Read Zoombie Online

Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (12 page)

—Donovan: ¡Ole, qué palique
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tienes, quillo!

—El Cid: Ya estamos otra vez perdiendo el tiempo. ¿Vais a deja-ros de tonterías o qué? Estoy harto de deciros que tenemos algo que hacer, jolín
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—era la tercera alusión que hacía al respecto, aunque todavía carecía de datos suficientes para su correcta interpretación, de modo que para mí no fue sino una frase más.

Después de tanta oratoria mi garganta empezó a resentirse, lo que me hizo caer en la cuenta de que era necesaria la dosis de penicilina. Me encontraba mucho mejor; aún conservaba la congestión nasal, pero mi amigdalitis había mejorado mucho y casi me había recuperado por completo. Aun así, no contemplaba que un empeoramiento por recaída impidiese mi asalto a los libros de historia. Reconozco que quizá no fuese lo más oportuno, pero consideré prioritaria mi salud antes que el enaltecimiento militar. Así que expuse el problema y pedí auxilio para ponerme la inyección. La experiencia de la última noche no había sido del todo satisfactoria. Serpiente se prestó amablemente a ponérmela y pareció tener práctica en el uso de jeringuillas, agujas y sucedáneos, porque no tardó más de dos minutos en solventar el asunto. Me comentó que había tenido algunos problemas que hicieron necesaria la práctica en la materia (interpreto que de salud; probablemente fuese diabético, aunque nunca le vi suministrarse dosis alguna de insulina), cosa que resultó ser de lo más provechosa para mí. Solucionado el tema de la inyección, se volvió a hacer hincapié en la necesidad imperiosa de realizar ese algo al que constantemente se hacía alusión.

—El Cid: No quiero resultar pesado, mecachis en la mar, pero tengo los testículos
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pelados de decir que hay algo que nos está esperando… Ya se me están inflando
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de repetir lo mismo siempre… que no me gusta ponerme pesado.

—Donovan: Pos sí que estás pesado, copón. Que no se va a ir de cañas, julandrón.

—Trancos: Bueno, bueno, bueno… pero tiene razón, no hay por qué demorar el tema por más tiempo. Es mejor que lo solucionemos y nos olvidemos. Luego nos dedicaremos a la MZL, o como quiera que le hayamos puesto —ahora sí tenía motivos para inquirir sobre el tema.

—Disculpad, es la cuarta referencia que hace al respecto de la necesidad de llevar a cabo algún tipo de tarea o misión a la que no atribuí la enjundia que parece tener.

—Agustina: Pobre chico… se nos ha pasado explicártelo… Es que es como si llevases con nosotros desde que nos conocimos. Resulta que ayer atrapamos a uno.

No había posibilidad de error: con sus palabras se estaba refiriendo a un Z, pero, aun así, preferí asegurarme.

—Os referís… a un Zeta.

—Agustina: Sí, eso, a un… Zeta, perdón.

—Pero…

—Trancos: Es igual, mejor no perder el tiempo, tenemos muchas cosas que hacer.

Aquellas nuevas revelaciones dieron un giro copernicano a nuestras ocupaciones más inmediatas, de modo que abandonamos momentáneamente los asuntos referentes al trazado de planes militares e iniciamos la marcha camino del Z. Aquello podría tener unas repercusiones inconmensurables en nuestra misión (un espécimen sobre el que llevar a cabo todo tipo de pruebas que nos proporcionarían información adicional acerca de cómo luchar contra ellos), así que se convirtió en nuestra prioridad más absoluta. No cabía en mí de la expectación que resultaba del hecho de ser acreedor de tan magna responsabilidad. Mientras caminábamos, pensé que las primeras pruebas, una anamnesia general, aunque primaria en su planteamiento puesto que no contábamos con medios técnicos para su correcta realización, nos desvelarían los primeros datos científicos de un Z. Así, me preguntaba sobre su frecuencia cardíaca, densidad de la sangre (aunque ya me era familiar), reflejos, vista, capacidad auditiva, y otros aspectos que representarían un acontecimiento inaudito en la historia de la medicina y que repercutirían positivamente en nuestra capacidad ofensiva: para luchar contra el enemigo, hay que conocerlo. En estos pensamientos me entretuve hasta la llegada al lugar donde se encontraba el Z.

