—¡No se muevan! —nos ordenó Hubble con su débil voz aguda—. Si lo hacen, les aseguro que este hombre morirá —dijo señalando a Potter con un dedo tembloroso. El filo del cuchillo le apretaba el cuello con suficiente fuerza para arrugarle la piel, pero sin llegar a hacerlo sangrar—. Además, su sangre ya es vieja. Prefiero la sangre joven y robusta —continuó Hubble, como si pensara que realmente podía interesarnos lo que decía—. Como la suya y la de sus acompañantes, señor Hoke. Sangre joven y sana.
¿Cuánto tiempo iba a tardar el maldito bombardero en virar y volver sobre el hotel? Desde luego, estaba seguro de que no se marcharía sin haber descargado antes todas sus bombas sobre el Savoy. Arrojaría todo su poder de destrucción y luego escupiría sobre los escombros del Savoy antes de volver victorioso a su querida Alemania. «Vamos, Fritz, descarga toda tu ira sobre el hotel. Danos una oportunidad.»
Me puse delante de Cissie y recorrí el suelo con la mirada, buscando un arma entre los escombros. Los Camisas Negras dispararían a herir, no a matar, y eso no era fácil de hacer ni para un buen tirador. Y, además, tampoco les convenía que sangráramos demasiado. Tenía que encontrar un arma antes de que esos malditos enfermos me acribillaran las piernas a balazos.
—Mata a Hubble primero —le dije a Stern.
—¡No! —Cissie me sacudió del brazo—. No puedes hacerlo, Hoke. Matarán a Potter.
—Si no hacemos nada, nos matarán a todos —repliqué sin dejar de recorrer el suelo con la mirada—. Dispara, Stern. ¡Ahora!
El alemán me miró durante unos instantes. Después miró a Hubble. Algo se desplomó detrás de las llamas que avanzaba hacia nosotros.
—No puedo hacerlo, Hoke.
—¡Hazlo! —le grité al tiempo que mis ojos encontraban una pistola entre los escombros, justo al lado de una silla volcada—. Acabemos con esto de una vez. ¡Dispárale!
—Estás loco —me dijo Cissie por encima del hombro.
Yo sonreí.
—Sí —contesté, dándole la razón mientras calculaba la distancia que me separaba de la pistola.
Stern apuntó la metralleta hacia el líder de los Camisas Negras, que ya no parecía tan seguro de sí mismo. Pero, al cabo de unos segundos, bajó el arma y la dejó caer al suelo.
—Basta ya de muertes —susurró el alemán para sí mismo. Parecía como si, con sus fuerzas, también lo hubiera abandonado su espíritu—. Ya ha muerto demasiada gente —dijo volviéndose hacia mí—. Tenemos que intentar razonar con…
Pero, antes de que pudiera acabar la frase, Hubble hizo un gesto y el Camisa Negra que sujetaba a Potter le rebanó el cuello. Inmediatamente después, las luces aumentaron un momento de intensidad y se apagaron casi por completo. Yo me lancé al suelo, rodé hacia adelante y cogí la metralleta que había dejado caer el alemán.
Pero McGruder empujó a Hubble al suelo antes de que yo pudiera apuntarle, y mis disparos impactaron en dos Camisas Negras que no se habían agachado lo suficientemente rápido. Sus compañeros se dispersaron, buscando cualquier cosa que pudiera servirles de protección. Un espejo se hizo añicos en la pared de enfrente al tiempo que una columna de mármol se desconchaba ante el impacto de nuevas balas. Las luces volvieron a brillar con intensidad, y yo situé a Hubble en el punto de mira de mi metralleta. Estaba arrodillado en el suelo, mirándome como un conejo asustado mientras su robusto lugarteniente lo protegía con su cuerpo. El tiempo se le había acabado a Hubble antes de lo que esperaba, y yo iba a ser el encargado de hacerle atravesar el umbral de la muerte; no sé cuál de las dos cosas le costaba más digerir.
