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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (21 page)

—A
Cagney
no le gustan demasiado las personas. Creo que piensa que somos los culpables de lo que le ha pasado al mundo.


¿Cagney?
¿Se llama
Cagney?
—Por primera vez, sonrió—. ¿Como James
Cagney
?

—Bueno, me imagino que su verdadero nombre será
Rex
o
Red
, o algo así, pero no se presentó cuando nos conocimos, así que yo decidí llamarlo
Cagney
; a él no parece molestarle.

—¿Lleva mucho tiempo contigo?

—Un par de años.

El sol caía con fuerza sobre la calle polvorienta.
Cagney
no tardó en cerrar los ojos. Al cabo de un rato, yo me saqué un trapo arrugado del bolsillo del pantalón y me sequé el sudor del cuello y de la barbilla.

—¿Sabes qué hora es? —preguntó Cissie, todavía con tono distante.

Yo levanté la cabeza y entorné los ojos para mirar el sol.

—Deben de ser las cuatro, más o menos. Hace tiempo que no tengo reloj, aunque la verdad es que no me servía para nada. Últimamente no he tenido demasiadas citas.

—¿Dónde has estado todo el día? —Esta vez me miró fijamente, y a mí me pareció percibir cierta desconfianza en sus ojos—. Te has marchado antes de que se despertara nadie. Por lo visto, incluso antes de que se despertara Muriel —añadió significativamente.

Yo desvié la mirada hacia las ventanas del hotel. La idea de que hubiera tantas personas muertas detrás de esas ventanas resultaba deprimente.

—Tenía cosas que hacer —contesté finalmente.

Cissie debió de entender que eso era todo lo que quería decir sobre el tema, porque no insistió más. Yo agradecí su discreción.

—¿Cómo has sobrevivido todo este tiempo solo, Hoke? ¿Cómo has podido vivir así durante tres años? —Su frialdad empezaba a ceder ante la curiosidad que sentía.

—No es difícil sobrevivir cuando sólo hay que cuidar de uno mismo. Uno toma sus propias decisiones y se mueve más rápido. Así las cosas son mucho más fáciles.

—Lo dices con amargura.

Yo me reí sin ganas.

—¿De verdad? Vaya por Dios.

—¿El avión de anoche…?

—Un Dornier Do 217. Un bombardero alemán de capacidad media. Solían llamarlos «lápices voladores». Quienquiera que sea el piloto no se ha enterado de que la guerra ha terminado o no le importa. Y no hay forma de comunicarse con él. —Volví a meterme el trapo en el bolsillo del pantalón—. Una de estas noches voy a tener que subirme en un Spitfire para acabar con él de una vez por todas.

—¿No crees que ya ha habido suficientes muertes, Hoke?

—Díselo a ese chiflado —dije apuntando hacia el cielo con el pulgar. Por mi gesto, podría estar refiriéndome al piloto alemán o al mismísimo Dios; aunque tampoco es que eso tuviera demasiada importancia.

—¿Qué sentido tiene prolongar eternamente el odio? Mira adonde nos ha llevado. —Cissie inclinó la cabeza, y pude ver las lágrimas que empezaban a asomarse a sus ojos.

Había aprendido a vivir sintiendo lástima de mí mismo, pero no podía soportar que otra persona se compadeciera de mí. Me levanté y cogí mi vieja cazadora del suelo.

—Voy a lavarme y a comer algo —dije.

Ella me acompañó, sacudiéndose el polvo del vestido. Y entonces fui yo quien sintió curiosidad.

—¿Cómo has salido del hotel? Lo que quiero decir es que has tenido que pasar por habitaciones llenas de muertos. ¿No te ha dado miedo?

—¿Miedo? ¿De qué? ¿De esas viejas momias? ¿Es que crees que yo también tengo miedo a los fantasmas? —El brillo de sus ojos me hizo pensar que Muriel le había dado algún tipo de explicación, puede que una excusa, sobre lo que había ocurrido la noche anterior—. No, lo que me da miedo son los maniáticos que siguen tirando bombas y los lunáticos que intentan robarme la sangre.

