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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (18 page)

Fue Muriel quien hizo la pregunta.

—¿Los mató la Muerte Sanguínea, señor Potter?

—Podría decirse que sí —respondió el vigilante—, pero no como se imagina. —Bebió un gran trago de whisky y se limpió los labios con el dorso de la mano—. ¿Saben?, la reina consorte, que Dios se apiade de su alma, casi se alegró de que las bombas también cayeran sobre el palacio de Buckingham. Así podía mirar a la cara al pueblo llano y decir: «¿Veis?, a nosotros también nos bombardean, nosotros también sabemos lo que es sufrir.»

La botella vacía de whisky cayó al suelo mientras Potter apuraba su vaso. Después, el vigilante sacudió la cabeza, en una mezcla de admiración y pesar, y continuó hablando.

—Por las noches, las niñas pequeñas, las princesas, tejían calcetines para la Cruz Roja. La princesa Isabel, a quien en palacio llamaban Lilibeth, se presentó como voluntaria al Servicio Territorial Auxiliar, como mencionó antes la señorita Muriel. Trabajó como mecánico en una fábrica, ensuciándose las manos con motores y cosas por el estilo. Y, como si fuera un inglés más, el rey Jorge ayudaba a fabricar piezas para los aviones de la RAF. Nuestros monarcas nunca nos abandonaron, ni tan siquiera durante los peores bombardeos. Ni siquiera mandaron fuera del país a Margarita, la menor de las princesas. La familia real se quedó a nuestro lado. Fueron todo un ejemplo para su pueblo.

Yo observé a los demás para ver cómo reaccionaban. Muriel estaba mirando atentamente a Potter. Sus claros ojos azules brillaban con una mezcla de orgullo y tristeza mientras esperaba a que Potter contara el desenlace de la tragedia. La mirada de Cissie parecía desenfocada, como si estuviera a punto de ponerse a llorar.

—Nadie lo sabía con seguridad —continuó Potter—, pero los rumores se extendieron casi con la misma rapidez que la Muerte Sanguínea. Algunos decían que todos los miembros de la familia real habían muerto al caer las bombas. Otros decían que el médico de palacio había administrado pastillas de cianuro a toda la familia, incluida la anciana reina madre, en cuanto se supo el horrible sufrimiento que ocasionaba la Muerte Sanguínea y la velocidad con que se propagaba. Pero, en el refugio de Kingsway, yo me enteré de lo que ocurrió realmente.

—¿De verdad sabe lo que pasó? —dijo Muriel, cada vez más inclinada hacia adelante, con las manos cruzadas sobre las rodillas.

—Sí, señorita, me temo que sí. Ese terrible día, la familia real se trasladó a Windsor y, en cuanto las autoridades tuvieron conocimiento de la gravedad del bombardeo, se preparó un avión de hélice para sacarlos a todos del país. En los jardines de Windsor hay un gran paseo que puede servir de pista de aterrizaje en caso de emergencia. Por lo visto, el avión despegó sin problemas con toda la familia real a bordo, pero, al poco tiempo, se estrelló contra unas casas a las afueras del pueblo.

Muriel dio un pequeño grito de asombro y Cissie cerró los ojos.

—El contacto por radio se cortó mientras el piloto comunicaba que habían despegado sin problemas, así que las autoridades supusieron que el piloto había fallecido víctima de la Muerte Sanguínea. Ésa era la única explicación razonable. Murieron todos, claro está, y sus cuerpos quedaron calcinados por la explosión, pero la noticia no se hizo pública. Por Dios, ya había suficientes problemas sin que la gente supiera que los monarcas también habían muerto.

Yo no sabía si llorar o reír ante lo absurdo que resultaba este último comentario. Pero fue Stern quien rompió el silencio.

—¿Sabe qué le ocurrió a Winston Churchill? —preguntó el alemán. Observé que su manera de decir «Vinston» molestó tanto a Potter como me molestó a mí. El viejo vigilante le lanzó una mirada llena de ira y levantó su vaso vacío en un brindis.

—Por el viejo Winnie —dijo y después bajó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro—. Dicen que se saltó la tapa de los sesos. El pobre hombre no pudo aguantar la catástrofe final. Se había dejado la piel para ganar la guerra y, cuando por fin parecía que lo había conseguido, Hitler lo venció con su arma secreta.

Todos permanecimos en silencio. A Cissie le caían lágrimas por las mejillas y Muriel se tapaba la cara con las manos. Potter se levantó para coger otra botella de whisky. Stern permaneció sentado, sin demostrar ninguna emoción, y yo me limité a servirme otro Jack Daniel’s.