Apreté el gatillo, pero no pasó nada.
Lo volví a intentar, pero, o la metralleta se había encasquillado o tenía el cargador vacío. En cualquier caso, el resultado era el mismo. La tiré al suelo y corrí a buscar la pistola que había visto antes.
De repente, el suelo pareció subir hacia mí, golpeándome con tanta fuerza que me hizo rebotar antes de volver a caer. Nunca antes había sentido una explosión así. La estructura del edificio se sacudió con tanta violencia que pensé que se iba a venir abajo con todos nosotros dentro. El bombardero alemán había completado la maniobra de aproximación y volvía a estar sobre el Savoy. Me imaginé que, en su afán por borrar el hotel definitivamente de la faz de la tierra, habría soltado todas las bombas que le quedaban al mismo tiempo. Una fuerte ráfaga de aire barrió la sala, arrastrando consigo todo tipo de metralla. Yo intenté aplastarme contra la moqueta, cabalgando sobre las vibraciones del suelo, mientras las ascuas me abrasaban la espalda y los brazos desnudos. El techo pareció desplomarse sobre mí, convertido en pequeños trozos de yeso y astillas. Aunque me estaba tapando la cabeza con las manos, oía todo tipo de golpes y gritos a mi alrededor. Hasta que decidí que ya era hora de levantarme.
La amplia escalinata que descendía hasta el vestíbulo de la entrada principal ya estaba completamente envuelta en llamas, por lo que todo lo que había detrás, la zona de recepción, la sala de lectura y la escalera que llevaba al bar de Harry, estaría completamente destruido. El aire se llenó de polvo y de diminutos trozos de cristal cuando los pocos candelabros que aún colgaban del techo se desplomaron sobre el suelo. Las columnas se empezaban a agrietar bajo la presión del techo, que estaba a punto de venirse abajo. Pero yo ya estaba de pie, moviendo el aire con las manos para intentar abrir lo que parecía una sucesión interminable de capas de humo y polvo.
No tardé en ver a Cissie y al alemán. Con la cara cubierta de sangre, Stern estaba arrancando ascuas al rojo vivo del pelo humeante de Cissie. La chica estaba sangrando por la nariz. Me estaba gritando algo y haciéndome señas, pero, después de la explosión, lo único que oía yo era un inmenso zumbido. Stern se deshizo de las últimas brasas, apagando los mechones humeantes de Cissie con la otra mano, y ella me tocó la cara. Después, la apartó y me mostró los dedos manchados de sangre. Al tocarme la cara con la mano, yo no noté ninguna herida, así que supuse que las explosiones me habrían hecho sangrar por la nariz. Al parecer, ése también era el único problema de Cissie. Stern, sin embargo, tenía un corte profundo en la frente y la sangre le manaba como un torrente. Se la limpiaba continuamente con la manga para poder ver, pero la sangre seguía corriendo, cegándole una y otra vez. Tenía la ropa hecha jirones. Me pregunté si habría escudado con su cuerpo a Cissie, porque ella tenía el vestido relativamente intacto.
Por mucho que gritara, ellos no podían oírme, así que cogí a cada uno de un brazo y los conduje hacia la puerta a la que nos dirigíamos cuando se había producido la última explosión. De camino, me detuve un momento para darle una patada a un Camisa Negra que se estaba levantando. Había compañeros suyos por todas partes, siluetas oscuras que se perfilaban entre el humo como espectros en un cementerio. Aunque no oí el disparo, una bala me rozó la mejilla. Los Camisas Negras se estaban reorganizando. Empujé a Cissie y a Stern hacia adelante, cogí una mesita que había tirada en el suelo y la arrojé hacia las tenebrosas figuras que se acercaban. Me apresuré a seguir a Cissie y a Stern y los alcancé justo antes de que llegaran al pasillo. Resultaba extraño, casi irreal, correr por ese caos silencioso, rodeado de figuras que se movían lentamente, mientras el fuego teñía de naranja el humo y los viejos cadáveres que se consumían entre las llamas. Hasta que, de repente, se me destaponaron los oídos, y la terrible escena que me rodeaba me impactó con toda su furia: ruido de disparos, alaridos humanos y un quejido aterrador que venía del propio edificio.
