—Serpiente: Nos vemos abajo, si eso, ¿vale, niño?
Una escalera se apoyaba sobre la pared de la fachada principal: dos de sus patas quedaban a la vista de cualquiera que estuviese en la azotea, en este caso yo, el único miembro de LR que todavía no la había abandonado. Miré en dirección a mis compañeros: el penúltimo ocupante del ingenio se dejaba caer encima de los colchones librando al volante de su carga, lo que me dio vía libre para tirar de la cuerda que lo tendría que traer hasta mí. Mientras tiraba del cabo escuché cómo los primeros Zs se aventuraban a subir por la escalera que se encontraba a mis espaldas: sabía que en unos segundos asaltarían la posición. Por fin conseguí hacerme con el volante, me subí en la repisa y me lancé sin mirar atrás. Casi tuve la impresión de sentir la fétida vaharada de un Z en mi cogote. Mientras bajaba, pude ver cómo Julieta y Agustina se tapaban la boca con las manos: había estado muy cerca de encontrar la muerte; bueno, más bien habría sido al revés: la muerte había estado muy cerca de hincarme el diente. No llegué ni a tocar tierra: Trancos cercenaba la cuerda que me servía de sustento haciéndome caer sobre el improvisado catre. Supuse que ellos también estaban utilizándola para seguirnos, hecho que me ha confirmado el propio Trancos hace un rato. Por lo visto, el Z que me seguía ha terminado estampándose contra el suelo. Al incorporarme y mirar atrás, divisé una ristra de cabezas que se encontraban justo en el lugar que nosotros acabábamos de abandonar.
—Trancos: ¡Vamos!, ¡vamos!, ¡vamos!… —bramó poniéndonos en marcha.
Corriendo, encarábamos los últimos metros que ponían fin al plan urdido, los primeros hasta el único lugar que podría proporcionarnos unas horas más de vida. Experimentamos una angustia infinita: la cercanía de una posible salvación hacía que el pensamiento de caer en manos —en boca, en este caso— de un Z fuera algo absolutamente horroroso; más aún a sabiendas de que Julieta quedaría desvalida cuando más me necesitaba. Únicamente restaba cruzar el pasillo que nos llevaría a mi casa, donde, a la vista de los resultados de la batalla, posiblemente quedaríamos a salvo, al menos un día más.
Trancos y yo encabezábamos la marcha abriendo brecha en el camino de la esperanza. Julieta, El Cid y Agustina iban en el centro, y, cerrando la retaguardia, Donovan y Serpiente. Cada uno portaba su arma. El rugido de la marabunta Z no dejaba espacio en el aire para ningún otro sonido. Era como estar viviendo dentro de una pesadilla. Salvamos los primeros metros sin complicaciones. Las taponadas bocacalles impedían cualquier intentona de acceso al recorrido. Como en un encierro, espoleados por el espíritu de supervivencia, hacíamos el recorrido establecido por la organización de fiestas y festejos Z. A esas alturas debíamos de ser ya un blanco evidente, aunque todavía inaccesible. Una de las piras que obstaculizaba el acceso a la arteria por la que escapábamos cedió a los embates de algunos Z. Ni siquiera paramos: recuerdo haber tenido la apestosa y desfigurada cara de uno de ellos frente a la mía y de estar completamente seguro de que el cañón de mi arma había quedado justo a la altura de su corazón: apreté el gatillo sin conmiseración haciendo saltar por los aires el órgano que debía de estar bombeando la espesa sangre por su cuerpo. Creo que pasé por encima de él dejando atrás el cadáver de un cadáver. Por suerte, Serpiente, adicto a portar cócteles encima, interpuso una barrera de fuego entre nuestros escasos perseguidores haciéndoles retroceder. Un segundo artefacto nos permitió poner tierra de por medio. Al final del pasillo de seguridad deberíamos encontrar un coche atravesado taponando el acceso por ese extremo, preparado igualmente para incendiarse una vez lo hubiésemos sobrepasado. Después, sólo unos metros nos separaban de la salvación. Lástima que no todos lo lográsemos. Tomamos el último recodo que dejaba a la vista el coche transversalmente ubicado. Atrás quedaban los intentos frustrados de acabar con nuestra huida. Por primera vez era capaz de escuchar el sonido de mis propios pasos contra la empedrada calle.