¿Tendría límite el sufrimiento? Durante los últimos años, yo había pensado mucho en la muerte, en la gente que había perdido, en las personas importantes y en la gente normal, en mis amigos, en mis conocidos, en los compañeros del colegio y en los grandes pilotos junto a los que había volado. Uno nunca se olvida de ciertas cosas, pero la memoria tiene un límite, o por lo menos las emociones que acompañan a la memoria. Con el paso del tiempo, los sentimientos se apagan porque el alma no puede aguantar tanto dolor. Y, al final, uno se queda como entumecido. Aunque tienen que pasar meses, incluso años, antes de que eso empiece a ocurrir, antes de que uno empiece a sentirse un poco normal, antes de que pueda volver a pensar. En mi caso, sólo había tenido dos personas a las que llorar. Mis padres habían muerto antes de que empezara la guerra: mi madre, de cáncer en 1938, y mi padre, al poco tiempo, en 1939, de una enfermedad cardíaca. Tampoco tenía hermanos, y el resto de mis familiares eran demasiado lejanos para que su desaparición me afectara, así que la Muerte Sanguínea sólo pudo arrancarme a dos seres queridos.

Volví a fijarme en los demás. Seguían sin reaccionar. Las chicas habían permanecido aisladas durante los peores momentos, y Potter se había creado sus propias fantasías para luchar contra los fantasmas que lo acechaban. Pero, ahora, Cissie y Muriel se enfrentaban por primera vez a la auténtica magnitud de la tragedia. En cuanto a Albert Potter, al volver a relacionarse con otras personas, debía de estar poniendo en duda sus propias fantasías. Incluso el alemán debía de tener seres queridos a los que llorar. Quién sabe, puede que incluso se sintiera algo culpable. Al fin y al cabo, habían sido sus compatriotas los que habían provocado el holocausto final y eso tenía que afectarlo, por poca conciencia que tuviera. A no ser, claro está, que sólo llorase a su Führer. Lo observé detenidamente, intentando adivinar lo que ocultaba tras ese gesto impávido, pero su expresión era inescrutable ahí sentado, bebiendo y fumando sin parar, como el resto de nosotros. Lo extraño es que no se emborrachara, aunque, esa noche, yo tampoco sucumbí ante los efectos del alcohol.

Capítulo 10

CAYENDO, CAYENDO, CAYENDO…

Los dos FW190 me han perseguido hasta los once mil quinientos metros, y el oxígeno es escaso a esa altitud. No tengo otra opción. Sólo así podré deshacerme de esas avispas furiosas que tengo pegadas a la cola, implacables, obstinadas, vengativas.

Habían visto cómo abatía a uno de los suyos a tres mil quinientos metros, y no les había gustado; era su compañero, con un avión más veloz que el mío, quien debería haber acabado conmigo. Me tenía en su mira, pero yo hice un rizo, me pegué a su cola y lo seguí, disparando mis metralletas, hasta que el FW 190 empezó a caer, dejando una estela de humo blanco. El piloto no saltó del avión. Yo confié en que ya estuviera muerto.

Sus dos compañeros se habían acercado a toda prisa. Se sentían insultados. Al verme, habían pensado que yo iba a ser una presa fácil. Tres contra uno. Creían que se iban a divertir a mi costa.

Cuando nivelé el avión, pensaron que me habían atrapado. Un Spitfire tendría alguna posibilidad de escapar de los Focke-Wulfs, pero mi Hurricane, con sus ocho metralletas Browning sobre las alas, es un pájaro demasiado patoso. No me quedaba más remedio que adoptar una medida desesperada. Sólo había una forma de superar a los alemanes, pero, para conseguirlo, necesitaba que me siguieran. Subí, subí, subí hacia el cielo azul, llevando el Hurricane hasta su límite. Y los Focke-Wulfs me siguieron.

Al alcanzar los once mil quinientos metros, con la cabina temblando, había nivelado el avión y había empezado a descender en picado.

Once mil metros, diez mil quinientos, diez mil. El estómago se me encoge. Gano velocidad. El mando vibra entre mis manos. No oigo los disparos, pero noto cómo las balas impactan en el ala izquierda. Sigo cayendo, cada vez más rápido. Se acaban los disparos. A los alemanes cada vez les cuesta más controlar sus aviones.

Nueve mil metros y una velocidad de seiscientos cuarenta kilómetros por hora. Ya hace mucho que he rebasado la velocidad máxima del Huracane. Sigo cayendo, más rápido, más rápido. Todo tiembla a mi alrededor, el motor gime, las gafas se empiezan a empañar, el sudor empieza a cegarme.

Siete mil quinientos metros.

Seis mil.

Consigo volver la cabeza, pero sólo veo a uno de mis perseguidores. Además, está abandonando el descenso en picado, renunciando a la persecución. ¿Dónde está su compañero? No veo el otro Focke-Wulf. Tengo que presuponer que sigue pegado a mi cola.

Cinco mil quinientos, cinco mil.

Demasiado rápido. ¡Dios mío! Demasiado rápido. Me quito las gafas y miro el cuadro de mandos. No lo puedo creer. Miro la aguja del indicador de velocidad. No es posible. Casi mil kilómetros por hora. Nadie me va a creer. Si es que sobrevivo para contarlo.

Y entonces ocurre. Lo llaman compresibilidad. Es cuando todo deja de funcionar como debiera. El avión está fuera de control. Los mandos ya no responden.

Dios mío, tres mil quinientos metros.

