Desde lo alto de la escalera, apuntándonos con el arma, nos invitó a salir de su casa. Obedecimos sin oponer resistencia; el gesto de nuestra anfitriona dejaba bien a las claras que hablaba en serio. Por cómo manejaba el arma entre sus manos, más valía no ponerla más nerviosa de lo que ya estaba. Salimos despacio y cerramos la puerta a nuestras espaldas.
—El Cid: ¿Y ahora qué se supone que tenemos que hacer, meterle fuego a la casa con ellos dentro?, mecachis en la mar.
—Agustina: Calla, hombre, no seas burro. Esperad un poco… volveré a entrar y hablaré con ella. Entrará en razón, ya lo veréis, tened fe (cualquier propuesta o apunte de nuestra camarada tenía como fundamento la religión cristiana).
—Julieta: Me sabe mal por la pobre señora. Conozco a ese chico, ¿sabéis? Era un mal bicho: le pegaba, le robaba y la maltrataba. Un delincuente en potencia. Creedme si os digo que es menos agresivo siendo un Zeta. No me extraña que ella se sienta feliz de tenerlo así; creo que, a su manera, está disfrutando de su hijo.
Esa novedosa perspectiva me sugirió la siguiente pregunta: ¿Era posible que en algunos casos la condición Z supusiese una mejora de algunos comportamientos humanos?, comparativamente hablando, digo. A priori, podría parecer un tanto extraño, pero todos conocemos actitudes humanas tan detestables que incluso deberíamos calificarlas empleando el adjetivo contrario. Al menos un Z era preso de su propia condición y esclavo de una serie de condicionantes: su agresividad y comportamiento respondían a la necesidad primera de alimentarse y sobrevivir. No creo que la eliminación de la raza humana fuera el objetivo último de sus ataques, sino más bien el resultado de una necesidad vital, como la de cualquier ente viviente. No es momento de entablar una discusión filosófica al respecto, quizá algún pensador de la Nueva Era sepa desarrollar el hilo argumental de mi razonamiento sacándole más partido.
Dos disparos anunciaron un precipitado final. La conversación que habíamos mantenido en el interior de la casa, aunque hubiera parecido inocua, tuvo un efecto innegable. Supongo que el contacto con seres humanos la concienció y, rindiéndose a la evidencia, tomó la única decisión que podía solucionar su problema. No hizo falta discutir qué hacer: Serpiente lanzó un cóctel al interior de la casa dando sepultura a los cadáveres.
La pesadumbre se apoderó del grupo, y aunque no rehuimos nuestras obligaciones, la limpieza del cuadrante se llevó a cabo casi sin pronunciar palabra. Las pocas conversaciones que se entablaron en las siguientes dos horas se limitaron a las imprescindibles para asegurar las casas por las que pasábamos. No hay mal que por bien no venga: los hechos que presenciamos nos hicieron más diligentes a la hora de ejecutar la limpieza del cuadrante. La mañana no dio de sí para nada más, así que con C4 todavía humeante nos reunimos en el PS de C5 para dar consuelo a nuestros estómagos. Ninguno de nosotros comió mucho, aunque como mínimo la pausa sirvió para que los ánimos repuntaran. Mucho tuvieron que ver en ello los del Equipo de Intervención, que se animaron a compartir algunas vivencias de juventud. La compenetración del grupo, a fuerza de compartir experiencias de índole traumática, había ganado enteros desde que nos conocimos, y supongo que empezamos a sentir cómo los lazos de la amistad se apretaban. Además, Julieta seguía compenetrándose estupendamente con todos los miembros de la Resistencia: compartía momentos de intimidad con la integrante de su mismo sexo y se prestaba voluntaria para todo aquello en lo que pudiera echar una mano; incluso se atrevió a hacer la ronda de vigilancia con Trancos, quien aceptaba sin reticencias su compañía. Mostraba interés además por todas las cuestiones que rodeaban las intervenciones para el establecimiento de zonas seguras; también adoptó la precaución de proteger su cuello con un precioso fular, tal y como había visto que hacíamos todos nosotros. Donovan le ofreció su correa de perro con puntas, aunque rechazó la oferta por parecerle demasiado extremada. Tengo que reconocer que la ejecución del plan de Julieta se ajustaba perfectamente a sus pretensiones: a fuerza de no dirigirme la palabra, ha conseguido que nadie se plantee la posibilidad de que mantengamos una relación amorosa.
En ocasiones se me hace duro, aunque el premio es mucho mayor que el sacrificio que requiere.
