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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (21 page)

Tengo que hacer un pequeño alto en lo que a la narración cronológica del ID se refiere. Hemos sufrido un fallido intento de ataque por parte de una camarilla de Zs: han elegido a uno de sus congéneres, a modo de ariete, como método para echar abajo la puerta principal. Las limitaciones espaciales del rellano imposibilitan maniobrar en tan angosto lugar haciendo infructuoso cualquier ataque perpetrado desde ahí, cosa que debería saber el cabecilla del grupo Z obcecado en tal menester, mi casi olvidado vecino. Han pasado unos minutos y parece que todo vuelve a la normalidad, aunque un sospechoso conciliábulo de Zs anuncia nuevas acometidas en lo sucesivo. Reconozco que debí prestar más atención a las continuas muestras de conducta antisocial de mi vecino y obrar en consecuencia: ha sido él quien ha revelado el emplazamiento a las primeras andanadas de Zs llegadas de la ciudad en busca de alimento. No temo por nuestra seguridad: sus ataques revelan la precariedad de sus mentes para organizar nada que pudiera dañar el búnker que nos da cobijo.

Retomando el hilo de la narración: me disponía a abandonar el lugar, ya había comenzado el descenso hacia la salida, cuando he escuchado el pestillo de seguridad de la puerta descorrerse, un sonido que ha paralizado mis músculos de inmediato. Me he girado y, cogiendo mi pistola, he apuntado hacia la puerta preparándome para lo peor: si la cara que aparecía detrás de la puerta presentaba cianosis en la piel, o síntomas Z de cualquier otra índole, tendría que hacer fuego, aunque se tratase de la persona por la que había puesto en riesgo mi vida. La puerta se abrió unos centímetros dejando entrever lo que parecía un rostro. Acaricié el gatillo dispuesto a disparar si el cuadro no cambiaba y así habría procedido si no llego a escuchar mi nombre desde el interior del piso.

—¿Eres tú…? —pregunté incrédulo.

—Julieta: ¡Sí, por Dios! ¿Qué haces aquí? ¡Lárgate!, ¡me vas a descubrir! —fueron sus primeras palabras. Nunca fue demasiado propensa al uso de términos cariñosos, y menos en primeros encuentros, pero a mí me sonaron a música celestial.

—¡He venido a salvarte! —le anuncié, llenándoseme la boca y al más puro estilo hollywoodiense.

—Julieta: ¡Eres tú quien me pone en peligro! —chilló, y supe entonces que era presa de un ataque de pánico que le impedía discernir el riesgo de la seguridad. Reconduje la conversación a terreno más propicio.

—Escucha, vamos a limpiar el edificio de Zs, tienes que venir conmigo.

—Julieta: ¡Qué dices de Zetas! Y esos locos, ¿por qué gritan? —la pregunta me hizo tomar conciencia de mis compañeros, que estaban preocupados por mi posición y estado. Desestimé momentáneamente sus pretensiones en pro de solventar el proceso de negociación en el que me veía inmerso.

—Son los demás integrantes de la Resistencia.

—Julieta: ¡Qué resistencia! Por favor, veo que sigues igual. No quiero que me ayudes. ¡Lárgate!, seguro que lo empeoras todo. Dios, ¿por qué huele tan mal? No quiero ni pensarlo, no te habrás… Ni siquiera has cambiado en eso, ¡eres un cerdo!

Debo recriminarme el desliz mental que me impidió interpretar a tiempo el mensaje oculto tras la última frase salida de su boca, desliz achacable a mi carencia de sentido olfativo y a la vehemencia de la conversación. Ahora sé que mi interlocutora estaba malinterpretando el mensaje olfativo que emanaba en el ambiente, pues atribuía el hedor a ciertas licencias fisiológicas establecidas al calor de la confianza que se crea entre las parejas y de las que fuimos cómplices. Aunque no supe identificarlo a tiempo.