Intento nivelar el Hurricane, pero el avión no me obedece. Tiro con todas mis fuerzas, pero el avión no sale de su descenso en picado. ¡Dios mío!

Dos mil quinientos metros.

Dos mil.

Mil quinientos.

Ya está. Todo va a acabar. La presión me aprieta contra el asiento. Es imposible saltar de la cabina. Pero no me doy por vencido. Tengo demasiadas cosas que hacer antes de morir. Sigo tirando.

Mil trescientos.

Empiezo a rezar. Empiezo a gritar.

Todo se vuelve blanco, como si el avión estuviera en el centro de una explosión…

Y desperté. Gracias a Dios, me desperté. Me senté en la cama, sudando, con los brazos y las piernas temblando. Pero no era el sueño lo que me había despertado. Volvieron a llamar a la puerta.

La luz de la luna inundaba la suite, bañando de blanco las paredes, los muebles, las sábanas arrugadas… No me moví de la cama. Seguía aturdido por el sueño, medio dormido. Aunque, realmente, no se trataba de un sueño, sino de un recuerdo. En el último momento, había conseguido enderezar el avión, rozando las copas de los árboles. El FW 190 que me perseguía no había tenido tanta suerte; se había estrellado contra los árboles y había estallado en una enorme bola de fuego. Ahí, sentado en la luz fantasmal de la luna, me imaginé la cara del piloto alemán cuando estaba a punto de estrellarse. Se parecía a Wilhelm Stern. Ese día, hacía casi siete años, había tenido la suerte de que mi escuadrón no anduviera lejos. El jefe de escuadrón había acudido en mi ayuda con otros dos Hurricanes, espantando al otro Focke-Wulf al mismo tiempo que me echaba una bronca tremenda por radio por haberme apartado de la formación. No era la primera vez que sufría esa pesadilla, aunque no era la única. Tenía todo un repertorio de pesadillas que interrumpían mi sueño cada noche, sin importar que estuviera sobrio o borracho.

Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con un poco más de urgencia, como si quienquiera que estuviese llamando se empezara a impacientar. El picaporte se movió pero la puerta no se abrió; siempre cerraba la puerta con llave.

Aparté las sábanas, me levanté y me puse los pantalones. Después me acerqué a la mesilla de noche, cogí el Colt y monté el percutor. Con el dedo índice acariciando el gatillo, me acerqué a la puerta, apuntando hacia el techo.

Como si presintiera mi presencia, una voz de mujer habló al otro lado de la puerta.

—Hoke… Abre, por favor.

Giré la llave y entorné la puerta. Sólo vi una silueta en el pasillo.

—Por favor —insistió la voz, y me di cuenta de que la chica estaba a punto de ponerse a llorar.

Abrí la puerta y me aparté. Muriel entró en la habitación. En cuanto volví a cerrar la puerta y me di la vuelta, ella se abrazó a mí; estaba temblando a pesar del calor.

Al principio me resistí, impasible, con la mano que sujetaba la pistola en alto y la palma de la otra mano vacilando a escasos centímetros de la espalda de Muriel. Pero después olí su perfume y recordé lo dulce que era el abrazo de una mujer. Le rodeé la espalda con la mano y apreté su cuerpo contra el mío mientras bajaba la pistola. Respiré el fresco aroma de su cabello recién lavado y me dejé envolver por la fragancia de su piel, de su cuello, de sus pechos y por el rastro de vino que aún cubría sus labios. Algo en mi interior se liberó, algo que me había estado oprimiendo el pecho. Cerré los ojos y seguí abrazándola. La cabeza me daba vueltas.

Hacía tanto tiempo, tantísimo tiempo…

Pero la insensibilidad se volvió a apoderar de mí y me sumí otra vez en ese estado de entumecimiento, de rechazo a los sentimientos, que era mi única defensa contra el sufrimiento. Negué las emociones que brotaban dentro de mí y me separé de Muriel. La luz fantasmal de la luna se reflejó en las lágrimas que corrían por sus mejillas, cubriendo su rostro confuso.

—Abrázame —me rogó en un susurro.

Yo no podía, no quería. Sabía que, si volvía a abrazarla, perdería aquello que me había permitido sobrevivir durante estos tres larguísimos años: la indiferencia que me servía de armadura. No quería volver a ser vulnerable.

Pero sus hombros desnudos seguían temblando y la luz de luna se reflejaba en la ligera combinación de seda que la cubría y en sus lágrimas, haciéndolas brillar como si fueran pequeños cristales.

—Estoy tan asustada… —dijo ella al tiempo que bajaba la cabeza.

No hizo falta nada más para convencerme. Cedí. No me pude resistir.

Su llanto humedeció mi pecho desnudo mientras su cuerpo se estremecía apretado contra el mío.

—Tranquilízate —le dije, sin encontrar otras palabras con las que reconfortarla—. Aquí estamos seguros.

—Los he visto, Hoke —me dijo—. Eran tantos…

—¿Quiénes? ¿A quiénes has visto?

Muriel levantó la cabeza y volvió a mirarme a los ojos.

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