—Puedo ayudarte con lo de las bombas. Déjame que te enseñe el sitio más seguro del hotel, por si vuelve a aparecer el bombardero loco.

Cruzamos la calle y atravesamos la barricada de ladrillo en zigzag que protegía la entrada posterior del Savoy.
Cagney
se desperezó y nos siguió. Entramos en el oscuro vestíbulo y yo cogí la linterna que siempre dejaba, por si acaso, junto a la escalera. Bajamos al sótano y la conduje hasta una larga habitación que había a la izquierda del pasillo; enfoqué la linterna hacia las literas con cortinas rosas, todas ellas numeradas.

—El refugio antiaéreo de los ricos y los poderosos —le expliqué—. En cuanto sonaba la primera sirena de alarma, el personal del Savoy trasladaba aquí a sus huéspedes.

Levanté la luz de la linterna para que Cissie pudiera ver mejor las discretas alcobas con cortinas a modo de puertas que convertían los interiores en pequeños compartimientos privados.

—Aquí se han refugiado muchos de vuestros famosos y de vuestros aristócratas, incluso algún príncipe. Ya que tenían que resguardarse de las bombas, mejor hacerlo a lo grande.

Iluminé el busto que había sobre un pedestal al otro lado de la habitación.

—Abraham Lincoln —le dije—. Este sitio está dedicado a él. Para nosotros, los yanquis, este refugio era como una especie de minúsculo estado de la unión en pleno corazón de Londres. Aquí abajo se establecieron muchos lazos de cooperación entre tu país y el mío. —Iluminé el techo y las paredes con la linterna—. El hormigón está reforzado con varas de aluminio y vigas de madera. Es un auténtico refugio a prueba de bombas. Así que, la próxima vez que a ese loco le dé por bombardearnos, si te asustas, sólo tienes que bajar aquí. Es el refugio más seguro de toda la ciudad.

Noté cómo Cissie se estremecía.

—Gracias por la visita turística —dijo—. ¿Nos podemos ir ya? Este sitio me da escalofríos.

Al iluminar a Cissie con la linterna, vi que tenía los ojos muy abiertos. No dejaba de moverlos, como si temiera que algo fuera a saltar sobre nosotros en cualquier momento.

—¿No habías dicho que no creías en los fantasmas?

Cissie ya se dirigía hacia la puerta.

—Y no creo, pero esto me recuerda a la estación de metro. Es como estar en un mausoleo. ¿Hoke, has mirado detrás de esas cortinas?

La chica tenía razón. Una cosa era estar rodeado de muertos, pero estar encerrado con ellos, especialmente en la oscuridad, era otra cosa muy distinta. Hasta yo me empezaba a sentir incómodo.

Salimos del refugio dedicado a Abraham Lincoln y volvimos a subir al vestíbulo. Cissie buscó el calor de la luz junto a las puertas de entrada; seguía nerviosa. Puede que me hubiera equivocado al llevarla ahí abajo. Después de todo, sólo había conseguido resaltar el hecho de que estábamos viviendo en una enorme tumba y, aunque Cissie no creyera en fantasmas, la idea no resultaba precisamente tranquilizadora. Que yo me hubiera acostumbrado a vivir rodeado de muertos no quería decir que a los demás no les resultara, cuando menos, inquietante.

—¿Cuánto tiempo vamos a tener que quedarnos aquí? —preguntó Cissie.

Yo sólo estaba intentando ayudar, así que supongo que su tono cortante me molestó.

—Tú puedes irte cuando quieras.

—Pero… —empezó a decir—. Yo pensaba que…

La miré sin decir nada.

