—¿Quiénes demonios son esos tipos? —dijo la chica que iba al volante.
Aunque estaba demasiado ocupada para mirarme, sorteando el camión de mudanzas y la furgoneta abierta que obstruían el centro de la calle desde que habían chocado años atrás, estaba claro que la pregunta iba dirigida a mí. Antes de que yo pudiera contestar, una bala hizo añicos la luna trasera y pasó silbando entre mi cabeza y la de mi compañera de asiento para luego destrozar el parabrisas delantero. Apreté a mi compañera sobre el regazo y me agaché sobre ella. La chica del volante soltó un par de improperios mientras una corriente de aire llenaba el interior del vehículo.
—Si hubiera querido sentir el viento en la cara, habría mangado un descapotable —le oí gritar por encima del ruido del aire.
—¡Más rápido! —le aconsejé.
Ella dijo algo que no entendí.
—He dicho que si se te ocurre algún sitio al que podamos ir —gritó cuando me incliné hacia adelante para poder oírla.
—Sigue hacia el este. Si conseguimos ir más rápido, los perderemos.
—Oye, eres yanqui, ¿verdad?
Giró la cabeza para mirarme, y yo pude verle mejor la cara.
Tenía los ojos de color avellana. Era bastante guapa, aunque una fina cicatriz le atravesaba las mejillas y la nariz trazando una línea diagonal. Llevaba los labios sin pintar, pero aun así se le perfilaban nítidamente en una mandíbula firme que denotaba cierta obstinación de carácter. Su oscuro cabello estaba recogido en un moño, aunque algunos mechones ondulados le caían desordenadamente sobre la frente. No sé por qué me fijé en esos detalles en un momento como ése; puede que llevara demasiado tiempo sin estar con una mujer.
—¡Mira hacia adelante! —le dije y ella lo hizo, justo a tiempo para esquivar un Austin de dos toneladas de peso.
—¿Tenéis armas? —pregunté una vez sorteado el obstáculo. No tenía ni idea de adonde había ido a parar mi Colt.
El hombre del sombrero de fieltro giró el cuello para mirarme. Con los ojos ocultos bajo la sombra del ala inclinada del sombrero, movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Por qué íbamos a tener armas? —dijo la chica que conducía—. La guerra se acabó hace tres años.
No me molesté en contestar. Estábamos justo al lado del callejón que hacía las veces de antepatio del Savoy y estuve a punto de decirle que se detuviera. Podíamos dejar el coche ahí, atravesar el hotel y coger otro en la entrada que daba al río; yo tenía varios preparados ahí con las llaves puestas. Aunque, pensándolo bien, era demasiado arriesgado, pues nuestros perseguidores no estaban lejos y lo más probable era que nos alcanzaran antes de que pudiéramos entrar en el hotel. Además, el Savoy era uno de mis refugios —hasta tenía mi propia suite en el tercer piso, con vistas al Támesis— y no me atraía nada la idea de que los Camisas Negras pudieran descubrirlo.
Pasamos junto a varios edificios destrozados por las bombas de la Luftwaffe o por explosiones de gas, cortocircuitos, colillas de cigarrillos, velas encendidas o cualquier otro tipo de accidente doméstico provocado por las víctimas de la Muerte Sanguínea. Aunque la guerra hubiera acabado hacía tiempo, seguían produciéndose explosiones de gas y reventones en las cañerías de agua. Además, todavía se venían abajo repentinamente edificios cuya estructura había resultado dañada durante los bombardeos. Londres ya era una ciudad bastante peligrosa sin ese ejército de lunáticos patrullando las calles.
Por alguna extraña razón, a pesar de que los cuerpos yacían abandonados por todas partes, no se había producido ninguna epidemia después del día de la
Vergeltungswaffen,
la Venganza, aunque tal vez eso guardara relación con la propia naturaleza de la Muerte Sanguínea y el efecto que tenía sobre los sistemas corporales tanto de humanos como de animales. Aquellos que, sin saberlo todavía, habían contraído la Muerte Lenta intentaron limpiar la ciudad, pero, con el tiempo, ellos también fueron sucumbiendo, hasta que sólo quedó una panda de locos que vagaban sin rumbo.