—Agustina: Bueno, ya hemos llegado, ¿y ahora quién se encarga? —pensé que estaba haciendo referencia a iniciar el proceso de investigación científica, aunque pronto salí de dudas.

—Donovan: ¡Joder, mira que sois perros! No os herniéis, ya lo hago yo —anunció aproximándose hasta la puerta de una casa, escopeta en mano.

Había cometido el error de hacer extensivas a mis compañeros mis inquietudes científicas, pero por lo visto ellos no estaban por la labor: cuando hablaban de «hacer algo», se referían a matar al Z. Desde luego no pensaron en los beneficios que nos reportaría, desde todos los puntos de vista, incluido el militar, la investigación de tan fastuoso ser.

—Disculpa, deduzco de tu actitud que pretendes desperdiciar tan excepcional ocasión.

—Donovan: Mira, julandrón, a éste lo dejo tieso con la fusca y luego lo pelo. He visto que tiene un peluco
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que te cagas.

—El Cid: Ya estamos con las palabras raras que no entiende ni tu santa madre
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—la retórica no era uno de los fuertes del miembro integrante del Equipo de Avituallamiento.

—Me refiero a que si con tu cernícala decisión pretendes quitarle al vida al Zeta, mi ignaro amigo.

—Donovan: Eso… sin insultar está mejor… A mi casa no me lo voy a llevar, o sea, que le damos matarile… y santas pascuas
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.

—El Cid: Mira, en eso estamos de acuerdo, para variar. Como lo dejemos aquí y luego pase algo… me voy a cachis en la mar
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.

—Creo que no habéis tenido en cuenta determinados aspectos que podrían beneficiarnos. Es una oportunidad única para llevar a cabo un estudio fisiológico elemental que nos proporcionará ventajas para poder enfrentarnos a ellos con eficacia —comenté esperando que mis palabras surtiesen efecto intelectual en mis colegas.

—Serpiente: A este pollo se le va la flapa —empezaron a surgir toda clase de manifestaciones en contra de mi propuesta y se cruzaron comentarios despectivos entre algunos miembros de LR.

—Trancos: Esperad, esperad, tiene razón. Podría servirnos de algo, nunca se sabe. Haremos cuatro pruebas y luego… nos quitamos el problema de encima. No tenemos nada que perder.

Con su ayuda, pude hacer entender a LR la importancia de recabar el máximo de información de los seres contra los que tendríamos que enfrentarnos. Me erigí en máximo responsable de la misión: era justo, ya que mía había sido la idea. Nadie puso objeción. Bien es cierto que tuve que reducir las pruebas a las que me habría gustado someter al Z, ya que mis compañeros las consideraron, por peligrosas, irrealizables, de manera que quedaron limitadas a cuatro que no entrañaban tanto riesgo: la relativa a la frecuencia cardíaca, la que mayores dificultades presentaba, la relativa a su fotofobia y las relativas a su resistencia a heridas por arma blanca y al fuego. No pormenorizaré cómo se llevaron a cabo las referidas pruebas para evitar herir la sensibilidad del lector, aunque sí diré que cumplieron con las expectativas marcadas. El proceso tuvo unos efectos muy positivos para el grupo: aceleró el proceso de desarrollo de roles dentro de él. No hay nada como compartir una experiencia traumática o ilegal para que los lazos de la amistad se hagan inquebrantables. Tengo que confesar que en determinadas pruebas nos hemos dejado llevar por la emoción, poniendo quizá demasiado interés, lo que posiblemente haya infligido al Z algún que otro suplicio, siempre en nombre de la ciencia, eso sí.

