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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (22 page)

—Donovan: Señorita, perdone usted, pero aquí mi comandante tiene toda la razón. ¿Dónde iba usted a estar más segura que con nosotros?, que la protegeremos de los Zetas con nuestra vida, si es necesario. Además…

Agustina se adelantó, cogió a Julieta por el brazo y se alejaron dando un paseo. Estaba claro que la especial confraternización entre mujeres había logrado apaciguar las aguas de tan bravo río. A tenor de lo que ocurrió después, la charla había surtido el pretendido efecto convenciendo a la recién libertada de que nos acompañase. Supongo que se harían confidencias personales —aunque de esto no tengo datos fidedignos— en el curso de las cuales sin duda la niña de mis ojos (creo que esta expresión es utilizada por personas que se encuentran en el mismo trance emocional que yo) aprovecharía para poner al día a su nueva amiga de nuestra relación amorosa.

Tengo que hacer otro alto en el camino, pues del conciliábulo Z formado después de la intentona de asaltar nuestro refugio hace un rato ha surgido la idea de iniciar una nueva ofensiva: esta vez, sin abandonar la idea primigenia, intentan derribar la fachada frontal utilizando un coche, un «alunizaje» creo que es el término con el que se han referido Donovan y Serpiente a la acción militarista Z. El resultado ha sido igualmente fallido, ya que antes de llegar a impactar contra el objetivo ha saltado el airbag del vehículo, con el resultado de que ha acabado arrollando a algunos Zs allí congregados y empotrándose contra otra pared. En cualquier caso, parece que los demás miembros de LR se han percatado de la incuestionable capacidad defensiva del habitáculo y se muestran más relajados. Han dejado ya de manifestar un comportamiento hostil hacia mi persona por lo que ellos interpretaban como enajenación mental transitoria, aunque no utilizaron este vocablo, claro está. Al final han terminado comprendiendo que mi comportamiento no se debe a ningún tipo de disfunción mental, sino que responde a la seguridad de que, a tenor de lo evidenciado, con sus actuales efectivos jamás lograrán hacer mella en nuestras defensas. Cosa diferente será el día, la noche más concretamente, en la que se libre lo que posiblemente sea la Batalla de las Batallas. Es decir, cuando a estos primeros efectivos, a los que podríamos llamar la avanzadilla Z, se les sume el ejército proveniente de la ciudad. Queda escasamente una hora para que amanezca, momento en el que tendremos ocasión de resarcirnos.

Como iba diciendo, el entendimiento entre féminas había dado sus frutos, y para cuando volvieron a incorporarse al resto del grupo, todo parecía haber recobrado la calma. Sin duda los consejos, en base a una mayor experiencia amorosa, de Agustina hicieron recapacitar a la joven al mostrarle que su actitud era consecuencia de la inconsciencia amorosa.

Retomamos la olvidada misión de limpiar el edificio con la táctica de las ruedas. No me detendré en este punto ya que no ocurrió nada digno de mención, aparte del hecho de que la nueva componente de LR, una vez superada la fase de adaptación al grupo, reveló una enorme agilidad llevando a cabo cualquier tarea encomendada. Todos se mostraban de lo más amables y complacientes con ella, en especial los integrantes del Equipo de Intervención, quienes a toda costa intentaban evitarle esfuerzos, tales como cargar peso, u otros, solicitud que ésta rechazaba de plano para no desmerecer. Infiero que para no levantar sospechas y evitar comentarios se apegó más a Trancos, a quien no parecía molestarle su compañía. Creo poder decir que han congeniado bien, cosa que me alegra.

La limpieza del edificio se ejecutó sin complicación: las ruedas debieron de causar su efecto, pues no se constataron signos de vida de ningún tipo una vez iniciado el proceso, que, por otra parte, resultó de lo más rápido, en parte gracias a que Agustina había dedicado el tiempo prometido a la acumulación de rezos para este nuevo día. El único pero que podía presentar la mencionada táctica era que la humareda provocada por las ruedas en combustión era sumamente molesta, ya no por hacer el aire irrespirable, sino porque acabó tiznando los rostros de cada uno de nosotros.

