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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (38 page)

Seguimos corriendo. Por el momento, todo iba bien. Si llegábamos hasta el pasadizo, al menos podríamos protegernos de las balas. Pero, cómo no, Muriel escogió precisamente ese momento para tropezar. Intenté cogerla, pero cayó al suelo antes de que pudiera hacerlo.

En vez de ocuparme de Muriel, me di la vuelta, saqué el cargador vacío de la Sten, cogí uno nuevo de la bolsa de lona que seguía llevando al hombro y lo introduje en la metralleta. El mermado ejército de Hubble acababa de aparecer detrás de la Torre Blanca. Mezclados con los Camisas Negras, algunos prisioneros corrían en distintas direcciones, pero Hubble debía de haber ordenado a sus hombres que se concentraran en Muriel y en mí, porque ninguno de ellos fue detrás de los prisioneros; todo estaba saliendo como yo había planeado. Mientras disparaba una ráfaga en su dirección para frenar su avance, vi algo que, en cualquier otra situación, me habría hecho reír a carcajadas: detrás de los Camisas Negras, McGruder empujaba la carretilla que había visto antes y dentro la carretilla iba Hubble, acurrucado como un niño grande al que se saca a pasear. Moví la cabeza de un lado a otro, incapaz de creer lo que veían mis ojos, como si sólo fuera una alucinación tras una larga noche dándole a la botella. Pero no, no estaba soñando, porque las balas mordieron el suelo justo delante de mí.

Volví a apretar el gatillo de la metralleta y tuve la satisfacción de ver cómo McGruder perdía el control de la carretilla y chocaba contra uno de sus compañeros. Al oír un quejido a mi lado, me volví hacia Muriel. Estaba apoyada sobre una rodilla, acariciándose el codo ensangrentado.

—¿Te han dado? —le pregunté.

Ella movió la cabeza de un lado a otro y me miró con temor en los ojos. Desde luego, estaba asustada, y no sólo por los Camisas Negras; supongo que seguía pensando que yo podría decidir pegarle un tiro en cualquier momento.

—Vamos, tenemos que seguir. Ya sabes lo que quieren hacer contigo tus amigos, así que te recomiendo que corras lo más rápido que puedas. Yo te cubriré.

—No conseguiremos escapar. Es imposible —dijo ella mirando a nuestros perseguidores con terror en los ojos. Sus pequeños pechos, que habían quedado al descubierto en la caída subían y bajaban nerviosamente—. Son demasiados.

«Sí —pensé yo—. Son demasiados, demasiados para matarlos a todos de uno en uno.» Y yo quería que murieran todos, sin una sola excepción. Me agaché al lado de Muriel y la miré fijamente.

—Levántate de una vez —le dije tirando de ella y después la empujé hacia los escalones que descendían hacia el pasadizo. Al principio vaciló, intentando colocarse la camisa mientras avanzaba, pero no tardó en echar a correr.

Yo la seguí de cerca, retrocediendo de espaldas, apuntando a nuestros perseguidores para contener su avance. No podía precipitarme. Tenía que dar cada paso en el momento preciso. Afortunadamente, los Camisas Negras se estaban comportando con sensatez y, en vez de cargar alocadamente, avanzaban paso a paso, midiendo mis movimientos, intentando adivinar mis intenciones. Calculé que serían unos cuarenta. La verdad es que me sorprendió que quedaran tan pocos. Desde luego, su número había menguado considerablemente durante esos últimos días, aunque no se puede decir que eso me entristeciera, ni mucho menos. Además, cuantos menos fueran ellos más posibilidades tenía yo de acabar el día en una pieza.

