaje. Ella observó el polvo que me cubría el pelo, las manos y la cara, pero no dijo nada al respecto.
—¿Ese perro es tuyo?
—No, no es de nadie.
—Me lo he encontrado aquí fuera al salir a respirar un poco de aire fresco. Pensaba que era un perro callejero.
—¿No se ha asustado al verte?
—Un poco, al principio, pero al cabo de un rato se ha acercado y se ha tumbado a mi lado. Eso sí, no me ha dejado acariciarlo; se aparta cada vez que lo intento.