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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (19 page)

—Donovan: ¡Hostia!, ¡hostia!, ¡hostia!, ¡récord mundial!… He contado hasta quince, o dieciséis, ¡te has superado!

Mientras alababa la proeza de su amigo, me asomé por la azotea para comprobar que El Cid se encontraba bien. Supe entonces que le habíamos pillado desprevenido: estaba acurrucado de rodillas con las manos en la cabeza. Supongo que al escuchar las alabanzas subidas de tono de Donovan, interpretó la jugada y, recuperando la verticalidad, hizo entender que todo estaba bien: no estoy seguro de si para ello utilizó el dedo pulgar o el corazón. Al poco fuimos testigos de la réplica a la «llamada de apareamiento», esta vez proferida por un Z. Pude observar cómo se congelaba la sangre de mis compañeros; sabíamos que la corneta había tocado zafarrancho de combate. Nos miramos y ocupamos nuestros puestos. Agustina nos abandonó para ocupar su puesto en la puerta de acceso. Tuve un momento de inspiración que quise compartir con LR; sabía que era el momento en que los líderes de los ejércitos, los caudillos, los héroes por los que los soldados daban sus vidas arengaban a la tropa con palabras que insuflaban ánimo y valor. Así que tomando su ejemplo pronuncié las siguientes palabras:

—Camaradas, miembros integrantes de la Resistencia. Ha llegado la hora de librar batalla. De nosotros depende que salgamos airosos de ella. Tenemos la oportunidad única de ser recordados por nuestro valor y entrega. Nos enfrentamos a un enemigo mayor en número, aunque menos inteligente que la mayoría de nosotros —lapsus mental que molestó tanto a Donovan como a Serpiente—.

Coged firmes vuestras armas y no decaigáis… ¡Que vuestros dioses os den fuerza para ganaros el honor de pasar a la posteridad!

Tengo que reconocer que había estado meditando y preparando cuatro apuntes al respecto: improvisar un discurso de estas características podía suponer un fracaso que habría resultado contraproducente. Lo cierto es que conseguí que se reflejasen en los rostros de mis compañeros la rabia y el valor necesarios para afrontar con garantías la misión. No tuvimos tiempo de hacer comentario alguno; aparecía la primera sombra acercándose por una de las calles adyacentes.

—Trancos: ¡Blanco a las once!

—Donovan: ¿A las once de qué, de la mañana o de la noche?

—¡De la mañana, zoquete! De la noche serían las veintitrés —le aclaré—. Efectivamente, por allí tenemos a nuestra primera pieza.

—Donovan: ¡Hostia, es verdad! Perdón por la confusión. Son los nervios.

El Cid debió de percatarse de que algo había ocurrido pues se giró hacia nosotros buscando explicación. Trancos extendió el brazo en dirección al avance del Z. La adrenalina inundó nuestros organismos poniéndonos en máxima tensión, y aunque sólo uno de nosotros tenía el arma capaz de abatir a la pieza, todos apuntamos al blanco. Otra sombra hacía su aparición a las cinco. Así lo anuncié a mis compañeros. Todos cambiamos la dirección de las armas, incluido Trancos, quien interpretó el problema.

—Trancos: Primero dispararé al que más se acerque al Cid, mantenedme informado del avance de Zeta 2 —refiriéndose al que avanzaba por las cinco: ahora deberíamos controlar el avance de ambos para determinar el primer blanco.

—Serpiente: ¡Otro! ¡Allí! ¡Detrás del coche!

—Trancos: ¿Posición?

—Serpiente: ¡Coño, pues detrás del coche, ya te lo he dicho! Bueno, ahora ya no, por allí, joder, ¿no lo ves?… —improvisaba conforme el Z iba avanzando, lo cual me alteró los nervios.

—Indica la posición en función de la hora del reloj, ¡besugo!

No pude evitarlo, aunque reconozco que la ofensa a tan exquisito pescado no procedía. Por suerte, no ofendí la sensibilidad de mi compañero.