Y existía otro peligro, aunque, como no ocurría desde hacía bastante tiempo, quizá se hubiera acabado.
Llegamos a Aldwych. Al fondo, apenas se distinguía el cascarón destripado de lo que había sido la iglesia de Saint Clement Danés entre la maraña de coches inmóviles.
—¡Tuerce a la izquierda! —le dije a la chica mientras comprobaba los progresos de nuestros perseguidores. El Humber casi había alcanzado al camión Bedford, pero los dos vehículos, mucho más voluminosos que el Ford, tenían más problemas que nosotros para abrirse paso entre el atasco de coches abandonados. La chica giró el volante para entrar por Kingsway. Pasó sobre las vías del tranvía y aminoró la marcha para evitar el inmenso cráter que había en medio de la calle.
Ahora que avanzábamos más despacio, la chica que estaba sentada a mi lado se dirigió a mí suavemente.
—¿Eres como nosotros? —preguntó.
Comprendí en seguida lo que quería decir. El hombre del asiento delantero volvió a mirarme, con los ojos llenos de curiosidad, y la chica que iba al volante dejó de murmurar improperios durante unos instantes para oír mi respuesta.
—¿AB negativo? Sí —contesté.
—Bienvenido al club —dijo la conductora sin dejar de observarme—. ¿Y esos chiflados que te persiguen?
—Tienen la Muerte Lenta —expliqué—. Están condenados a morir, pero se niegan a admitirlo.
—¿Y por eso están moscas contigo? Ya sabes, ¿porque ellos van a morir y tú no?
Una vez más, su modo de expresarse me desconcertó un poco; desde luego, las chicas de Wisconsin no hablan, o, mejor dicho, no hablaban así.
—Creen que puedo serles útil. Al menos su jefe lo cree. Tuerce a la derecha en el próximo semáforo y sigue hacia el este.
—¿Como conejillo de Indias? ¿Quieren hacer algún tipo de experimento contigo? —Esta vez fue mi compañera de asiento quien habló.
—No, lo que quieren es mi sangre.
—¿Para una transfusión? —inquirió el hombre del sombrero. Yo creí advertir cierto acento extranjero en sus palabras. ¿Polaco? Desde luego, no era francés. Puede que fuera checo.
—Sí, está loco.
—Pero si eso ya se ha intentado y no funciona. Los grupos sanguíneos no se pueden mezclar.
—Él se niega a aceptarlo.
El extranjero movió la cabeza con lástima, o puede que con incredulidad. El coche dio un bandazo, y yo estuve a punto de caerme del asiento.
—¿Hay más como vosotros en el sitio del que venís? —le pregunté a la chica que estaba a mi lado.
Vestía ropa de paisano: un vestido azul pálido con hombreras, ceñido a la cintura, y unos zapatos marrones sin medias que resultaban más prácticos que elegantes. Desde luego, cualquier cosa que se pusiera esa chica le sentaría bien.
—No demasiados. Nuestro grupo sanguíneo no es nada frecuente.
Tenía razón; demasiado infrecuente.
La conductora, que seguía guiando el coche cuidadosamente entre los obstáculos, interrumpió a su compañera.
—Nos llevaron a un sitio secreto cuando descubrieron que los de nuestro grupo sanguíneo eran inmunes. Estaba en Dorset. Era una especie de clínica o algo así. Nos hicieron todo tipo de pruebas, intentando encontrar un antídoto, pero no consiguieron nada. Me imagino que harían lo mismo por todo el país. Qué demonios, por todo el mundo.
Observé su perfil atentamente. Supongo que esperaba ver lágrimas en sus ojos, pero no apareció ninguna.
