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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (19 page)

—He visto sus espíritus, las almas de toda esa gente que murió en el hotel. He visto sus fantasmas deambulando por los pasillos, por las escaleras… Eran almas perdidas, sin ningún sitio adonde ir. Ha sido horrible, Hoke. Me dan tanta lástima… ¡Y tanto miedo!

—Te dije que no salieras de la habitación. —Intenté parecer enfadado, pero realmente no lo estaba. La verdad es que sólo intentaba evadirme. No quería escuchar lo que me estaba diciendo; los recuerdos ya eran lo suficientemente desagradables sin su ayuda.

—No pude evitarlo. Tenía que salir. Necesitaba volver a ver el hotel. No sé, puede que para revivir tiempos mejores. ¿Lo entiendes?

Yo moví la cabeza de un lado a otro.

—Ha sido una tontería.

Pero ella no me escuchaba.

—Fui hasta la escalinata del vestíbulo principal. Al principio no eran más que sombras, movimientos en la oscuridad. Pero después empezaron a salir, muy despacio, como si mis ojos los ayudaran a cobrar forma. Estaban por todas partes, flotando, deambulando solos, como si no fueran conscientes de la presencia de los demás. Incluso los que estaban juntos, como esas mujeres tan elegantes, con sus vestidos de noche, cogidas del brazo de sus parejas, no parecían ver a los otros. Pero la angustia que se reflejaba en sus ojos, el sufrimiento que expresaba su rostro… —Muriel volvió a apoyar la cabeza sobre mi pecho—. ¿Crees que me lo habré imaginado todo, Hoke, o de verdad están ahí?

—Has tenido una pesadilla —le dije mientras la estrechaba contra mi cuerpo, intentando no tocarla con la pistola que seguía sujetando en la mano.

—Pero ¡si no estaba dormida! —susurró ella.

—Entonces, serían imaginaciones tuyas. Es normal. La visión de todos esos cadáveres tiene que haberte causado una gran impresión. Créeme, Muriel, es sólo eso. A mí también me pasaba al principio. Tú, Cissie, Albert Potter, el alemán y yo somos los únicos seres vivos que hay en este hotel.

—No he dicho que estuvieran vivos…

—Los fantasmas no existen. —Lo dije de forma tan tajante que la asusté—. Los muertos están muertos. Todo lo demás son fantasías. ¿Lo entiendes, Muriel? ¿Lo entiendes?

Le apreté el brazo con tanta fuerza que ella hizo una mueca de dolor e intentó zafarse.

—Perdona, perdona. Lo siento —me disculpé, intentando calmarla al tiempo que me enfadaba conmigo mismo por haberme dejado influir por sus locuras—. Tranquilízate. Intenta deshacerte de esas ideas. Los fantasmas desaparecerán con el tiempo, te lo prometo. Desaparecerán para siempre.

Muriel se relajó y volvió a apoyarse en mí, con los brazos caídos y el peso de su cuerpo apoyado contra mi pecho. Dejé que llorara mientras le acariciaba el pelo con la mano. Hasta que sentí la firmeza de sus pequeños pechos a través de la fina combinación de seda, y una urgencia que hacía mucho tiempo que no sentía se apoderó de mi cuerpo. Luché contra mis sentimientos, contra el deseo, consciente de que aquél no era ni el momento ni el lugar apropiado y temeroso, a la vez, de que ella pudiera rechazarme.

Muriel dejó de llorar y su cuerpo volvió a ponerse en tensión, como si se hubiera dado cuenta de mi lucha interior. Pero no se apartó, y el contacto entre nuestros cuerpos adquirió una nueva intensidad. El aire estaba cargado de energía. Era como si se estuviera formando una tormenta eléctrica en la habitación, pero donde realmente se estaba formando era en nuestros cuerpos. Y su intensidad era tal que se convirtió en una auténtica agonía. El deseo luchaba contra otras emociones, contra sentimientos y recuerdos que no se dejaban someter. La imagen apareció en mi mente con una nitidez aterradora: su cuerpo tendido sobre los escalones de piedra, el estómago abierto en canal… Intenté expulsar la imagen de mi mente, pero el horror perduraba.