—Serpiente: ¡A las nueve!

Efectivamente, otro Z avanzaba por el término horario identificado. Ahora había tres Zs que requerían vigilancia constante para poder medir su avance y determinar así la asignación de los disparos. De nuevo anunciamos los avistamientos a El Cid, quien seguía firme en la plazoleta, si bien la tensión acumulada hizo que empezase a dirigirse a sus atacantes en términos ofensivos. Ignoro si sus ofensas pudieron acelerar su carrera. Los tres Zs avanzaban en dirección al cebo creyendo tener la cena servida. El control del avance de todos ellos no era tarea fácil…

—Trancos: ¡Informad!

—Donovan: Yo creo que gana… Zeta 3.

—Serpiente: Que no niño, que Zeta 1 va que se las pela.

—Perdonad, pero creo que vuestras apreciaciones no son correctas. Es Zeta 2 quien llegará primero, si mantiene velocidad y dirección.

—Trancos: ¡Joder, la madre que me parió! A ver si os ponéis de acuerdo.

Tanto Z1 como Z2 y Z3 aligeraban su marcha paulatinamente, sabedores de la recompensa que les esperaba y esforzándose por llegar primero y hacerse con las partes más suculentas del cuerpo del señuelo, que seguía observando el avance de los comensales y vociferando insultos a diestro y siniestro. La cuestión es que la dificultad radicaba en que se adelantaban entre ellos variando en sus posiciones constantemente, lo que nos hacía rectificar nuestro pronóstico. Sé que es una idea macabra, pero la escena incitó al Equipo de Intervención a apostar al respecto de cuál de ellos llegaría primero, lo que consiguió sacar de quicio al francotirador, que terminó apuntando a la cara de Donovan haciéndole cambiar de parecer en cuanto a su última apuesta se refería.

Efectivamente, fue Z2 quien tomó la delantera a los demás acercándose peligrosamente a la posición de El Cid, que aguantaba estoicamente y se preparaba para el embate. Era necesario apurar la distancia, ya que facilitaría acertar en la diana. Trancos, sobre el poyete, apuntaba a través de la mira telescópica a Z2 mientras pronunciaba repetidamente «vamos, vamos, vamos…». A escasos cinco metros de El Cid, apretó el gatillo. La detonación se propagó por el aire hasta nuestros oídos mientras la bala viajaba salvando la distancia hasta levantarle la tapa de los sesos al Z, que se derrumbó ipso facto sobre el cemento. Supongo que ver cómo su compañero daba de bruces contra el suelo detuvo el avance de Z1 y Z3, lo que dio tiempo al francotirador para localizar sus cabezas a través de la mirilla con el mismo efecto: el segundo disparo atravesó la cabeza de Z3 —que en los últimos metros había ganado terreno y llevaba la delantera—, esparciendo la masa encefálica por el aire. El tercer disparo acertó en la diana de igual modo, aunque dejó al Z con estertores en el suelo todavía vivo: El Cid se acercó con la pistola y lo apuntilló con un disparo que terminó por borrar de su cuerpo lo que quedaba de cráneo. Los tres cuerpos yacían en el suelo defenestrados, y una lluvia de sesos convertía su lecho en un particular cielo estrellado. Un arrebato de júbilo se apoderó de nosotros.

—Serpiente: ¡Ole, ole tus genitales, niño! ¡Qué puntería tienes! Los tres fritos, caput, tiesos…

—Donovan: Un fenómeno, eres un fenómeno de la naturaleza. ¡Qué grande!

—¡Enhorabuena!, ¡has hecho tres dianas perfectas! Bueno, quizá la última no hiciera justicia a las otras dos, pero tampoco desmerece.

Los integrantes del Equipo de Avituallamiento al completo hacían su aparición rebosantes de alegría. Donovan y Serpiente, de nuevo, alabaron el tamaño de los genitales del valeroso cebo en reconocimiento a su arrojo, mientras los demás hacíamos lo propio. Pasamos un buen rato rememorando y congratulándonos del éxito de la más peligrosa acción de LR, aunque pronto fuimos conscientes de la realidad.

