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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (20 page)

Con los primeros rayos solares decidimos descansar durante un par de horas. Por mi parte, he preferido volver a casa, darme una prolongada ducha, comer en abundancia y entregarme al proceso creativo. Han pasado las dos horas y tengo que volver al trabajo… hoy será un duro día.

Informe-Diario de a bordo: día 6, 2.00 a.m., sábado.

«Luego dijo Dios: Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así.»

La divina providencia me ha regalado una segunda oportunidad. Ahora duerme tranquila, apaciblemente, en mi lecho. Cuántas noches lo he soñado. Me siento enamorado, inmortal. Esta vez no la dejaré escapar. Haré un esfuerzo sobrehumano (aunque esta palabra últimamente no la tengo en gran estima) poniendo fin al torrente amoroso que me embarga para centrarme en el acontecer de este nuevo día, en el que una piara de Zs intenta desesperadamente allanar mi morada, refugio improvisado de LR y lugar donde hallaremos la muerte si no conseguimos resistir hasta que el amanecer venga a nuestro rescate. Qué lejos quedan las horas en que, lleno de alegría por los resultados de nuestra emboscada en la azotea, abandonaba mi morada dispuesto a prolongar un día más el inestimable trabajo de LR. A primera hora de la mañana me ausentaba del refugio para acudir al encuentro de mis compañeros, ávido de venganza, con mi armadura limpia y a punto de librar batalla un día más. Dado que nuestras opciones pasan por mantener la calma y aguardar el alba, me abandono a la narración de este —posiblemente— nuestro último día.

El reencuentro matutino con mis compañeros fue realmente agradable: todavía conservábamos los resabios de la victoria. Aunque cansados, nos dispusimos sin demora a seguir con la limpieza de un nuevo cuadrante: C4 era el siguiente de la lista. Desconozco en qué circunstancias hicieron dispendio mis compañeros de su tiempo de asueto, aunque deduzco, por lo restablecido de su semblante, que debió de parecerse al mío, excluyendo, claro está, el tiempo dedicado a la creación artística del presente ID. En cualquier caso, LR presentaba buen aspecto, e incluso El Cid y Agustina parecían disfrutar de una segunda juventud; supongo que el atrevimiento del primero espoleó el fervor amoroso de su compañera, pues no dejaban escapar la oportunidad de expresar su amoroso sentimiento en cualquier ocasión. Ahora que yo soy presa del mismo amor, entiendo su actitud. Donovan y Serpiente también daban muestras de su alegría, no sé si por el éxito de la misión o por razones ajenas a nuestra actividad bélica y que atañen más a según qué sustancias a cuyo consumo son propensos, aunque no me atrevería a pronunciarme al respecto. Trancos rebosaba confianza en sí mismo y enseguida empezó a proponer actuaciones para el nuevo día.

La verdad es que me juzgo un tanto egoísta en mi comportamiento y tengo que reconocer el buen hacer de nuestro capitán en lo referente al liderazgo de LR: probablemente cometiera algunos fallos, atribuibles en gran medida a su inexperiencia y desconocimiento en lo referente a cuestiones Z, pero grosso modo sus disposiciones habían sido correctas. Mis pretensiones de hacerme cargo de LR han pasado a un segundo plano dada mi nueva condición de enamorado. Ahora tengo un nuevo cometido: proteger con mi vida, si fuera necesario, a la poseedora de mi corazón: Julieta. Aunque improvisado en unas condiciones muy comprometidas en términos de seguridad, el pseudónimo hacía honor a la bella e inmortal, a la par que imposible, historia de amor de dos jóvenes enamorados separados por las circunstancias sociales de la época, como nosotros.