Después de tan didáctica experiencia retomamos la MLZ (Misión Limpieza Zeta) y nos pusimos manos a la obra. Eran las 4.00 p.m. y todavía quedaban un par de horas de sol de las que podíamos sacar buen provecho. Trancos, haciendo gala de su habitual sentido común, propuso limpiar los cuadrantes según no sé qué protocolo de actuación que utilizaban en el cuerpo de policía. Como se trataba de eliminar a todos los Zs de un cuadrante y éstos se escondían en las viviendas que en ellos se encontraban, no teníamos más remedio que entrar casa por casa para ejecutar la misión, igual que cuando se ponía en marcha el referido protocolo policial. Se trataba de registrar todas las casas de las que fuésemos capaces en busca de Zs y de más armas y de reclutar personal militar, asegurándolas, una vez las hubiésemos limpiado, para que no sirviesen de nuevo como refugio a otros Zs. Se acordó que antes de abordar una casa o piso se llamase a filas a los posibles ocupantes: para ello se prestó voluntaria Agustina, quien contaba con una potente capacidad pulmonar. Así, comenzamos a visitar los aledaños del lugar donde nos encontrábamos (lo que acababa de convertirlo en el cuadrante 1), aunque infructuosamente. Al menos El Cid, diestro en el arte de usar el martillo y los clavos (método acordado para el aseguramiento de las casas libres de Zs, por lo sencillo del procedimiento y de su logística), iba atrancando las puertas de todas las que visitábamos con el fin de evitar que pudieran ser habilitadas como nidos
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Zs. El procedimiento era sencillo aunque lento, como quedaría patente más adelante. Trancos pateaba las puertas que estaban cerradas y entrábamos según el protocolo policial. Después de varios intentos, perfeccionamos el protocolo y lo adaptamos a nuestras necesidades: supimos identificar las situaciones que entrañaban más peligro. Por ejemplo: las ventanas abiertas asignaban a la acción la «alerta uno». Si estaban cerradas, se activaba la «alerta cinco». Fue durante una de esas intervenciones cuando me enteré de la circunstancia que se convertiría en el punto de inflexión en la base de mi teoría explicativa del holocausto Z. Como dije anteriormente, el uso de la grabadora era constante, y si bien algunas de las conversaciones no fueron recogidas, quiso la providencia que en esa ocasión considerase oportuno accionar el «rec» con objeto de registrar el diálogo.

—Trancos: ¿Todos preparados? —Todos levantábamos el dedo pulgar para confirmar que nos encontrábamos dispuestos. En principio, El Cid y Agustina quedaban en retaguardia y los demás acometíamos el registro. El Serpiente esperaba en la puerta por no contar con arma para su defensa—. A la de tres: una… dos… y tres —el adiestramiento en la academia hacía del pateador una llave maestra infalible, excepto en puertas con un mayor índice de seguridad, en las que teníamos que intervenir al unísono todo el equipo para conseguir el propósito. La patada en cuestión abrió la puerta de par en par.

—Donovan: ¡Joder, es una «alerta máxima»! —las persianas estaban echadas—, me cago en los mengues
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. Qué mal fario
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, quillo, aquí pillamos fijo. Mi tocha no me engaña, jie [hiede] a mierda clara, pero cacho
[42]
.

—Lo siento, pero no puedo confirmar tu apreciación, todavía no he recuperado el sentido olfativo. —Trancos: Huele fatal ahí dentro, no cabe duda de que es un nido. Hay que tener mucho cuidado. —Serpiente: Si es que tenían que haber hecho algo antes. Mira que se veía venir, tanta patera no podía traer nada bueno. Los pobres allí metidos, hacinados como puercos. Al final seguro que acabaron mordiéndose… y la que han liado. Pero la culpa no es de ellos, la culpa es del gobierno —de este primer apunte no deduje nada.

—Donovan: Venga, quillo, déjalo, ahora ya no podemos hacer nada
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—una pregunta ingenua por mi parte revelaría la verdad, o como mínimo la que había trascendido.

—¿Pero qué tienen que ver los flujos migratorios ilegales mar a través con esta crisis? —un silencio sepulcral se instaló entre nosotros.