—La mayoría de los AB negativos se largaron cuando empezaron a morir los médicos —continuó la chica. Durante unos segundos, se concentró en la conducción para pasar entre dos tranvías detenidos en dos vías paralelas de la amplia avenida—. Por cierto, ¿cómo te llamas? —dijo al acabar con éxito la maniobra—. Ya que parece que te hemos salvado la vida, creo que tenemos derecho a saber quién eres, ¿no?
—Hoke —contesté yo.
—Hola, Hoke. ¿Y eso no va acompañado por algún nombre?
—Eugene Nathaniel.
—¡Dios santo, mira que sois raros los yanquis! Bueno, yo soy Cissie, y la belleza que tienes sentada a tu lado es Muriel. Muriel Drake.
A pesar de la tensión del momento, Muriel me obsequió con una sonrisa.
—El tipo que tienes delante es Willy —continuó Cissie—. Nos lo encontramos andando por la carretera cuando nos fuimos de la clínica. Aunque realmente no se llama Willy, ¿verdad, Willy?
Él también sonrió, aunque de forma tensa. Tenía los rasgos muy marcados, una nariz grande que sin duda se había roto alguna vez y una mirada penetrante que parecía querer escudriñar los pensamientos de los demás.
—No —respondió—. Me llamo Wilhelm Stern.
La
w
sonaba como una
v
y la
h
como
sh.
—¿Eres alemán? —Lo dije sin levantar la voz.
Él asintió. Había dejado de escudriñarme y ahora su mirada reflejaba cierta alarma.
Me lancé sobre él y le agarré el cuello con las dos manos, clavándole los pulgares. Él se inclinó hacia adelante, arrastrándome contra el respaldo de su asiento, y yo le aplasté la cabeza contra el salpicadero mientras él intentaba agarrarme las muñecas. Muriel me cogió de los hombros y tiró de mí, intentando separarme del alemán, mientras Cissie me golpeaba en la cabeza con el puño.
—¡Déjalo en paz, maldito estúpido! ¡La guerra ya se ha acabado! —gritó Cissie.
Pero era inútil. Mi odio me había vuelto insensible tanto a los golpes como a cualquier tipo de razonamiento.
Aunque el alemán se defendía, mi posición me daba cierta ventaja. Mientras Cissie me seguía golpeando en la cabeza, él intentó empujarme hacia atrás, pero no consiguió nada.
Entre tanta confusión, Cissie me estaba prestando más atención a mí que a lo que tenía delante, y el Ford chocó contra algo sólido e inamovible, tal vez un tranvía. El coche empezó a dar vueltas, mientras el motor gemía y las ruedas chirriaban. Hasta que volvimos a chocar. Las chicas gritaron, y yo salí disparado hacia adelante y atravesé el parabrisas roto, llevándome conmigo los pocos cristales que aún quedaban en su sitio. Me quedé tumbado boca arriba sobre el largo capó triangular del Ford mientras el mundo giraba a mi alrededor. Estaba demasiado aturdido para saber si estaba herido, aunque la verdad es que eso tampoco me importaba. Resbalé a cámara lenta por el capó y caí sobre la dura superficie de la calle. Me quedé tumbado en el suelo mientras las puertas del coche se abrían. Una pierna me dio una patada, aunque no lo suficientemente fuerte para hacerme daño; creo que, más bien, pretendía devolverme a la realidad. Parpadeé durante unos segundos, hasta que vi a Cissie mirándome con ojos encolerizados.
—Maldito estúpido —dijo, con más pena que ira—. Ya te he dicho que la guerra se ha acabado. No podemos seguir matándonos entre nosotros. —El principio de una lágrima suavizó su mirada.
Muriel se agachó a mi lado.
—¿Estás bien? —preguntó mientras apoyaba una mano sobre mi hombro.
Stern, el maldito nazi, me estaba apuntando con mi propia pistola.