Al oír las pisadas de Muriel sobre los primeros escalones de piedra, me di la vuelta y corrí detrás de ella. La inclinación del terreno nos ocultaría de los Camisas Negras durante unos segundos, pero teníamos que llegar al pasadizo antes de que volvieran a tenernos a tiro. Al alcanzar a Muriel, la volví a coger del brazo y la obligué a correr más rápido. Ella gritó, asustada por la velocidad a la que bajábamos los escalones. Al vernos, los cuervos que había en la explanada de delante de la Torre Blanca remontaron el vuelo, delatándonos con sus fuertes graznidos. Pensé en disparar al más cercano por el mero placer de verlo morir, pero no lo hice. Llegamos al final de los escalones y tiré de Muriel hasta la entrada del pasadizo.

Oí los gritos de los Camisas Negras, y una ráfaga de metralleta chocó contra el viejo muro de la Torre Sangrienta; intentaban disuadirnos de nuestra huida… o algo más. Nos adentramos en la penumbra del pasadizo mientras las balas mordían los escalones a nuestra espalda, trazando una línea descendente que avanzaba directamente hacia nosotros. Apreté a Muriel contra el muro, y las balas impactaron sobre la piedra que acabábamos de pisar apenas un segundo antes. Mantuve a Muriel sujeta, hundiendo la cara en su cabello, envolviendo su cuerpo con el mío, mientras esperaba a que cesaran los disparos, que resonaban de forma aterradora en los muros del pasadizo. Por estúpido que pueda parecer en esas circunstancia, al oler el perfume de su piel y notar la suavidad de su cuerpo contra el mío, no pude evitar pensar en su vientre desnudo debajo del mío y en sus brazos rodeándome la cintura, atrayendo mi cuerpo hacia el suyo. Recordé lo frágil, lo vulnerable que parecía esa noche en el Savoy. Y luego me acordé de su traición.

Me aparté de ella y, con un movimiento lleno de desprecio, la empujé hacia la luz que se veía en el otro extremo del corto pasadizo. Después me di la vuelta y me asomé a la boca del pasadizo, mostrándome a los Camisas Negras. Al verme levantar la metralleta, apenas vacilaron un instante antes de tirarse al suelo o salir corriendo en dirección contraria. Yo apunté e hice como si apretara el gatillo. Advirtiendo que no pasaba nada, los Camisas Negras parecieron dudar unos instantes, pero la sorpresa inicial de sus miradas se convirtió en una expresión de auténtico gozo al ver que yo tiraba la metralleta y desaparecía corriendo por el pasadizo. Uno de ellos incluso soltó una carcajada, convencido de que la Sten se había encasquillado.

Envalentonados, los Camisas Negras empezaron a correr detrás de nosotros como una jauría de perros que persigue a un zorro herido.

Al salir al otro lado del pasadizo, el sol me deslumbró durante un instante, pero cogí a Muriel de la muñeca y corrimos, corrimos como si nos persiguiera el mismísimo diablo. El puente que atravesaba el foso sin agua no estaba lejos, pero el pecho me ardía y el aire me abrasaba la garganta. Muriel empezó a quedarse atrás, obligándome a tirar de ella mientras las balas pasaban silbando a nuestro lado.

—¡No te pares! —le grité.

—Estamos perdidos. No podemos escapar —dijo Muriel, que estaba a punto de darse por vencida.

—¡Sí que podemos! ¿No ves que la enfermedad los hace más lentos que nosotros? Sólo tenemos que seguir corriendo.

Llegamos a un arco y cruzamos el puente de madera sin mirar atrás. Al verse fuera de la fortaleza, Muriel pareció recuperar las fuerzas y aceleró el ritmo de sus zancadas. Delante de nosotros estaba el río Támesis, flanqueado por una fila de antiguos cañones que apuntaban hacia la otra ribera, como para defender la fortaleza de una hipotética invasión de los habitantes de la otra mitad de Londres. Entre los cañones, se alzaba un sólido bunker de cemento de la última guerra, tan inútil contra el arma invisible del enemigo como los viejos cañones que había a su alrededor. A nuestra izquierda, el Puente de la Torre se alzaba orgulloso, con los tramos levadizos levantados, sobre las cristalinas aguas del río.