Después de comer, reanudamos la MLZ: toda la prole puesta en marcha dispuesta a limpiar C5 con la esperanza de ganar algún adepto a la causa, una utopía que cayó por su propio peso ante la evidencia de que parecía que los habitantes del pueblo habían tenido a bien abandonar sus hogares, lo que no sabría decir es hacia dónde. Dado que el dispendio de cócteles había sido cuantioso durante las últimas horas, nos vimos obligados a reponer nuestras provisiones. Se hizo necesaria la visita a la gasolinera del pueblo para facilitar el proceso de llenado de las botellas con el combustible. Un hecho meteorológico vital al que no prestamos atención sería el detonante de que hoy todos acabásemos dando con nuestros huesos en mi morada, aunque no adelantaré pormenores. En realidad eran las 5.00 p.m. Todavía quedaba una hora y media de luz aproximadamente, si tomábamos como referencia los días anteriores. La cuestión es que una vez en la gasolinera se hizo necesario ir a buscar botellas vacías para confeccionar los artefactos incendiarios que tan buenos resultados nos habían dado. Se designó que el Equipo de Avituallamiento sería el encargado de vigilar el enclave mientras los demás nos afanábamos en la búsqueda de las botellas vacías, aunque tuvimos que cambiar de planes, ya que por lo visto el matrimonio había experimentado un hecho traumático en sus vidas que les hacía incompatibles con los dispensarios de combustible: fueron abandonados en uno de ellos años atrás durante el trayecto de lo que se suponía iban a ser unas vacaciones en familia. La cuestión es que debido a tal circunstancia finalmente los encargados de vigilar el puesto fuimos Julieta y yo, los dos enamorados, lo que nos proporcionaba la soledad necesaria para intercambiar algunas palabras. Iba a abordar temas de índole sentimental trascendentales cuando su destinataria encontró quehaceres más terrenales y que tenían que ver con el mantenimiento de la limpieza de las botellas que ya habíamos rellenado, interrumpiendo así nuestra conversación. De nuevo supe interpretar su comportamiento como el propio de la enamorada que, superada por el pudor de encontrarse con su galán, recurre a excusas de carácter infantiloide para evitar un encuentro directo. Sin duda, nuestra anterior relación había hecho mejorar mi capacidad interpretativa del comportamiento femenino, agudizando mi ingenio para leer entre líneas esos mensajes ocultos que tan sólo su género es capaz de propagar. A punto estuve de dar rienda suelta a mis sentimientos y arrojarme en sus brazos terminando con la farsa que nos mantenía a distancia y pregonando a los cuatro vientos nuestros mutuos sentimientos, pero justo cuando me abandonaba al desvarío de la pasión amorosa hicieron su aparición dos figuras tambaleantes en la lejanía que me hicieron cambiar de parecer.
—Bueno, parece que hemos tenido suerte, por allí llegan con un cargamento de botellas vacías.
—Julieta: Sí, eso parece, pero los noto raros, ¿no? ¿Por qué andan así?
Sinceramente, bien fuera por el estado hormonal en el que me encontraba, bien por otra razón que no alcanzo a discernir, el extraño caminar de las siluetas no levantó mis sospechas.
—Sin duda se deberá al peso de los envases o al consumo de sustancias psicotrópicas —justificaba así el balanceo de sus cuerpos—. Creo que sería conveniente echarles una mano.
Echamos a andar en dirección a los que creímos nuestros compañeros: la distancia era considerable, así que tampoco prestamos mucha atención. A medida que nos acercábamos, las dos figuras empezaron a definirse. A cada paso que dábamos se hacía más evidente que no se trataba de lo que pensábamos, a lo que contribuyó además una señal acústica emitida a nuestras espaldas que, a modo de silbido, hizo que nos volviésemos sobre nuestros talones. A primera vista contabilicé cinco personas justo en el lugar que habíamos abandonado.
—Julieta: Pero… ¿qué pasa? ¡Están todos allí! —dijo mirando hacia la gasolinera—. ¡Dios mío! ¡Esos dos no son…!
Quedaba constatado nuestro error. No se trataba de ninguno de los miembros de LR. Dos Zs avanzaban en nuestra dirección.
—¡Rápido! ¡Volvamos! ¡Tenemos que ponernos a salvo!
Empezamos a correr en dirección a nuestros compañeros: desde nuestra perspectiva, divisamos cómo iban surgiendo desde diferentes puntos nuevos torsos bambaleándose en dirección a nuestros amigos, quienes seguían fijando su atención en nosotros ajenos a lo que estaba ocurriendo. Mientras corríamos, intentábamos avisarles de que estaban siendo rodeados por una docena de Zs. Hasta que no recorrimos la distancia suficiente para que la interpretación de nuestros gestos fuese posible, no cayeron en la cuenta.
No entendía qué estaba pasando: eran las 5.35 p.m., todavía quedaba margen de seguridad. Un vistazo al cielo me dio la solución: estaba totalmente encapotado. Ni un resquicio de luz solar traspasaba las espesas nubes instaladas sobre nuestras cabezas. La verdad es que daba la sensación de que había anochecido de repente. Nos hallábamos en C6, a las afueras del pueblo, y no podíamos utilizar ninguno de los PS establecidos en los cuadrantes. Intenté buscar una alternativa a la solución que primero me vino a la mente, ya que daba al traste con una velada romántica junto a mi amada que tenía planeada, pero lo precipitado de los acontecimientos acabó imponiéndose a mis pretensiones. Antes de llegar al punto donde se concentraban nuestros amigos, pude observar cómo Trancos señalaba al cielo, dando explicación a los demás del hecho que había provocado tan inesperado ataque. Al llegar a su altura, volví a retomar el mando; no podía desaprovechar la oportunidad de impresionar a mi doncella, lo que sin duda redundaría en su nivel de agradecimiento para conmigo una vez estuviéramos a solas.