—Esta primera intervención ha sido todo un éxito, y aunque no quisiera estropearlo… deberíamos plantear una nueva actuación.

—Donovan: Eso, eso, vamos a pelar más Zetas, que esto está chupado. Quillo, tómate otra cola y échate un cantecito…

—El Cid: Sí, pero lo siento… no me pongo más ahí abajo, mecachis en la mar. Es muy peligroso, si llegas a fallar el tiro, mecachis en la mar, no lo cuento. Además, me he dado cuenta de que todavía me queda mucho por vivir y que soy capaz de todo, mecachis en la mar. Reventarle la cabeza a ese monstruo me ha hecho sentir joven. Yo cuidaré de ti, cariño.

—Agustina: Claro que sí, amor mío. Ahora le toca a otro.

Como nadie se prestaba voluntario, se decidió echarlo a suertes. Preparamos dos palillos. Trancos no contaba, ya que, en opinión de todos, había demostrado que era el que mejor puntería tenía. Quise demostrar que yo estaba a la altura, pero no pude hacerlo. Agustina aguantaba los palillos en su mano con las diferentes medidas: el más largo haría de cebo. Quiso la providencia que esta vez fuera yo el señuelo. Quiero dejar constancia de que estaba a punto de prestarme a serlo antes incluso de adoptar aquel juego para adjudicar tal honor, aunque, por respeto a mis compañeros y sus posibles aspiraciones al puesto, no hice ademán de comunicarlo.

—Donovan:Vengaparaabajo,quillo,quenopasanada.Necesitamos un cacho carne para llamar la atención de esos bichos y no tenemos otra cosa, fíjate. Si el viejo ha sobrevivido, tú también.

Sus palabras encendieron la llama de mi imaginación, y mi mente cavilaba deprisa. La semilla de una extraordinaria idea germinaba en mi subconsciente y floreció en pocos segundos.

—No hará falta que ninguno de nosotros vuelva a ponerse en peligro. Se me ha ocurrido una idea que evitará tal necesidad. En la primera ocasión el problema estribaba en que no teníamos cebo que utilizar, pero ahora sí: tres.

Fueron necesarios unos segundos para que sus mentes asimilasen la propuesta.

—Donovan: ¿Lo qué estás diciendo?… Que bajemos tres.

—Trancos: No, no… que ya tenemos tres cuerpos para utilizar como cebo.

—Donovan: ¡Ea, ya se ha escaqueado el pollo!

—Agustina: ¡Pero les falta la cabeza!

Parecía que la idea no suscitaba objeción alguna hasta que la observación de Agustina acerca de la falta de testa de los cebos planteó un problema que podía contrariar mis intenciones.

—Trancos: Por eso no habrá problema, no creo que reparen en ese pequeño detalle hasta que sea demasiado tarde. Para cuando se den cuenta, les habré volado la tapa de los sesos.

De todas maneras, me apresuré a proponer una solución alternativa para que no hubiera lugar a discusiones.

—Sí, seguramente tengas razón, pero sería conveniente no poner en peligro la misión por tal circunstancia. Es posible que no tengamos una oportunidad como ésta. Y si por cualquier razón algún Zeta advierte el engaño, seguramente lo comunicará a sus congéneres. Propongo fabricar una y aplicarla al cuerpo en cuestión.

—Donovan: ¿Tú flipas, no?… ¿Tú qué es lo que fumas en esa pipa que estás todo el día dale que te pego?

—Agustina: No os peleéis, por favor, yo haré una cabeza de trapo para esos… lo que sean. Eso sí, la colocáis vosotros.

—Yo lo haré, no te preocupes.

