Algo me cogió del brazo y empezó a tirar de mí. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era el alemán, o Cissie, a quienes sus máscaras protegían del humo. Encorvado, medio asfixiado, me dejé llevar. Avancé como pude hasta la boca del túnel, usando los raíles como guía. Alguien me sujetaba firmemente del codo, ayudándome a recuperar el equilibrio cada vez que tropezaba, obligándome a seguir adelante cada vez que un ataque de tos amenazaba con derribarme. Por la fuerza de la mano, supuse que sería el alemán; si no hubiera estado tan ocupado luchando contra las convulsiones, habría rechazado su ayuda.
Pronto el humo empezó a hacerse menos denso y pude ver de nuevo. Pese a ello, tuve que frotarme los ojos repetidamente antes de darme cuenta de que todo estaba oscuro a mi alrededor. Habíamos entrado en la boca del túnel. Delante, todo estaba tan oscuro que parecía la boca del infierno. Además, el aire era más fresco y más húmedo, como si se filtrara agua a través de las viejas y descuidadas paredes de ladrillo. De hecho, la humedad era tan intensa que casi mitigaba el olor del humo que llegaba desde el andén.
Apoyé las manos en las rodillas y tosí para expulsar el humo que había tragado al tiempo que parpadeaba para calmar el escozor de los ojos. Hubiera necesitado un barril entero de cerveza para calmar el fuego de mi garganta.
—¿Puedes seguir? —El alemán se había vuelto a quitar la máscara y miraba con ansiedad hacia las llamas que se alzaban tras la boca del túnel.
—Sí, estoy bien —dije yo sin ninguna gratitud. Después me limpié la boca con la manga de la cazadora.
Cissie dejó de atender unos instantes a su amiga para decir algo. Al advertir que no la habíamos entendido, se quitó la máscara y volvió a intentarlo.
—He dicho que adonde va este túnel.
—¿Y eso qué más da? —contesté yo—. ¿O es que prefieres esperar a que nos cojan las llamas?
Apunté la linterna hacia ella y vi cómo apretaba los labios. Tenía los ojos llenos de ira.
—¿Quién diablos…? —empezó a decir.
—Tiene razón, Cissie. Tenemos que seguir adelante. —Muriel seguía ligeramente encorvada, con una mano apoyada en el hombro de Cissie. Aunque se estaba tapando la boca con un pequeño pañuelo, seguía temblando y sufriendo pequeños espasmos de tos que la hacían encogerse.
Cissie relajó la mandíbula, pero la ira seguía sin abandonar su mirada. Cuando volvió a hablar, lo hizo sin apenas separar los labios.
—Está bien. Pero te aviso: como sigas así, tú y yo vamos a tener problemas.
No pude evitarlo. Sé que no era el momento, pero le sonreí. Con la cara llena de hollín, mirándome airadamente con esos grandes ojos de color avellana, estaba realmente atractiva. Hasta ese momento no me había fijado en lo joven que era. No debía de tener más de veinte o veintiún años, aunque en ese momento parecía una madre severa a punto de darle una buena reprimenda a un niño travieso. Supongo que mi sonrisa la puso todavía más furiosa, porque se adentró en la oscuridad del túnel sin esperarnos.
Muriel me miró con desaprobación y fue tras ella. El alemán siguió a las dos chicas sin decir una sola palabra, con la lámpara de queroseno en una mano y la máscara en la otra.
Yo me encogí de hombros y los seguí cojeando mientras apuntaba la deprimente luz de la linterna hacia la oscuridad que nos precedía. No tardé en ponerme a la cabeza, avisando a los demás de los «obstáculos» que encontraba entre los raíles. El aire cada vez estaba más viciado, pero se podía respirar, así que supuse que parte del humo se estaría filtrando por algún conducto de ventilación que no podíamos ver.
Empezamos a encontrar charcos, cada vez más numerosos, y no tardamos mucho en avanzar a través de lo que parecía una piscina poco profunda de agua estancada, mugrienta y aceitosa. Muchos de estos túneles debían de haberse anegado durante el último invierno, y supongo que teníamos que estar agradecidos de que, en este túnel, la mayor parte del agua se hubiera drenado. A nuestra espalda, todavía se oía el lejano crepitar del fuego, pero, al mirar atrás, sólo se veía un ligero resplandor rojizo que latía casi benignamente en la oscuridad; en algún momento del trayecto, el túnel debía de haber trazado una ligera curva.
De repente, la luz de la linterna se hizo aún más débil, volvió a hacerse más intensa y finalmente se estancó en un nivel de luminosidad un poco menor que el anterior. Las pilas se estaban gastando. Detuve a mis compañeros.
—Déjame ver esa lámpara —le dije al alemán.
—Por supuesto —respondió Stern y se acercó a mí para darme la lámpara de queroseno—. Y, ahora, quizá quieras decirnos adonde lleva este túnel. Y cuánto vamos a tardar en llegar.
Su inglés era prácticamente perfecto, pero, cada vez que hablaba, me hacía pensar en Conrad Veidten una de esas películas de propaganda nazi. Aun así, me contuve. Ése no era el momento adecuado.
