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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (28 page)

—Julieta: ¡Es negra, estúpido!…

La hermosa joven se dio la vuelta y dejó ver parte de su columna vertebral, literalmente, me refiero, lo que zanjaba la discusión. La cuestión es que era verídico: había razas, las de tez más morena, en las que la cianosis no era tan perceptible, lo que les confería una cierta dignidad, permítaseme la expresión, en lo de ser un Z.

La cuestión es que, en su condición transmutada, presos de una alineación inenarrable, los Zs se entregaban a la destrucción de todo lo que se les interponía en el camino, e incluso se agredían entre ellos desgarrándose la carne con certeras dentelladas que ni siquiera provocaban dolor en la víctima. Sumidos en la contemplación de tan espeluznante exhibición, emergieron las palabras de una compañera sacándonos del ensimismamiento:

—Agustina: ¿En qué nos hemos convertido?

Es ahora, durante la transcripción de lo registrado en la seguridad del búnker, cuando se me revelan todas las connotaciones que encerraba el candoroso comentario: aquellos que contemplábamos, convertidos en criaturas devoradoras de hombres, éramos nosotros mismos, un espejo en el que nos mirábamos y observábamos con pavor nuestra imagen distorsionada. Aun tratándose de un error en la gestión de un experimento científico, o militar, o de cualquier otra índole, ¿no se trataba al fin y al cabo del resultado último de la evolución de la especie humana, condenada a ser extinguida por la degradación absoluta de su propia naturaleza? En fin, será una cuestión sobre la que tendré que meditar en un futuro.

Quedaban pocos minutos para que los coches diesen la bienvenida a nuestros comensales. Mientras, la vorágine zombi perpetraba su última intentona de derribar el acceso: de nuevo habían escogido a uno de ellos y lo utilizaban a modo de ariete contra la puerta. Claro está que al tercer o cuarto intento tenían que cambiar de ariete porque éste se había quedado ya sin cabeza y su manipulación resultaba muy difícil. La batahola organizada por los Zs hacía complicado entenderse, por lo que era necesario gritar cualquier comentario dirigido a un compañero.

Mirando tan espeluznante espectáculo, no pude evitar recordar una visita al zoo con mis padres adoptivos. Era la primera vez que tenía ocasión de admirar tan fastuosos animales. A través de los intersticios de las vallas de madera que nos separaban de aquellos animales, de los que yo sólo había tenido noticias a través de libros, observaba con una mezcla de miedo y admiración a los ejemplares que rumiaban, dormían o se entregaban a otras necesidades, ajenos a la contemplación de la que eran objeto. Tuve esa misma sensación: era como estar presenciando un zoo, un «zoombi», se me ocurrió.

—Trancos: ¡Todos a sus puestos! —ordenaba, previendo un pronto desenlace.

Mientras, los Zs se entregaban a cualquier tipo de entretenimiento destructivo. Incluso me pareció observar comportamientos lascivos entre algunos de ellos —aunque este hecho no puedo asegurarlo—, lo que me hizo asociar la imagen a una especie de Sodoma y Gomorra zombi. Imaginé cómo debió de sentirse el protagonista de la ascensión al monte donde le serían revelados los mandamientos al encontrarse con semejante panorama. Éramos los dioses que contemplábamos la aberración humana, la misma que había hecho que los hombres se unieran en pos de un objetivo común aparcando aunque fuera momentáneamente sus diferencias para atajar el aniquilamiento de su propia especie. En cuestión de días habíamos pasado de sacarnos los ojos a dar la vida por alguien al que casi no conocíamos, y, curiosamente, eso se lo debíamos a ellos. Paradojas de una invasión Z.

Todos ocupamos nuestros respectivos puestos: Donovan y Serpiente, desde el centro de la azotea, con los lanzaglobos preparados, esperaban a que El Cid y Agustina cargasen el artilugio. Los demás nos encargaríamos de lanzarlos a mano. Únicamente faltaba que los coches explotasen dando el pistoletazo de salida al inicio de la batalla. Entregado a este pensamiento, el estruendo de una explosión, junto con una deflagración, iluminó el pueblo.