De esta manera, Agustina se puso manos a la obra y logró confeccionar una especie de cabeza a base de trapos, sorprendiéndonos a todos con un implante de lana en forma de pelo que, en la distancia, daba el pego. Además, durante el registro de la casa con objeto de buscar los elementos que habrían de conformar la cabeza del Z, encontramos un carrete de pesca, lo que nos dio la idea de articular el engendro de carne y trapo. Ataríamos unos cabos de hilo de pescar en sus brazos y tiraríamos de ellos desde la azotea dotando al fiambre de movimiento, con la pretensión de simular un cebo vivo que animase a los Zs a no prestar mucha atención a la sospechosa figura. Para solventar el problema de cómo adherir la cabeza al cuerpo, me serví de unos tenedores que hicieron las veces de machos y que ensamblarían las dos partes: una bufanda ocultaría cualquier indicio de manipulación y daría estabilidad al conjunto.

Ocultamos los demás cuerpos de los Z en casa por si el que íbamos a utilizar sufría desperfectos en algún ataque. Dispusimos el cuerpo y pasamos los hilos de nailon por los lugares adecuados, de forma que al tirar de ellos conseguíamos que los brazos se alzasen justo por encima de los hombros, logrando conferir a la marioneta la dosis añadida de realidad. El ingenio infrahumano permitía poner a salvo a la totalidad del grupo, y, por descontado, Trancos no estaría tan presionado en cuanto a la necesidad de no errar en los disparos. La improvisada marioneta estaba dispuesta.

Repitiendo el mismo proceso, Serpiente ingirió el contenido de otra lata de bebida carbonatada, tal y como había hecho la primera vez: es posible que el resultado no fuese tan espectacular como el primero (seguramente porque ya lo habíamos presenciado con anterioridad y el elemento sorpresa había desaparecido), pero consiguió emitir un considerable eructo. Serpiente explicó que los mejores resultados se conseguían en el primer intento, y que en pruebas posteriores los resultados serían similares a éste. En cualquier caso, como digo, el intento no fue nulo: a los pocos segundos la réplica a su llamada se escuchó desde algún punto indeterminado del pueblo y minutos más tarde un par de Z hacían su aparición en el lugar. No mostraron desconfianza alguna por la figura que estaba apostada en la plaza, ni tampoco por los extraños movimientos de sus extremidades. El ardid nos permitió colocar el cebo más cerca de nosotros para apurar mucho más la distancia de tiro, por lo que Trancos efectuaría los disparos con acierto. Recuerdo que en alguna ocasión hasta esperamos a que el Z en cuestión atacase al postín humano para permitirnos estudiar su comportamiento igual que en un documental: quedaba comprobado que en el cien por cien de los casos el primer ataque se dirigía al cuello. Al final de la noche el procedimiento casi se hizo rutinario, y lo que al principio fue un acontecimiento extraordinario al cabo de las horas se convirtió en puro trámite: incluso nos turnamos en los disparos para hacer prácticas de tiro. Como digo, con el paso de las horas fuimos perdiendo el miedo y el respeto y nos atrevimos a plantear proyectos más ambiciosos. También tuvimos tiempo de echarnos a dormir por turnos, y aunque en total no fuera mucho el tiempo de descanso, todos lo agradecimos. Fue una noche prolífica: dimos caza a quince piezas, que amontonamos dentro de casa para que no fueran descubiertas. Poco a poco la noche empezó a clarear intuyéndose el nuevo día: a las 06.00 a.m. prendimos fuego a la casa con todos los cuerpos putrefactos dentro, momento en el que me enteré de que una de las víctimas era el boticario, un hecho que me ha conmovido, ya que, aunque no lo podía considerar un amigo, sí había contribuido a que mi enfermedad fuera superada por mi organismo gracias al suministro desinteresado de la penicilina. De pronto he comprendido la razón de su permanencia en el pueblo: esa supuesta afección de la que era víctima su mujer, y que achacó a las propias del género femenino, probablemente se correspondiese con otra cosa bien distinta que prefirió no comentarme por no ponerla en peligro.

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