—Coged una máscara. Vais a necesitarla.
Las dos chicas se limitaron a mirarme boquiabiertas mientras yo abría la puerta de una patada, pero Stern se agachó junto a una de las pequeñas cajas de cartón que había en el suelo. Sacó una máscara de gas y se la dio a Muriel.
Dentro de la cabina, me encontré con un traje lleno de huesos sentado en un alto taburete. Tenía el cráneo cubierto de piel curtida y las cuencas de los ojos vacías. Sus delgadas manos momificadas descansaban sobre el estrecho mostrador, justo delante de la ventanilla de atención al público, como si estuvieran a punto de recoger el dinero de algún viajero. Unos largos mechones de pelo gris le colgaban del cuero cabelludo, y los escasos dientes amarillentos que conservaba se alzaban en el borde de su boca abierta, como lápidas torcidas delante de una cripta negra. Di gracias por la escasez de luz, por la oscuridad que dificultaba la visión.
Había imaginado que el hedor sería todavía peor, pero supongo que el proceso de descomposición de este cuerpo hacía ya mucho tiempo que había acabado y que el olor se habría filtrado a través de la ventanilla y de los conductos de ventilación, pues en la cabina sólo había un desagradable ambiente rancio. Parecía que este empleado del metro había tenido suerte, pues la Muerte Sanguínea había acabado con su vida de forma súbita. La taquilla se había convertido en su mausoleo particular, en su sepulcro solitario e inviolado. Así, su cuerpo al menos se había descompuesto sin que nadie lo molestara.
No tardé en encontrar lo que buscaba. Sabía que en la taquilla habría algún tipo de linterna para los apagones de los bombardeos o para cualquier otro tipo de emergencia. Encontré la pesada linterna cromada en un pequeño armario justo al lado de la puerta. No me sorprendió que no se encendiera. Necesitaba pilas nuevas. Abrí un cajón detrás de otro, hasta encontrar un paquete de Ever Ready sin abrir. Sólo tardé un par de segundos en quitar las pilas viejas y poner las nuevas. Después, aguanté la respiración mientras accionaba el encendido. Un débil círculo de luz se dibujó en el otro extremo de la cabina y suspiré con alivio; las pilas no tenían demasiada fuerza, pero servirían. Salí de la cabina y le di la linterna al alemán.
Fuera, en la calle, los Camisas Negras que ocupaban la parte trasera del Bedford ya estaban saltando del camión.
—Dame la pistola —le ordené a Stern. Él se apartó, alejando el Colt de mi alcance.
—¡Por Dios santo, si ni siquiera está cargada! —le grité y, acto seguido, se la arranqué de la mano.
Cuando el primero de los Camisas Negras llegó a la acera, yo ya había introducido el nuevo cargador. Disparé una vez como advertencia. Los Camisas Negras se agacharon instintivamente y se pusieron a cubierto. La estación de metro tenía dos accesos, pero yo esperaba que esos matones no tuvieran la lucidez necesaria para usar el segundo; no creo que hubiera podido cubrir dos flancos.
—¡Lleva a las chicas abajo! —le grité al alemán señalando hacia las escaleras mecánicas que había detrás de las barreras—. ¡Esperadme en el andén!
Volví a disparar para mantener ocupados a los Camisas Negras.
—¿Y tú? —preguntó Cissie mientras Stern empujaba a las dos chicas hacia las escaleras.
—¡Yo iré en cuanto pueda! —contesté con otro grito. Después me cubrí detrás de la cabina y volví a disparar contra nuestros perseguidores. Los Camisas Negras empezaron a devolverme el fuego, aunque, temerosos de exponerse demasiado tiempo, disparaban sin apenas apuntar. Resulta curioso que cuando alguien tiene los días contados, como era el caso de esos matones, la vida parece cobrar todavía más importancia. Yo sabía que no se arriesgarían a avanzar a descubierto, así que no resultaría difícil contenerlos desde donde estaba. Aunque, antes o después, encontrarían una manera de sacarme de ahí.
Estuve disparando a intervalos espaciados, obligando a los Camisas Negras a mantenerse a cubierto sin desperdiciar munición, para ganar tiempo para el alemán y las chicas. Esperaba que, cuando se dieran cuenta de dónde se habían metido, tuvieran el valor necesario para seguir adelante. Después, tendría que encontrar la manera de seguirlos sin que nadie me cubriera a mí.
Aunque ese problema se resolvió solo.
Ocurrió sin previo aviso. Los Camisas Negras se mantuvieron ocultos hasta que, de repente, el Humber negro entró rugiendo por la boca de metro, precipitándose hacia mí mientras sus ocupantes disparaban continuas ráfagas desde las ventanas, como si de una película de gángsters se tratara.
Retrocedí sin perder ni un segundo más, disparando con el Colt a la altura de la cadera. Cuando el Humber chocó contra la taquilla, dejé de mirar hacia atrás y corrí hacia las barreras. Salté la más cercana, apoyándome con la mano izquierda, y seguí corriendo. Al volcar, el Humber me protegió de los Camisas Negras que empezaban a entrar, dándome tiempo para llegar hasta las escaleras mecánicas.