Sin soltar la mano de Muriel, me dirigí hacia el puente.

Capítulo 26

Muriel no entendía por qué la llevaba hacia esa escalera.

—Vayamos a los muelles —dijo, luchando por recuperar el aliento mientras intentaba soltarse de mí—. En los muelles los podremos despistar fácilmente.

Tenía razón. La calle que avanzaba bajo el tramo norte del puente conducía directamente hacia los muelles, o lo que quedaba de ellos después de los bombardeos. Junto a los muelles había multitud de callejones y edificios en ruinas donde podríamos escondernos. Desde luego, ese laberinto habría sido perfecto para despistar a los Camisas Negras, pero yo tenía otros planes.

—Vamos al puente —dije yo respirando pesadamente. El sudor me corría por la espalda y tenía la garganta seca.

—Estás loco. El puente está abierto. ¿Cómo vamos a cruzarlo?

—Podemos usar las pasarelas que unen las torres por arriba.

Me miró como si, en efecto, yo estuviera completamente loco, pero no teníamos tiempo de discutir. Sin decir nada más, la empujé hacia la escalera cubierta que teníamos delante. Los primeros Camisas Negras, que ya habían salido de la fortaleza, estarían a unos cuarenta metros de nosotros. Habían dejado de disparar, convencidos de que pronto nos darían caza. En la retaguardia del grupo iba Hubble, empujado por McGruder en su grotesca montura, agitando los brazos y gritando todo tipo de órdenes mientras la carretilla saltaba sobre los adoquines. Muriel miró hacia atrás y empezó a subir los escalones.

Al final de la escalera, un pequeño túnel conducía a un nuevo tramo de escalones que subía hasta la rampa de acceso del puente. Nuestras pisadas y nuestros jadeos resonaban en los húmedos muros de la escalera. Al oír las pisadas y los gritos de nuestros perseguidores, aceleramos aún más la marcha, ayudados por mi vieja aliada, la adrenalina; sólo esperaba que no nos abandonase antes de tiempo.

Y seguimos subiendo, ayudándonos con la barandilla de hierro que había empotrada en el muro de ladrillo del túnel. Yo sujetaba con una mano la bolsa de lona que seguía llevando al hombro, apretándomela contra el costado para evitar que se moviera tanto. Volvimos a salir a la luz del día justo delante de la torre septentrional del puente. Las gruesas vigas que había a cada lado de la calzada subían trazando una inclinada pendiente hasta lo más alto del puente. Con sus arcos de piedra, sus molduras, sus nichos y sus torretas, la torre parecía un siniestro castillo gótico salido de un cuento de hadas de los hermanos Grimm. ¿He dicho un cuento de hadas? Maldita sea, con ese estrecho balcón que se abría justo debajo de las agujas de piedra que decoraban el tejado, más bien parecía la casa de Bela Lugosi. Pero no había tiempo para pensar en ese tipo de cosas. Los Camisas Negras nos pisaban los talones, así que tenía que concentrarme en el camino que nos llevaría hasta lo más alto de esa inmensa torre.

A través del gran arco de entrada por el que, no demasiado tiempo atrás, circulaba el tráfico de la ciudad, se veía el imponente tramo levadizo del puente septentrional. La calzada estaba llena de autobuses, camiones y automóviles oxidados que se habían detenido allí hacía tres años a esperar a que se cerrara el puente para seguir su camino. Al otro lado del río, el otro tramo levadizo se elevaba, prácticamente recto, delante de la torre meridional.

Justo al lado de la calzada había una estrecha escalinata de piedra que subía hacia la entrada de la torre. Teníamos que llegar a esa puerta antes de que nuestros perseguidores nos alcanzaran. Una vez dentro, nos esperaba un largo ascenso hasta llegar al cuarto piso, donde las pasarelas que unían las dos torres nos permitirían cruzar el río. Aunque no iba a ser nada fácil subir, sería todavía más costoso para esas sanguijuelas enfermas que nos perseguían.