—Pensaba que íbamos a seguir juntos. —Extendió las manos hacia mí, con las palmas hacia arriba, en un gesto más de exasperación que de súplica—. Nos necesitamos. ¿Es que no lo entiendes, Hoke? ¿De verdad quieres seguir viviendo solo el resto de tu vida con… con un perro como único amigo?

Cagney,
que se había quedado en un rincón soleado al lado de la entrada, levantó la cabeza y nos miró, como si no quisiera perderse mi respuesta.

—Hasta ahora no me ha ido tan mal, y
Cagney
tampoco parece quejarse. Sí, creo que seguiré con este chucho.

Cissie se dio la vuelta y empezó a subir la escalinata pisando con fuerza, con la cabeza y los hombros erguidos por el… ¿resentimiento? Yo tuve que contenerme para no llamarla.
Cagney
hizo un sonido ronco que parecía salir desde el fondo de su garganta, una especie de gruñido distante, y me miró fijamente.

—Basta ya. —Le devolví el gruñido y volví a salir a la luz del sol.

Muriel me estaba esperando en mi suite. Al entrar, la encontré de pie junto a la ventana, abriendo los visillos con una mano para ver mejor las débiles columnas de humo que se elevaban desde distintos sitios de la ciudad. En cuanto abrí la puerta, ella soltó los visillos y corrió hacia mí.

—Estaba preocupada —dijo y se detuvo de golpe al ver el polvo que me cubría el pelo y la ropa—. ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? Estás… sucísimo.

Cagney
se había quedado vigilando el pasillo. Era una labor a la que estaba acostumbrado y, además, así no tendría que oír sus gruñidos de desaprobación cuando se enterara de que había una extraña en la habitación. Realmente, la rapidez con la que había aceptado a Cissie resultaba sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera los había presentado. Pero yo seguía enfadado con ella, así que no estaba dispuesto a concederle ningún mérito en ese momento. Haciendo caso omiso de la pregunta de Muriel, tiré la cazadora sobre la cama y fui directamente al cuarto de baño. Ella entró conmigo.

Muriel puso la ducha mientras yo me quitaba la camiseta. Se quedó boquiabierta al ver los monumentales hematomas que tenía en el pecho y la piel inflamada junto al rasguño de bala del hombro. Después empezó a mover la cabeza de un lado a otro mientras observaba el resto de los cortes y las contusiones que me cubrían el cuerpo.

—¿Te duele mucho? —Era una pregunta estúpida y ella lo sabía—. ¿Tienes algún tipo de analgésico? —se apresuró a añadir.

Yo negué con la cabeza y la cogí del codo.

—Quiero ducharme solo —dije.

—Deja que te ayude. Tiene que dolerte todo el cuerpo.

Desde luego que me dolía y, además, tenía agujetas por todas partes después del duro trabajo que me había ocupado todo el día. Pero no necesitaba que nadie me ayudara a ducharme.

—Me gustaría estar solo, Muriel.

¿Decepción? ¿Dolor? Supongo que vi las dos cosas en sus bellos ojos azules.

—¿No puedo quedarme a hablar contigo? Anoche…

Yo la interrumpí bruscamente.

—Anoche era anoche. Tú me necesitabas y yo te deseaba. Pero eso fue anoche, nena. —Seguro que Bogart no lo habría dicho mejor.

Ella parecía perpleja.

—No te entiendo. —Es lo único que se le ocurrió decir.

—Mira, anoche conseguiste lo que querías. —Nunca le había hablado así a una mujer y creo que yo estaba tan sorprendido como ella, aunque mi enojo lo encubriera. Pero, a fin de cuentas, el mundo había cambiado y yo también había cambiado. Seguí hablando, marchitando esa frágil rosa inglesa con la dureza de mis palabras—. ¿Es que te crees que me engañaste con el camelo ese de los fantasmas? Me di cuenta de lo que querías en cuanto abrí la puerta. Tú y tu amiga sólo queréis un hombre que os cuide, que os proteja del peligro, que os dé de comer todos los días. ¿Pues sabes lo que te digo? Que te has equivocado de hombre. A lo mejor deberías arrimarte a tu amigo Wilhelm. Seguro que él puede darte todo lo que estás buscando. ¿O es que se te ha olvidado que es un miembro de la raza elegida? —¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —me imploró—. ¿Qué te he hecho yo para que me trates así?