No se veía a Hubble por ninguna parte, aunque tampoco es que yo me detuviera a buscarlo. Sólo tenía una idea en la cabeza: llegar al pasillo antes de que alguna bala perdida me alcanzara. Una lluvia de balas impactó justo a nuestro lado, haciendo añicos unas sillas y los cadáveres que había sentados sobre ellas. Yo me agaché y cambié bruscamente de dirección al tiempo que cogía a Cissie de la mano. Mientras me tiraba al suelo con la chica, oí el grito de Stern, pero el alemán pareció recuperarse y desapareció al otro lado de la puerta. Yo ya estaba levantando a Cissie, obligándola a seguir a Stern.
Lo conseguimos. Entramos corriendo en el amplio pasillo. Ahí, el humo era menos denso, el aire más respirable. Alcanzamos a Stern, que se sujetaba el brazo mientras corría. Casi habíamos llegado a la esquina que conducía hasta los comedores privados donde hacía apenas unas horas habíamos disfrutado de una suculenta cena con vinos de cosecha y excelentes brandis. Casi, pero no del todo. Un grupo de Camisas Negras nos siguió hasta el pasillo y nos envió otra descarga. Al recibir un nuevo impacto, Stern chocó contra una puerta cerrada. Conseguí cogerlo antes de que cayera al suelo y lo arrastré detrás de la esquina, fuera del alcance de los Camisas Negras, justo en el momento en que la puerta contra la que había chocado se astillaba bajo el impacto de las balas. Stern se desplomó en mis brazos, pero yo no lo dejé caer. Lo obligué a seguir avanzando, a pesar de sus gritos de dolor, mientras las pisadas de los secuaces de Hubble nos ganaban terreno en el pasillo.
—¡Hoke, por la escalera! —gritó Cissie.
Las luces temblaron, sumiéndonos en la oscuridad durante unos segundos, y volvieron a brillar, aunque con menos intensidad que antes. Yo recé por que el generador dejase de funcionar lo antes posible.
—Ayúdame a llevar a Stern —le dije a Cissie rodeándome el cuello con el brazo del alemán.
Cissie se puso al otro lado de Stern y empezamos a bajar la escalera que había al fondo del pasillo, avanzando todo lo rápido que podíamos sin tropezar. Al oír más gritos y nuevas pisadas detrás de nosotros, intentamos acallar los gemidos de Stern tapándole la boca. Mientras más descendíamos, más oscuro estaba todo a nuestro alrededor; no porque el generador hubiera dejado de funcionar, sino porque ahí abajo había menos luces encendidas. Perfecto. Mientras más sombras nos resguardasen, mejor. Había multitud de cadáveres sobre los escalones, todos ellos vestidos con uniformes del Savoy. Fue con uno de esos cadáveres con lo que tropecé, arrastrando en mi caída a Cissie y a Stern. El alemán gritó ante la repentina afrenta a sus heridas y, mientras yo le tapaba la boca con una mano, oímos más gritos y pisadas en la escalera. Sin soltar a Stern, me volví a levantar, casi tan rápido como había caído. Me agaché y apoyé el cuerpo del alemán sobre un hombro para poder cargar con él. Aunque el peso era insoportable, apreté los dientes y seguí bajando mientras le susurraba a Cissie que se adelantara para limpiar los escalones de obstáculos. Y, así, continuamos huyendo, con las pisadas de nuestros perseguidores cada vez más cerca. Al llegar al último escalón, nos adentramos en un estrecho pasillo sin luz. El peso de Stern hizo que mi cojera reapareciera después de un día de ausencia. Llegamos a otro pasillo, éste un poco más ancho y con tuberías que atravesaban el techo, y pasamos junto a la sala de las calderas y varios almacenes. Los azulejos blancos de las paredes estaban cubiertos de suciedad y, en el techo, colgaban grandes telas de araña. Allí abajo, nuestros pasos parecían más ruidosos. Aun así, seguíamos oyendo a los Camisas Negras que nos perseguían. Llegamos a una puerta pesada. Cissie la abrió y entramos en un elegante distribuidor con puertas a ambos lados y una escalera en el otro extremo. Reconocí inmediatamente el sitio. La escalera llevaba a la entrada de la orilla del río y detrás de las puertas estaban las elegantes salas de recepciones y banquetes del hotel. Aunque resultaba tentador optar por la escalera, sabía que no conseguiríamos subirla lo suficientemente rápido cargando con un hombre herido, así que cogí a Cissie de la mano y atravesamos la puerta abierta que había a nuestra derecha.