—Donovan: El pollo este no se cosca de nada. Pues eso, quillo, que los primeros llegaron en crucero a la costa —mientras Donovan arrugaba el hocico (perdón por la expresión, pero es la expresión que mejor describe el gesto del susodicho), olisqueando como un sabueso un aire con visos de oler apestosamente, otro compañero tuvo a bien sacarme de dudas.

—Trancos: Las últimas informaciones apuntaban a que la invasión había tenido su inicio en las costas del sur. Los primeros ataques se registraron allí, aunque los mantuvieron en secreto. Para cuando quisieron darse cuenta, se les había ido de las manos.

¿En patera?: la realidad superada de nuevo por la ficción. Jamás habría imaginado tal contingencia; una especie de desembarco de Normandía zombi estaba a punto de aniquilar al homus ibericus. No podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. Entre tanto, la puerta del apartamento continuaba abierta, las persianas bajadas y, según mi compañero sabueso, un olor nauseabundo seguía presente en el ambiente. Ardía en deseos de seguir inquiriendo a mis compañeros al respecto de las nuevas, aunque opté por esperar.

—Bien, bueno, luego abundaremos en el tema. Ahora debemos concentrarnos en la tarea que nos ocupa, cualquier distracción podría resultar fatal.

—Serpiente: Eso, al loro, que la cosa está muy mala.

—Donovan: Te digo que aquí hay un Zeta… lo percibo.

—Serpiente: ¿Estás seguro, niño? Lo mismo es que huele a cerrado.

—Donovan: ¡Que te digo que no! Que huele a muerto.

—Trancos: Está bien, está bien. En cualquier caso, iremos con mucho cuidado. El proceso será el mismo. Nosotros cubrimos y tú —refiriéndose a Serpiente— te cuelas y abres las persianas para que entre luz. Después aseguramos la zona —era parte del protocolo: era lo más peligroso a lo que nos habíamos enfrentado. Dadas las circunstancias, no pude más que hacerme cargo; sabía que la apreciación de mis compañeros en cuanto al peligro al que nos sometíamos era real: el sentido arácnido emitía señales de peligro por doquier, aunque preferí no comentar nada.

—Bien, una vez estés dentro —refiriéndome a Serpiente—, haré la primera incursión, dada mi experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo con los Zs. Ya os he dicho que cuento en mi haber con una baja enemiga, y esto me hace más letal que vosotros, sin contar con mis conocimientos de artes marciales. Después ya sabéis lo que tenéis que hacer. A la de tres —el aludido procedía a santiguarse justo antes de abordar su peligrosa tarea; murmuraba lo que interpreté como una especie de rezo que terminaba con un beso en su dedo pulgar, después hacía el gesto torero de apretarse los machos.

—Serpiente: Vamos allá. Un… dos… dos y media y… ¡tres!

Atravesó el umbral de la puerta raudo y veloz camino de las persianas, que se encontraban a mano izquierda según se entraba. Fueron unos segundos agónicos: la imagen del intruso destrozado por un Z no cejaba en su empeño de colarse en mi mente. Sujetaba la pistola con la mano apuntando al interior del habitáculo en semioscuridad, escudriñando el vacío para intuir cualquier sombra. Lo único que rompía el sigilo era la voz del compañero del recién infiltrado susurrando repetidamente: «vamos, vamos, vamos» y esperando que su inseparable prosélito coronase con éxito la peligrosa misión. Eran tan sólo unos metros, aunque los suficientes para que un Z terminase con la vida de cualquiera. Pude ver cómo llegaba a la altura de las correas de la persiana: un terrorífico pensamiento me asaltó. El recuerdo de las correas cortadas en el encuentro con XY-Z golpeó mi cerebro anticipándose a lo que iba a suceder. No tuve tiempo de explicar nada: sabía que debía actuar o un camarada iba a ser presa de uno o varios Zs. Agarrado de las correas, Serpiente tiró con fuerza hacia abajo con la seguridad de que la luz inundaría la habitación poniendo a salvo su vida. La realidad fue muy diferente; mis compañeros no interpretaron la señal. Sólo yo conocía lo que significaba aquello. Sin más, poniendo mi vida en manos de la fortuna, hice lo que tenía que hacer.

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