No necesité mirar para saber lo que había sobre los escalones; ya había usado otra estación de metro como vía de escape hacía casi tres años y no había sido precisamente una experiencia agradable. Por eso sabía que los Camisas Negras no me seguirían ahí abajo: les faltaban agallas. Pero también sabía que los restos humanos que cubrían las escaleras mecánicas, todos esos cadáveres putrefactos de hombres, mujeres y niños que habían intentado huir de la Muerte Sanguínea, pensando que la enfermedad, las toxinas, la maldita Venganza o lo que fuera que Hitler nos había enviado en sus cohetes no los alcanzaría en los túneles, convertirían mi descenso en una pesadilla. Sabía que las extremidades de todos esos cuerpos que yacían allí donde habían muerto se engancharían a mis piernas, que esos cuerpos amontonados me impedirían el paso, haciéndome tropezar, obligándome a trepar sobre ellos. Y sabía que eso les daría el tiempo necesario a los Camisas Negras para enviar una lluvia de balas que detuviera mis pasos para siempre en la oscuridad. Así que renuncié a las escaleras.
Salté sobre la rampa central que había entre las escaleras mecánicas y descendí como un niño en un trineo, deslizándome sobre el trasero, apartando con las piernas los cadáveres que encontraba a mi paso y aprovechando las farolas para aminorar la velocidad lo suficiente para no salir despedido por los aires.
Al final de la rampa, podía verse la débil luz de la linterna. Me estaban esperando, y el alemán parecía tener el suficiente sentido común para no alumbrarme con el foco de la linterna. De repente, una de las farolas sin luz se hizo añicos, rociándome con fragmentos de cristal, y la luz de la linterna desapareció. Esperaba que no hubieran dado a Stern; tenía mis propios planes para el alemán. Fue entonces cuando perdí el control. Descendiendo a una velocidad de vértigo, mi tronco adelantó a mis piernas y empecé a dar volteretas. Una nueva lluvia de disparos rasgó el aire a mi alrededor, pero mi figura debía de ser prácticamente invisible en su descenso hacia la oscuridad. Justo antes de saltar sobre la rampa, había metido la pistola en la funda de la cazadora y, al salir volando por el final de la rampa, me golpeé la muñeca con ella. Aterricé sobre unos objetos suaves, pero quebradizos, que amortiguaron mi caída.
Supongo que grité mientras rodaba sobre esos cuerpos que parecían derrumbarse ante mi contacto, hasta que finalmente me detuve bajo una avalancha de cadáveres.
Permanecí quieto, tumbado, mareado y sin aliento. Estaba aterrorizado. Algo áspero me rozó la mejilla, aunque prefería no pensar qué era. Aun así, no pude evitarlo y, al hacerlo, el pánico se apoderó de mí. Me peleé con la oscuridad, quitándome de encima ese amasijo de huesos y piel seca mientras le pegaba patadas a todo lo que encontraba. Fue entonces cuando el olor me golpeó con toda su intensidad. Me atraganté, sin aire en los pulmones, y luché contra las náuseas. Hasta que me di cuenta de que todo estaba en mi cabeza.
Desde luego, el aire era fétido en ese inmenso mausoleo subterráneo, pero eso se debía al carácter cerrado del lugar, no a la putrefacción de los cuerpos. El proceso de descomposición ya hacía tiempo que había acabado, y los cadáveres estaban todo lo deteriorados que podían estar en un sitio tan seco como éste. La primera vez que había entrado en uno de estos túneles, pocos meses después del holocausto, cuando los muertos todavía estaban frescos, el hedor resultaba insoportable. Pero debería haberme imaginado que, a estas alturas, una vez que los órganos internos y los tejidos corporales se hubieran descompuesto, los cuerpos estarían momificados. El hedor sólo estaba en mi imaginación y estaba ahí porque era lo que yo esperaba encontrarme. Lo verdaderamente aterrador de este espacio sin luz no era el olor, sino la presencia de tantos cadáveres amontonados.
—Hoke, ¿me oyes? Estamos aquí.
Reconocí la voz del alemán a pesar de la distorsión que causaba la máscara de gas que llevaba puesta. La débil luz, ausente de todo calor, no estaba lejos.
—¿Estás herido?
Haciendo caso omiso del alemán, miré hacia la luz que brillaba en lo alto de las escaleras mecánicas. Los fuertes fogonazos y las detonaciones amplificadas por las paredes alicatadas eran una invitación a salir de ahí lo antes posible. Los bultos sin forma que cubrían el suelo hacían que resultara casi imposible avanzar mientras las balas rebotaban en las paredes o se hundían en los blandos cuerpos que yacían a mi alrededor. Desesperado, cuando estaba a un par de metros del túnel donde se habían resguardado el alemán y las dos chicas, salté hacia ellos. Permanecí ahí, tumbado en la oscuridad, hasta que Cissie se agachó a mi lado y me tocó un hombro. Aunque me habló, no conseguí entender lo que decía con la máscara puesta. Pero ella insistió, hasta que yo moví la cabeza de un lado a otro.