Ya desde el primer intercambio de pareceres se evidenciaba el resquemor de la fémina enamorada que se presta al juego del despecho como arma de conquista: supe reconocerlo y me dispuse a interpretar mi papel, pese a no ser el lugar más indicado. Un ataque sorpresa por la retaguardia me obligó a aplazar mi representación: me precipité dentro del piso, con un Z a modo de mochila, a través del hueco de la puerta que ella custodiaba con su propio cuerpo. El primer intento de mordisco, tal y como había constatado el experimento acerca del comportamiento Z en el ataque cuerpo a cuerpo con el maniquí articulado, fue directamente al cuello, y si no llega a ser por la bufanda que llevaba enroscada en él, habría resultado fatal. Esos escasos centímetros que me separaban del cuerpo del Z me permitieron percibir el olor, que yo identificaba más con el de pescado en descomposición que con cualquier otra cosa, aunque supongo que cada uno de nosotros podrá apreciar matices estableciendo diferentes rangos de pestilencia. Caímos hacia el centro del comedor. Mi obsesión era rodar sobre mí mismo para evitar que el Z pudiera hacer de nuevo probaturas en mi cuello. Percibía cómo se desprendían los diferentes elementos del mobiliario mientras Julieta intentaba reprimir los gritos de pánico. A base de codazos y revolcones, pude zafarme del agarre del Z. Sabía que tenía que actuar rápidamente, y era preciso buscar una alternativa a la pistola, cuyo paradero desconocía después de la embestida que dio con nosotros en el suelo. Me incorporé con una agilidad felina. Localicé a mi amada: se encontraba en una esquina del comedor con las manos taponando su boca y los ojos muy abiertos. Recorrí la habitación buscando algún objeto que pudiera servirme de arma improvisada, aunque en un primer vistazo no divisé nada aprovechable. Contaba con mis conocimientos de arte marcial para defenderme, pero era consciente de que eso no aseguraba al cien por cien mi seguridad, sobre todo teniendo en cuenta que no había espacio vital para desarrollar todo mi potencial al respecto. El Z se había incorporado y se abalanzó sobre mí. En un acto reflejo, salté encaramándome a una silla, con el resultado de que el Z pasó de largo y atropelló un armario ubicado en una de las paredes. Con la cabeza empotrada en el armario y dándome la espalda, no tardé en saltar sobre sus lomos para propinarle un codazo en la zona cervical que esperaba que tuviese mayor efecto del que tuvo. Pudo por fin sacar la cabeza del armario conmigo a cuestas.

Tratando de aliviar la carga que llevaba encima, mi potranco inició un movimiento giratorio sobre sí mismo, conmigo todavía a horcajadas, que desembocó en una pérdida total de su sentido de la orientación. Mi cabeza golpeaba de tanto en tanto muebles y otros elementos de decoración que terminaban precipitándose al suelo. Para entonces, mi vista se había acostumbrado ya a la semipenumbra que reinaba en la habitación y comenzaba a discernir objetos que antes le pasaron inadvertidos. Presidiendo una de las paredes, pude localizar lo que a primera vista identifiqué como unas banderillas, un capote y un estoque, a modo de mural. Al principio no di crédito a mi descubrimiento, pero en sucesivos giros a lomos del Z confirmé su veracidad. Supe que mis opciones pasaban por hacerme con alguno de aquellos elementos y utilizarlos en beneficio propio. El éxito de la intentona radicaba en orientar los giros del Z en dirección a la pared donde se ubicaban los aperos de toreo. Sin pensarlo dos veces, agarré el pabellón auditivo de mi montura y tiré de él en dirección a la taurina composición. El primer tirón provocó que nos desestabilizásemos a la derecha alejándonos aún más del objetivo; así que volví a tirar de la ternilla en dirección contraria, lo que enderezó el rumbo. Bastó un tirón más para terminar estampados contra la pretendida pared; alargué el brazo intentando asir el estoque, aunque los continuos movimientos del Z lo hicieron imposible y al final tuve que conformarme con las banderillas, que, de un modo poco ortodoxo, supe clavar en el colodrillo del Z, que cayó de inmediato al suelo. Supongo que los aguijones llegaron a puntos vitales del cerebro desactivando la función motriz, pues, aunque yacía en el suelo boca abajo, aún articulaba movimientos que certificaban que seguía con vida. Segundos después, su cabeza desaparecía de mi vista: Julieta se había hecho con mi arma acudiendo en mi auxilio, lo que interpreté como una muestra más de ese amor reprimido que todavía conservaba. Había sido nuestra primera misión como pareja. En un tris, aparecían por la puerta diferentes integrantes de LR abanderando la misión de rescate y mostrando su admiración ante tal alarde de valor.

—Donovan: ¿Pero qué carajo haces, quillo?, ¿se te ha ido la flapa

o qué?, ¿estás loco? —Pausa—. ¿Quién es el pibón? —preguntó mirando a Julieta. Iba a confesar que aquella heroína era mi compañera sentimental cuando la interesada dejó claras sus intenciones de dotar a nuestra relación de un aura misteriosa.

—Julieta: Somos… conocidos de la infancia.

No pretendo traicionar la postura de la amazona al respecto de mantener en secreto la recién retomada relación narrando los pormenores de ésta. Más bien se me antoja inútil, ya que sus sentimientos quedan patentes en cada una de sus intervenciones, por lo que considero que no revelo nada que no quede de manifiesto de forma explícita. Requieren, eso sí, una interpretación teniendo en cuenta aspectos hasta ahora no confesados. Una relación, en todo caso, que si bien no se prolongó en exceso, más bien en defecto, fue de una intensidad extraordinaria. Existen diferentes tipologías de relaciones interhumanas, variopintas en todos sus aspectos, y, aunque fugaz, la mía fue una de ellas. Supongo que por aquel entonces su mente poco evolucionada para estos temas no dejó que lo nuestro cuajara. Quizá con un poco más de tiempo la cosa habría resultado diferente. Quizá, por qué no decirlo, fue mi impaciencia

o mi afán por mostrarle la verdad revelada lo que hizo tambalear los todavía débiles cimientos de cualquier relación en ciernes. El planteamiento era correcto, hacía años que lo había calculado al milímetro. El único fleco suelto era mi inexperiencia con el sexo en general, y con el femenino en particular. Este feliz acontecimiento da un giro notabilísimo a mi narración, ya que la dota del romanticismo necesario presente en toda gran obra literaria. Pero ahora no quisiera descentrarme.