La cuestión es que la primera de las empresas que debíamos afrontar en los prolegómenos del nuevo día era la de contactar de nuevo con Zorro Rojo con objeto de conocer las buenas nuevas provenientes del último bastión humano en varios kilómetros a la redonda. Desde luego ninguno de nosotros esperaba que fueran ni buenas, ni nuevas: por la noche todos habíamos sido testigos de los resplandores que iluminaban el horizonte y que anunciaban explosiones y fuegos indiscriminadamente, aunque en plena euforia no se hicieran referencias al respecto. Ahora, al alba, las evidencias de la batalla en la ciudad no se hacían tan visibles, aunque negras columnas de humo ponían de manifiesto que no había sido una noche tranquila para los defensores del símbolo de la civilización por antonomasia: la gran polis.

Comentando los pormenores de la cacería y felicitándonos por los resultados obtenidos, nos encaminamos hacia el coche, donde comunicaríamos con Zorro Rojo. Previamente conseguimos imponer algunas reglas en aras de no convertir el proceso de comunicación en una jaula de grillos. Se prohibió, durante el tiempo que durara la comunicación, el consumo de estupefacientes, hablar al unísono, las emanaciones corporales y las peleas o riñas entre miembros de la Resistencia. Al mismo tiempo, se establecieron turnos para hacer las preguntas que cada uno considerase oportunas. Todos aceptamos de buen grado las normas establecidas, a excepción de los más directamente implicados en su cumplimiento, quienes, a regaña-dientes, no tuvieron más alternativa que claudicar ante ellas bajo amenaza de ser excluidos de la comunicación. Ocupamos nuestros puestos según la disposición del día anterior y Trancos inició la primera tentativa de contactar con ZR.

—Trancos: Zorro Amarillo llamando a Zorro Rojo… ¿Me recibe?… Cambio —interferencias—. Zorro Amarillo llamando a Zorro Rojo… ¿Me recibe?… Cambio —segunda intentona, con idénticos resultados.

Por primera vez durante el día la preocupación se hacía patente dentro del habitáculo. Pasaron unos minutos hasta que ZR contestó la llamada, aunque quizá habría sido mejor fracasar en el empeño.

—ZR: Aquí Zorro Rojo…

Su voz sonaba extraña, casi irreconocible, aunque nadie interpretó correctamente el mensaje oculto que su comportamiento revelaba. Muy entrecortadamente respondió a las primeras preguntas de Trancos. No fue hasta pasados unos segundos cuando ZR confesó.

—Trancos: Zorro Rojo, te recibo muy mal, ¿todo va bien? —la nefasta noticia fulminaba los últimos vestigios de confianza acumulados durante la noche.

—ZR: Me han mordido… me han…

Ni siquiera pudo acabar la frase. Se evidenciaba que tenía que tomar el mando. Nadie conocía mejor que yo el Protocolo de Actuación en Caso de Herida Zeta, dado que era su autor y había tenido que ponerlo en marcha en una ocasión. Sin demora me apoderé del intercomunicador exponiendo los pasos a seguir.

—¡Rápido, Zorro Rojo! Hay que poner en marcha el Protocolo de Actuación en caso de Herida Zeta. Es un ataque transubstancial, de eso no cabe duda. Si no tomamos las medidas inmediatamente, no habrá remedio.

Los demás miembros de LR expresaron su sorpresa ante la revelación de mis conocimientos al respecto, aunque no dejé que interfirieran en el proceso.

—¡Tenemos que pasar directamente a la fase dos! Hay que amputar el miembro afectado para detener el proceso, es la única manera —expliqué, aunque estaba a punto de descubrir la trágica realidad.

—ZR: No puedo… —contestó, y pensé que su negativa se debía a algún tipo de problema que atribuí a la impresión de recibir la noticia de que tendría que proceder a la mutilación de un miembro en aras de sobrevivir al ataque; por eso me centré en restar importancia al hecho y en resaltar las virtudes de las heridas de guerra.

—No temas, querido camarada, podrás vivir sin el miembro amputado. Son muchos los ejemplos de hombres valerosos, de honor, en cuya tullidez se evidencia la entrega y el sacrificio…

Fue entonces cuando la más cruda realidad se impuso. Sólo se escuchó una palabra, suficiente para testimoniar la gravedad del asunto.