¿Qué por qué estaba enfadado con ella? Lo peor del caso es que ni yo mismo lo sabía. Quizá fuera porque tenía miedo de compartir mi vida después de pasar tanto tiempo solo. ¿Realmente estaba enfadado porque se habían entrometido en mi vida, por la responsabilidad que suponía cargar con toda esa gente, o simplemente me avergonzaba de mí mismo por haberme acostado con Muriel en la misma cama en la que Sally y yo habíamos hecho el amor por primera vez? Sentí cómo la sangre me hervía en las venas y no era por el enfado. Era por Sally. Puede que fuera una tontería, pero me sentía como si hubiese traicionado a la única mujer a la que había amado en mi vida, a la mujer a la que había jurado amor eterno, pasara lo que pasase. ¿Tonterías sentimentales? No, realmente no lo eran. Aunque estábamos en guerra, aunque sabíamos que podríamos morir al día siguiente, o esa misma noche, nos habíamos hecho esos juramentos para cumplirlos. Y yo no sólo había roto mi juramento, sino que lo había roto en el mismo dormitorio en el que Sally y yo habíamos pasado nuestra luna de miel. Y, si bien en el momento de hacerlo me había sentido culpable, no fui consciente de las verdaderas implicaciones de mis actos hasta que abrí la puerta de la suite 318 y vi a Muriel dentro. Claro que estaba enfadado. Estaba furioso, pero no con Muriel, ni con Cissie, ni con los demás; bueno, excepto Stern. Estaba furioso conmigo mismo. Y, además, me sentía avergonzado de mí mismo. Desde luego, ésa no era una buena combinación.

Pero no podía explicarle todo eso a Muriel. No, no podía hacerlo. Me di la vuelta y golpeé el espejo que había encima del lavabo con el lado del puño. El cristal se rompió, fragmentando mi imagen. Muriel dio un pequeño grito y yo me quedé mirándola fijamente a través del espejo roto, mientras la sangre empezaba a gotear sobre el lavabo. Me sentía estúpido, pero, a sus ojos, lo que debía de parecer era un demente.

Estaba a punto de decir algo, aunque no sabía si disculparme o si empezar a maldecir, cuando oí los primeros ladridos de
Cagney
en el pasillo. Después oí gritos, más ladridos y el ruido seco de algo al chocar contra la puerta de la suite.

Empujé a Muriel hacia un lado, saqué el Colt de su funda, corrí hasta la puerta, la abrí y salí al pasillo apuntando con la pistola.

Cagney
parecía furioso. Estaba agachado, enseñando las fauces amarillentas con el hocico arrugado, listo para abalanzarse sobre quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta que yo acababa de abrir.

—Me va a atacar. —¡Mierda! De nuevo ese acento.

Di un paso hacia adelante para poder verlo. El alemán tenía la espalda apoyada contra la pared y miraba a
Cagney
con terror en los ojos. Igual que yo, sujetaba una pequeña pistola automática con el brazo extendido. Estaba apuntando a
Cagney.

Reaccioné de forma instintiva. Sin que mi cabeza tuviera tiempo para pensarlo, golpeé la muñeca de Stern con el cañón del Colt. La pequeña pistola cayó al suelo. El alemán se inclinó hacia adelante, agarrándose la mano. Yo levanté la pistola y lo golpeé en la frente con tal fuerza que su cabeza chocó contra la pared que tenía detrás y, cuando Stern cayó al suelo, lo cogí de la camisa y le apreté el cañón de la pistola contra el cuello.

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