—El Cid: ¡Casi lo hemos logrado, mecachis en la mar! ¡El coche está ahí mismo! ¡Vamos, cariño! —animando a su esposa a no desfallecer.
—Agustina: No puedo más… pero ni os penséis que os voy a pedir que me dejéis aquí y sigáis sin mí, llegaré aunque tengáis que llevarme a cuestas.
Las irónicas palabras nos dieron el empujón que necesitamos para llegar a la altura del coche. A través de las ventanillas pude ver la entrada de mi casa y a un grupo de Zs que convertía en utópico cualquier intento de acceder al edificio sin exponernos a un nuevo ataque.
—Donovan: ¡Me cago en mis muelas! Mira que los capullos tienen que estar justo ahí. Y a mí se me han acabado los cócteles, jolines. ¿Ahora qué hacemos?
Efectivamente, un grupo de Zs custodiaba el acceso al búnker que debía protegernos.
—Serpiente: Que sea lo que Dios quiera, salimos en tromba y los pisamos si hace falta, niño. ¡Que estamos a un paso! Yo aquí no me quedo, ¿sabes?
Supongo que nuestro destino no era acabar nuestra andadura detrás de aquel coche. Me dio por mirar hacia atrás y, al percatarme de que otro grupo de Zs se acercaba a nosotros peligrosamente, di parte.
—Disculpad, deberíamos pensar en realizar una especie de ataque suicida. Creo que no estamos más seguros aquí que exponiéndonos a un ataque ahí fuera, dadas las circunstancias —dije sin dejar de darles la espalda y apuntando al problema con mi cuerpo.
—Julieta: Joder, tiene razón. ¡Tenemos que salir y jugárnosla! ¡Dadme una jodida arma! Tanta apología contra las armas de fuego y al final, mira, para nada (enfadada y mal hablada me parecía todavía más sensual).
—Trancos: Tranquila, ninguno te delatará. Toma ésta —entregando a Julieta la suya—, yo me quedo con el rifle.
—El Cid: No entiendo por qué no los matas con el rifle y ya está —obviedad en la que nadie había reparado.
—Trancos: Sólo me quedan tres balas… Olvidé coger más… Lo siento.
—Donovan: ¡La madre que te parió!… —fue el único reproche a tan inoportuno olvido.
No dio tiempo para más, estábamos a punto de convertirnos en un bocadillo con pan de Z. Apostado sobre el capó del coche, apuntó y efectuó los tres disparos, abatiendo al mismo número de Z que deambulaban por la entrada de mi propia casa. Otros tres Z, al percatarse de nuestro escondrijo, dejaron lo que quiera que estuvieran haciendo y condujeron sus tambaleantes cuerpos hacia nosotros. Saltamos por encima del coche cada uno como buenamente pudo. Todos sabíamos de la necesidad de no desperdiciar munición y de ser lo más efectivos posible, pero, aun así, lo recordé.
—¡Apuntad a la cabeza, a la cabeza!, ¡esperad a sentir su halitosis y volarles la tapa de sus asquerosos sesos! —fue lo último que escuchamos antes de abalanzarnos sobre ellos.