—Trancos: ¡Esperad! ¡Esperad!…

Una segunda explosión volvió a fotografiar la escena. El miedo se dibujaba en la cara de mis compañeros, y debo reconocer que en la mía propia, tal como ponía de manifiesto la escasez de saliva en mi boca. Pasaron unos segundos.

—¡Al ataque! ¡Fuego a discreción! —grité, agenciándome el honor de lanzar la orden de ataque.

Los globos cargados con el combustible empezaron a sobrevolar nuestras cabezas, mientras se evidenciaba en el lienzo de la noche cómo los demás coches iban explosionando. Donovan y Serpiente estiraban las recámaras de las bicicletas con el globo que El Cid y Agustina iban colocando en el centro de una pieza de ropa atada a los extremos, se distanciaban del artilugio y el tirador soltaba la pieza de ropa con el globo, que salía disparado por el aire describiendo una parábola.

—Donovan: ¡Tomad, malnacidos
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! ¡Tomad sopita! ¡Os vamos a freír como a pollos! ¡Malditos hijos del demonio!… —vociferaba cada vez que lanzaba un globo mientras Agustina, recriminándole con tono desabrido tan lamentable vocabulario, conseguía durante un rato moderación en sus comentarios, aunque al poco volvía a recuperarlo contagiando a Serpiente.

—Serpiente: ¡Tomad candela!, ¡tomad candela…! —gritaba con cada bomba globo que salía despedida del artilugio.

Al final, todos nos contagiamos de una especie de vesania colectiva inducida y comenzamos a vociferar cada cual lo que quiso. Las explosiones de los coches que habían sellado el pueblo no parecieron inmutar lo más mínimo a los Zs allí congregados, que seguían empecinados en la ardua tarea de abrir la puerta, aunque infructuosamente. Era como estar encerrado en una habitación en compañía de una manifestación Z.

Los primeros globos impactaron a unos cincuenta metros, bañando en gasolina a un grupúsculo de Zs que recibían con resignación tan inesperado bautismo. Julieta, Trancos y yo mismo nos afanamos en el lanzamiento manual con idénticas consecuencias: no parecía que el hecho de verse impregnados de combustible causase la menor preocupación a los Zs, quienes, inmersos en resolver el problema de acceso al inmueble, no prestaban mucha atención a nuestras actividades. Además, la ocupación de la plaza había hecho que los bidones de gasolina dispuestos por toda su superficie fueran derribados, derramando el combustible por el suelo. No se requería una especial puntería en el lanzamiento: dada la cantidad de Zs que se hacinaban bajo nuestros pies, el globo hizo blanco en el cien por cien de los casos. El poco tiempo que requería el lanzamiento hacía que nuestras reservas menguaran rápidamente.

Había llegado el momento de poner a salvo nuestra única vía de escape. Como ya expuse, una improvisada tirolina tendría que transportarnos hasta un punto desde el que iniciaríamos la huida, en concreto, sobre la calle que haría de salvoconducto hasta mi casa. Para evitar que se inundase de Zs, era necesario incendiar los tapones que habíamos dispuesto en las bocacalles que se incorporaban a ésta, de manera que impidiese el acceso de cualquier Z a la vía principal. Obviamente toparse con estos individuos en plena evacuación tendría consecuencias nefastas, ya que la posibilidad de esquivarlos era prácticamente nula.

—El Cid: ¿No deberíamos encender ya nuestro pasillo, mecachis en la mar y mecachis en la mar
[81]
?

—Julieta: Sí, sí, sí, por favor, encendedlo ya —gritó.

Algunos de los miembros de LR expresaban su temor a que se demorase en exceso el encendido de la vía de escape. Me dirigí al extremo de la azotea, desde donde se divisaba el inicio de ésta. Pude comprobar entonces que sus aledaños estaban prácticamente infectados de Zs y que realmente no podíamos dilatar más la ignición. Mis compañeros lanzaban los últimos globos de combustible. Un fuerte olor a gasolina, mezclado con el pestilente hedor de los Zs, se había adueñado de la noche, aunque se agradecía que el primero enmascarase el segundo. Me dispuse a encender el cóctel que tendría que habilitar la vía, prendí la mecha de trapo, apunté y lancé el artefacto. La botella acabó estrellándose contra el suelo y se incendió de inmediato. El fuego se propagó rápidamente desde la primera pira hasta la siguiente a través de una especie de cordón de gasolina, y así sucesivamente. Desde la altura, era como ver iluminarse una pista de aterrizaje: supongo que la sensación que tiene un piloto, ante una emergencia, al ver cómo emergen, ocultas entre la niebla, esas pequeñas luces que dan un rayo de esperanza al fatal desenlace es la misma que experimentamos todos nosotros. Una especie de sinuosa serpiente de fuego, por cuyas entrañas deberíamos escapar llegado el momento, se dibujaba en el suelo.

