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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (3 page)

Yo podría haber buscado otra salida, podría haber intentado escapar por el patio de detrás, pero, como ya he dicho, era demasiado tarde para cambiar de idea. Además, eso me habría obligado a aminorar la marcha y a darle la espalda al conductor. E, incluso si fallaba con la primera bala, el Camisa Negra me abatiría con la segunda. No, realmente no tenía otra opción. Por otra parte, ya había recorrido dos terceras partes de la distancia e iba demasiado rápido para cambiar de sentido.

El Camisa Negra disparó desde el camión y juro que, pese al ruido de los 347 centímetros cúbicos de la Matchless, oí el silbido de la bala al pasar a mi lado.

Empecé a dibujar eses para dificultarle la puntería; por fortuna, conducir y disparar al mismo tiempo no parecía ser su especialidad. Pero esa pequeña alegría no duró mucho: el camión iba a llegar a la arcada antes que yo. Oí otro disparo y, esta vez, la protección de metal que cubría el faro delantero de la moto saltó por los aires. Cambié varias veces de dirección, pero, con cada segundo que pasaba, nuestro objetivo común nos acercaba más; el Camisa Negra pronto tendría un blanco que no podría fallar. Maldije entre dientes cuando el capó del Bedford tapó el primer paso de peatones, y la maldición se convirtió en un grito encolerizado a medida que el camión me fue robando más espacio.

Los disparos que sonaron a mi espalda me recordaron que no me estaba enfrentando sólo al conductor del camión. Una lluvia de balas impactó en el muro, justo delante de mí. Aunque los Camisas Negras que acababan de salir del edificio se encontraban demasiado lejos —y quizá demasiado nerviosos— para acertarme fácilmente desde el pórtico, desde luego su presencia no mejoraba en nada la situación. Por suerte, disparaban hacia la derecha para evitar darle al Bedford y desde su ángulo de visión debía de parecer que el camión y la moto estaban peligrosamente cerca. Saltaron más trozos de yeso descascarillado, esta vez justo al lado del segundo pasaje. En cualquier momento, y estoy hablando de décimas de segundos, yo recibiría las balas en la espalda.

¡Maldita sea! El camión ya había tapado el arco central y el conductor estaba empezando a pisar el freno. Estaba tan cerca que podía distinguir el brillo de sus ojos. Entonces oí otro disparo, esta vez tan nítido como el tañido de una campana, y noté cómo el cuero de mi cazadora se rasgaba a la altura del hombro. Pero no sentí ningún dolor; la herida no era grave.

Giré ligerísimamente el manillar mientras el capó del camión iba tapando el arco. Apreté los dientes, entrecerré los ojos y me agarré con todas mis fuerzas mientras las balas silbaban a mi alrededor. El camión seguía deslizándose y el conductor me apuntaba mientras el espacio se hacía más y más estrecho y…

Y conseguí pasar, rozando el capó del camión con un codo y el yeso del arco con el otro, mientras el ruido de la Matchless retumbaba en las sombras del estrecho pasaje. Hasta que volví a salir a la luz del sol y atravesé a toda velocidad la superficie que me separaba de las puertas abiertas del antepatio, cuyas altas verjas no habían conseguido detener a la muerte que había reclamado para sí a los habitantes de la ciudad, olvidando los privilegios de clase, distinguiendo a sus víctimas tan sólo por su grupo sanguíneo.

Atravesé la verja a toda velocidad y di la vuelta al monumento a la reina, rodeando las estatuas de mujeres y niños que había visto desde la habitación del balcón hacía menos de diez minutos, hasta llegar al otro lado, donde la reina Victoria estaba sentada observando los álamos y tilos del parque. Os juro que podía sentir su mirada lastimera sobre mi espalda mientras me alejaba del palacio de Buckingham. Hacía medio siglo, Victoria había dirigido con orgullo un imperio fabuloso y un gran país, pero ya no quedaba nada del imperio y muy poco del país. Me alegré de que esos ojos fueran de piedra.

Los disparos me devolvieron a la realidad. Yo tenía toda la avenida para mí y no dudé en aprovecharme de ello. Aceleré hasta que la Matchless alcanzó los 110 kilómetros por hora, y sabía que todavía podía pedirle más.

Y, si quería deshacerme de esos bastardos que me perseguían, tendría que hacerlo.

Capítulo 2

El palacio de Saint James y Clarence House estaban a mi izquierda, el parque lleno de maleza y el lago, a mi derecha. Sally y yo les habíamos dado migas a los cisnes y nos habíamos tumbado juntos en la húmeda hierba de ese parque. Pero eso había ocurrido en otra vida, en otro mundo distinto. Es curioso cómo, a veces, incluso en momentos como ése, los recuerdos pueden anular cualquier otro tipo de consideración, eligiendo el momento de aparecer con una falta de piedad que raya en el masoquismo. Aun así, los recuerdos eran mi único vínculo con el pasado, y el pasado era lo único que me quedaba.

