Las pisadas se acercaban; por lo visto, ellos también habían oído la música.
Cagney
decidió que era hora de irse y salió corriendo a toda velocidad. Hizo bien, pues los Camisas Negras eran capaces de pegarle un tiro por puro entretenimiento.
La rueda delantera de la moto se levantó al ponerme en marcha, y tuve que agacharme sobre el depósito y usar todo el peso de mi cuerpo para mantenerla en el suelo mientras huía de esos matones. Oí una ráfaga de disparos a mi espalda, y la esfera cubierta de telas de araña del gran reloj que tenía delante pareció contraerse ante mis ojos. Las polvorientas figuras doradas que decoraban el reloj se aferraron a la vida mientras el viejo mecanismo reverberaba con pequeñas explosiones metálicas. O bien quien había disparado tenía una puntería horrible, o bien disfrutaba jugando conmigo. O puede que sólo pretendiera advertir a sus compañeros sobre mi paradero.
Atravesé la puerta abierta de doble hoja que había al fondo de la habitación y tuve que frenar de golpe para evitar salir disparado por el ventanal que encontré al otro lado; aquí era donde la fachada este se encontraba con el ala norte del edificio. Arrastrando el pie izquierdo, hice girar la moto de forma que volcó una pequeña mesa y el jarrón ornamental que tenía encima, sin duda de un valor incalculable, aunque ya nadie notaría su pérdida.
Aunque el edificio estaba sumido en la penumbra, las rendijas y las grietas de los tablones de madera que cubrían las ventanas dejaban pasar suficiente luz para ver por dónde iba. Acababa de entrar en la zona de los aposentos privados y sabía que tenía que haber una escalera cerca. Por desgracia, ésta era demasiado empinada y demasiado estrecha para la moto, pero yo no tenía la menor intención de bajarla a pie, pues la velocidad era mi aliada, como lo venía siendo desde hacía mucho tiempo. Además, de haber abandonado la moto, habría sido un blanco fácil para cualquiera que quisiera tenderme una emboscada.
Una bala silbó detrás de mí y se clavó con un ruido seco en la pared, justo al lado de una ventana. Avancé a toda velocidad por el pasillo que atravesaba el ala norte. Afortunadamente, habían evacuado el edificio y retirado los cuerpos inmediatamente después de la huida de sus inquilinos —que Dios se apiade de sus almas—, así que no tenía que preocuparme por encontrarme con ningún cadáver en el suelo. Aceleré a fondo, abrasando la alfombra, y el rugido del motor hizo temblar las paredes del pasillo. No tardé mucho en llegar al ala oeste. Ahí es donde empezó la auténtica diversión.
Sin reducir la velocidad más que cuando era necesario para tomar las curvas más complicadas, me dirigí hacia la escalinata del vestíbulo principal, por la que sabía que la Matchless podría descender sin dificultad. Llegué a una sala de pinturas tan larga que incluso tuve tiempo para cambiar de marcha. Había pasado muchas horas en este museo de altos y brillantes techos, sentado en uno de los bancos que había dispuestos junto a las paredes para contemplar las pinturas, disfrutando de la belleza que me rodeaba y sintiendo tristeza al mismo tiempo porque ya no había nadie que admirase su valor. Cuando ya había pasado junto a varios Rembrandt, Vermeer y Canaletto, una figura saltó sobre mí desde una de las puertas que había en la pared de la izquierda.
Sólo consiguió golpearme en el hombro, pero eso fue suficiente. Perdí el control de la moto, que derribó una de las pequeñas mesas del centro de la sala, antes de chocar contra un banco. Aunque conseguí mantener el equilibrio, una pierna me quedó atrapada entre el bastidor de la Matchless y el banco. La tela del pantalón se rasgó y me abrasé la pierna contra el metal. Conseguí liberarme y volví a ponerme en marcha, cada vez más rápido, como si la sala de pinturas fuera un circuito de velocidad.
Al ver aparecer a tres hombres en el pequeño vestíbulo que había al final de la sala, frené al tiempo que me inclinaba con fuerza hacia un lado, y la moto se detuvo limpiamente tras derrapar noventa grados.
Permanecí quieto unos instantes, agarrando el manillar con fuerza al tiempo que acariciaba el embrague. El sudor me cubría la frente y me resbalaba por la espalda. La vibración del motor de la Matchless me recorría todo el cuerpo mientras los tres Camisas Negras me observaban desde el vestíbulo. Uno de ellos estaba sonriendo; creía que esta vez me habían atrapado. Los tres iban armados, pero ninguno se molestó en apuntarme. Llevaban el pelo rapado al estilo militar y camisas negras, naturalmente, metidas en sus pantalones negros, aunque el polvo y las arrugas arruinaban el efecto marcial. El suyo era el mugriento uniforme de la arrogancia, el tejido de la destrucción. Al parecer, estos enfermos degenerados todavía no habían aprendido la lección.
Algo se movió entre las sombras, y una cara de mujer apareció detrás de ellos; ella también sonrió al sopesar la situación.