—Trancos: Buen lanzamiento, ahora me toca a mí —dijo, anunciando que había llegado la hora de activar los demás coches.

Cogió la escopeta con mira telescópica y con disparos certeros hizo estallar los coches que quedaban a la vista. Esta vez sí, las explosiones provocaron un alto en las acciones bélicas de los Zs. El fuego había comenzado a propagarse entre ellos, fruto de la deflagración generada por las sucesivas explosiones.

—Julieta: ¿Arrojamos ya los cócteles? —preguntó impaciente mi amada.

—Sí —respondí con solemnidad—, no os dejéis amedrentar. Que los dioses protejan a los valientes. ¡Ánimo! Nos vemos en la otra orilla —fueron mis últimas palabras justo antes de iniciar la ofensiva final.

Como catapultas humanas nos entregamos al lanzamiento de cócteles que, al impactar directamente sobre los cuerpos putrefactos de los Zs, los transformaban instantáneamente en bolas de fuego que salían corriendo: una magnífica manera de propagar el fuego entre los demás. Los Zs que no estaban empapados de combustible estaban salpicados (al reventar, el globo esparcía el líquido a su alrededor), lo que les convertía en una mecha infalible. Las llamas y la fetidez de la carne quemada empezaron a convertirse en las protagonistas absolutas de la noche. El repulsivo olor provocó el vómito a Agustina y la postró en el suelo necesitando el auxilio de su marido para recuperarse. Un humo irrespirable empezó a dificultar la visibilidad, y aunque esto no tenía importancia para realizar los lanzamientos, sí la tenía para llevar a cabo la huida. La plaza se había convertido en una olla a presión donde se cocía una ingente cantidad de cuerpos en diferentes estados de descomposición. Pronto las llamas iluminaron la noche dejando entrever las siluetas de los edificios que todavía no habían sido pasto de ellas. La puerta de acceso a la casa comenzaba a arder, y el resplandor me permitió localizar a un viejo conocido: ZV, mi vecino, que, con su inconfundible bata en llamas, corría despavorido hacia ningún lugar en concreto. No creía en la existencia del infierno, aunque reconozco que la escena que presenciábamos bien podría representarlo.

El aumento de temperatura se hizo notar. Incluso llegué a percibir calor, que, mezclado con el olor nauseabundo que flotaba en el ambiente, convertía cualquier tarea poco menos que en una gesta. Fue entonces cuando algunos de los Zs empezaron a estallar como bombillas sobrecalentadas. Supongo que la acumulación de vapores inflamables, producto de la propia descomposición interna de la que eran víctimas, los transformaba en pequeñas bolsas de gas que, al entrar en contacto con el fuego, terminaron por explotar. De todas maneras, la explosión no les resultaba mortal, ya que afectaba a órganos no vitales, aunque tengo que reconocer que era de lo más repugnante: dejaba abierto al Zs en su parte central, con lo que su aparato digestivo acababa colgando y desparramándose por el suelo, sin contar los que salían volando por los aires y aterrizando sobre otros Zs, quienes obviamente no perdían el tiempo en desprenderse de tan infame pamela. El suelo de la plaza se convirtió en un tremedal de órganos que hacía imposible mantenerse en pie a nada ni nadie. Cuando el fuego alcanzaba la cabeza del Z, provocaba el mismo efecto del que ya habíamos sido testigos en una de las casas: terminaba por estallar. Así lo presagiaba la prominente exoftalmia de la que eran víctimas justo antes del reventón ocular. Aquellos nuevos acontecimientos terminaron por precipitar el desenlace: Julieta fue presa de una especie de ataque de nervios y se mostró proclive al abandono inmediato de la azotea. Además, Agustina seguía tendida con arcadas que esparcían el contenido de su estómago en el suelo, lo que lo convertía en una pista de vómito que daría con los huesos de Donovan contra el piso.