—Hoke…

Ahora era yo quien estaba temblando, quien intentaba no llorar. Me di la vuelta.

Muriel me cogió de los brazos y me sacudió suavemente.

—¿Qué te pasa? —dijo.

—Nada. Estoy bien —mentí yo mientras intentaba disimular el pánico que sentía—. No me pasa nada.

—Por un momento, parecía que tú también habías visto un fantasma.

—Ya te he dicho que los fantasmas no existen.

—Entonces, ¿por qué estás tan asustado?

—No es miedo lo que siento.

—¿No?

—No.

—Entonces, ¿por qué estás temblando?

Sólo había una manera de detener sus preguntas. La besé con pasión. Con pasión y con ira.

Y ella me devolvió el beso con la misma intensidad, apretando sus labios contra los míos, como si sus anhelos también estuvieran llenos de rabia, como si ella también llevara años luchando contra un dolor feroz que crecía en su interior. Luchamos el uno contra el otro en una batalla por satisfacer nuestros propios deseos, carne contra carne, deseo contra deseo. Era una lucha que sólo podía acabar de una manera. Los dos lo sabíamos.

Muriel inclinó la cabeza hacia atrás y susurró algo. Yo la interrogué con la mirada.

—Necesito algo más —dijo ella, su voz apenas perceptible entre nuestros jadeos—. Necesito acostarme junto a ti.

Apenas vacilé, pues toda mi resistencia había sido vencida. Le limpié las lágrimas de las mejillas con el pulgar, la llevé hacia la cama y la acosté sobre las sábanas arrugadas. Ella seguía abrazada a mi cuello. Dejé la pistola sobre la mesilla de noche y respiré su aroma, no la fragancia del perfume que Muriel había encontrado en su suite, ni tampoco el jabón con el que se había lavado el pelo, sino su aroma de mujer, el aroma de su deseo. Bajo la luz de la luna, las sábanas y su piel eran del mismo blanco inmaculado, sólo interrumpido por los suaves destellos plateados de la combinación de seda. Para entregarme al presente, necesitaba olvidar el pasado. No tardé en hacerlo. Muriel me esperaba acostada, con los brazos extendidos, una rodilla flexionada y las piernas entreabiertas. Nos necesitábamos, y eso era lo único que importaba en ese momento.

Me tendí sobre ella, apoyando la mayor parte del peso sobre un codo y observé su cara teñida de blanco por la luna. Sus ojos anhelaban pasión, pero también seguridad, algún tipo de compromiso… O al menos eso es lo que creí ver en su mirada.

Pasé los dedos por debajo del tirante de la combinación y dejé su hombro al descubierto. Después, bajé la cara hasta que nuestros labios se rozaron. Era un gesto de una suavidad deliberada, todo lo contrario que el beso pasional de hacía unos segundos. Nuestro deseo crecía, pero nuestras mentes volvían a vacilar. Nos besamos, uniendo nuestras lenguas, mojando nuestras bocas, eludiendo el momento definitivo, mientras los años de abstinencia aumentaban la tensión. Hasta que no pudimos seguir luchando contra nuestro anhelo.

Entrelazamos nuestros cuerpos y nuestros dientes chocaron, hiriéndonos los labios. Sentí un rugido en mi interior, una avalancha de descargas que invadió cada extremidad de mi cuerpo, cada centímetro de mi piel. Mi mano abandonó su hombro para encontrar sus pequeños pechos turgentes, y mis dedos se aferraron a la firmeza de sus pezones. Muriel gritó de dolor y gimió de placer.

Sus manos se deslizaron por mi cuello, acariciándome la espalda. Sus dedos buscaron mi pecho y se clavaron en mis costillas magulladas, haciéndome gritar. Apartó las manos y las posó sobre mi vientre. Yo me estremecí.