Miré al infeliz que había intentado tenderme una emboscada hacía unos segundos. Se estaba levantando, con el ceño contraído por la decepción. Otro Camisa Negra entró por la misma puerta lateral golpeando el mango de lo que parecía ser una piqueta de albañil contra la palma de su mano. La acústica de la larga sala de pinturas amplificaba el sonido de los golpes. Su sonrisa y el brillo de sus ojos dejaban claras sus intenciones. Por si todavía cabía alguna duda sobre contra quién estaban las apuestas, oí nuevas pisadas de hombres corriendo en el extremo opuesto de la sala. Los matones que habían empezado la caza en la habitación del balcón aparecieron en el otro extremo de la sala y se detuvieron un momento para evaluar la situación.
Me volví hacia los cuatro Camisas Negras que estaban saliendo del vestíbulo. Ellos se detuvieron, como si mi mirada los hubiera cogido desprevenidos, pero no tardaron en volver a sonreír. Mientras yo hacía girar el motor de la moto, ellos parecían felicitarse por haberme atrapado.
Hasta que vieron que yo también estaba sonriendo.
Hice volver la moto y, describiendo eses cerca de la pared, avancé hacia el desafortunado que acababa de ponerse en pie. Primero la sorpresa y, después, el pánico le hicieron abrir los ojos de forma desmesurada mientras yo avanzaba a toda velocidad hacia él. Consiguió evitarme saltando sobre su boquiabierto compañero, y el mango de la piqueta quedó atrapado entre los cuerpos de los dos Camisas Negras. Yo ya me había alejado mucho antes de que consiguieran desenredarse. Torcí hacia la izquierda y desaparecí por la puerta que había enfrente de la que ellos habían usado para entrar; afortunadamente, la sala de pinturas tenía multitud de entradas y salidas.
Me encontré en una habitación cuya pared principal era un inmenso ventanal en forma de arco que, de no haber sido por las cortinas, hubiera permitido ver hectáreas y hectáreas de praderas de césped sin cortar y jardines invadidos por la maleza. Los altos pilares negros que flanqueaban el ventanal llegaban hasta el techo abovedado, y había grandes espejos en forma de arco encima de las chimeneas de mármol blanco; no es que me fijara en todos esos detalles en ese momento, sino que ya lo había hecho en otras muchas ocasiones, cuando estaba menos ocupado. Perfectamente consciente de la distribución del edificio, hice girar la moto y, describiendo un amplio semicírculo al tiempo que hacía patinar las ruedas ruidosamente sobre el suelo de maderas nobles, entré en la habitación contigua. Pasé como un rayo ante esbeltas columnas corintias, largas cortinas de terciopelo y candelabros cubiertos de telas de araña que temblaron a mi paso, sillas azules y doradas y grandes cuadros de antiguos monarcas que colgaban de la brillante tela azul de las paredes, un reloj de pared de mármol y bronce con tres esferas, un jarrón azul oscuro de porcelana, un juego de primorosas mesillas y una mesa circular sostenida sobre un único pie central, y crucé la puerta abierta que conducía a otra sala igual de magnífica. Sabía exactamente hacia dónde iba, pues había tenido tiempo de sobra para explorar todo el edificio durante mi estancia. Dada mi forma de ser, precavida por naturaleza, tenía prevista más de una vía de escape, y había dejado las puertas abiertas por si tenía que salir apresuradamente.
Lo que necesitaba era que, en vez de intentar cortarme el paso, los Camisas Negras me siguieran, pues la sala azul era paralela a la sala de pinturas y yo estaba dibujando un semicírculo en mi huida. Justo antes de entrar en el comedor, miré un momento a mi izquierda para asegurarme de que el pequeño vestíbulo que daba tanto a la sala de pinturas como a la sala azul estaba vacío. Y lo estaba. Eso significaba que habían mordido el anzuelo; en vez de esperarme, los Camisas Negras me estaban siguiendo.
Los jarrones llenos de flores marchitas, la gran fuente sopera ovalada y los aguamaniles de plata que estaban unidos por grandes telas de araña a una enorme mesa sin brillo mostraban hasta qué punto el lujo había dado paso al deterioro. Las paredes y las alfombras rojas, cubiertas de polvo, me hicieron sentir como si estuviera atravesando una herida abierta, supurante, mientras las frías miradas de los monarcas seguían mi recorrido desde lienzos enmarcados en oro sin lustre. Supongo que sería el exceso de adrenalina lo que me hizo pensar esas locuras, pero, qué demonios, esas locuras me ayudaban a mantenerme alerta.
Empecé a frenar, previendo la curva que me esperaba, y me detuve casi por completo en una antecámara llena de tapices. Aparté un trabajado escritorio que se interponía en mi camino y accedí a un pequeño pasillo antes de torcer a la izquierda para entrar en otra gran sala. Mi objetivo era la escalinata que descendía al final de esta sala. Apreté los dientes con fuerza y avancé entre las obras maestras de rigor, consciente de que iba demasiado rápido, pero sin decidirme a aminorar la marcha; sabía que mis perseguidores adivinarían mis intenciones en cuanto oyeran el ruido de la moto volviendo en su dirección.