—ZR: … cuello…

Instintivamente asimos los nuestros de forma involuntaria: todos entendimos el mensaje.

De pronto se me reveló el auténtico estado de mi interlocutor. No había solución para él. El ataque en el cuello lo dejaba sin opciones de sobrevivir. Era evidente que la amputación era inviable. Nadie se atrevía a recoger el testigo del intercomunicador, y, dado que era yo su actual depositario, me sentí obligado a restablecer la comunicación, aunque supongo que ZR, en sus últimos destellos de lucidez, supo interpretar el silencio de sus interlocutores dedicando su último aliento a dar el parte de guerra. Así supimos, casi descifrando sus palabras, que esa misma noche habían perdido la posición, que las hordas Z se habían hecho con el control de la ciudad y que no había efectivos para aguantar más embates. Todos los supervivientes se disponían a abandonar la ciudad: la única esperanza era que la alianza científico-militar encontrara a tiempo la solución en la que estaban trabajando. Lo último que se escuchó a través del altavoz de la radio fue un disparo que anunció el fin de la comunicación y de la vida de nuestro compañero.

Fueron momentos realmente complicados que dejaban traslucir la paupérrima situación en la que nos encontrábamos. Tardamos un suspiro en recuperar la conciencia de la realidad.

Salimos del coche y discutimos sobre cuáles serían las prioridades a partir de entonces. De entre todas las propuestas, algunas de ellas descabelladas —de entre las que destaco, a modo de ejemplo, la inmolación o la fabricación de una bomba nuclear—, se convino que lo más seguro para el grupo era seguir adelante con los planes de establecer una zona de seguridad lo más amplia posible, tal y como veníamos haciendo, y prepararnos para recibir un ataque masivo Z en las próximas cuarenta y ocho horas. En realidad se trataba de acelerar el proceso que veníamos poniendo en práctica hasta la fecha.

Sin tiempo que perder, retomamos el plan acordado: ubicados en C4, reiniciamos la MLZ (Misión Limpieza Zeta). Las casas y viviendas que quedaban en la periferia del cuadrante no presentaron problemas; se les prendía fuego o se las inundaba de luz. El problema lo planteaban las que quedaban en la zona interior, pues en algunos casos era imposible prenderles fuego, ya que esto suponía un riesgo demasiado alto. Por otra parte, era en este cuadrante donde se ubicaba el único bloque de pisos con el que contaba el pueblo y por cuya limpieza pasaba el asegurar el cuadrante en cuestión. Como casi siempre, de una trivial conversación se derivó el procedimiento que íbamos a seguir.

Innumerables recuerdos se apoderaron de mí: me encontraba delante de la morada de la que un día fue mi amada, aunque oculté esta información por no teñir la misión de sentimentalismos impropios que entorpecieran el proceso: tuve que modificar mi decisión a la luz del desarrollo de los acontecimientos.

—Trancos: Bueno, tenemos un problema. ¿Cómo limpiamos este bloque? No podemos meterle fuego y tampoco podremos romper las persianas de los pisos superiores.

El solo hecho de imaginar que era necesario prender fuego al bloque y que ello pudiera segar la vida de mi único amor hacía que se me pusieran los pelos como escarpias. Así que no tuve más remedio que defender a ultranza la observación.

—Sí, consideró totalmente descabellada la idea de incendiar la construcción, pues, dadas sus características arquitectónicas y su ubicación, entraña un riesgo demasiado alto. Deberíamos plantear alguna alternativa.

—Donovan: ¡Qué alternativa ni que ocho cuartos! A esto le metemos un petardazo y se acabó lo que se daba, que arda como la paja.

—Serpiente: Eso mismo, que no tenemos tiempo. ¡Métele candela y punto pelota!