Abanderé el abordaje poniendo pecho a las balas. Fijé el objetivo: un Z vestido de harapos mugrientos que se interponía en mi camino a la salvación. Levanté el arma; el cañón se movía de arriba abajo a cada zancada que daba partiendo su cabeza en dos mitades, por lo que debía estar lo suficientemente cerca de él para no errar el tiro. Casi no hizo falta apretar el gatillo, incrusté a la carrera el cañón con ímpetu en su frente sintiendo cómo me agarraba por el cuello con sus frías manos; instantes después, su cerebro salpicaba mi cara. Habría quitado de en medio el único obstáculo que me separaba de la seguridad del búnker… si el deber no me hubiera susurrado el nombre de Julieta al oído. Me giré buscándola. Vi a Donovan entregado en vaciar los dos cartuchos de su escopeta en la sien de un Z dispuesto a hacer miembro de su club a la buena de Agustina, quien pugnaba por ponerse en pie con la ayuda de El Cid. Ni rastro de Serpiente. Al fin localicé a Julieta, arrastrada de la mano por Trancos y seguidos por dos Zs que les pisaban tan literalmente los talones que les hicieron desplomarse al suelo. Trancos supo rodar sobre sí mismo evitando un ataque inmediato de alguno de sus perseguidores, pero ella quedó tendida en el suelo desprotegida y sin amparo alguno. Uno de los Z decidía erróneamente perseguir a Trancos, quien, incorporándose, esquivó el ataque sin problemas. El otro se disponía a zambullirse en el cuerpo de Julieta, que, aturdida por la caída, no supo reaccionar. Sabía que su vida pendía de un hilo. Apunté con mi pistola y disparé dos veces. Lamentablemente las balas atravesaron la cara del Z sin provocarle lo que en pocos días iba a ser, como mínimo, su segunda muerte. Afortunadamente, fueron lo bastante precisos como para borrarle de la boca todos y cada uno de sus dientes. Julieta me miró cuando todavía empuñaba el arma y el Z caía sobre ella.
Dirigí mis pasos hacia ellos. El Z había dado comienzo a una lluvia de dentelladas (aunque no sería la palabra correcta, ya que no tenía dientes) que se estrellaban sobre las gruesas ropas de la propietaria de mi corazón. Se centraban sobre todo en el cuello, aunque sin éxito, ya que una bufanda de flores hizo de parapeto (hace escasos minutos que todavía encontrábamos algunos incisivos enredados en ella). Viendo que sus mordiscos no producían el efecto deseado, varió su táctica y buscó otras partes del cuerpo libres de prendas donde clavar su yerma encía. No ha tenido tiempo suficiente: me he acercado y le he dado la patada en la cabeza más enérgica de la que he sido capaz. He puesto en práctica la técnica para sacar la mejor patada circular (
dolio chagui
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) que he ejecutado en mi vida: el aprovechamiento de las fuerzas del tronco, girando en dirección al objetivo, junto con los músculos de la propia pierna, casi la han arrancado del tronco sobre la que se sustentaba. Un sonido de vértebras rotas y el ángulo de la cabeza, como la de un muñeco de trapo sobre unos hombros de madera, han terminado por frustrar las intenciones del Z, a quien he alojado un balazo en la sien que ha soldado su inconsistente cabeza al hombro sobre el que descansaba.
—Julieta: Gracias, me has salvado la vida.
Habría sido el momento ideal para sellar tan heroica actuación con un beso de los denominados «de tornillo», aunque la premura a la que estábamos sometidos ha hecho postergar el asunto. He decidido que ya había puesto durante suficiente tiempo mi vida en juego. Y más ahora, que contaba entre mis manos con lo único por lo que la habría vuelto a poner. Sin mirar atrás, he tirado de ella hasta la puerta, donde nos esperaban Donovan, Serpiente, El Cid y Agustina. No había rastro de Trancos.
—Julieta: ¿Dónde está? ¿Dónde está?
He considerado oportuno no contestar a la evidencia: habíamos tenido demasiada suerte, pero hasta eso se acaba. Todos teníamos presente que las bajas eran parte de las circunstancias que nos rodeaban, de los daños que todo ejército debía asumir en precio por su sacrificio. Como en todas las contiendas, las muertes de unos significarán la vida de los demás. Trancos había sacrificado la suya por LR y la historia se encargaría de recordarlo, su nombre aparecería en algún monumento de mármol de algún cementerio (o quizá en una hagiografía) sobre el que Julieta y yo depositaríamos flores cogidos de la mano mientras hacíamos esperar a nuestros retoños en el coche. Por la noche, al calor de nuestros cuerpos, dedicaríamos algún pensamiento a su insigne figura antes de entregarnos al juego amoroso.