Abrí una de las ventanillas de cristal que había en los laterales de la lámpara y dirigí la luz de la linterna hacia la mecha. Realmente, no parecía estar en mal estado y, además, tenía suficiente longitud para prender. Le di la linterna a Stern y, mientras buscaba el Zippo en el bolsillo, les dije adonde llevaba el túnel.
—¿Y cómo sabes que los tipos esos no nos estarán esperando ahí?
De nuevo ese maldito acento. Los músculos de la mandíbula se me tensaron.
Cissie contestó por mí.
—No pueden saber qué túnel hemos cogido. Por Holborn pasaban muchas líneas de metro. Podríamos haber cogido cualquiera de ellas.
—Tiene razón —dije yo antes de encender el mechero—. Y, además, lo más probable es que piensen que las llamas se han encargado de nosotros. —Levanté un poco la llama para verles las caras. Por su aspecto, se diría que Muriel estaba a punto de darse por vencida.
—¿A qué distancia estamos? —preguntó—. No sé si…
—Podrás. Es el túnel más corto que podríamos haber cogido.
—Desde luego, para ser un maldito yanqui conoces bien Londres. —Además de cansancio, la voz de Cissie todavía denotaba cierto resentimiento.
—Tuve una buena guía. Alguien que se sentía orgullosa de su ciudad.
Las chicas guardaron silencio; supongo que notarían algo en mi tono de voz. Pero el alemán se estaba empezando a poner nervioso.
—Pues, entonces, sigamos adelante. Este sitio no me gusta nada.
Sin hacerle caso, incliné un poco la lámpara para acercar la llama del encendedor a la mecha. Antes de que prendiera, oímos un ruido a lo lejos, aunque cada vez sonaba más cercano.
Todos miramos en la dirección del fuego.
Yo ya había oído ese tipo de ruido, pero no conseguía recordar cuándo. El volumen aumentaba rápidamente, como si la fuente se estuviera aproximando a nosotros. Una mano me apretó el brazo y vi a Muriel a mi lado. Estaba quieta como una estatua y el blanco de los ojos le brillaba en la oscuridad. Y entonces me acordé de dónde había oído antes un ruido como ése.
Aunque durante la guerra había pocos animales en el zoo de Londres, pues habían trasladado los más peligrosos para evitar la posibilidad de que escaparan durante un ataque aéreo, Sally me había llevado en más de una ocasión cuando yo estaba de permiso. Una vez, cuando nos encontrábamos delante de la jaula de los pájaros, algo provocó un tremendo alboroto; creo recordar que fue un avión en vuelo rasante. La explosión de ruido fue ensordecedora: todos esos pájaros de distintas especies cortando el aire con sus graznidos en una mezcla caótica de pánico e ira, o tal vez sólo fueran llamadas para tranquilizarse entre ellos.
Sally y yo nos habíamos tapado los oídos con las manos, pero, aun así, el ruido seguía resultando insoportable, así que nos alejamos corriendo, riendo; en aquella época nos reíamos mucho. E, incluso desde la distancia, seguimos oyendo el infernal griterío que producían los pájaros con sus diminutos pulmones.
Y ése era el tipo de ruido que estaba oyendo ahora. No era exactamente igual, porque los pájaros no eran animales que vivieran en túneles subterráneos; nunca lo habían hecho y nunca lo harían. No, este ruido era muy parecido, pero, de alguna manera, distinto. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Muriel se apretó aún más contra mí, conteniendo la respiración, y Cissie se acercó a nosotros.
Eran chillidos, eso es lo que eran. Unos chillidos increíblemente agudos. Cientos, puede que miles de chillidos.
La luz, que parecía parpadear, se hizo más intensa en la dirección del fuego. Y entonces aparecieron las primeras.
Pequeñas bolas de fuego acercándose cada vez más deprisa. Pequeñas hogueras avanzando en un caos de luz, iluminando la oscuridad a medida que se acercaban a nosotros.
—¿Qué son esas cosas?
Muriel me estaba agarrando el brazo con tanta fuerza que me hacía daño. Aun así, preferí pasar por alto su pregunta.
—¡Apartaos! —grité al tiempo que seguía mi propio consejo, arrastrando a la chica conmigo sin apartar la vista de la horda de animales que venían hacia nosotros. Había algo hipnótico en esas pequeñas bolas de fuego. Algunas de ellas intentaban subir por los muros, aunque siempre caían al llegar a cierta altura y, retorciéndose en el aire, aterrizaban en la vía, donde se consumían ardiendo como pequeñas fogatas. Pero la mayoría corrían despavoridas hacia nosotros, como propulsadas por alguna diabólica máquina de guerra medieval. Tardamos en reaccionar, pero, cuando finalmente lo hicimos, empezamos a correr como si nos persiguiera el mismísimo diablo. Al mirar hacia atrás, comprendí que nunca podríamos ganar esa carrera; las bolas de fuego estaban a punto de alcanzarnos. Había pensado que podríamos correr más rápido que ellas, que el fuego que cabalgaba sobre sus lomos las consumiría antes de que pudieran alcanzarnos, pero me había equivocado: seguían ganándonos terreno.