Evité los coches que había abandonados en medio del gran paseo. Algunos de ellos incluso tenían las puertas abiertas, como si sus dueños hubieran salido apresuradamente para intentar escapar de la muerte. Lo más probable es que todavía hubiera cuerpos, cadáveres en descomposición o simples montones de huesos dentro de muchos de los vehículos, pero no me paré a mirar; tenía otras cosas en las que pensar.

Cagney
volvió la cabeza al oír que me acercaba. Su manto de pelo brillaba como si fuera de oro bajo la luz del sol y, aunque no dejó de correr, parecía contento de verme.

—¡Lárgate de aquí! —le grité al llegar junto a él—. ¡Desaparece!

Giré la moto hacia él para asustarlo, y el perro salió disparado en dirección contraria. Observé cómo se alejaba por unos escalones y volví a concentrarme en la calzada justo a tiempo para esquivar un Wolseley atravesado en el centro del paseo. De repente, la ventanilla del conductor estalló y el metal de la puerta se llenó de agujeros de bala. Enderecé la moto y rodeé el Wolseley para que me sirviera de escudo. Realmente, esos Camisas Negras se comportaban como el típico grupo de buenos chicos del sur en una cacería de negros, como la clásica panda de paletos blancos que salen a hacer su trabajo liderados por el sheriff local. En casa solíamos comportarnos como si ese tipo de fanatismo no existiera y, cuando las noticias nos informaban de lo contrario, preferíamos pensar que sería porque algún semental negro habría violado a una niña blanca, así que él y sus primos negros sólo habían recibido su merecido. Además, los estados del sur estaban muy lejos, casi se podría decir que eran otro país. Pero ahora mi opinión al respecto había cambiado, sobre todo desde que yo ocupaba el lugar del negro.

El Arco del Almirantazgo se alzaba ante mí, rodeado de todo tipo de vehículos abandonados, incluido algún que otro autobús rojo de dos pisos. Las puertas y las ventanas de los edificios estaban protegidas por grandes pilas de sacos terreros. Seguí avanzando en línea recta, cada vez más rápido, aumentando la distancia que me separaba del camión que me seguía. Habían estrechado con alambre de espino el espacio que había entre los arcos, pero eso no representaba ningún problema para la Matchless. En un abrir y cerrar de ojos, había atravesado el arco y estaba en la gran plaza que se abría detrás.

Abarrotada de vehículos inmovilizados, Trafalgar Square recordaba a una de esas imágenes congeladas que se veían a veces en las pantallas de cine. Daba la impresión de que la acción iba a reanudarse de un momento a otro, de que la vida estaba a punto de retornar a la plaza, los motores a punto de arrancar y las bocinas de los coches a punto de sonar, de que la gente iba a volver bruscamente a la vida de un momento a otro. La última vez que Sally me había llevado allí, para enseñarme los monumentos como una colegiala emocionada, la plaza y el cielo que la cubría estaban llenos de palomas grises, pero ahora hasta las palomas habían desaparecido. Las fuentes secas, con sus sirenas silenciosas bajo la Columna de Nelson, estaban rodeadas por barricadas de madera. Allí donde los tablones se habían desplomado, podían verse los refugios de ladrillo que había tras las barricadas. Pensé refugiarme en uno de ellos, o incluso esconderme detrás de una barricada; pero, mientras serpenteaba entre los coches, los taxis y los autobuses, vi que algo se movía.

Nunca había llegado a descifrar el número de supervivientes que Hubble había reclutado para su ejército de fascistas, pues, hasta entonces, los Camisas Negras sólo se habían dejado ver en grupos reducidos. No obstante, me imaginaba que serían unos cien y, desde luego, ese día parecían haber salido en pleno. Un nuevo vehículo se aproximaba hacia mí. Por su pintura de camuflaje, también debía de ser un vehículo militar. Me detuve el tiempo justo para ver que era un Humber, un vehículo pesado capaz de transportar fácilmente a siete personas por terreno abrupto. Aunque ése en concreto nunca hubiera llegado a cruzar el mar, lo más probable era que se hubiera fabricado para la campaña de África del Norte, igual que la Matchless. El Humber se aproximaba a la plaza por Strand. Observé cómo apartaba de su camino un taxi negro antes de rodear un autobús de dos pisos.

Yo avancé en dirección contraria, serpenteando entre el tráfico inmóvil. Al otro lado de la plaza, el camión Bedford ya se estaba abriendo camino a través de las barricadas de alambre de espino del Arco del Almirantazgo. El Humber y el Bedford debían de estar comunicados por radio, o puede que mediante uno de esos walkie-talkies, pero, aun así, yo confiaba en poder dejarlos atrás, pues la moto era el vehículo ideal para abrirse paso entre los obstáculos y pasar por encima de los escombros. De no ser por el racionamiento de combustible que había habido durante la guerra, los vehículos habrían sido muchos más, lo cual, sin duda, me habría beneficiado. Pero daba igual, pues yo seguía teniendo ventaja.