Hemos empujado la puerta de acceso al rellano y, una vez dentro, parapetados tras ella para impedir el paso a cualquier otro ser, nos hemos lanzado escalera arriba hasta el búnker que nos daría cobijo. Los Zs que nos perseguían por el pasillo de seguridad habían quedado atrapados tras la explosión de éste una vez lo hubimos superado, aunque algunos de ellos habían conseguido salvar la rémora del coche, con lo que sólo unos metros nos distanciaban de ellos.
—¡Ábrete, Sésamo!
Instantáneamente los mecanismos que anunciaban que la puerta había quedado desbloqueada han reverberado en la escalera. En tropel nos hemos colado en el interior del búnker. He cerrado la puerta tras de mí y he vuelto a activar los sistemas de seguridad: estábamos a salvo.
El sonido de la algarada del exterior había desaparecido por completo; sólo nuestras entrecortadas respiraciones y el aliento que exhalábamos fruto del esfuerzo hacían evidente que estábamos vivos, ajenos ya a la sedición para la que habíamos puesto en juego nuestras vidas. Víctimas de una especie de agnosia temporal, tardamos unos segundos en situarnos. Tuve que pedir a Julieta que desasiese su mano de mi brazo, ya que empezaba a notar los rigores de la falta de riego en la extremidad.
—El Cid: ¿Ya está? Aquí estamos a salvo, ¿no?
—Donovan: Quillo, se ha acabado, ¿no? Aquí no entran, ¿verdad? Has echado bien el pestillo, ¿no? No se te habrá olvidado nada, mira que esto tiene muchas teclas y muchos números y lo mismo se te ha pasado darle a alguno —señalaba con su dedo índice el panel de control digital del sistema de seguridad.
—No te preocupes, el sistema es totalmente seguro. Funciona automáticamente, de modo que si hubiese algún problema me avisaría. Estamos a salvo.
—Julieta: Falta uno de nosotros —apuntaba indefectiblemente la núbil beldad, quien, en un alarde de virtudes, dejaba patente su enorme cuita por el compañero fallecido.
Debo reconocer, por otra parte, que era presa de un indomable deseo amoroso. Supongo que la más que cercana posibilidad de haber acabado transubstanciado en un Z, o simplemente devorado, había hecho que los más primarios deseos humanos se viesen vivificados, lo que se tradujo en un deseo exacerbado de cohabitar con Julieta. La imposibilidad de hacerlo explica por qué mi relato está salpicado de reminiscencias poéticas que sacian mi apetito amoroso y contra las que sigo luchando encarecidamente. No quise ahondar en su pesar e improvisé una respuesta que diera pábulo a su esperanza.
—Vamos… anímate, sabe cuidar de sí mismo, seguro que ha encontrado la manera de ponerse a salvo. Sabe lo que hace; después de todo lo que hemos pasado no se dará por vencido tan fácilmente.
—Serpiente: Eso es fijo. No te apures, mujer, ya verás como está bien. Eso es que lo habrá visto chungo para entrar con nosotros y se ha dado el piro a otro lado. Tú echa cuentas que ése vuelve. Que es más duro que el Alcoyano, ya verás.
Todos pusimos empeño en mantener viva la idea de que Trancos había conseguido escapar, sobre todo para no dar pie a actitudes pusilánimes que en nada nos beneficiarían. Fue Agustina quien se encargaría de ofrecer consuelo a Julieta tras apartarla del grupo y buscar refugio en la cocina. No sé qué palabras o argumentos esgrimió, pero consiguió su propósito.