C4 estaba prácticamente limpio, aunque un acontecimiento curioso quiso que volviésemos a hacer un alto en el camino. Durante el proceso de limpieza de una de las casas ubicadas dentro de este cuadrante, que en principio no debía presentar complicación alguna, ya que sus persianas aparecían abiertas parcialmente y eso convertía la acción en una rutina de mínima peligrosidad, se nos brindó la oportunidad de recuperar el aliento y dar consuelo a nuestro apetito. Todo estaba dispuesto para poner en marcha el proceso: Agustina estaba pregonando el mensaje acuñado que anunciaba el lanzamiento de la piedra que abriría el boquete por donde arrojaríamos el cóctel molotov, cuando la puerta de la casa se abrió de par en par dejando ver a una pequeña mujer que debía frisar la cincuentena. A punto estuvo de recibir una andanada de disparos, aunque supimos mantener quietos los gatillos. Superada la tensión, nos invitó a pasar a tomar un café, cosa que agradecimos: se nos había echado el tiempo encima y nuestros estómagos habían dado muestras sonoras de descontento. Entramos en su casa y nos sentamos a degustar una taza de café. Intentamos a toda costa que se uniera a la Resistencia, sobre todo sus afines femeninas. Julieta seguía en su empeño de no darme muestras amorosas en público, cosa que parecía no importarle si se trataba de otros miembros de LR, aunque he sabido estar a la altura de las circunstancias: era consciente de que en la intimidad su comportamiento cambiaría y se mostraría libre de las cargas del decoro público. La cosa es que las constantes negativas de nuestra anfitriona —que esgrimía argumentos peregrinos que derivaban en perorata— a nuestra propuesta de unirse a LR terminaron por revelar el motivo de su obstinada postura.

—Trancos: Señora, por favor, tiene que venir con nosotros. Aquí está en grave peligro. ¡Mañana lo van a arrasar todo! No creo que haya nada que la ligue tan fuerte a esta casa como para perder la vida.

—El Cid: Claro que sí, mecachis en la mar, véngase usted con nosotros, que estará mejor. Siempre se necesitan personas como usted, no como estos jóvenes de hoy en día, mecachis en la mar, que no sirven ni para estar escondidos…

—Donovan: Oye, sin faltar, ¿eh?

—Agustina: No se lo tenga en cuenta… son como críos, ya lo sabe usted. Pero no sea usted terca y venga con nosotros.

Viéndose acorralada y casi hostigada para que se uniera a nosotros, la mujer terminó por confesar el motivo de su enclaustramiento.

Supongo que se habrá notado la casi total ausencia de intervenciones mías en las conversaciones que se mantuvieron con posterioridad al rescate de mi amada: su presencia me cohibía sobremanera. Durante todo el día he estado sumido en una especie de letargo amoroso en el que me he deleitado. He notado pérdida de apetito y de agilidad mental y alteración del ritmo cardíaco: supongo que son los síntomas propios del proceso amoroso.

—Señora: ¡No puedo irme!, ¡no puedo abandonar a mi hijo aquí!

Al principio nadie entendió que eso fuera un motivo que justificara su decisión. Todos restaron importancia a tal circunstancia, invitando también a su vástago a unirse a LR. Dada la edad de nuestra anfitriona, interpretamos que sería un mozo en edad ya de empuñar un arma y defenderse con hombría. Aunque la realidad superaría la ficción.

—Señora: No es eso, es que creo que no puede salir de aquí.

—Donovan: Disculpe, señora, si está en silla de ruedas, no hay problema, mi compañero la empujará hasta que eche las asaduras.

La amable intervención, aunque pudiera parecer acertada, se alejaba mucho de la causa que condenaba a la señora a permanecer en su propia casa.

