El chirrido de un coche frenando me dijo lo que no quería saber: el Humber había dado la vuelta a la plaza para cortarme el paso. Las puertas se abrieron antes de que el vehículo se detuviera del todo, y los hombres vestidos de negro empezaron a salir del Humber. Uno de ellos levantó una metralleta y apuntó en mi dirección. Yo me escondí detrás de la barricada que había junto a la escalinata y busqué mi Colt en el forro de la cazadora.
Me asomé detrás del muro de la barricada y, agachándome para no ofrecer un blanco fácil, disparé. Dos de los Camisas Negras se resguardaron detrás de una ambulancia, mientras los otros tres se ponían a cubierto detrás de su propio vehículo. Yo abandoné la protección de la barricada y empecé a correr agachado, apuntando la pistola en su dirección para darles algo en que pensar. Sabían que no les convenía correr riesgos, así que se mantuvieron a cubierto, aunque alguno asomaba de vez en cuando la cabeza para seguir mis movimientos. Volví a disparar para hacerles saber que se estaban comportando de manera sensata.
No tenía ningún plan, excepto seguir moviéndome, usando todo lo que pudiera encontrar a mi paso para cubrirme. Una bala rebotó en algo metálico no demasiado lejos de mi
cabeza.
Otro disparo hizo añicos el parabrisas de un taxi. No había muchos vehículos en ese lado de la plaza, y sabía que pronto me quedaría sin escudos. Además, los Camisas Negras cada vez se estaban volviendo más atrevidos y se deslizaban entre los coches como gotas de aceite por una tubería.
Una amplia extensión vacía se abrió ante mí, justo delante de la escalinata que subía a la National Gallery, un museo que, en otro tiempo, había albergado algunas de las mejores y más valiosas obras de arte del mundo. Al empezar la guerra, se habían guardado la mayoría de las pinturas y esculturas en lugares más seguros que un edificio situado en pleno corazón de Londres, aunque algunas de las piezas habían vuelto al museo cuando se pensó que las hostilidades estaban a punto de acabar. Yo había estado dentro infinidad de veces y sabía que era un laberinto de salas y pasillos que no tenía nada que envidiarle al palacio. Siempre había pensado que ese laberinto podría servirme de ayuda algún día, y parecía que ese día había llegado.
Así que ya tenía un plan: entrar en el museo, despistar a esos payasos y escapar por alguna salida de la fachada norte del edificio. Era fácil… Siempre que consiguiera entrar antes de que el fuego enemigo me dejara sin piernas.
Esperé a que los Camisas Negras descargaran una nueva ráfaga y empecé a subir los escalones disparando indiscriminadamente a mi espalda. Mis perseguidores se mantuvieron a cubierto, conscientes de que, sin atención médica, cualquier herida podría resultar mortal; desde luego, si había algo imposible de conseguir en este maldito mundo, era un médico.
Corrí a toda velocidad hacia la entrada del museo, que estaba oculta tras una fila de altos pilares; a los ingleses siempre les han gustado los pilares. Una lluvia de disparos impactó contra la fachada del museo, justo delante de mí. Al pararme, resbalé y perdí el equilibrio. Sin levantarme del suelo, me di la vuelta, sujeté el Colt con las dos manos y devolví el fuego, barriendo la escalinata; si no podía matar a alguno de esos bastardos, al menos puede que consiguiera asustarlos. Y así fue. Se volvieron a esconder, sin asomar ni un centímetro de piel mientras el metal de los coches se agujereaba y los cristales explotaban a su alrededor. Sí, funcionó… hasta que me quedé sin balas.
El cargador estaba vacío y yo no podía cambiarlo sentado al descubierto, sin nada que me protegiera. Tenía que entrar en el museo antes de que se dieran cuenta de lo que había pasado.
Con los disparos retumbándome en los oídos, me levanté y corrí hacia la entrada.
Cuando vi la figura que me observaba desde lo alto de los escalones, me paré en seco.
Hubble nunca había sido atractivo, pero supongo que sus rasgos poseían esa arrogancia que atrae a los débiles de espíritu. Con su bigote fino como un lápiz y su nariz aguileña, parecía una versión de menor estatura de su propio héroe, sir Oswald Mosley, el antiguo líder del Partido Fascista de Inglaterra, un megalómano que se había pasado la mayor parte de la guerra encerrado en la prisión de Holloway. No, Max Hubble —sir Max Hubble— nunca había sido apuesto, pero esa mañana de verano tenía peor aspecto que nunca. Su postura, antaño erguida, con los hombros rectos y la barbilla alta, ahora era encorvada, con los hombros caídos y la cabeza baja. El arrogante bastón de mando que solía emplear para tener un aspecto más marcial había dado paso a un robusto bastón que usaba como si de una tercera pierna se tratase, y el uniforme —camisa y pantalones de montar negros metidos dentro de unas botas que le llegaban a las rodillas— parecía irle dos tallas grande. Las manchas que tenía alrededor de los ojos, la palidez consumida de la piel, salpicada de venas rotas, y los dedos inflamados y oscuros confirmaban lo que yo ya sospechaba: la enfermedad se estaba apoderando a marchas forzadas de su cuerpo.
