Cogí a Stern y apoyé su brazo sobre mi hombro, dejándome libre la mano de la pistola.
—No podemos hacer nada por ellos. Tendrán que cuidar de sí mismos.
Empecé a avanzar con Stern.
—¡No te quedes atrás! —le grité a Cissie al ver que dudaba.
—¡Corred! —Cissie le estaba gritando a la multitud que seguía contemplando la escena sin moverse—. ¡No dejéis que os cojan!
Pero ellos permanecieron donde estaban, confusos, supongo que asustados, sin entender nada de lo que ocurría a su alrededor. Hice un par de disparos al aire para intentar hacerlos reaccionar; pero, aunque uno o dos de ellos empezaron a correr, la mayoría se limitaron a agacharse o a arrodillarse en el suelo.
—¡Vamos, Cissie!
Ella todavía vaciló unos instantes, pero sólo hasta que los Camisas Negras del callejón lateral empezaron a disparar. Entonces corrió rápidamente hacia nosotros. De camino a la entrada del parque, intentamos convencer a las personas que encontrábamos a nuestro paso de que huyeran, pero ellos estaban demasiado desconcertados para reaccionar. Tal vez creyeran que los villanos éramos nosotros y que esas personas uniformadas eran los representantes de la única ley que quedaba en la ciudad o tal vez pensaran que, si intentaban huir, los Camisas Negras les dispararían. Yo no podía saberlo, ni tampoco podía ayudarlos; estaba demasiado ocupado intentando salvar mi pellejo y el de Stern, y supongo que Cissie compartía mi misma preocupación, porque, en cuanto llegó a nuestra altura, me ayudó a cargar con el peso del alemán y seguimos adelante. No podíamos ayudarlos si ellos no se dejaban; lo único que podíamos hacer era ofrecerles nuestros consejos apresurados. Y eso fue exactamente lo que hicimos. Con las balas de los Camisas Negras silbando a nuestro alrededor, les gritamos, incluso tiramos de algunos de ellos, mientras huíamos hacia el parque, pero no sirvió de nada. Ellos se limitaban a agacharse para evitar las balas. Y, pensándolo bien, realmente eran ellos los que nos estaban ayudando a nosotros, pues los Camisas Negras no estaban dispuestos a dañar la valiosa remesa de sangre que acababan de encontrar. Además, con su aparición, nuestro valor como donantes se había depreciado considerablemente.
Tras esquivar dos coches que había aparcados junto a la acera, llegamos a la entrada del parque. Cuando miré hacia atrás por última vez, la mayoría de los Camisas Negras estaban ocupados rodeando a sus futuros suministradores de sangre. Sólo nos seguían tres secuaces de Hubble. Sosteniendo el peso de Stern con un hombro, apunté cuidadosamente y disparé contra los dos que iban delante. El primero cayó de rodillas, abrazándose el pecho, y el segundo se desplomó sobre el capó de un coche y resbaló lentamente hasta el suelo. Con eso bastó para desanimar al tercero, que se detuvo de golpe y se quedó quieto, sin retroceder ni avanzar, maldiciéndonos a gritos mientras agitaba un puño amenazante. Cuando levanté la pistola para apuntarle, Stern me apoyó una mano temblorosa en el brazo.
—Vámonos ya —dijo. Su voz sonaba tensa, como si las palabras tuvieran que salir por un conducto demasiado estrecho.
Yo escupí sobre la acera, consciente de que el alemán tenía razón, de que realmente ya no había nada que pudiéramos hacer por esa gente. Nos dimos la vuelta y nos adentramos en las espesas sombras del parque.
El río Támesis parecía de plata bajo la luna desnuda. Sus aguas, salpicadas por alguna embarcación a la deriva, corrían libres de cadáveres. Una pequeña escalinata de piedra nos condujo hasta el muelle de madera donde yo guardaba una pequeña lancha motora con el depósito lleno. Al poco tiempo, estábamos navegando corriente abajo, acompañados por el rumor del motor de la embarcación y el sonido del bombardero alemán alejándose satisfecho de la ciudad. Los disparos de los Camisas Negras habían cesado. ¿Qué les habría ocurrido a esos pobres desgraciados que nos habíamos encontrado delante del Savoy? ¿A cuántos habrían disparado los Camisas Negras? ¿Cuántos de ellos habrían muerto ahí mismo, eliminados sin la menor piedad porque su sangre enferma no tenía ninguna utilidad para Hubble y sus parásitos? ¿Cuántos otros se habrían acercado al hotel, atraídos por las luces como peregrinos que siguen una señal en el cielo?
