Pero no fue sólo el odio hacia este alemán, hacia este ejemplar de la supuesta raza superior, lo que me hizo guardar silencio. No quería tomar ninguna decisión por ellos. Estaba demasiado acostumbrado a no depender de nadie, a no preocuparme de nadie más que de mí mismo;
Cagney
era independiente por naturaleza.
—Vamos, Hoke, dinos qué tienes pensado. —Cissie me estaba tirando de la cazadora.
Los maldije en silencio por haber entrado en mi vida, aun cuando me hubieran salvado.
—Podemos esperar a que se vayan —contesté finalmente—, o podemos escapar por los túneles.
—¡No! —La reacción de Muriel rayaba en la histeria—. No podemos meternos ahí. Yo no voy a entrar ahí.
Todos sabíamos a qué se refería.
—Yo estoy con ella —intervino Cissie—. Ya tengo de sobra con lo que he visto hasta ahora. Quién sabe lo que nos podemos encontrar ahí dentro —dijo señalando hacia la entrada al andén.
Estaba a punto de decirle que tan sólo más cadáveres, cuando ocurrió algo que nos dejó sin elección. Oímos ruido de cristales rotos y una especie de explosión amortiguada en lo alto de la escalera mecánica. Y otra vez. Cuando un brillante resplandor naranja iluminó el tramo superior de las escaleras, supe lo que estaba pasando.
—Están usando bombas de gasolina —dije, más que nada para mí mismo.
Los Camisas Negras ya habían intentado hacerme salir de otros escondites con esas bombas caseras que fabricaban con botellas llenas de combustible y un trapo que hacía las veces de mecha, pero yo siempre había tenido la suerte de conseguir escapar. Una de dos: o las acababan de fabricar, recogiendo las botellas de la calle o de alguna tienda, y sacando la gasolina de los depósitos de los vehículos, o ya tenían los cócteles preparados de antemano. Por un momento me pareció oírlos reír en lo alto de la escalera, pero el fuego ya había prendido y se empezaba a extender, pasando de un cuerpo momificado a otro, avanzando hacia nosotros con un rugido amortiguado. No tardamos en oír los chasquidos de los huesos al partirse y las detonaciones de los gases que liberaban los cadáveres. El fuego tenía alimento más que de sobra, y el rastro de cuerpos conducía directamente hacia nosotros.
—Ahí tenéis la respuesta —les dije—. No podemos quedarnos aquí.
—Pero ¿adonde vamos a ir? —se resistió Cissie. Todos sabíamos adonde.
—A los túneles.
Me di la vuelta, cansado de discutir. Ahora tendrían que decidir por sí mismos.
Una densa nube de humo negro empezó a descender por la escalera. Al mirar hacia arriba, comprobé que las llamas no iban demasiado rezagadas. Avanzaban reflejándose en las paredes, precedidas por sucesivas olas de calor. En el último momento, me acordé de mirar el gran mapa de la red de metro que colgaba en un panel. Con las llamas cada vez más cerca, no me hizo falta la linterna para averiguar lo que necesitaba saber. Las chicas empezaron a toser. El humo, cada vez más denso, avanzaba pegado al techo y descendía, dibujando rizos, por las paredes.
—Volved a poneros las máscaras —ordené.
Las chicas hicieron lo que les había dicho, antes de seguirme hacia el andén. Pero el alemán había dejado caer su máscara al borde de la escalera y, en vez de quitársela a cualquiera de los cadáveres, volvió a buscar la suya. Justo cuando se agachaba para cogerla, las primeras llamas aparecieron encima de él. Los cuerpos que yacían a su alrededor parecieron agitarse bajo el efecto de la luz cambiante, como si el avance de la tormenta de fuego los incomodara. Era una ilusión óptica macabra, incluso aterradora, pero nada más que una ilusión. Lo que sí empezó a arder fue la ropa de los cadáveres.
Grité para avisarle, pero ya era demasiado tarde. En el preciso instante en que se incorporó con la máscara en la mano, los gases y el material combustible unieron sus fuerzas para producir una gran bola de fuego que parecía venida del mismísimo infierno. No estoy seguro de si el alemán saltó instintivamente o si fue la explosión lo que lo lanzó hacia adelante, pero, de repente, estaba en el aire, con los brazos en cruz y la espalda arqueada.
Tuvo suerte de que el fuego no llegara a envolverlo por completo. Aterrizó cerca de mí, con la chaqueta ardiendo. Cuando lo hice rodar por el suelo para ahogar las llamas, él no se resistió; parecía entender lo que yo intentaba hacer. De no haberse tratado de un maldito alemán, puede que hasta hubiera admirado su sangre fría.
Lo arrastré hacia el andén mientras el fuego avanzaba por el techo como un río encolerizado, escupiendo llamas amarillas, rojas y azules. La corriente de fuego chocó contra un saliente del techo y descendió hacia el suelo, en una escena de una belleza aterradora, devorando los cadáveres, antes de volver a ascender en una inmensa bola de fuego.
—¡Al suelo! —grité, y todos nos tiramos al unísono mientras las llamas se abalanzaban sobre nosotros.