Intercambiamos miradas, pero nada más. Entonces comprendí a qué se debía el esfuerzo que había desplegado para capturarme.
Yo era la última oportunidad que le quedaba a Hubble. Era su última carta, su única esperanza. O, mejor dicho, mi sangre era su única esperanza.
Uno de sus hombres, con un transmisor portátil en las manos, salió de detrás de un gran cartel que anunciaba un concierto de piano de Myra Hess, algo que ocurría con relativa frecuencia en el museo durante los días más tristes de la guerra. Por lo visto, Hubble había empleado el museo como cuartel general para dirigir las operaciones, dándoles las órdenes pertinentes a sus hombres para que me condujeran en esa dirección; desde luego, las cosas no podían haberle salido mejor.
Aparecieron más hombres junto a la entrada y detrás de los pilares. Los secuaces de Hubble eran apaleadores de judíos y perseguidores de negros, un ejército de hombres con mentes corruptas que ahora también compartían entre sí la corrupción de sus cuerpos. Y, últimamente, habían encontrado alguien nuevo contra quién dirigir su odio: yo. Yo era su judío y su negro al mismo tiempo.
Tengo que admitir que me quedé de piedra al ver a Hubble ahí de pie, encorvado y enfermo, pero, aun así, yo todavía no había perdido mi capacidad de reacción. Al apuntarles con la pistola, todos se agacharon, incluso Hubble, que prácticamente se dejó caer de rodillas. Yo no había olvidado que el Colt estaba vacío, pero, al parecer, ellos sí. Volví a correr, agitando la pistola en el aire. Pero no conseguí dar más de tres pasos, cuatro como mucho.
Las balas de una metralleta mordieron el suelo delante de mí, obligándome a saltar hacia atrás con los brazos en alto, como si me estuviera rindiendo. Apenas tuve tiempo de ver al Camisa Negra que saltó sobre mí, planeando como un murciélago salido de entre los pilares. Aunque intenté apartarme, me golpeó en el hombro y me hizo caer con él. El impacto lo dejó sin respiración, pero, pese a ello, consiguió atenazarme el cuello entre las piernas y apretó con fuerza, intentando que la falta de oxígeno me obligase a rendirme.
Primero le clavé el codo en el estómago y después lo golpeé en la cara con la pistola. El impacto le hizo levantar la barbilla, como si estuviera saludando; lanzó un resoplido que me salpicó de saliva la mejilla y el cuello, y relajó las piernas justo lo suficiente para que yo me liberase. Me di la vuelta y lo volví a golpear con el cañón de la pistola. El Camisa Negra cayó de costado y yo me levanté.
Algunos de sus compañeros se acercaban entre los vehículos de la plaza, mientras otros descendían por la escalinata. Todos ellos gritaban como posesos, deseosos de alcanzarme para darme mi merecido. ¿Qué importaba que Hubble hubiera ordenado que no me mataran? Yo iba a morir antes o después y, pensándolo bien, prefería que fuese antes. Aunque, por lo visto, iba a tener que animarlos a que lo hicieran.
Me saqué otro cargador del bolsillo mientras expulsaba el cargador vacío de la pistola con la otra mano. Algunos de los Camisas Negras ya estaban levantando sus armas para apuntarme. Esta vez no tenía escapatoria. Llevaba mucho tiempo esperando este momento y estaba preparado para enfrentarme a él. Y, en cualquier caso, ¿qué tenía de bueno estar vivo?
Entonces llegó el primer Camisa Negra. Sentí que fuera una mujer. Tenía el pelo rapado, la cara y los dientes cubiertos de mugre y los ojos sanguinolentos. Lo sentí porque, aunque no me gusta golpear a las mujeres, aferré firmemente el cargador de metal y la golpeé con fuerza; era la primera vez que golpeaba a una mujer.
Le rompí los dientes, y ella cayó al suelo sin emitir un solo sonido. Pero un nuevo Camisa Negra ocupó inmediatamente su lugar. Me bastó con verlo para saber que haría falta algo más que un puñetazo en la boca para librarme de él. Ya me había cruzado con él en más de una ocasión. Se llamaba McGruder y era el lugarteniente o el capitán de la guardia personal de Hubble; cualquiera sabe qué cargo altisonante e insignificante le habría otorgado su jefe. Medía un metro noventa, o más, y tenía la complexión de un buey. Además, por lo que pude ver, todavía estaba lejos de sucumbir ante los efectos de la Muerte Lenta.
Yo retrocedí hasta el último escalón sin quitarle los ojos de encima, con la pistola todavía sin cargar. Mirándolo fijamente a los ojos, conseguí retrasar unos segundos su ataque, pero estaba convencido de que, si apartaba la mirada para recargar la pistola, rompería el hechizo que parecía haberse apoderado de él. Aun así, cada vez estaba más cerca.
El Ford negro que había visto antes apareció de la nada y frenó de golpe, haciendo chirriar las ruedas. Una de las cuatro puertas se abrió, golpeando a McGruder con tanta fuerza que lo dejó sentado en el suelo. Dos caras me miraron desde dentro del coche y una voz de mujer gritó:
—¿A qué estas esperando? ¡Entra, maldito estúpido!