—Serpiente: Mira el listo, ¿y tú qué?, siempre de escaqueo, como en la trena, que no dabas un palo al agua.

En esta ocasión preferí participar, aunque con desgana, he de reconocerlo. Una especie de astenia invernal se había apoderado de mí.

—Señores, por favor, dudo mucho que nuestra anfitriona se refiera a ese tipo de inconveniente. Deduzco que debe de ser algo más grave lo que postra a su primogénito en la cama —aventuré, pensando que sufría alguna enfermedad o discapacidad.

—Señora: Pase lo que pase, no lo abandonaré, es mi hijo, lo he parido yo, y lo querré hasta el final.

El empecinamiento de la menuda mujer en permanecer en aquel lugar no admitía la menor fisura.

—Donovan: Joder, ¿pero qué es lo que le pasa, mujer?

La mirada de la señora señalaba en dirección a la escalera de acceso a la segunda planta de la casa, zona en la que estaban distribuidas las habitaciones y donde todos supusimos que se encontraba el enfermo. Haciendo de cicerone, la vetusta mujer nos guió hasta una puerta cerrada con llave.

—Señora: Espero que sepan hacerse cargo —dicho esto, giró la llave en la cerradura, con un leve movimiento de muñeca accionó el mecanismo que desbloqueaba la puerta y la empujó hasta que se abrió de par en par. No dábamos crédito a lo que presenciaban nuestros ojos.

—Donovan: ¡Joder, quillo! No me lo puedo…

—Serpiente: ¡La hostia! Vaya…

—El Cid: Mecachis…

—Agustina: ¡Dios mío!

—Trancos: Es… increíble.

—Julieta: ¡No lo puedo creer!

—Curioso…

Un niño, a lo sumo adolescente, atado a una cadena, se encogía en la penumbra de uno de los rincones de la habitación. Sólo uno de nosotros supo reaccionar.

—Donovan: ¡Es un Zeta!, ¡tiene un Zeta en la habitación! Como si fuera un loro. ¡Me cago en todo lo que se menea!…

Todos íbamos desarmados, ya que jamás habríamos imaginado la sorpresa que nos deparaba la improvisada visita. Por respeto a la anfitriona, habíamos abandonado las armas en el salón del piso de abajo, donde degustábamos el café con pastas. Supongo que la vista de extraños, unida a su naturaleza intrínsecamente agresiva, hizo que el hijo Z de la señora se abalanzase hacia nosotros provocando una estampida general en dirección a la escalera. Las prisas hicieron que unos tropezáramos con los otros y rodásemos escaleras abajo como una bola. A medida que nos íbamos incorporando, recuperábamos nuestras armas dispuestos a dar muerte al Z; y así habría sido si nuestra anfitriona no nos hubiese estado esperando apuntándonos con una escopeta de cartuchos al final de la escalera.

—Señora: Debí imaginármelo. Os dije que os hicierais cargo. ¡Largaos de aquí antes de que os mate! Yo cuidaré de mi pequeño, no os necesito para nada —hasta entonces el desequilibrio mental de la señora había pasado desapercibido para todos nosotros.

—Donovan: Pero, señora, ¡que es un Zeta!, ¡un zombi, joder! ¿Está usted loca? ¡Huy!, perdón, es una manera de hablar —rectificó inmediatamente al darse cuenta de que la receptora del comentario cerraba un ojo y lo encañonaba con el arma.

—Señora: ¡Es mi hijo! —respondía ásperamente sin dejar de apuntar a Donovan.

—Serpiente: Pues su hijo se la va a merendar en cuanto se descuide usted… con todos mis respetos para usted.

—Señora: Su corazón sabe que soy su madre. No me hará daño.

Nos encontrábamos ante un claro ejemplo de síndrome de Estocolmo invertido Z (acabo de acuñar el término): el típico ejemplo de cómo el familiar de un transubstanciado cree reconocer en el pariente signos de humanidad. Quise sacar a la propietaria de la peligrosa mascota de su craso error.

—Repare, señora, en su lamentable error de apreciación. La criatura que usted protege ahí arriba es un engendro malévolo y despiadado que se alimenta de nuestra carne. Créame si le digo que no alberga en su interior ni un ápice de humanidad. He pasado por un trance similar y sé que es duro afrontarlo, pero si no le vuela la tapa de los sesos, se la comerá viva.

—Julieta: Lo que quiere decir es que tendría usted que replanteárselo y quitarse de la cabeza que esa… criatura es su hijo (por alguna razón mi amada creyó necesario matizar mi intervención).

—Señora: ¿Ha tenido también usted que matar a su hijo? —preguntó dirigiéndose a mí.

—Bueno, no exactamente, se trataba de mi vecino, pero… —no pude acabar la frase.

—Señora: ¡Ni peros ni ocho cuartos! ¡Créame usted que de buena gana mandaría al otro barrio a la mitad de mis vecinos sin pensármelo dos veces! Pero otra cosa es a mi pequeño. Me costó mucho parirlo, y, más, criarlo. Además, ahora está de lo más simpático. No sabe usted lo que es que tu pequeño caiga en las drogas, y te robe, y te pegue, y… Ahora puedo disfrutar de él.

No salíamos de nuestra estupefacción; no cabía la menor duda de que aquella protectora madre no llevaría a cabo lo que para ella seguía siendo un infanticidio. Otro de nosotros tomó el relevo con la misma intención.

—Trancos: Por favor, entendemos lo difícil que es para usted vivir esta pena. Pero ya no es su hijo, es otra cosa. Tiene otras necesidades… (insistíamos en la idea de separar el concepto de Z del de hijo).

—Señora: Ya lo sé, come mucho, como cuando era pequeño. Ya casi no me queda carne… —explicó, refiriéndose a las necesidades alimenticias del pequeño…

Miré a Agustina animándola a intervenir; hasta ahora se había mantenido al margen, no sabría decir por qué.

—Agustina: Querida, las dos sabemos lo que es parir y criar con amor a tu retoño, eso sólo se sabe si lo has vivido. Ellos no lo entienden, pero yo sí. La compadezco. Siento que nuestro Señor le haya puesto esta dura prueba, pero tiene que superarla. No es manera de criar a un hijo tenerlo atado con una cadena…

Supe discernir los primeros efectos del aguijón de su comentario: la cara de la señora reflejaba que tomaba conciencia de una nueva realidad, aunque se resistiese a aceptarla.

—Serpiente: Disculpe, ¿y cómo le ha puesto usted la cadena?

El discurso tomaba un nuevo derrotero, que, por extraño que parezca, sería el que zanjaría el tema definitivamente.

—Señora: Eso a ti no te importa —las lágrimas de la madre anunciaban un desenlace tan inmediato como inesperado.

—Donovan: ¿Pero de dónde la ha sacado?

—Señora: Era… de mi perro.

—Donovan: ¿Y dónde está el perro?

—Señora: Se lo ha comido. Y no se hable más del asunto. Váyanse de aquí inmediatamente y déjenme a solas.

El intelecto infantil del miembro del Equipo de Intervención había guiado la conversación hasta un punto en que la angustiada mujer tomó conciencia de cómo y dónde se encontraba.

De la discusión se desprendía otro importante dato: un Z no hacía ascos a un can como alimento. Me atrevo a decir que ni canes ni felinos están expuestos a la transubstanciación, ya que todos los ataques Z de que eran víctimas parecían responder, a tenor de las evidencias, a una necesidad exclusivamente alimenticia. Tampoco habíamos tenido contacto con animales Z, lo cual suponía un alivio, tanto en lo personal como en lo profesional. De todas maneras, mantendré una especial atención en aras de confirmar el dato.

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