Un cartel publicitario pegado en una parada de autobús quería saber si me había cepillado los dientes con Mac; otro, pegado a la base de la Columna de Nelson, decía que Inglaterra esperaba que me alistara hoy mismo. Yo seguí mi camino. Rodeé un pequeño taxi con rejillas en forma de cruz sobre los faros y dejé atrás una camioneta Dodge con un altavoz encima y un camión de transporte lleno de inmensas cajas de Dios sabe qué. Ya hacía tres años que sus conductores habían abandonado esos vehículos; víctimas de la Muerte Sanguínea, nunca supieron qué le estaba pasando a su cuerpo, nunca entendieron por qué se les inflamaban y se les endurecían las arterias, por qué se oscurecían sus manos, por qué se hinchaban sus extremidades, por qué se les obstruían las venas hasta reventar bajo la piel, por qué empezaban a sangrar por los oídos, los ojos, la nariz, la boca, los genitales, el ano y hasta los poros de la piel. Hombres y mujeres que nunca supieron que la sangre se les estaba coagulando en las arterias, en el cerebro, en el corazón, en los riñones, ni que estaban sufriendo hemorragias y necrosis en el resto del cuerpo; que nunca entendieron por qué sus pechos y sus extremidades se agarrotaban con un dolor insoportable, por qué se les agrietaba la piel y todos sus órganos vitales dejaban de funcionar. Hombres y mujeres que casi no tuvieron tiempo para la perplejidad ni para el miedo, porque la Muerte Sanguínea no conocía la paciencia ni la piedad, sino que mataba ahí donde encontraba a cada una de sus víctimas.

Y ésos habían sido los afortunados, pues su agonía al menos había sido corta, su sufrimiento, fugaz. Aunque fueran muchas menos, las víctimas realmente desafortunadas tardaban años en morir. Y luego estábamos los restantes, los pocos que habíamos sobrevivido para llorar a los muertos.

Seguí adelante, intentando no recordar, buscando algún agujero oscuro donde esconderme. Ése era mi plan, pero la realidad fue otra muy distinta.

Un Ford negro se acercaba por donde yo había planeado huir. Me pregunté si Hubble tendría cubiertas todas las salidas de la plaza. El Ford no parecía tener ninguna prisa. Esquivaba un coche detrás de otro, avanzando entre el tráfico congelado como si su conductor disfrutara acechándome. Aun así, cada vez estaba más cerca. Desapareció detrás de un autobús en el que se podían leer las palabras «evacuación especial» y volvió a aparecer entre el mar de coches inmóviles, cada vez más cerca. Detrás de mí, alguien hizo sonar un claxon insistentemente. ¿Sería una señal para que los demás supieran que estaba rodeado? No resultaba difícil imaginar las sonrisas de mis enemigos.

Pero la partida todavía no había acabado, ni mucho menos. Tenía dos opciones: o eludía el Ford usando los vehículos inmovilizados como escudo contra los disparos que con toda probabilidad saldrían del coche, o cruzaba la plaza.

La barricada que tenía más cerca no ofrecía ninguna brecha, pero los tablones parecían suficientemente frágiles; un par de inviernos de viento, lluvia y nieve, sin que nadie se ocupara de su mantenimiento, deberían haber bastado para pudrir la madera. No tardé mucho en tomar la decisión.

Me levanté sobre los pedales para ayudar a la moto a superar el bordillo, volví a sentarme, con los hombros encogidos y la cabeza baja, y pasé a toda velocidad junto a los leones de bronce que guardaban la inmensa columna sobre la que se alzaba el viejo marinero tuerto. Los tablones se astillaron sin apenas ofrecer resistencia, pero la velocidad estuvo a punto de hacer que me estrellase contra la fuente sin agua que había al otro lado de la barricada. Rodeé uno de los refugios de ladrillo y, casi sin aminorar la marcha, me dirigí hacia la gran escalinata que ascendía hasta el nivel superior de la plaza, rezando por que la Matchless fuera capaz de subirla mientras una vocecita insistente me decía que estaba loco.

Me volví a levantar sobre los «estribos», tirando del manillar, y la moto golpeó los escalones… demasiado rápido, demasiado fuerte.

La Matchless sólo consiguió subir un par de peldaños antes de que la rueda delantera se levantara en el aire sin ningún control. Yo agarré con fuerza el manillar, intentando evitar que la moto diera una voltereta hacia atrás, pero no conseguí disuadirla. El motor rugió con fuerza, y yo resbalé hacia atrás y fui a caer sobre los escalones, con los brazos levantados para protegerme la cabeza.

La Matchless volcó y chocó contra los escalones con un fuerte estrépito. Yo rodé hacia un lado, mientras la moto bajaba dando saltos hasta que, con un gemido del motor y el ruido metálico de las piezas rotas, se asentó finalmente en el espacio que yo ocupaba hacía un segundo. Sabía que no tenía sentido intentar arrancarla de nuevo; la moto estaba inservible y mi situación era todavía más desesperada que antes.

Gruñendo ante los pinchazos que sentía en la pierna izquierda y en la espalda, me obligué a mí mismo a incorporarme. No perdí más tiempo. Empecé a subir los escalones ayudándome con las manos, sin ponerme realmente de pie hasta que llegué arriba.

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