No podía permitir que aquello se me escapase de las manos: mi idea era inspeccionar el piso de mi interés y luego adoptar medidas más drásticas. Insistí en la búsqueda de una alternativa.

—Repito que no es buena idea, todo podría complicarse y perjudicarnos más que beneficiarnos. Es tan simple como buscar una alternativa —argumenté en mi afán de evitar a toda costa que dos mentes subdesarrolladas terminaran llevándose el gato al agua.

—Donovan: ¿Y qué hacemos?, ¿los matamos a pedos? A ver si se asfixian…

La respuesta, obviamente poco meditada, e igual de inverosímil, no aportó la solución final, pero nos puso en el camino.

—Sí, eso es —exclamé, más por la revelación de una posible solución que como muestra de aprobación de la estrambótica idea, aunque no fue interpretada de manera correcta.

—Donovan: Este jambo está fatal del cráneo. A pedos cómo lo vas a matar… ¡tonto del culo!

—No me refiero a hacer alarde de aerofagia —aclaré—, sino al método en sí, a la asfixia. Sólo tenemos que encontrar un modo de llevarlo a cabo y evitaremos el riesgo del fuego.

Esperaba que fuese mi alumno más sobresaliente quien aportara la solución al problema; en esta ocasión el veterano miembro de LR se le iba a adelantar, dando muestras de una notable actividad mental para su edad.

—El Cid: ¡Ruedas, mecachis en la mar! ¡Utilizaremos ruedas de coche! Las prenderemos y las meteremos dentro de los apartamentos. Morirán por asfixia, no podrán resistirlo.

—Trancos: Es buena idea, el humo desprendido por la goma quemada es muy tóxico, y en un entorno cerrado será letal en poco tiempo. Bastará con sellar las salidas y esperar.

Me apresuré a abundar en la idea propuesta y en poco tiempo, gracias a las habilidades del Equipo de Intervención en el desmontaje de ruedas, consecuencia de no sé qué actividades delictivas relacionadas con la venta de piezas de vehículos, pudimos dar una solución rápida al aprovisionamiento de las ocho ruedas necesarias para llevar a cabo la misión. Un bloque de cuatro plantas, con dos apartamentos por planta, se alzaba frente a nosotros a la espera de ser asaltado. Todas las persianas estaban cerradas, a excepción de la del piso que más me interesaba, el tercero segunda, donde pernoctaba mi ex compañera sentimental. En un arrebato de inconsciencia amorosa, he de reconocerlo, improvisé un plan para adelantarme a lo que posiblemente habría sido el final de cualquier habitante del piso en cuestión: simulando haber visto algo en la ventana del piso en cuestión, abordé la entrada al edificio corriendo y sin dar tiempo a mis compañeros a reacción alguna. Mis camaradas apelaban a mi sentido común para evitar que me precipitase en el interior del edificio, aunque mi determinación era firme al respecto: no me habría perdonado que esa muerte recayera sobre mi conciencia en el futuro.

Salvé los escalones hasta el tercer piso y delante de la puerta, a falta de un plan mejor, improvisé sobre la marcha: llamé al timbre. No me pareció oportuno obviar las reglas básicas de la educación más elemental y esperé respuesta. Fue entonces cuando tomé conciencia de la realidad en la que me encontraba: el diseño interior del edificio imposibilitaba la entrada de luz en él, lo que lo convertía en una trampa muy peligrosa. Decidí que si no se abría la puerta en unos instantes, abandonaría el intento pensando que había cumplido con creces la obligación moral que me había impuesto. Qué LR se viera privada de mi presencia habría supuesto una pérdida irreparable. Dado que la situación no varió, me dispuse a abandonar el lugar. Me di la vuelta encarando nuevamente los escalones que me llevarían a la salida. Pensé en lo pueril de mi acción y me prometí que en lo sucesivo no me dejaría embargar por arrebatos de sentimentalismo que pusieran en peligro mi vida. Ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba.

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