Tumbado entre los cuerpos que abarrotaban el andén, las llamas me pasaron sobre la cabeza, haciendo crepitar mi cabello. Cuando por fin empezaron a retroceder, en busca de más combustible, una nube asfixiante de humo ocupó su lugar. Esta vez fue Stern quien me ayudó a mí, gracias a la ventaja que le daba su máscara. Me levantó y me alejó del humo. Con los pulmones llenos de humo y lágrimas en los ojos, noté cómo me agarraban otras manos.
Alguien me puso una máscara y, aunque seguí teniendo arcadas, no tardé en notar el efecto del filtro. Parpadeé hasta que vi la imagen borrosa de Cissie delante de mí. Estaba señalando hacia las vías con una mano mientras me sujetaba con la otra. Yo asentí con un ademán exagerado, arqueando los hombros además de la cabeza. Avanzamos con dificultad entre el humo y los muertos, como si fuésemos los únicos supervivientes de una batalla subterránea, y pasamos junto a decenas de camastros esparcidos por el suelo del andén. Además, había todo tipo de objetos domésticos: teteras, sillas plegables, maletas, libros, un gramófono, incluso un pequeño perchero de madera lleno de ropa hecha jirones que, como tantos otros objetos dispuestos ordenadamente por el andén por quienes dormían a diario en estos túneles, habría servido para marcar el territorio de alguna familia modesta. Vi una muñeca, con los ojos muy abiertos, como aterrorizada ante la carnicería que la rodeaba. Vi un bombín, una bota sin pareja y un par de gafas con las lentes todavía intactas. Vi un par de pequeños hornillos portátiles, de los que se usan para calentar el té o los biberones, introducidos a escondidas por familias que no querían renunciar a ciertas comodidades. Vi un acordeón en una cuna y una máscara de gas para bebés, demasiado grande, demasiado fea. Vi hojas de periódico cubriendo cuerpos hechos un ovillo, con titulares tan irrelevantes como los anuncios de ginebra o leche para el té con los que compartían página.
Y todo ello entre un mar de cuerpos sin vida, de cadáveres que evitar, de cadáveres con los que tropezar. Parecía haber miles de cadáveres parpadeando bajo las llamas, caparazones vacíos que en algún momento habían pertenecido a seres vivos que habían ido allí huyendo de la muerte que acechaba en los cafés, en las oficinas, en los autobuses, los tranvías, los coches… Muchos de ellos probablemente ni vieron ni oyeron caer los cohetes de la venganza; simplemente se refugiaron allí como lo hacían cada vez que las sirenas anunciaban un nuevo ataque aéreo. Pero, aunque intentaran escapar buscando la seguridad de los refugios subterráneos, de las trincheras de los parques o de los túneles del metro, la Muerte Sanguínea les dio caza uno a uno y, apoderándose de su sangre, la endureció y solidificó hasta convertirla en cemento dentro de sus venas.
Sólo unos pocos lograron sobrevivir. Todos los demás acabaron sucumbiendo antes o después.
Avanzamos apresuradamente entre los despojos, luchando por controlar nuestras emociones mientras seguíamos las líneas de seguridad que había pintadas al borde del andén, rodeados de cabezas cubiertas de piel tirante y oscura de las que ya hacía tiempo que habían desaparecido los ojos. Lo veíamos todo, pero intentábamos no fijarnos en nada.
Yo iba delante con la linterna, evitando que el débil haz de luz permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio, buscando la mejor manera de avanzar entre los cadáveres, consciente de que las llamas nos estaban ganando terreno gracias a los cuerpos que les servían de alimento. El humo, ágil y sofocante, amenazaba con asfixiarnos a pesar de nuestras máscaras. Aceleré el paso al ver que el túnel ya no estaba lejos. El humo nos seguiría dentro del túnel, pero ahí al menos no habría tantos cadáveres dificultándonos el paso, y el fuego tendría menos material con el que alimentarse. Al iluminar los cuerpos que yacían sobre las vías, renuncié inmediatamente a la idea de avanzar por ellas.
Alguien gritó.
Me di la vuelta y moví la linterna de un lado a otro, hasta que vi a Muriel caída en el suelo, apoyada sobre los codos, con la cabeza y los hombros levantados. Se arrancó la máscara y gritó todavía más fuerte.
Fue una estupidez por su parte, aunque una estupidez que resultaba comprensible. Iluminé la causa de sus gritos con la luz de la linterna.
El pequeño cuerpo yacía inmóvil al lado de una maleta; me imagino que la maleta debía de haber mantenido ocultos los restos de la niña hasta que Muriel la tiró al caer al suelo. Era obvio que algo le había arrancado los ojos. Además, donde debería haber estado su tripa sólo había un oscuro agujero negro. Aunque no miré demasiado tiempo, aunque intenté no fijarme en los detalles, no pude evitar observar que también le faltaban otras partes del cuerpo. Cerré los ojos un par de segundos, pero, al hacerlo, un recuerdo, un recuerdo terrible, sustituyó la imagen de la niña. Volví a abrirlos inmediatamente.