Al darse cuenta de dónde estábamos, Cissie me apretó la mano con fuerza y empezó a retroceder, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Tenemos que escondernos —le susurré yo—. Sólo hasta que pasen de largo.
—Aquí no —musitó ella.
Pero ya era demasiado tarde para cambiar de idea. Oímos el ruido de la pesada puerta del distribuidor al abrirse.
—Rápido —dije empujándola hacia una de las literas con cortinas rosas. Abrí la cortina, descargué al alemán, que estaba prácticamente inconsciente, sobre el estrecho colchón y le ordené a Cissie que se tumbara a su lado.
Al principio, pensé que iba a negarse, pero las voces que se oían en el distribuidor no le dejaron otra opción. Se deslizó junto a Stern. Yo entré detrás de ella y corrí la cortina para ocultarnos. Algo suave se rompió bajo el peso de nuestros cuerpos y, en la oscuridad, el aire se llenó de un polvo que olía a setas fosilizadas. Stern gimió. Yo le busqué a tientas la boca y se la tapé con las dos manos. Él intentó mover la cabeza, pero estaba demasiado débil. Lo mantuve sujeto, apretándole la boca con fuerza, hasta que el cuerpo del alemán se relajó. Temeroso de poder asfixiarlo, levanté las manos un par de centímetros, preparado para volver a bajarlas al menor sonido. A mi lado, Cissie estaba intentando controlar su respiración; noté cómo su pecho subía y bajaba lentamente en el estrecho espacio de la litera. Ella me agarró el hombro desnudo con una mano.
El insoportable olor de la descomposición era una razón añadida para inspirar el menor aire posible; no podía dejar de pensar que el fétido polvo que flotaba en el aire podría envenenar nuestros pulmones. El olor y los suaves crujidos bajo nuestros cuerpos confirmaron lo que ya sospechaba: estábamos tumbados sobre el cadáver de alguien que se había metido en este oscuro recinto tres años atrás intentando escapar del asesino invisible que había en el aire. Cissie debió de darse cuenta al mismo tiempo que yo, porque, de repente, empezó a moverse presa del pánico, y sólo conseguí evitar que saliera de la litera apretando su cuerpo contra la pared. Su pecho se estremeció contra mi espalda y, durante unos segundos, pensé que iba a vomitar encima de mí. Pero controló sus náuseas, y su pánico dio paso a un ligero temblor mientras su respiración se hacía más pausada. No tardé en sentir sus lágrimas sobre mi espalda. Debajo de mí, Stern empezó a gemir. Me levanté un poco, para no aplastarlo con mi peso, y le puse una mano sobre los labios. A pesar del dolor, creo que era consciente de lo que ocurría, porque volvió a relajar el cuerpo y permaneció en silencio. Mientras esperábamos en la oscuridad, yo me pregunté cuántos cadáveres putrefactos habría en las literas de ese mausoleo de hormigón. La resistencia de Cissie, que había intuido la presencia de los cadáveres cuando la había llevado allí por primera vez, era admirable. En cuanto a mí, ya hacía tiempo que me había acostumbrado a vivir rodeado de cadáveres humanos. Pensándolo bien, incluso los coleccionaba.