El hombre que iba sentado al lado de la conductora ya había cerrado su puerta, pero me señaló hacia la de detrás sacando la mano por la ventanilla. Tras el desconcierto inicial, los Camisas Negras ya estaban rodeando el coche, golpeando el capó triangular del Ford con los puños.
—¡Entra de una maldita vez! —volvió a decir la voz de mujer. Creo que lo que me sacó de mi estupor fue su lenguaje.
Abrí la puerta de atrás, y el Ford arrancó. Tuve justo el tiempo necesario para saltar sobre el estribo pintado de blanco. Pasé el brazo alrededor del montante central de las ventanillas para sujetarme sin soltar la pistola mientras me guardaba el cargador en el pantalón. Después agarré la parte de arriba de la puerta abierta y me sujeté con todas mis fuerzas mientras el Ford dispersaba a los Camisas Negras. Una mano salió del coche e intentó meterme dentro tirando de mi cinturón. Pero, con el Ford ganando velocidad y la puerta apretada contra mi cuerpo, atrapándome en el estribo, eso no resultaba nada fácil.
Uno de los matones había decidido no apartarse del camino del coche. Pero, en vez de disparar con la metralleta a la altura de la cadera, cometió el error de intentar asegurarse el blanco, levantando el arma para apuntar, y el coche se le vino encima antes de que pudiera disparar. Cuando por fin se apartó, mi instinto de supervivencia me dio la fuerza necesaria para abrir la puerta y golpear de lleno al Camisa Negra. El matón salió despedido con la metralleta en alto, salpicando el aire con una lluvia de balas que rompió las lunas del piso superior de un autobús. El retroceso de la puerta me aplastó el pecho y el dolor me hizo bajar el brazo derecho. La pistola cayó en alguna parte del interior del coche.
—¡Entra de una vez! —volvió a gritar la voz de mujer, con más frustración que ira.
Pero, en vez de entrar, estuve a punto de caerme al suelo cuando el Ford se subió a la acera para evitar un camión que le obstruía el paso. Olvidando mis buenos modales, le dediqué un insulto a la mujer que, en cualquier otra situación, sin duda la habría hecho enrojecer, antes de conseguir saltar sobre el asiento de atrás. Detrás de mí, la puerta se cerró por su propia inercia. Respirando con dificultad por el dolor que me atenazaba el pecho, caí sobre las piernas de la persona que ocupaba el asiento trasero, la persona que me había agarrado del cinturón momentos antes.
Lo primero que noté fue su dulce aroma y, después, la suavidad con la que me sujetó. Luchando por recuperar el aliento, observé la cara que tenía encima. Su sonrisa era tan dulce como su perfume y, en cierto modo… Bueno, un poco afectada. Al menos, eso es lo que me pareció entonces. El sol que entraba por la ventanilla llenaba su cabello castaño claro de reflejos dorados.
Al abandonar la acera, el movimiento del coche me arrojó contra sus pequeños pechos y después contra la puerta. La chica se agarró al respaldo del asiento delantero y miró por encima del hombro de la conductora con gesto de ansiedad. Cuando por fin conseguí sentarme, observé a mis compañeros de viaje. A pesar del calor, el hombre que estaba sentado delante de mí llevaba un sombrero de fieltro marrón y una chaqueta de tweed. Como estaba mirando hacia adelante, no pude verle las facciones. Eso sí, su pelo desgreñado —sin peluquerías, todo el mundo llevaba pésimos cortes de pelo, aunque yo mantenía el mío razonablemente corto con la ayuda de unas tijeras afiladas y bastante imaginación— no conseguía ocultar las cicatrices de quemaduras que le subían desde el cuello de la camisa hasta la nuca.
A la que sí pude ver bien fue a la mujer o, mejor dicho, a la chica que iba al volante. Al sentirse observada, ella volvió un momento la cabeza.
—¿Quién eres? —preguntó con un tono de voz enérgico. Su acento era sin duda londinense y no precisamente de los barrios más elegantes.
Antes de que pudiera contestar, algo, supongo que algún escombro, golpeó contra el parabrisas e hizo una grieta en el cristal. La chica dio un fuerte volantazo al tiempo que murmuraba algo malsonante, y el Ford dibujó una curva cerrada, haciendo chirriar las ruedas, antes de entrar en el ancho paseo lleno de escombros en el que se había convertido el Strand. Pasamos a toda velocidad junto a los escaparates tapiados de los comercios, sorteando los socavones y los cadáveres que salpicaban nuestro camino. Un par de balas impactaron contra la parte posterior del coche, y la chica que estaba sentada a mi lado se estremeció. Miré por la luna trasera y vi que el camión Bedford había reanudado la persecución; los Camisas Negras que iban detrás habían levantado el faldón delantero del techo de lona para disparar. Afortunadamente, la tapa metálica que cubría la rueda de repuesto sujeta al maletero del Ford estaba recibiendo la mayoría de los impactos.