—¡Seguidme, vamos a casa!
—Trancos: ¿Dónde vives?
—No os lo diré. Quien no llegue no podrá ubicar a los demás. Es más seguro así.
—Julieta: ¿Pero y si caes tú?
Estas palabras soliviantaron mi espíritu. Tenía miedo de perderme. No pude más que mirarla a los ojos haciéndole saber que eso no iba a ocurrir. Iba a acompañar mi cinematográfico gesto con una frase que hiciese justicia cuando el lanzamiento de un cóctel molotov hacia dos de los Zs que pretendían acabar con nosotros frustró mi intención.
—El Cid: No perdamos más el tiempo, mecachis en la mar. Tenemos que salir de aquí. Venga, te seguimos. Ya sabía yo que la gasolinera nos traería problemas, mecachis en la mar
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El artefacto incendiario no había hecho diana en la avanzadilla Z, pero propagó las llamas sobre sus cuerpos transformándolos en dos bonzos Z de lo más peligroso.
—Trancos: ¡Tenemos que salir de aquí antes de que todo esto salte por los aires!
Fueron las últimas palabras que se pronunciaron en aquel lugar. Salí corriendo hacia mi guarida dando comienzo a la persecución de la que íbamos a ser víctimas. La distancia que nos separaba de nuestros atacantes nos proporcionó algo de ventaja. Nos adentramos en las angostas calles de lo que se correspondía con el casco antiguo del pueblo, lo que lo convertía en un laberinto peligroso, ya que en caso de emboscada los resultados habrían sido fatales. Además, la oscuridad se había cernido sobre el pueblo agravando la situación. Iba salvando los recodos y esquinas tan deprisa como era capaz. Como medida de precaución paraba justo al llegar a la esquina de cada una de las calles que íbamos atravesando y asomaba la cabeza rápidamente para volverla a esconder, lo que me proporcionaba tiempo para reconocer el terreno; pero tuve que abandonar esta práctica porque suponía una pérdida de tiempo que los Zs supieron aprovechar. Nos abandonamos a nuestra suerte y corrimos a pecho descubierto por el dédalo de estrechas callejuelas. De vez en cuando me giraba para comprobar que todos los miembros de LR me seguían. Donovan y Serpiente portaban algunas de las botellas que fuimos capaces de rellenar y, de vez en cuando, lanzaban algún artefacto que dificultaba el avance de nuestros perseguidores. El Cid se encargaba de tirar de su mujer para que no se retrasase y Trancos se hizo cargo de la seguridad de Julieta cogiéndole de la mano para evitar cualquier tropiezo, cosa que deberé agradecer en algún momento: lo cortés no quita lo valiente.
Los Zs habían ganado terreno y se encontraban a escasos metros del último de nosotros, última, en este caso: Agustina, fatigada hasta la extenuación, hacía esfuerzos por no caer al suelo mientras su marido tiraba de ella. El Equipo de Intervención seguía lanzando cócteles. Trancos se les sumó disparando con su rifle de mira telescópica y derribando a los más cercanos, aunque las bajas no causaron daños de consideración en las filas del enemigo ni impidieron su avance. Incluso Julieta se atrevió a disparar, aunque su puntería dejaba mucho que desear, y en más de una ocasión a punto estuvo de descerebrar a Serpiente, quien se lo recriminaba mientras corría.
Dejamos atrás el dédalo de calles y salimos a terreno más propicio para la huida. Y justo entonces una tremenda explosión hizo temblar el suelo derribándonos como a bolos. Tendidos en el suelo, observamos cómo una inmensa nube de humo negro en forma de seta se alzaba allá donde estaba ubicada la gasolinera. La explosión nos brindó el tiempo suficiente para perder de vista a nuestros perseguidores y ganar las escaleras que nos conducían dentro de mi particular búnker.
Ocupamos el salón y activé los sistemas de seguridad. Las persianas se habían echado a la hora prevista, por lo que permanecíamos en el anonimato de cara al mundo exterior. Habíamos sacado suficiente margen de ventaja para que nadie supiese dónde nos ocultábamos, aunque pronto se constataría que habíamos dejado un cabo suelto. En cualquier caso, pasados los primeros minutos de angustia, y recuperado el aliento, se produjeron los primeros intercambios de opinión desde nuestra precipitada huida de la gasolinera.
—Donovan: ¡Hostia, vaya keli
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más guapa que tiene el gachó!
—Serpiente: Ya te digo, niño. ¡Vaya tele!… Mira qué sofá más grande…
En fin, no quiero parecer pedante, pero mi buen gusto al elegir el mobiliario que revestía mi hogar había causado impresión incluso hasta en el Equipo de Intervención.