—Trancos: Venga, no hay tiempo que perder, vámonos de aquí, es demasiado peligroso —declaraba mientras enfilaba las escaleras que nos llevarían a cielo abierto.

—Donovan: Acompáñeme usted, señorita, para servirla. Mi nombre es Donovan, del Comando de Intervención Especial de la Resistencia.

Desde el inicio los miembros del Equipo de Intervención se mostraron de lo más amables y serviciales con Julieta, quien después de la experiencia en su apartamento seguía sin mostrar simpatía alguna.

—Julieta: Sí, como tú digas, pero luego me lo explicas, ¿vale? Larguémonos antes de que alguno de vosotros vuelva a liarla…

Nos marchamos del escenario de tan encarnizada lucha y nos refugiamos al abrigo de los rayos del sol, recuperando la posición que había abandonado escasos minutos antes.

—Serpiente: ¡Hostia, vaya mujerona
[70]
, qué buena que está!

Julieta siempre había sido del agrado de los hombres. Además, era la primera mujer joven humana que veíamos desde el inicio de la invasión hacía ya seis días, lo que potenciaba sus encantos femeninos.

—Donovan: Por favor… éste es el compañero de intervención especial que te he comentado por la escalera —presentando a Serpiente lo más educadamente que le había escuchado hablar desde que lo conociera.

—Julieta: Hola, es un placer…

Fue entonces cuando se hizo necesario explicar a la nueva integrante de LR que prescindíamos de nuestros nombres reales como medida de seguridad. Aunque en el relato ya venga refiriéndome a ella como Julieta, todavía nadie sabía qué alias le tenía reservado.

—Querida… Julieta —dije, y ella escuchaba por primera vez su nombre de guerra.

—Julieta: ¿Cómo que Julieta? Mira, ya no entiendo muy bien lo de cambiaros los nombres, me parece una tontería, pero me niego a que me llaméis Julieta. Además, tú ya sabes mi nombre —típica reacción predecible en personas que no cuentan con la debida formación, achacable parcialmente a mí mismo, ya que no recuerdo habérselo comentado durante nuestra relación.

—Donovan: Y nosotros los nuestros —apuntó, señalando a los demás miembros del grupo y excluyéndome.

—Julieta: Ha sido idea tuya, ¿verdad? —declaró refiriéndose a mí.

Podrá parecer banal, incluso pueril, reproducir estas conversaciones sin enjundia aparente, aunque sería sobre estas palabras sobre las que se establecerían las bases y roles de nuestra relación y, por qué no reconocerlo, reflejan la personalidad de la nueva componente del grupo, que, además, formaba tándem sentimental con quien esto escribe.

—Trancos: Sí, bueno, no la tomes con él, todos estuvimos de acuerdo. Tampoco tiene demasiada importancia, y ya nos hemos acostumbrado. Puedes utilizar el nombre que te parezca bien, no hay problema.

Parecía que la nueva intervención aplacaba a la fierecilla (pido perdón por la utilización del diminutivo, pero, dado que rezumo amor por todos los poros de mi cuerpo, se puede considerar una licencia de autor sin importancia).

—Julieta: Bueno, no importa, no quiero cambiar vuestras reglas. Llamadme como os venga en gana.

—Bien, supongo que acabas de pasar a engrosar las filas de la Resistencia. Bienvenida —dije, mientras disfrutaba observando cómo se iban limando asperezas y cómo la segunda integrante femenina de LR se acoplaba al grupo sin mayores complicaciones.

—Julieta: ¿Pero a ti quién te ha dicho que voy a quedarme con vosotros? Yo me largo de aquí, ahora que todavía puedo. Si no hubieras venido…

—Donovan: ¿Y por qué te quedaste?

La pregunta pareció descolocar un tanto a aquella a quien iba dirigida y el nerviosismo con el que se expresó dejó entrever la relación que antaño mantuvimos.

—Julieta: Pues mira… alguien me informó una vez de que en caso de ser atacados por unos… zombis… ¡Dios!, ¡no puedo creer lo que estoy diciendo!… Pues eso, que era más seguro quedarse en un pueblo pequeño… o algo así.

—¡Correcto! —exclamé lleno de orgullo, pues todavía recordaba alguna de aquellas conversaciones nuestras en las que intentaba trasmitirle el legado del que era depositario.

—Julieta: ¡Cállate, anda! ¡Me largo de aquí!, ¡no pienso quedarme con unos chalados! —los prolegómenos de lo que podría llamarse una pequeña discusión de enamorados estaban servidos.

—Trancos: Perdona…, Julieta, pero aunque te resulte extraño, lo más seguro es que permanezcas con nosotros. La mitad del pueblo está controlada e intentamos limpiar la otra mitad. Si te vas, te expondrás innecesariamente.

La intervención de Trancos evitó que la cosa pasara a mayores.

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