Intenté levantarme, pues el odio había vuelto a apoderarse de mí, pero Muriel me empujó contra el lateral del Ford. Cuando habló, su voz sonaba más pausada que nunca.
—¿No te das cuenta de que no merece la pena? Ese tipo de odio es lo que nos ha llevado a esto.
Con una mano temblorosa, señalé al alemán.
—No, esos locos son los que nos han llevado hasta esto. —Las palabras apenas consiguieron abrirse camino a través de mi garganta.
—Amigo mío, como no nos vayamos de aquí ahora mismo, vamos a tener que enfrentarnos con otro tipo de locos. —Stern movió la pistola en el aire, señalando hacia atrás.
—Dios mío, ya están aquí. —Cissie se agachó, me cogió del brazo y empezó a tirar de mí—. Deberíamos dejarte aquí tirado, maldito estúpido.
Muriel me cogió del otro brazo y, entre las dos, consiguieron levantarme. Detrás de nosotros, el Humber estaba pasando con dificultad entre los dos tranvías, mientras el camión Bedford, que se hallaba todavía más cerca, intentaba sortear una farola en la acera. Cuando por fin consiguió superarla, avanzó directamente hacia nosotros, con los Camisas Negras apuntándonos desde el techo de lona.
Me dolía todo el cuerpo. A esas alturas, ya había acumulado un número considerable de cortes, golpes y magulladuras. Eso sí: no parecía tener nada roto, y la bala que me había desgarrado la cazadora sólo me había hecho un rasguño en el hombro. Todavía estaba un poco aturdido, pero eso tampoco era un gran problema. Estudié rápidamente la zona, buscando otro vehículo en el que pudiéramos huir, pero lo único que vi fue un montón de chatarra. En algún momento, mientras toda la población de Londres intentaba huir de la Muerte Sanguínea al mismo tiempo, debía de haberse producido una colisión en cadena. El Bedford ya casi nos había alcanzado, y sus ocupantes nos apuntaban gritando con júbilo. Desde luego, teníamos serios problemas.
Y, entonces, supe lo que teníamos que hacer. Aunque la idea resultaba aterradora, levanté el brazo, intentando disimular el temblor de mi mano, y señalé hacia donde teníamos que ir.
Mientras Cissie y el alemán miraban hacia donde yo señalaba, mis ojos se cruzaron con los de Muriel y una pequeña arruga se dibujó en su frente. Su mirada contenía una pregunta.
Pero fue Cissie quien la hizo.
—¿Al metro? ¿Quieres que bajemos ahí abajo?
Stern tampoco lo podía creer.
—Ahí no nos seguirán —dije yo y empecé a avanzar hacia la estación de metro.
—Claro que lo harán —me espetó Cissie—. Y, entonces, estaremos atrapados.
Yo me di la vuelta y me dirigí a mis tres compañeros.
—Creedme, no nos seguirán.
Detrás de nosotros, el Bedford arrancó ruidosamente el parachoques blanco de un pequeño Austin negro.
—¡Si queréis seguir vivos, os recomiendo que me sigáis! —les grité antes de continuar andando. Aunque cojeaba un poco, el dolor era soportable.
No sé si lo que los convenció fue la urgencia de mi voz o los disparos procedentes del camión, pero los tres empezaron a correr detrás de mí.
Unos segundos después, estábamos en la zona de expedición de billetes de la estación de metro de Holborn. Dejé que los demás se adelantaran y eché un último vistazo hacia el exterior. El camión militar estaba a menos de veinte metros de la entrada, frenando ruidosamente.
Me abrí paso hacia la taquilla, teniendo cuidado de no pisar ninguna de las formas oscuras que yacían en la penumbra; esperaba que mis nuevos compañeros estuvieran haciendo lo mismo. La cabina de la taquilla estaba justo delante del acceso a las escaleras mecánicas. Mientras me acercaba a la puerta grité: