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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (27 page)

Una ingente masa de cuerpos putrefactos se encontraba a escasos metros de mí. Andanadas de zombis surgían de entre los árboles y se incorporaban a tan siniestra procesión en dirección a nosotros. Ya no veía la línea del horizonte. El olor a putrefacción se hacía tan evidente que me decidí a prender la mecha. Me colé hasta los bajos del coche, donde se encontraban los cigarros que harían de mecanismo retardado de ignición. Accioné el mechero y prendí el cilindro de tabaco: para asegurarme del correcto encendido (tal y como había hecho en los otros dos casos), di un par de caladas y el fulgor del tabaco incandescente hizo que las primeras circunferencias de pólvora impresas en el cigarrillo desaparecieran de mi vista. Coloqué el cabo embocando la parte inferior del último cigarro y lo dispuse en la base que lo separaba del suelo, dando libertad al proceso de incineración. Salí de debajo del coche. Los primeros Zs se hacían visibles a la luz de la luna: pese a que la visión era muy romántica, la realidad no encajaba en absoluto con el recurso poético. En cualquier caso, los destellos de luz me permitieron medir la distancia a la que se encontraban y sopesar el total de efectivos: cientos o quizá miles. Se hizo patente entonces un problema añadido: había demasiada distancia entre la primera avanzadilla y el resto de Zs que los seguían, lo que suponía que muchos de ellos quedarían fuera del perímetro establecido una vez explosionásemos los artefactos limitando el número de fiambres Z. Sin pensarlo, improvisé un subterfugio que detuviese su avance y apelotonase al mayor número de ellos antes de que iniciasen su incursión en el pueblo. Cogí el cóctel molotov, lo encendí y lo lancé a escasos metros del coche. Ni siquiera esperé a ver el resultado del lanzamiento. Corrí como alma que lleva el diablo por la calle que debería llevarme hasta la azotea con mis compañeros. Recuerdo que pensé que esperaba que mi repentino acto no hubiera puesto en peligro a mi compañero. Escuché la deflagración que anunciaba el éxito del lanzamiento. Esperaba encontrarme con Trancos en el cruce donde nos habíamos despedido, pero no fue así. Atribuí su ausencia a que se encontraría a salvo en la azotea. Al llegar a la plaza miré hacia arriba: pude ver las cabezas de mis compañeros, alarmados sin duda por la pequeña explosión y el consiguiente incendio que había provocado y que se apartaba de lo convenido. Conté rápidamente las testas que asomaban por la repisa: una, dos, tres, cuatro, cinco y… cinco. Evidentemente mi acompañante no se encontraba entre ellos. Un minuto después escuché una segunda deflagración: mi camarada de comando había interpretado correctamente la acción militar imitando el lanzamiento. Me paré en seco y volví la mirada hacia atrás buscando su presencia, aunque no había ni rastro de él. Escuché las voces apagadas, susurrantes, de mis compañeros llamándome al refugio, aunque Julieta, pragmática hasta el extremo, mantenía la vista en dirección a donde debería aparecer mi compañero de misión. Cinco segundos después surgiría de una bocacalle en dirección a la azotea. Sentí regocijo al comprobar que seguía con vida.

—Trancos: ¡Buena idea, vamos!

El Cid nos esperaba en la puerta. Nos metimos dentro de la casa como dos comadrejas y ascendimos por los escalones que nos reunirían con el resto de LR.

—Donovan: Joder, ¿pero qué es lo que ha pasado?

—Trancos: Nada, hemos tenido que improvisar un poco, eso es todo.

—El Cid: ¿Pero y las explosiones?, mecachis en la mar.

Aproveché para revelar el motivo de la detonación.

—Las filas enemigas se encontraban demasiado disgregadas. Había mucha distancia entre sus miembros, lo que habría restado eficacia a nuestra defensa. Esta pequeña maniobra de distracción detendrá durante un tiempo el avance, lo que provocará la acumulación de efectivos en su avanzadilla. Cuando se decidan a entrar, habrá muchos más Zs por metro cuadrado.

—Serpiente: ¿Como en las manifestaciones?

—Trancos: Bueno, más o menos sí. Menos mal que lo vi a tiempo, ya me iba. Yo también me di cuenta del problema… pero no se me ocurrió.

—Julieta: ¡Queréis dejar de hacer el tonto y poneros a salvo! —llamando al orden a la tropa—. No creo que tarden mucho en seguir adelante. Además, ahora saben que hay comida por aquí y que les estamos esperando. Como les dé por mirar debajo de los coches…

La apodíctica intervención de bella integrante de LR había puesto de manifiesto el talón de Aquiles del embeleco, aunque a esas alturas no había nada que hacer: si los Z llevaban a cabo algún tipo de inspección previa y descubrían el mecanismo, estaríamos abocados a la muerte. Fue la estulta mente de Serpiente la que subsanaría el problema: encaramado en el poyete que rodeaba la azotea, había proferido su hipereructo huracanado: la descomunal flatulencia estomacal hizo que nos agachásemos sorprendidos.

—Serpiente: Veréis cómo no se entretienen en tonterías, hombre.

El hombre de la selva había hecho la llamada. La respuesta no se demoró. Nos agazapamos en el suelo y, mirando a través de los diferentes desagües a modo de saeteros que se encontraban a ras de suelo, esperamos la entrada a la plaza de los primeros Zs. Un céfiro nocturno transportaba en su regazo el cada vez más insoportable y pestilente olor a muerto. Fueron los momentos más tensos del día, incluso más que los que experimenté durante la refriega que estábamos a punto de librar. Sin embargo, supe buscar consuelo en la inmaculada imagen de Julieta, quien, apostada a mi lado, aguardaba silenciosa. Con objeto de tranquilizar a LR, y para hacer más amena la espera, apunté lo más propincuamente que supe.

—Recordad no hacer ruido o acto que revele nuestro enclave. Es necesario que consigamos que la plaza rebose de Zs antes de dar inicio a las hostilidades. Todos sabéis qué tenéis que hacer. Cuando dé la orden, Donovan y Serpiente empezaréis a lanzar los globos con el artefacto propulsor. Cid y Agustina os abastecerán de munición durante el proceso. Mientras, nosotros —refiriéndome a Trancos, Julieta y yo mismo— haremos los lanzamientos más cercanos. Tenemos que conseguir impregnar al mayor número de Z con gasolina. Cuando acabemos toda la munición, comenzaremos el lanzamiento de los cócteles incendiarios, mientras Trancos dispara al resto de los coches. ¿Entendido? —Todos guardaron un escrupuloso silencio, por lo que tuve que repetir la pregunta—. ¿Entendido?

—Julieta: Sí.

—El Cid: Sí.

—Agustina: Sí

—Trancos: Esto se va a poner muy feo. Cuando los cócteles se incendien, propagarán el fuego a todo aquello que tenga gasolina. Ni siquiera nosotros estaremos a salvo. No gastéis munición si no es absolutamente imprescindible, puede que la necesitemos más tarde. Una cosa más, y esto es a título personal —con el plenilunio iluminando nuestros rostros iba a anunciar una decisión que acabaríamos asumiendo todos y cada uno de nosotros—: Si caigo… quiero que no os lo penséis…

–Donovan: No te preocupes, hombre, si te caes, te levantas y punto; si eso ya te echo yo una manita… que para eso estamos.

Sin comentarios (!).

—El Cid: No se refiere a eso… Quiere que le matemos si cae herido, mecachis en la mar. Yo también os pido lo mismo, por favor.

Creo que era la primera vez que el cascarrabias de LR pronunciaba las palabras «por» y «favor» en la misma frase.

—Agustina: Yo también.

Todos los miembros de LR aceptamos el compromiso de liberar al infortunado de las garras de la muerte zombi en caso de ser infectado. Por mi parte, hice un apunte más a la ya desagradable conversación.

—Camaradas, no dudéis que daré cumplimiento a vuestra voluntad. Os pido igual comportamiento. Compartiré además algo que pensé guardarme únicamente para mí, pero, ya que viene tan penosamente al caso… He guardado una bala en mi bolsillo, por si es irreversible… —a un ataque me refería—. Os aconsejo que sigáis mi ejemplo.

Curiosamente las dos peticiones que atentaban contra nuestras respectivas vidas fueron aceptadas y asimiladas de inmediato por cada uno de nosotros. No volveríamos a retomar el tema. El único problema que se derivó de tales planteamientos vitales —mortales en este caso— fue que Agustina rechazó de lleno la idea del suicidio, confesa religiosa como era: su muerte era responsabilidad exclusiva del Altísimo, o de un tercero, tal y como había declarado instantes antes.

Empezó a intuirse el progreso de las hordas Z por las calles del pueblo: habían respondido al señuelo de la llamada de apareamiento sin prestar atención a los artefactos. Todo estaba dispuesto para que inevitablemente confluyeran en la plaza que teníamos delante. Si la combustión de la mecha era correcta, deberían quedar pocos minutos para la explosión. Los pasos de cientos de Zs se hacían sentir acercándose a nosotros. Esperábamos tumbados, mirando a través de las pequeñas saeteras, a que los primeros Zs cruzasen el umbral de la oscuridad. La incursión en la plaza se adivinaba inmediata y el tiempo pasaba inexorablemente: si la explosión se consumaba demasiado pronto, fracasaríamos. Era necesario acelerar el proceso de avance de los Z. Miré a Trancos y le hice un gesto de negación con la cabeza a la vez que echaba un vistazo al reloj. Confluyeron nuestras miradas aquiescentes; nos levantamos y comenzamos a gritar. Aprovechamos las primeras frases para explicar a nuestros compañeros lo que a primera vista podía parecer contraproducente.

—Trancos: Tenemos que hacerles venir ya o los coches explotarán antes de tiempo —gritó poniéndose en pie y encaramándose a la repisa—. ¡Vamos, estamos aquí!, eeeeoooooooooooooo, eeeeeeeeeeoooo… —repetía improvisando frases casi absurdas en dirección al avance Z.

—Soy un integrante del Núcleo Precognitivo, estoy preparado, no os tengo miedo, pestilentes criaturas, engendros malévolos, daremos paz a vuestros putrefactos cuerpos… —chillé incorporándome y abandonándome al griterío y la algarabía que debíamos conseguir para acelerar la ocupación de la plaza.

Supongo que los demás se vieron animados a imitarnos y no discutieron el nuevo cambio de planes, así que, cada uno a su estilo, eso sí, intentaba llamar la atención de los Zs. Donovan y Serpiente se entregaron con entusiasmo inusitado a la tarea y vociferaban toda clase de improperios que juzgo inadecuado reproducir, por lo exacerbado de los que me pareció entender, aunque la mayoría creo que no los había escuchado en mi vida. El Cid siguió el ejemplo y casi logró mejorar a los primeros en lo referente a la capacidad ofensiva de los insultos, quiero decir. La mujer de éste, por su parte, guardó la compostura incluso en esas circunstancias echando mano de comentarios más morigerados, al igual que Julieta; lo cierto es que ambas casi rozaban la buena educación en sus maneras. Supongo que lo inédito de la experiencia hacía que no encontrásemos fórmulas apropiadas y recurriéramos a las habituales en un entorno social normal, entre las que se colaron: «hola», «chicos», «por favor» y otras que carecían de la necesaria connotación beligerante que la ocasión requería y evidenciaban el panfilismo de algunos de los miembros de LR. Debo reconocer que en esta ocasión lo soez y ordinario del vocabulario de alguno de nosotros era lo más apropiado. En cualquier caso, los resultados no se hicieron esperar y los primeros engendros Z hicieron su aparición en la plaza. Como los manjares que presumían iban a degustar estaban a la vista, tomaron la dirección que los conducía a la puerta de acceso a la casa, donde nos preparamos para la acción y dimos por concluidas nuestras provocaciones.

Las intentonas de aquellos primeros Zs por abrir la puerta de lo que debería ser su nevera fueron inútiles, ya que habíamos tomado las máximas precauciones para atascarla: ni siquiera nosotros podríamos utilizarla en caso necesario. Como hormigas, empezaron a agolparse delante de ella esperando que alguno de sus compañeros lograse la hazaña que les permitiese devorarnos. Todas las calles aledañas, como ríos, vertían Zs a la plaza. En pocos minutos cientos de ellos, emitiendo sus característicos sonidos guturales, se concentraban bajo nuestros pies; y nosotros éramos espectadores de excepción del más dantesco de los espectáculos. Contemplábamos cómo oleadas de Zs ocupaban el lugar con su ofensiva presencia. Un pestilente olor se adueñó del lugar; los efluvios emanaban desde la plaza del averno hasta nuestras narices. Hombres, mujeres y niños, de todas las razas, de todas las condiciones sociales y oficios (y deduzco que religiones) se agolpaban ante nuestra escéptica mirada. Identifiqué entre nuestros agresores, por lo inconfundible de sus vestimentas, un par de curas, conductores de autobús, mecánicos, Zs trajeados, con ropa de deporte, amas de casa, miembros del ejército, policías, e incluso representantes de otras profesiones digamos… menos decorosas. Debido a las circunstancias en que fueron víctimas del ataque, los había que iban en cueros o en traje de baño.

—Serpiente: ¡Hostia, mira qué jamba, niño! —señalando hacia algún lugar atestado de Zs.

—Donovan: ¿La cuál?

—Serpiente: Joder, aquella del biquini amarillo «fosfluorescente».

Se refería, efectivamente, a una hermosa mujer de tez abisinia que debió de ser víctima del ataque transubstancial mientras se encontraba tomando un baño en la piscina: vestía un biquini amarillo muy llamativo.

—Donovan: ¡Qué buena que está! No parece una de ellos, ¿no?

—El Cid: Por favor, señores, no creo que sea el momento… ni el lugar, mecachis en la mar.

—Julieta: ¡Hombres!… No me lo puedo creer.

—Agustina: Son así, hija mía, no hay nada que hacer.

—Donovan: ¡Ojito, eh! Que yo lo digo por la chica, que lo mismo se ha infiltrado entre ellos y necesita ayuda.

La escena se teñía de surrealismo y fue necesario atajarla para que no degenerase más.

—Disculpad, no quisiera entrometerme en una discusión con tanta enjundia, pero sí me gustaría llamaros la atención al respecto de que esas criaturas de ahí abajo —señalando con la mirada hacia su posición— son Zs y parece que esta noche no han debido de saciar su apetito, lo que nos convierte en su plato principal. Sé que la técnica de utilizar a un congénere como llave maestra es bastante primitiva, y no creo que les resulte, pero, teniendo en cuenta que poseen cientos de llaves con las que probar, quizá alguna entre en la cerradura.

No sé si mi ingeniosa metáfora fue entendida por todos los protagonistas de la discusión, intuyo que por los principales promotores no, ya que no cejaron en su empeño.

—Donovan: Mira, tú dirás lo que quieras, pero la pava esa no tiene pinta de ser una Zeta. Fíjate qué cuerpo, quillo, qué color más chulo tiene. Los demás, más blancos que la leche, y ella… morenita.

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