¿De dónde diablos habrían salido? ¿Y por qué la habrían tomado con ese pobre chucho? Respiré hondo y expulsé el aire mientras apuntaba a uno de los recién llegados con la mira telescópica, pues si disparaba contra el primero lo más probable era que también hiriese al perro. De hecho, el pájaro le tenía cogida una pata con el pico y no dejaba de tirar y de retorcer el cuello, intentando tumbar a su presa. Mientras tanto, sus compañeros aprovechaban la menor ocasión para descender sobre la víctima y darle un picotazo. Apreté el gatillo con suavidad y sentí cómo la culata del rifle retrocedía contra mi hombro.
El pájaro al que había apuntado cayó sobre los escombros sin hacer un solo ruido y uno de sus compañeros remontó el vuelo, graznando algún tipo de señal de aviso mientras se alejaba. Pero los otros dos pájaros estaban demasiado concentrados en su trabajo para hacerle caso.
A esas alturas, la víctima estaba rodando por el suelo en un intento desesperado por liberarse del primer cuervo. Había dejado de aullar y ahora se limitaba a lanzar dentelladas y a gruñir. Desde luego, ese perro delgaducho tenía agallas, aunque necesitaba toda la ayuda que yo le pudiera prestar.
Mi siguiente disparo encontró un ala y llenó el aire de plumas negras, aturdiendo al pájaro, pero sin herirlo de gravedad. Durante unos segundos, cojeó, saltando en círculos. Fue entonces cuando me fijé en el tamaño de esos pájaros. No eran cuervos comunes: eran los gigantes de la especie. Siempre había pensado que esas criaturas vivían en las montañas y en los páramos, o en los acantilados de la costa, pero supongo que realmente no debería haberme sorprendido verlos ahí: nada era igual después de la Muerte Sanguínea. Quién sabe, tal vez todos los mamíferos pequeños, todas las ranas, las lagartijas e incluso las ovejas muertas de las que solían alimentarse estos pájaros hubieran desaparecido de sus territorios naturales. Y entonces me acordé de que ya había visto pájaros como éstos en Londres antes de que cayeran los últimos cohetes, aunque no conseguía recordar dónde.
Volví a apuntar y, con el nuevo disparo, le arranqué la cabeza al pájaro herido.
Sólo quedaba uno, pero ése iba a ser el disparo más complicado. Me acerqué hasta el borde de la calle.
Aunque seguía defendiéndose como un valiente, el perro se estaba llevando la peor parte. Me arrodillé en los adoquines, me rodeé el brazo derecho con la correa del rifle y apunté, consciente de que no iba a ser fácil dar en el blanco. Pero, qué demonios, al fin y al cabo, si le daba al chucho, al menos le proporcionaría una muerte más rápida. Sin esperar más, apreté el gatillo.
Fue un tiro perfecto. La bala le dio justo en el pecho. Aun así, el pájaro aleteó de forma enloquecida durante unos segundos antes de caer muerto. Pero, al parecer, eso no le bastaba al perro. Saltó sobre el pájaro, le partió el cuello y empezó a arrastrarlo por el suelo, agitándolo como si fuera una muñeca de trapo y lanzándolo al aire una y otra vez. Por fin retrocedió un par de pasos y se tumbó en el suelo, exhausto, con el hocico apoyado sobre las patas, para observar lo que quedaba del pájaro.
Dejé el rifle en el suelo y me acerqué al perro, pero, al verme, él se levantó y empezó a retroceder. Al detenerme, el chucho volvió a tumbarse, aunque esa vez, en vez de mirar el cadáver lleno de plumas, me miró a mí. Yo decidí volver junto a la hoguera, pero supongo que el aroma de esas salchichas hervidas era demasiado tentador porque, cuando miré hacia atrás, el perro estaba de pie en medio de la calle, cubierto de sangre pero invicto, olfateando el aire. Lancé una salchicha a un par de pasos de él y empecé a comerme otra. Cuando volví a mirar, el trozo de carne había desaparecido.
El proceso duró bastante tiempo. Fui lanzando un trozo de carne tras otro, cada uno un poco más cerca que el anterior, hasta que el famélico animal se sentó justo al otro lado de la hoguera y nos acabamos juntos las salchichas. Después, lo llevé a la casa más cercana y le lavé las heridas; había agua de sobra en esa manzana, aunque en otras partes de la ciudad las bombas o el hielo habían reventado las cañerías. El chucho tenía el cuerpo lleno de cicatrices viejas, así que supuse que la lucha por la supervivencia no había sido fácil para él.
Y así es como nos conocimos. Con el tiempo, empecé a llamarlo
Cagney
por su pelaje rojo y por su actitud, inequívocamente chulesca.
Cagney
era un cruce entre un perro labrador y Dios sabe qué. Tenía una personalidad muy marcada y en ningún momento renunció a su independencia.