Yo manejaba el timón mientras Cissie hacía todo lo posible por contener la hemorragia de Stern. Avanzamos cerca de la ribera, buscando la protección de las sombras sin dejar de mirar hacia atrás para asegurarnos de que no nos seguía nadie. En el Savoy, las luces que habían atraído al piloto del Dornier se habían apagado, pero las llamas compensaban con creces su desaparición. Aunque yo ya estaba acostumbrado a casi todo, no puede evitar sentir cierta nostalgia. Durante los bombardeos de la guerra, el Savoy se había convertido en un símbolo de la inquebrantable resistencia de Londres, pero al día siguiente sólo sería un cascarón sin entrañas, una montaña de escombros. Había sobrevivido prácticamente intacto a la guerra y, tres años después, sólo había hecho falta un hombre y la estupidez de una pandilla de locos para destruirlo.
Cissie estaba llorando en silencio, pero yo no tenía palabras para consolarla. Ni tampoco podía ayudar a Stern. Tenía que concentrar todos mis esfuerzos en alejarnos de ahí. Dando testimonio de la creatividad y la irracionalidad de los hombres, los viejos dirigibles de la barrera aérea de Londres seguían flotando, como pequeñas nubes grises, sobre la ciudad en tinieblas. Debajo, el río avanzaba como una ancha autopista de metal, atravesando el inmenso cementerio en el que se había convertido la ciudad.
Cada oscuro recodo del río nos alejaba un poco más del peligro.
El número 26 de Tyne Street estaba al final de una larga y estrecha curva adoquinada que parecía un callejón sin salida, pero que realmente no lo era, justo al lado de Whitechapel High Street, en pleno territorio de Jack el Destripador. Llegamos atravesando un pequeño callejón cubierto que estaba delimitado en un extremo por un antiguo cañón vertical con una gran bala de hierro y, en el otro, por una esbelta farola de gas. No hacía ni veinte minutos que habíamos dejado la lancha amarrada junto a unos resbaladizos escalones de piedra. Entre Cissie y yo, habíamos cargado con el alemán herido hasta que encontramos un Austin descapotable con suficiente combustible en el depósito; en muchos de estos vehículos abandonados la gasolina se había evaporado con el paso del tiempo. Nos habíamos apretado en el pequeño descapotable, Stern gimiendo, prácticamente inconsciente, Cissie remota y silenciosa y yo al volante, y habíamos atravesado el viejo mercado de pescado de Billingsgate, donde los restos del olor de antaño todavía bastaban para hacer arrugar la nariz, antes de adentrarnos en la City. En lo que había sido el próspero centro financiero de Londres, las calles estaban llenas de formas oscuras y bultos irreconocibles que, en otros tiempos, habían mantenido el pulso vital de la ciudad. Al ver cómo Cissie movía los ojos nerviosamente, girando la cabeza cada vez que creía distinguir algo en la calle, o en alguno de los portales, me había acordado del nerviosismo con que había reaccionado cuando le enseñé por primera vez el refugio Abraham Lincoln en el Savoy. Supongo que sería especialmente sensible a las formas fantasmales, aunque tampoco podía decirse que los acontecimientos del día hubieran contribuido precisamente a calmar sus nervios. Maldita sea, si hasta yo tenía que sujetar el volante con fuerza para evitar que me temblaran las manos. Finalmente, dejamos atrás la City y, poco después, llegamos a nuestro destino.
Después de aparcar el Austin delante de una casa de baños en Oíd Castle Street, una calle que avanzaba paralela a Tyne Street, yo había cargado con Stern y los tres habíamos atravesado el pequeño callejón que unía las dos calles.
El número 26 estaba a tres puertas del callejón, escondido en un rincón de la estrecha calle adoquinada. La casa en sí también era estrecha y sólo tenía tres pisos. Su situación era estratégica, pues era imposible que nadie accediera a la calle sin ser visto desde una de las cinco ventanas de la fachada principal. Las bombas habían reducido la mayoría de las viviendas de Tyne Street a meras estructuras destripadas, pero en el tramo central de la calle había una zona más ancha flanqueada por casas intactas de dos y tres pisos, todas ellas conectadas entre sí, de las que sobresalían farolas a intervalos regulares. Realmente, casi podría decirse que la Luftwaffe le había hecho un favor a los vecinos de Tyne Street al demoler la mayoría de sus casas, siempre que ellos no estuvieran dentro, claro está, porque este lugar no era más que una de las barriadas más mugrientas de la ciudad.
Como todas las demás casas, el número 26 tenía un diminuto patio trasero en el que se amontonaban todo tipo de herramientas y objetos desechados junto a pilas de carbón y aseos exteriores. Detrás de los patios de las casas había otro patio, mucho mayor, donde solían montar sus puestos y colocar sus carretillas los comerciantes del bullicioso mercado público conocido como Petticoat Lane. Sally me había llevado allí un domingo por la mañana, sin avergonzarse de enseñarme las zonas menos nobles de su ciudad, y yo me había acordado de Tyne Street y de la estratégica ubicación del número 26 cuando decidí buscar un refugio seguro después de mi primer tropiezo con los Camisas Negras. Podría haber encontrado miles de sitios parecidos, pero, después de la guerra, todas mis decisiones estaban relacionadas de una forma u otra con Sally.