Nuestros besos compartían la misma furia, nuestros jadeos, la misma desesperación. Su lengua penetró entre mis labios y se apretó contra la mía. Le bajé la combinación hasta dejar sus pechos al descubierto y, durante unos segundos, los acaricié con la mirada. Eran como dos delicadas esferas de mármol, desnudas, sensuales. Y, entonces, tomé sus pezones entre mis labios y los chupé hasta que se alzaron húmedos y orgullosos, mientras Muriel se retorcía debajo de mí. Oí el silencioso roce de las sábanas mientras ella abría las piernas y, cuando me incorporé sobre su cuerpo, vi que la suave seda de la combinación yacía arrugada sobre sus muslos, dibujando una sombra profunda e incitante entre sus piernas. La imagen acabó con el último resquicio de resistencia, y mi cuerpo se sumergió en una espiral desenfrenada.

El pecho de Muriel subía y bajaba entre jadeos mientras su cabello enmarcaba su dulce rostro sobre la almohada. De repente, sus manos se ocuparon de mis pantalones, hasta dejarme libre, y sus dedos me rodearon y me acercaron hacia ella, provocándome una sensación tan maravillosamente inesperada que no pude evitar gritar. Me atrajo hacia ella, hacia sus muslos, cada vez más abiertos, hasta que penetré su cuerpo. Su grito fue aún más fuerte que el mío y fue convirtiéndose en un gemido a medida que yo viajaba hasta lo más profundo de su cuerpo. Era como deslizarse entre mantequilla caliente. Muriel levantó las caderas para encontrarse con las mías, tirando de mi cuerpo, sacudiéndome con furia, apremiándome a continuar en un viaje cada vez más vertiginoso que ella parecía querer que durase eternamente. Pero yo no tardé en llegar a mi destino, y nos aferramos el uno al otro mientras sus lágrimas volvían a mojarme el pecho y los hombros.

Sólo entonces nos detuvimos, mientras mis lágrimas mojaban sus cabellos. Al sentir la humedad, ella me abrazó fuertemente, pero esta vez con una ternura que nada tenía que ver con la pasión de antes. Pero ese instante de cariño y compasión no podía durar, porque nuestro deseo era demasiado imperioso, nuestra ansiedad, demasiado apremiante. De nuevo empezamos a amarnos, cada embestida más salvaje que la anterior, mientras nuestros sentidos corrían desbocados hacia ese punto de nuestros cuerpos donde nuestros jugos se mezclaban y nuestro deseo se fundía. Cuando ese caudal de energía por fin salió de mi cuerpo, enterré la cara en su hombro con un último grito y permanecí exhausto sobre ella mientras los espasmos perdían intensidad.

Lentamente, mi cuerpo se fue relajando y, por primera vez en tres años, encontré un poco de paz.

Encendí otro cigarrillo con la brasa del primero y me recosté sobre el cabecero de la cama. Las sombras habían invadido la habitación al desplazarse la luna hacia la parte alta del río, más allá de las grandes ventanas. Resultaba difícil distinguir el contorno de Muriel, tumbada a mi lado, cubierta por una sola sábana, con la mano apoyada suavemente sobre mi muslo. El aroma de la pasión consumada llenaba el lecho, un almizcle dulce y salado que resultaba excitante y tranquilizador al mismo tiempo. Recordé que Sally solía llamarlo la «fragancia del amor»; estaba convencida de que era una especie de manto invisible que envolvía a los amantes después de hacer el amor para prolongar su unión. La primera vez que me lo dijo, yo me reí con ganas. Ella se enfadó y empezó a pegarme puñetazos en el brazo, aunque al final también empezó a reír. A pesar de mis burlas, la idea me había gustado. Sí, me había parecido una idea hermosa, aunque ahora sólo aumentaba mi sentimiento de culpa.

—Hoke… —Su voz sonaba ronca—. ¿Estás bien?

En la oscuridad, sólo alcancé a ver la silueta de su pelo y un leve reflejo en sus ojos.