Muriel extendió la mano para tocar el largo cabello que rodeaba lo que quedaba de la cara de la niña en lo que supuse que sería un gesto de lástima y pesar. Pero, cuando el cabello se le deshizo en la mano, empezó a temblar de forma incontrolada.
La cogí del brazo y la levanté, alejándola de la niña. Cissie la abrazó, intentando reconfortarla, pero los sollozos de Muriel no dejaron de retumbar en el andén. Me arranqué la máscara y recorrí los restos humanos que nos rodeaban con la luz de la linterna. Vi exactamente lo que me temía.
Los cadáveres parcialmente consumidos no eran algo nuevo para mí, pero, aun así, el asco y el odio, sí, el odio hacia los carroñeros que habían hecho esto, se apoderaron de mí. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, pero conseguí controlar mis emociones y el temblor de mis extremidades. Lo conseguí a pesar de la escena que nos rodeaba, a pesar de todas esas víctimas con la piel rasgada, de todas esas víctimas mutiladas y sin entrañas que yacían entre las llamas y el humo que se arremolinaba a nuestro alrededor.
Sombras cambiantes… Al principio pensé que no eran más que trucos de la luz sobre los restos humanos, pero los movimientos eran demasiado furtivos, demasiado bruscos, y, al fijarme mejor, también vi unos pequeños reflejos rojos en la oscuridad.
—¡Vámonos de aquí! —les grité a los demás apuntando la luz de la linterna hacia el final del andén—. ¡El fuego se está acercando! ¡Vámonos de aquí!
Cogí a Muriel de la muñeca y la aparté de Cissie, obligándola a seguir avanzando sin el menor miramiento, pues el terror que sentía se había convertido en ira. Levanté el brazo para alumbrar mejor el terreno con la linterna y avancé tropezando entre los cuerpos. Aun así, seguía viendo esos pequeños y rápidos movimientos en la oscuridad. Muriel no reaccionaba, así que tuve que seguir tirando de ella hasta que Cissie se unió a nosotros y la ayudó a avanzar. El humo, que cada vez dificultaba más la visión, me raspaba la garganta al respirar. Detrás de mí, Muriel se agachó y empezó a toser, pero yo no estaba dispuesto a detenerme para buscar otra máscara entre los cuerpos.
Miré hacia atrás, pero todo estaba lleno de humo, y yo tenía los ojos demasiado llorosos para ver nada con claridad en ese infierno en llamas. Ya casi habíamos llegado al final del andén y cada vez había menos cuerpos obstaculizándonos el paso. A pesar de la densa capa de humo que se arremolinaba contra el muro de delante, vi una rampa que bajaba hacia la negra boca del túnel. Me froté los ojos con los dedos y miré hacia la oscuridad. Varios cuerpos bloqueaban la rampa, y había más abajo, entre las vías.
—Por aquí —le grité a Cissie desde el borde del andén. Al enfocar la débil luz de la linterna en su cara, sus ojos parecieron ensancharse tras los cristales de la máscara. Por un momento, pensé que la histeria también se iba a apoderar de ella, pero Cissie se limitó a asentir. Después acercó a Muriel al borde del andén y la mantuvo ahí. Yo apoyé una mano en el borde y salté, intentando no aterrizar sobre nada blando. Hice una mueca de dolor al aterrizar sobre la pierna herida. Abajo había menos humo. Antes de extender los brazos para ayudar a bajar a Muriel, apunté la linterna hacia la boca del túnel, pero la luz sólo iluminó más víctimas esparcidas por el suelo, bultos indefinidos que, más que restos humanos, parecían trapos viejos.
Cissie guió a su amiga hasta mis brazos y yo la bajé hasta la vía. Una vez abajo, Muriel apoyó contra mí su delgado cuerpo atormentado por la tos. Me volví para ayudar a Cissie, pero ella bajó sin vacilar, sentándose primero en el borde del andén y dejándose caer después a mi lado. El alemán estaba apoyado sobre una rodilla. Su máscara le daba un aspecto desconcertante. Extendió algo en mi dirección, algo que había encontrado entre el revoltijo de objetos del andén.
Cogí la lámpara de queroseno que me ofrecía, un objeto rojo con cuatro ventanillas y un gancho para colgarlo. Debía de haber pertenecido a un guardia o a alguien que empleara regularmente ese lugar como refugio durante la guerra. La pregunta era si todavía funcionaba. Aunque había adquirido un fuerte tono marrón, la mecha parecía estar en buen estado. Me acerqué la lámpara al oído y la agité para ver si tenía combustible. El líquido se agitó en el interior.
Bien. Ahora no teníamos tiempo para encenderla, pero podría sernos útil más adelante. Stern se había unido a nosotros. En el preciso instante en que le estaba devolviendo la lámpara, el andén se iluminó y una fuerte ola de calor pasó sobre nosotros. Aunque la llamarada no era demasiado grande, todos nos agachamos instintivamente. Lo más probable es que simplemente hubiera explotado uno de esos hornillos portátiles. Aun así, el humo pareció volverse loco durante unos segundos y descendió por los muros curvos en una turbulencia cegadora que nos envolvía en su sofocante espesor.