Sólo estaba conmigo cuando le apetecía. Desaparecía durante días, a veces incluso semanas, pero siempre me volvía a encontrar en alguna de las guaridas que yo tenía en la ciudad. Supongo que nos hacíamos compañía y, aunque yo me podía poner bastante pesado cuando me emborrachaba, él nunca parecía tomárselo a mal. En cambio, cuando me daba por el lado sentimental y derramaba alguna lágrima compadeciéndome de mí mismo, él siempre se alejaba para que yo no tuviera que avergonzarme. Yo no conocía su pasado, ni él tampoco el mío. Es más, no solíamos demostrarnos nuestro mutuo cariño; supongo que por miedo a que en cualquier momento el otro pudiera desaparecer. Desde luego, ahora hubiera agradecido su presencia en este túnel, mientras la manada de perros sarnosos y babeantes se cernía sobre mí en la oscuridad.
—Hoke, ¿estás bien? —Al menos Cissie no se había olvidado de mí. Al oír su voz, los perros parecieron vacilar un instante.
—Sigue andando —le aconsejé a la chica.
Siguiendo mi propio consejo, al cabo de unos segundos rae reuní con los demás. Ellos me esperaban tapándose los oídos.
¿Los perros? Ah, sí, los perros. Le acababa de pegar dos tiros en la cabeza al primero, al que parecía ser el jefe de la manada. Siguiendo los sabios consejos de mi viejo instructor, había seguido el primer disparo con otro, inmediatamente después, para evitar cualquier posible sorpresa. Con un rifle eso no habría sido necesario, pero una pistola es menos potente, así que uno nunca puede estar seguro de si la primera bala ha infligido el daño suficiente.
El perro había caído muerto sin un solo movimiento, sin una sola queja, mientras el resto de la manada desaparecía en la oscuridad, huyendo de esos dos truenos ensordecedores que seguían retumbando en el túnel. Sabía que volverían, que no tardarían en hacerlo, pues les esperaba una comida caliente: el viejo jefe de la manada.
Los disparos seguían retumbando dentro mis oídos y, aunque vi cómo se movía la boca de Cissie, no oí nada de lo que dijo. De repente, el potente foco de la linterna de Potter me alumbró la cara; no sólo no oía nada, sino que, además, estaba ciego.
Protegiéndome los ojos con una mano, le dije que apartara la linterna.
Aunque él tampoco pudiera oír nada, debió captar la idea por mis gestos. La luz desapareció, y volvimos a quedar envueltos en el suave resplandor de la lámpara. Cuando alcancé a Muriel, ya podía oír de nuevo.
—Esos perros nunca se habrían atrevido a atacarnos —dijo con sus perfectos modales de señorita de alta alcurnia.
—Ya nada es como antes —repliqué—. Ya no nos podemos fiar ni de los animales. La mayoría se han vuelto salvajes y además están hambrientos.
Cissie se estaba tirando de una oreja.
—Podrías haber avisado antes de disparar —me reprochó.
—Sí, claro. La próxima vez te lo notificaré por escrito.
Pasé al lado de las chicas, le quité la linterna a Potter, la encendí y seguí avanzando. Me daba igual si me seguían o no. Lo único que quería era salir de ahí y volver a respirar aire fresco.
Al poco tiempo, empecé a pasar junto a todo tipo de vehículos, coches y camiones, taxis, bicicletas, incluso una silla de ruedas, cuyos conductores y pasajeros habían pensado que estarían a salvo bajo tierra, igual que todas esas personas que habían muerto en los túneles del metro. Pero se habían equivocado. Todos nos habíamos equivocado. Cada maldito cretino que había pensado que el «bien» siempre acababa venciendo sobre el «mal», cada maldito idiota que se había alistado para demostrarlo, se había equivocado. No pude evitar preguntarme una vez más cómo podía encajar todo eso con la idea de un Dios «benévolo».
Seguí adelante, cojeando cada vez más, pues el agotamiento, tanto mental como físico, multiplicaba el efecto de mis heridas. Seguía sin importarme que los demás me siguieran o no. Lo único que quería era alcanzar la luz del día antes de que mis piernas se dieran por vencidas. Y, poco a poco, fui dejando la mente en blanco, cerrando el paso a cualquier pensamiento que no fuera llegar al otro extremo del túnel.
Llegar al otro extremo del túnel, y cómo y cuándo iba a matar al alemán.
Maltrechos, doloridos y protegiéndonos los ojos de la deslumbrante luz del sol, salimos a la superficie por el acceso que había junto al puente de Waterloo. Todos, incluso Potter, estábamos cubiertos de mugre de la cabeza a los pies y, aunque la rampa de salida era muy poco pronunciada, nuestras piernas apenas conseguían mantenernos en pie. Cuando por fin llegamos a la superficie, respirábamos con dificultad.
Las chicas se dejaron caer ahí mismo y se quedaron tumbadas boca arriba, como adoradoras del sol después de un largo y crudo invierno, mientras Potter se quitaba el casco y se limpiaba la frente con su viejo pañuelo. El vigilante murmuró algo entre dientes, quejándose del lumbago, mientras se frotaba la espalda. Stern se había alejado un poco de los demás y respiraba profundamente para expulsar el humo que había respirado en los túneles. Yo me acerqué a la esquina del muro de la rampa y me asomé hacia la gran intersección donde Strand se encontraba con Aldwych. El túnel del tranvía, que había sido construido para evitar las congestiones de tráfico, empezaba su descenso en medio de la ancha avenida que llevaba al puente y dibujaba una curva bajo tierra antes de volver a emerger en Kingsway. Todo parecía tranquilo en la intersección. Dejándome caer, apoyé una rodilla en el suelo y el hombro contra el último barrote de la barandilla del muro y levanté la cabeza hacia el sol.