El número 26 sólo tenía dos ventanas traseras, y ambas estaban situadas por encima de la ruidosa escalera de madera que subía girando sobre sí misma desde el pequeño distribuidor del piso bajo hasta los dormitorios del primer piso. No obstante, la más baja podría resultar muy útil como vía de escape si los Camisas Negras se ponían a aporrear la puerta delantera.
La mayoría de los muebles estaban apiñados en la única habitación del piso bajo, que hacía las veces de salón, cocina, comedor y, dado que tenía la única pila de toda la casa, cuarto de baño al mismo tiempo. Mediría unos cinco metros cuadrados y su única ventana daba directamente a la calle. En una esquina, cerca de la profunda pila de loza que había debajo de unas repisas de las que colgaban varios utensilios de cocina, había una estufa de hierro forjado. Enfrente de la ventana había una inmensa cocina negra empotrada bajo una campana, con una tetera desproporcionadamente grande, un par de cacerolas y el pequeño hornillo portátil que había llevado yo mismo. Al lado de la cocina había un viejo sillón con los brazos desgastados y un sofá tapizado con una tela de flores que apenas se distinguía bajo la ropa que yo había ido amontonando encima. Junto a la ventana, un gran transistor y un jarrón de cerámica lleno de flores marchitas descansaban sobre una cómoda de madera. Detrás de la puerta que daba al distribuidor había un armario de madera contrachapada y, estrujada entre el armario y la estufa de hierro forjado, una gran lámpara de pie con una pantalla adornada con borlas. Realmente, la disposición de los muebles se debía más al azar que a un plan preconcebido.
La pared de la habitación no era más que un fino tabique de madera que separaba la estancia del pequeño vestíbulo del que salía la escalera. El tabique estaba pintado de color marrón, igual que la puerta, el marco de la ventana y las repisas sobre las que descansaban varios cartones de cigarrillos. El suelo era de linóleo, también marrón oscuro, aunque en algunos sitios estaba tan desgastado que prácticamente se veía el cemento de debajo. En el centro de la habitación, casi tocando los muebles de las paredes, uno de esos cajones blindados de acero que se utilizaban como refugios antiaéreos domésticos hacía las veces de mesa, con varias sillas de madera apretadas contra la malla metálica que tenía en los costados. Cuando entré por primera vez en el número 26, sobre la mesa había un tarro medio vacío de pudín de limón enmohecido, un paquete de galletas rancias, una lata de polvos contra todo tipo de insectos y un ejemplar amarillento del periódico
Daily Sketch
fechado el 24 de marzo de 1945, precisamente el día en que cayeron las bombas de la Muerte Sanguínea.
Afortunadamente, había encontrado la casa libre de cadáveres y no había tardado demasiado en recoger los que había delante del edificio y transportarlos al estadio; ya que Tyne Street se iba a convertir en uno de mis hogares, decidí que eso era lo menos que podía hacer por mis vecinos muertos. Después, sólo había sido necesario llevar algunas provisiones y algo para defenderme de un posible ataque; en el dormitorio de arriba tenía todo tipo de latas de comida y un auténtico arsenal que incluía unas granadas de mano que había encontrado en un depósito gubernamental al sur del río. Realmente, no me molestaba que la casa no tuviera las mismas comodidades que mis otros refugios, pues su modestia la convertía en un objetivo menos probable para los Camisas Negras, que nunca se imaginarían que yo me escondía en una choza como aquélla. De hecho, siempre me había sentido seguro allí.
Cogí la llave que guardaba en el antepecho de la ventana del piso bajo, que siempre dejaba entreabierta con ese objeto, y la introduje en la cerradura. Cissie, que sujetaba a Stern junto a la puerta, no dijo nada, pero yo sabía que estaba al límite de sus fuerzas; las ojeras se le marcaban incluso a la luz de la luna, estaba nerviosa y sus ojos transmitían la preocupación que sentía por el estado del alemán.
Abrí la pesada puerta, volví a cargar con Stern, atravesé la habitación del piso bajo y entré en el pequeño distribuidor. La desnuda escalera de madera crujió a nuestro paso. La puerta del dormitorio estaba abierta, y la luz de luna que entraba por las dos ventanas me ayudó a abrirme paso hasta la cama sin tropezar con las cajas y las latas apiladas en el suelo. Recosté cuidadosamente al alemán y, antes incluso de que yo corriera las cortinas y encendiera la lámpara de queroseno con una cerilla, Cissie ya le había quitado la chaqueta y le estaba desabotonando la camisa.
—Voy a hervir un poco de agua —le dije a la chica—. Busca algo para contener la hemorragia.
Ella me detuvo cuando yo estaba a punto de salir de la habitación.
—Hoke, tenemos que hacer algo con la bala.
Yo intenté no pensar en ello.
—Sí. Tendremos que extraerla. Por eso necesitamos agua caliente.
—¿Lo harás tú?
En eso era exactamente en lo que no quería pensar.
—A no ser que tú te ofrezcas voluntaria.
Cissie no dijo nada. Yo me encogí de hombros.