Corrimos hacia la entrada, con los coches a nuestra izquierda, una robusta barandilla ornamental de hierro a nuestra derecha y los Camisas Negras aullando a nuestra espalda. Por alguna razón, me sentía como si estuviera contemplando ese paisaje por última vez: los tejados dañados, los dirigibles suspendidos en el cielo, los edificios silenciosos que antaño habían sido bulliciosos almacenes junto al río, las grúas oxidadas, los barcos amarrados en los muelles… La mayoría de los supervivientes hacía ya mucho tiempo que habían huido de la ciudad, pero yo llevaba tres años sin moverme de este inmenso mausoleo, tres años intentando limpiar inútilmente las calles de Londres. Esa voz interior que tan bien conocía me preguntó si todavía me acordaba de por qué lo hacía. ¿Seguía mereciendo la pena el esfuerzo? ¿Merecía la pena pasarme la vida escondiéndome como si fuera un animal, huyendo de esas sanguijuelas dementes, matando para que no me mataran a mí, siempre alerta, siempre asustado, prolongando eternamente una guerra que ya hacía tres años que había acabado? ¿Realmente tenía eso algún sentido? No, claro que no tenía sentido. Sally ya no estaba allí para ver lo que estaba haciendo, y yo lo hacía principalmente por ella. Por ella y… Bueno, ya me entendéis. «Estás loco, Hoke —me dijo la voz—. Estás igual de loco que esas sanguijuelas que te persiguen. Te volviste loco cuando te arrebataron lo que más querías en el mundo. Tú lo sabes mejor que nadie. Aunque, ahora, al menos el final de la locura está cercano. Sí, aunque puede que también sea tu final. Tendrías que haberle hecho caso a Cissie, Hoke, cuando te dijo que era una locura.»

Los disparos que pasaron silbando junto a mi cabeza me devolvieron a la realidad, acallando esa molesta voz que no era otra cosa que el poco sentido común que aún conservaba. Tuviera razón o no, ya era demasiado tarde para echarme atrás. Los Camisas Negras seguían disparando, intentando asustarnos para que nos detuviésemos, pero, de hecho, sus disparos nos animaban a seguir adelante. Llegamos a la plataforma que rodeaba la base de la torre. La cabina de control del puente, protegida por planchas de acero y sacos terreros, estaba empotrada en la propia estructura de la torre. Al pasar junto a ella observé que la señal verde seguía levantada, como si el controlador pretendiera dar paso libre a algún barco inexistente. Ocultos bajo la plataforma estaban los inmensos engranajes del mecanismo de apertura y cierre del tramo levadizo.

—¡Sube! —le grité a Muriel mientras me giraba para ver a qué distancia estaban nuestros perseguidores. El primero de ellos, uno de los Camisas Negras más robustos y saludables que había visto nunca, estaba a menos de diez metros. Podría haberlo abatido fácilmente con la Browning, pero no quería desanimar a sus compañeros, así que me di la vuelta y subí los escalones que llevaban hasta la entrada a la torre. Muriel ya había abierto la puerta cuando llegué al pequeño rellano.

—Sube —le volví a gritar señalando hacia la escalera de hierro que había dentro de la torre, y ella obedeció sin ni siquiera mirarme. Sus pisadas resonaron sobre los escalones metálicos, mezclándose con su respiración entrecortada. Yo esperé oculto detrás de la puerta, escuchando las pisadas que se acercaban desde fuera. Esperé hasta el último momento y cerré la puerta de golpe, golpeando al gorila en plena cara. Oí un grito ahogado seguido de una serie de golpes y gemidos mientras el Camisa Negra caía rodando por los escalones. Había forzado la cerradura de la puerta esa misma mañana, así que no podía cerrarla para retrasar a los Camisas Negras. Me volví y subí los escalones de tres en tres hasta alcanzar a Muriel.

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