Fue un descenso movido, y eso que la Matchless G3L era una de las primeras motos británicas con suspensión de horquillas telehidráulicas y que los escalones estaban cubiertos con una mullida moqueta roja. Tensé los músculos de los brazos, me puse de pie sobre la moto y bloqueé la rueda de detrás para contrarrestar el ángulo de descenso; nunca había bajado una escalera a esa velocidad. Temblando de la cabeza a los pies, mi alarido entrecortado se convirtió en un grito de alivio, o puede que de triunfo, cuando la moto volvió a enderezarse tras el último escalón.
Un segundo tramo de escalones ascendía desde el rellano donde me encontraba yo hasta una galería que daba a la sala de pinturas donde los Camisas Negras creían haberme atrapado hacía tan sólo unos minutos; esos matones habían vuelto sobre sus pasos y empezaban a salir a la galería. El primero tuvo el tiempo justo para levantar el arma sobre la balaustrada de bronce y disparar una vez antes de que yo volviera a acelerar para saltar sobre el nuevo tramo de escalones que se extendía ante mí. Mi larguísimo grito estuvo a punto de verse interrumpido cuando una bala rebotó ruidosamente contra el chasis de la moto.
Al aterrizar, faltó poco para que el impacto me tirara al suelo, pero conseguí mantener el control girando la moto mientras las ruedas abrasaban la alfombra. Me detuve con un fuerte chirrido a apenas unos centímetros de un tramo ascendente de escalones.
Respiré hondo y, clavando los tacones sobre la montaña de tela en la que se había convertido la alfombra, empujé la Matchless hacia atrás, hasta tener el espacio suficiente para dar la vuelta. Los gritos y pisadas que oí a mi espalda no dejaban ninguna duda: los Camisas Negras ya estaban descendiendo por el primer tramo de la escalinata. Alguien disparó una ráfaga que, por el sonido, sólo podía ser de una metralleta. Al girarme, vi los agujeros de bala en los cuadros que colgaban de las paredes. Quizá el Camisa Negra sólo quisiera asustarme, o quizá no.
Ya había conseguido dar la vuelta, cuando oí un ladrido. Busqué a
Cagney
con la mirada, pero no lo vi. Bueno, el chucho sabía cuidarse solo. Y, además, ¿acaso no me había cedido todo el protagonismo escabullándose en cuanto llegaron los primeros Camisas Negras? Volví a acelerar, y la Matchless saltó los cuatro escalones que me separaban del vestíbulo. Ahí es donde apareció finalmente
Cagney,
trotando tranquilamente por el antiguo lugar de reunión de la realeza, evitando el mármol que había a ambos lados de la moqueta roja, que resultaba demasiado frío, o demasiado resbaladizo, para sus delicadas almohadillas. Se detuvo un momento para saludarme con rápidos movimientos del rabo, pero yo le grité que se largara.
Cagney
pasó a mi lado a toda velocidad y desapareció tras la amplia puerta de la entrada.
Siguiéndolo, tracé un círculo que me volvió a acercar a la escalinata por la que acababa de bajar. Lo que vi no me gustó nada: tres de mis perseguidores estaban inclinados sobre la barandilla de la escalinata, apuntándome con sus armas mientras sus compañeros descendían a toda prisa. Pero su ángulo de tiro resultaba incómodo y, además, yo no me quedé esperando a que dispararan. Cuando las balas agujerearon la moqueta y desconcharon las columnas de mármol, yo ya estaba saliendo por la puerta.
Arrastrando el pie derecho sobre el suelo, pasé entre las columnas de piedra del doble pórtico de la entrada y salí al aire libre. Volví a torcer hacia la izquierda y me encontré ante un gran patio cuadrangular rodeado por los cuatro bloques del histórico edificio. Al otro lado de la gran extensión de piedra, enfrente del pórtico, se abría una estrecha arcada flanqueada por dos angostos pasos de peatones por la que, no mucho tiempo atrás, solía acceder al antepatio de entrada el carruaje real.
Cagney
ya estaba a medio camino, y yo me estaba acercando rápidamente a él, cuando vi el Bedford OYD aparcado en la esquina opuesta del patio. El camión del ejército no estaba ahí la noche anterior, ni tampoco la otra, así que supuse que lo habían llevado los Camisas Negras; un vehículo militar le iba que ni pintado a sus juegos marciales.
Un Camisa Negra se enderezó junto al capó del vehículo. Estaba solo. Al verme, el cigarrillo se le cayó de los labios, abrió la puerta del camión y se subió a toda prisa al asiento del conductor. Al parecer, había adivinado mis intenciones, pero ya era demasiado tarde para que yo cambiara de plan.
Cagney
ya había desaparecido entre las sombras de la arcada. Yo aceleré, ansioso por reunirme con el perro.
El camión arrancó ruidosamente y empezó a avanzar hacia la arcada. Ya no había duda de que el Camisa Negra había adivinado mis intenciones. Yo también adiviné las suyas: pretendía taponar la arcada. Y, como si eso no fuera suficiente, sacó una mano por la ventanilla del vehículo militar y me apuntó con una pistola.