—No, no estoy herido —dije y después me levanté; algo que cada vez me costaba más hacer.
Aun débil como era, la luz de la linterna me hizo daño en los ojos. La aparté con la mano y el foco de luz iluminó los cuerpos que abarrotaban el túnel. Me pregunté si las chicas tendrían el valor necesario para avanzar entre ellos. Aunque el olor no fuera tan malo como había imaginado, decidí no decirles que podían quitarse las máscaras. Los cristales limitarían su visión, sobre todo con tan poca luz, y, además, de alguna forma, las máscaras las aislaban de lo que las rodeaba. Y, qué demonios, fuera o no ése el caso, llevarlas puestas no les iba a hacer ningún daño.
—Tenemos que salir que aquí —le dije a Stern quitándole la linterna de la mano. Igual que ocurrió antes con la pistola, él intentó apartar la mano, aunque esta vez tampoco lo consiguió.
—¿Es que nos están siguiendo? —preguntó. El filtro redondo y los grandes cristales circulares de la máscara hacían que pareciese una criatura venida de otro mundo.
—No, no se atreverán a bajar —dije mirando a las dos chicas.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —A pesar de la máscara, noté claramente la ansiedad que contenía la voz del alemán.
—Puede que los asusten los fantasmas —contesté. Fue una estupidez, porque las dos chicas se abrazaron—. Vámonos de aquí —añadí con impaciencia.
Los Camisas Negras ya habían dejado de disparar, pero sus gritos y sus burlas llegaban con nitidez hasta nuestro escondite. Yo me adentré en el túnel y los demás me siguieron en fila india, avanzando penosamente entre los cadáveres. Al poco tiempo, llegamos a otra escalera mecánica cubierta de cuerpos inertes.
—¿Adonde vamos?
Creo que fue Muriel quien lo preguntó, aunque, con las máscaras puestas, resultaba difícil distinguir las voces. Además, yo me había adelantado un poco y estaba concentrado intentando encontrar sitio en los escalones para poner los pies. En cualquier caso, decidí no contestar.
Al llegar al final de la escalera, iluminé al trío que me seguía, manteniendo la luz de la linterna a la altura de sus pies para ayudarlos a avanzar. Una cabeza con la piel del color del betún parecía seguir sus progresos con las cuencas vacías de los ojos y un brazo con restos de cartílago seco colgando de la mano y la muñeca resbaló delante de ellos, indicándoles el camino con un dedo gris extendido. Intenté ocultarles la visión, pero ellos necesitaban la luz para no tropezar y caer de bruces en medio de ese vertedero de restos humanos.
Cissie iba delante, tanteando el suelo con unos apropiados zapatos sin tacón. Para no perder el equilibrio, bajaba con los brazos extendidos. Por primera vez, me fijé en que llevaba puestos unos pantalones oscuros, azules, creo. Aunque no estaba tan delgada como Muriel, tenía una bonita figura. Desde luego, era evidente que había pasado demasiado tiempo solo; éste no era ni el momento ni el lugar apropiado para ese tipo de pensamientos. Supongo que debí de perder la concentración, porque la luz osciló un poco y Cissie trastabilló. Con un agudo chillido, cayó sobre mí.
La cogí sin demasiada dificultad y la sujeté entre mis brazos hasta que se tranquilizó. Ella se agarraba a mí con fuerza, reacia a soltarse. Hasta que me tocó la cara.
—¿Por qué no llevas puesta tu máscara? —me preguntó.
Yo tomé una decisión. Sería más duro para ellos, pero avanzaríamos más rápido si podían ver mejor.
—Ya no hacen falta —dije apartando a Cissie hacia un lado para volver a iluminar los escalones con la linterna. Aun así, mantuve un brazo alrededor de su hombro.
—¿Qué has dicho? —Muriel permanecía inmóvil en la escalera.
—He dicho que podéis quitaros las máscaras —repetí subiendo un poco la voz.
—Pero el olor… —Cissie movió la cabeza de un lado a otro.
—El olor no es para tanto.
Cissie se quitó la máscara e hizo una mueca mientras inspiraba el aire rancio y viciado. La redecilla con la que se sujetaba el moño se le había aflojado al quitarse la máscara. Se deshizo de ella agitando la cabeza hasta que el cabello le cayó libre alrededor de la cara. Cuando Muriel se reunió con nosotros, Cissie ya parecía haberse acostumbrado a la atmósfera, o, al menos, se la veía más tranquila. Afortunadamente, todo estaba demasiado oscuro para poder distinguir ningún detalle. Muriel se quitó la máscara y frunció el ceño al inspirar el aire.
—Me ayudaría tener un poco de luz. —El alemán, que ya se había quitado la máscara, nos observaba desde los últimos escalones. Yo dirigí la luz de la linterna en su dirección.
—¿Cuál es el plan? —dijo en cuanto llegó a nuestro lado—. ¿Esperamos aquí hasta que se vayan?
Hablaba un inglés impecable, pero su acento alemán me hacía sentir como si me estuvieran clavando un puñal en el pecho. Apenas conseguí controlar mi odio.