—Claro que estoy bien —contesté.

—Me estabas hablando de tus padres.

Al encender el segundo cigarrillo había interrumpido la corriente de mis pensamientos antes de que el aroma del sexo me resucitara el recuerdo de Sally.

—Mi madre era inglesa —continué—, aunque también tenía algo de sangre irlandesa. Se llamaba Peggy. Mi padre la conoció al venir a Inglaterra a una feria agrícola. Mi padre compraba y vendía prácticamente cualquier cosa que estuviera relacionada con la agricultura, desde maquinaria hasta fertilizantes. Había abierto un pequeño negocio en Wisconsin después de la Gran Guerra y pretendía sacarle ventaja a la competencia con las nuevas tecnologías agrícolas.

—Entonces, ¿tú eres de Wisconsin?

Yo asentí en la penumbra y añadí un pequeño «sí» en beneficio de Muriel.

—Peg, como la llamaba mi padre, trabajaba limpiando en uno de esos típicos hotelitos rurales. Cuando yo fui lo suficientemente mayor para interesarme por esas cosas, mi padre me dijo que primero se había enamorado del «brillo de sus ojos» y después de ella.

—¿Y tu madre? ¿También se enamoró a primera vista?

—Me imagino que sí, porque, ocho días después, cuando él dejó el hotel, ella se marchó con él. Se marcharon así, sin más. Pagaron la cuenta y se fueron, sin más explicaciones. Se casaron en cuanto llegaron a Wisconsin y un año después nací yo.

—¿Y ella no tuvo dudas? ¿No le dio miedo marcharse a un país nuevo, a miles de kilómetros de distancia de su familia?

—Mi madre no tenía familia. Su padre era un emigrante irlandés que no había tratado demasiado bien a su mujer. Peg era su única hija. Al morir mi abuela, cuando mi madre tenía catorce años, su padre le encontró trabajo en una lavandería y se volvió a Irlanda con la conciencia tranquila tras cumplir con su deber paternal. Según decía mi madre, lo más probable es que el alcohol acabara matándolo. A mi madre no le importaba; decía que estaba mejor sin él. Cuando se casó no sabía si su padre estaba vivo o muerto.

Muriel apoyó una mano en mi antebrazo y me lo acarició.

—Pero mi madre nunca dejó que eso le amargara la vida. Claro que no. Estaba demasiado agradecida por su nueva vida con Joseph, mi padre. Pero, aunque nunca tuvo una verdadera familia a la que echar de menos, sí añoraba Inglaterra. Nunca se cansaba de hablarme de su país y yo tampoco me cansaba de escucharla.

Sonreí al amparo de la oscuridad. Era agradable hablar sobre mis padres después de tanto tiempo y, además, eso me ayudaba a no pensar en Sally.

—¿Se arrepentía de haberse marchado de Inglaterra?

—No, eso no es lo que quería decir. Mi madre encontró la felicidad en Wisconsin, pero era inevitable que a veces echara de menos Inglaterra. Siempre me leía libros de escritores ingleses y, cuando yo tuve la edad suficiente, me animó a leerlos por mi cuenta. También hizo que me interesara por la historia de su país. Creo que de lo único que se arrepentía realmente era de no haberme podido dar una educación inglesa, de que yo no me criara a la manera británica. Aunque fuera de clase obrera, estaba muy orgullosa de las tradiciones y las costumbres de vuestro país. Su sueño era traerme aquí para enseñarme todas esas cosas de las que me había hablado tantas veces, pero el cáncer no lo permitió.

La sonrisa desapareció de mi rostro mientras me tragaba el humo del cigarrillo. Muriel seguía con la mano apoyada sobre mi brazo.

—Murió en 1938, y mi padre la siguió ocho meses después. El doctor dijo que lo había matado una enfermedad cardíaca, pero yo siempre pensé que lo que le rompió el corazón fue la muerte de mi madre o que, al menos, eso fue lo que precipitó su enfermedad. Realmente creo que no quería seguir viviendo sin ella.

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