Cerré los ojos durante unos segundos. Cuando los volví a abrir, vi una gaviota solitaria surcando el cielo azul; su atormentado graznido era tan solitario como su figura. Con un gesto de cansancio, me volví a levantar y crucé la calle hasta el pretil del puente. Aunque el Támesis estaba salpicado por pequeñas embarcaciones y escombros flotantes, sus aguas brillaban como no lo habían hecho durante toda la guerra. El viejo río parecía haberse purgado. Desde el pretil, podían verse bancos de peces plateados nadando, aparentemente inmunes a la enfermedad. De alguna forma, la fresca brisa del puente aplacó el miedo que me había acompañado durante las últimas horas; los viejos dirigibles de la barrera aérea que se elevaban perezosamente sobre el río eran lo único que recordaba la tragedia en la que estaba sumido el mundo. Volví con los demás.
—Escuchad —les dije—. Es mejor que nos escondamos durante algún tiempo; al menos hasta que los Camisas Negras se cansen de buscarnos. Conozco un sitio que nos puede servir. Si queréis, podéis venir conmigo hasta que las cosas se tranquilicen. Os podréis marchar en un par de días. —Ese último comentario iba dirigido a las chicas y a Potter; para Wilhelm Stern tenía otros planes.
Muriel esbozó una sonrisa, cansada pero radiante.
—Te refieres al Savoy, ¿verdad? Es ahí donde te has estado escondiendo, ¿no? —Juntó las manos, encantada. Incluso desarreglada como estaba, se comportaba como una princesa.
Yo fruncí el ceño. La mención del nombre del hotel acababa de sellar definitivamente el destino del alemán. Stern y los Camisas Negras pertenecían a la misma especie, eran hermanos de armas, camaradas de credo, y, si lo dejaba marchar, lo más probable era que Stern encontrase a sus aliados británicos y los condujera hasta mí. Acaricié la cremallera de mi cazadora con las yemas de los dedos, muy cerca de la funda de la pistola.
—Me gustaría acompañarte. Todos necesitamos descansar y tampoco nos vendría mal hacer algunos planes —se apresuró a decir Stern, como si pudiera leerme el pensamiento.
Su gesto era serio, incluso tenso. Puede que su mirada se dirigiera hacia la mano que yo seguía teniendo cerca de la culata de la pistola, pero, de ser así, lo hizo tan rápido que no pude percibirlo. De cualquier modo, estaba seguro de que el movimiento de mi mano no le había pasado desapercibido.
Su gesto era serio, incluso tenso. Puede que su mirada se dirigiera hacia la mano que yo seguía teniendo cerca de la culata de la pistola, pero, de ser así, lo hizo tan rápido que no pude percibirlo. De cualquier modo, estaba seguro de que el movimiento de mi mano no le había pasado desapercibido.
—Sería maravilloso volver al Savoy —dijo Muriel, ajena a la tensión que había entre el alemán y yo—. Siempre fue un sitio maravilloso, incluso durante la guerra. ¿Habéis probado alguna vez la tarta de lord Woolton? —Se giró hacia Cissie, y sus azules ojos resplandecieron como debían de haberlo hecho tantas veces antes de que el mundo se desplomara a su alrededor—. ¿Te acuerdas, Cissie? Patatas, zanahorias, champiñones y puerros. El cocinero del Savoy la creó especialmente para el Ministerio de Alimentación cuando empezó el racionamiento de comida.
—Sí, claro —contestó su amiga secamente—. Yo me pasaba el día entero en el Savoy. Iba con Clark Gable cada vez que venía a Londres, y también con Douglas Fairbanks júnior. Hasta el bueno de Tyrone Power solía mentirle a su mujer, Annabella, para ir a bailar conmigo al Savoy. ¿Cómo se llamaba la banda? Sus canciones sonaban continuamente en la radio.
—Los Orpheans. —Muriel no había captado el sarcasmo de Cissie—. Carroll Gibbons y los Savoy Orpheans. —Había algo tenso en su entusiasmo, como si pudiera desaparecer en cualquier momento, dando paso a la amargura.
—Por Dios santo, Muriel —saltó Cissie—. Sabes perfectamente de qué barrio soy. Sabes que nunca me habría atrevido a ir a un sitio tan lujoso como el Savoy, y eso suponiendo que alguna vez me lo hubiera podido permitir.
—Sólo quería decir que… Miles de amas de casa usaron esa receta.
—Sí, claro; es maravilloso cómo os preocupabais por el pueblo llano. El día en que vosotros sobreviváis a base de magro de cerdo, el día en que bebáis vino de garrafa, te aseguro que nosotros estaremos encantados de comer esa maldita tarta de lord Woolton. Que Dios la bendiga por su generosidad, señorita. Si tuviera sombrero, me lo quitaría ante usted.