—¡Retirada, abandonamos la azotea! —grité con todas mis fuerzas, aunque nadie pereció escucharme.

El crepitar del fuego, unido a las pequeñas detonaciones y mezclado con la batahola del tumulto Z, hacían prácticamente nulos los intentos de comunicación entre nosotros, con lo que la única información que recibía era la que percibía por el sentido de la vista. Recordé las escenas de películas en las que el protagonista queda aturdido después de que una granada le estalle lo suficientemente cerca como para anular su capacidad auditiva. Opté por avisar uno a uno de la orden, pero un acontecimiento evitaría la pérdida de tiempo: otro caza, esta vez efectuando un vuelo rasante, nos hizo alzar la vista al firmamento. Era imposible ver nada, aunque el estruendo había provocado que todos nos mirásemos, oportunidad que aproveché para señalar la tirolina.

El Cid tiró de su mujer poniéndola en pie y yo cogí del brazo a Julieta, quien se dejó arrastrar en la misma dirección. Los demás se adelantaron para disponer los preparativos que tendrían que dejar lista la tirolina para sacarnos de allí. Los turnos para abandonar la azotea estaban previstos: Trancos sería el primero. Se encargaría de asegurar la zona de aterrizaje y de ayudar a los demás. Después Agustina, Julieta, El Cid, Serpiente, Donovan y yo, cerrando la retaguardia. Las pruebas que habíamos hecho horas antes no habían dado problemas, e incluso Agustina se había mostrado ilusionada ante el reto; claro está que ahora todo era muy diferente. Subido en la repisa, Trancos asió con fuerza el volante que serviría de agarre por el que se deslizaría a través de la cuerda y que lo conduciría al punto de aterrizaje: un nido de colchones debería parar el golpe. Inmediatamente Trancos nos dejaba atrás precipitándose cuerda abajo hasta el punto de encuentro. Donovan recuperaba el volante tirando de una cuerda atada a éste. En unos segundos volvía a aparecer el artilugio que tendría que transportarnos, uno a uno, junto al centinela de la recién tomada posición. Le tocaba el turno a Agustina; subida al poyo, quiso tirar la toalla y abandonarse al albur de lo que el destino le deparase, que fue exactamente que El Cid, casi a empujones, la obligase a lanzarse al vacío agarrada al volante. No pude ver el trayecto, aunque lo imaginé a la perfección sólo con ver la cara de Donovan, quien al poco volvía a tirar del cabo, lo que significaba que el aterrizaje había sido un éxito. Acerqué a Julieta al lugar del salto y me asomé sobre la baranda de obra para divisar con perspectiva cenital el conducto habilitado para salvar nuestras vidas y, de paso, sus alrededores: ignoro cuántas bajas habíamos logrado cobrarnos entre las filas enemigas, pero el campo de batalla era un manto de Zs cadáveres. No era la zona más congestionada con su presencia; aun así, el fuego iluminaba decenas de ellos merodeando por las lindes del conducto en llamas, aunque a distancia, ya que a esas alturas habían comprendido que si no se mantenían lo suficientemente lejos se convertirían en una nueva familia de las luciérnagas. Todavía no se habían percatado de nuestra treta. Sentí cómo Julieta se zafaba de mi mano lanzándose por la tirolina en busca de sus compañeros. Donovan volvía a recuperar la cuerda para el próximo viajero. Empecé a sentir la necesidad de acompañar a Julieta: desconocía si podría necesitar mi ayuda. Además, por primera vez desde nuestra toma de la azotea, volvía a sentir el prurito de mi sentido de alerta. Estaba seguro de que se cernía sobre nosotros alguna amenaza que se nos pasó inadvertida, me refiero a una amenaza añadida, claro está. Para cuando quise darme cuenta, todos habían desaparecido: Serpiente, con el volante en la mano, se despedía de mí.

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