Mientras el agua mugrienta nos salpicaba las piernas, a nuestra espalda los afilados chillidos parecían burlarse de nuestro inútil intento de huida. La luz de la linterna, cada vez más débil, iluminó unos espacios oscuros en los muros del túnel: huecos de seguridad para que los trabajadores del metro se pudieran resguardar cuando pasaba un tren.
Stern, que iba delante con Cissie, también se había fijado en los nichos. De repente, se detuvo y se lanzó dentro de uno de ellos.
Yo alcancé a Cissie, la cogí de la cintura y las empujé, a ella y a Muriel, hacia la abertura más cercana. Una vez dentro, me apreté contra ellas, aplastándolas contra el muro del fondo. Podía notar cómo temblaban sus cuerpos. Yo también estaba temblando.
La agonía de las pequeñas criaturas en llamas las hacía correr cada vez más rápido sobre los charcos de agua, que no eran suficientemente profundos para apagar las llamas que envolvían sus cuerpos. Algunas tropezaban y rodaban en el agua entre nubes de vapor, llenando el túnel con sus chillidos, hasta que, finalmente, yacían inertes, con algún esporádico estremecimiento. Muriel se volvió hacia el muro y Cissie ocultó la cabeza contra mi hombro al darse cuenta de lo que eran esas criaturas.
Pero yo disfrutaba viendo cómo ardían. Quizá incluso esbozara una sonrisa al ver cómo los cuerpos consumidos de las ratas se retorcían de dolor y al oír sus gritos, cada vez más débiles. Estiraban sus feos y afilados hocicos y abrían y cerraban las mandíbulas una y otra vez, mostrando dientes como navajas, mientras sus extremidades se convertían en muñones carbonizados. Sí, estoy seguro de que sonreí, y también me acordé de lo que esos carroñeros habían comido durante todos estos años, de lo que habían hecho en el andén…
Algunas ratas murieron delante de nosotros, pero muchas otras siguieron corriendo, intentando huir de la muerte, iluminando el túnel a su paso, como si nos estuvieran mostrando el camino. Le di una patada a una que se acercó demasiado, y las llamas de su cuerpo se convirtieron en vapor al caer en un charco de agua negra. Mientras la rata se retorcía, sentí la tentación de acribillarla con el Colt. Me habría gustado acribillarlas a todas, y no por piedad, sino por repulsión, porque las odiaba con la misma intensidad con la que odiaba al alemán, porque las ratas y el alemán eran alimañas que no tenían derecho a seguir viviendo.
Pero me mantuve inmóvil, intentando controlar mis emociones. No fue fácil, pero lo conseguí.
Los agónicos gemidos de las ratas se fueron haciendo más débiles y pronto desaparecieron por completo. Sólo quedaron pequeñas piras funerarias esparcidas aquí y allá en la oscuridad. Todavía podíamos oír el lejano zumbido de las que seguían corriendo por el túnel, pero lo único que quedaba de ellas a nuestra altura era su profundo hedor. Maldita sea, aquí abajo el aire ya estaba suficientemente viciado, pero ahora, con el humo y la fetidez de la carne quemada, resultaba prácticamente irrespirable.
Muriel estaba llorando detrás de mí, incapaz de controlar el temblor de su cuerpo. Cissie levantó la cabeza de mi hombro y se apoyó contra el muro.
—Ya ha pasado todo, Mu —dijo al tiempo que acariciaba la espalda de su amiga—. Ya ha pasado todo.
No tenía ningún sentido sacarla de su error.
El alemán se acercó a nosotros. La luz de la linterna se había convertido en un haz anaranjado que apenas conseguía penetrar en la oscuridad. Lo oí toser y observé el pálido círculo de luz bailando en el aire.
Me uní a él junto a la vía, me saqué el Zippo del bolsillo y me agaché para apoyar la lámpara sobre un raíl. Abrí una de las ventanillas de cristal de la lámpara y encendí el mechero.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo el alemán—. Si no encontramos una salida pronto, no conseguiremos salir nunca de aquí.
—Sólo hay una manera de salir de aquí y es seguir adelante —repliqué mientras acercaba la llama del mechero a la mecha. Pero la mecha no prendió, así que mantuve el mechero contra ella, concentrando toda mi atención en la lámpara, como si eso fuera a ayudar a que el cordel encerado prendiera. Y, finalmente, prendió. Respiré hondo, feliz de que al menos algo saliera bien; realmente, no había sido un buen día.
Los sollozos de Muriel me devolvieron a la realidad. Levanté la lámpara hacia el nicho donde se resguardaban las dos mujeres. Cissie seguía abrazando a su amiga, acariciándole la espalda cariñosamente y murmurándole palabras reconfortantes.
—Por favor, diles que no hay tiempo para eso —dijo Stern.
Obviamente, el alemán pensaba que le harían más caso a un aliado que a un enemigo, y a mí me gustaba creer que sería así.