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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (21 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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—Creo que tiene razón. —Miriam apretó los labios y se encogió de hombros—. Supongo que podría casarse con una dama cristiana, pero no sería inteligente para un hombre de su posición.

Asentí.

—Claro. Sus enemigos le temen como una fuerza conquistadora del poder judío. Si se casara con una cristiana su inhabilidad para… contenerse, quizá, sería percibida como una amenaza.

—También creo que le gustaría convertirse a la Iglesia anglicana. No porque tenga inclinación religiosa alguna hacia esa fe, sino porque le resultaría más fácil hacer negocios. Pero Adelman reconoce también, supongo, la animadversión que esta jugada le procuraría en ambas comunidades. De manera que me echa el ojo a mí, una judía que le llega con dote y sin ataduras a las antiguas tradiciones.

Pensé en el análisis de Miriam por un momento.

—Si me permite hacerle una pregunta algo indiscreta, ¿puedo saber algo más acerca del deseo de Adelman de adquirir la riqueza de mi tío? ¿No sería la riqueza de usted la que adquiriese al casarse?

Puso la copa sobre la mesa, casi derramándola al hacerlo. Lamentaba haber hecho una pregunta tan incómoda, pero después de todo, era ella quien había sacado el tema, y era importante conocer las razones de Adelman.

—Yo misma me he buscado que me haga esta pregunta, así que debo contestarla de buena gana, supongo.

Alcé la mano.

—Si quiere aplazar la respuesta, no voy a presionarla en absoluto.

—Es usted demasiado amable, pero contestaré. Aaron, como sabe, era un agente de su tío, no su socio. Cuando murió, era dueño de muy poco, realmente sólo de lo que le había sido adjudicado por mis padres en el momento de nuestro enlace. Y gran parte de ese dinero había sido invertido en el negocio en el que estaba involucrado Aaron, un negocio que terminó en desastre, como sabe. Yo, por mí misma, soy dueña de una fortuna muy pequeña, y debo mucho a la generosidad de su tío.

Sentí algo cáustico en su último comentario, pero no creí que éste fuera un tema en el que yo debiera meterme más profundamente de lo que lo había hecho ya.

—¿Así que mi tío le ha ofrecido una dote a Adelman en caso de casarse con usted? —pregunté.

—No ha dicho tal cosa —explicó Miriam—, pero no puedo menos de especular que es así. Su tío vería el adquirir tamaña influencia sobre Adelman como una inversión. ¿Es cierto que su padre no le incluyó en su testamento? —preguntó de repente, en un tono de voz menos serio, como si el tema de la conversación hubiera derivado hacia la música o las comedias.

Mi primer instinto fue agitar la mano para demostrar mi falta de interés, pero sabía que tal gesto no sería más que fachada, y una fachada que no quería erigir ante esta mujer. De modo que asentí.

—No siento ningún rencor. De hecho, lo considero una gentileza, porque si me hubiera dejado una fortuna de cualquier envergadura, la culpa que sentiría ante mi negligencia para con él sería sin duda más de lo que podría soportar.

Miriam guardó silencio, no porque me juzgara severamente, sino porque no sabía qué decir, me parece. Intenté desviar la conversación hacia un tema menos incómodo.

—¿Y qué hay del señor Sarmento?

Su rostro reveló lo que yo interpreté como asombro.

—Es usted un hombre muy listo, primo, por haberse dado cuenta de las atenciones del señor Sarmento. Sí, él también me pretende.

—A veces es difícil distinguir si no pretenderá a lo mejor al señor Adelman.

Ella asintió seria.

—Sí, por eso me sorprende que usted notase su interés. El señor Sarmento le ha expresado a mi tío cierto interés, pero está mucho más preocupado por atender a asuntos de negocios que a asuntos de naturaleza doméstica. Francamente, el señor Sarmento es más inquietante y repulsivo que Adelman. Está gobernado por su propio interés, y creo que es una criatura falsa. Adelman también lo es, pero al menos está involucrado en la política cortesana, y es menester ser falso en ese ambiente, creo yo. ¿Qué disculpa tiene el señor Sarmento para espiar por ahí como un roedor? Con franqueza, imagino que desea ocupar el lugar de Aaron en el corazón del señor Lienzo, de manera que en ese sentido es su rival, primo, tanto como el del señor Adelman.

Decidí ignorar esa pulla.

—¿Tiene suficiente para lograr este casamiento?

—A su familia no le va mal. Le ofrecerían lo necesario para establecerse por su cuenta, me parece, una vez que comenzasen las negociaciones matrimoniales. Pero su familia se beneficiaría mucho más que la de usted.

—¿Y qué opinión le merece a mi tío este roedor?

—Piensa que es un hombre capaz en el almacén, que mantiene el negocio de mi padre en orden, y que, si Sarmento decidiera establecerse por su cuenta, sería difícil reemplazarle. No creo que este sentimiento sea equivalente al deseo de mirarle a la cara en la mesa del desayuno durante el resto de su vida.

—Es una labor compleja la de colocar a la viuda de un hijo en el mercado matrimonial, supongo.

—Sí que lo es —convino Miriam con sequedad.

—¿Y en quién se ha fijado usted, si me permite la pregunta?

—En usted, primo, evidentemente —respondió; las palabras surgían instantáneamente de su boca.

Sospecho que se arrepintió de su frivolidad al momento de pronunciarlas, y hubo un periodo de silencio que nos confundió profundamente, durante el cual ni hablé ni respiré. Miriam dejó escapar una risa nerviosa, sospechando quizá que se había tomado demasiada libertad.

—¿Presumo demasiado? Quizá debiéramos pasar dos o tres tardes como ésta antes de poder ser frívola con usted con impunidad. Me pondré seria, pues. No me fijo en nadie. Estoy segura de que no estoy preparada aún para convertirme en propiedad de otro hombre. Tengo pocas libertades ahora mismo, y no sé si quiero sacrificar las que tengo. Quizá deseo más libertades, y creo que las conseguiré antes aquí que en casa de otro hombre.

No dije nada por un momento, ya que sentía el rostro caliente aún por la revelación inesperada del placer que me proporcionaba su compañía. Pasó un rato antes de que pudiera finalmente abrir la boca para hablar, pero me interrumpió la llegada de mis tíos, que entraron alegremente en la habitación, se sirvieron vino, y nos contaron historias de su juventud en Amsterdam.

Diez

Llegó el ocaso y con él el final del sábbat. Después de la cena me retiré con mi tío a su despacho, donde por fin nos pusimos a conversar acerca del estado de las finanzas de mi padre en el momento de su muerte. Al igual que la oficina privada de mi tío en el almacén, esta habitación estaba también empapelada con libros mayores y mapas, pero aquí guardaba también historias, libros de viajes, e incluso algunas memorias; todo, sospechaba yo, relevante a la hora de comprender los lugares con los que comerciaba. Las paredes de la habitación que no estaban cubiertas de estanterías presentaban un confuso desorden de mapas y grabados recortados de los periódicos o arrancados de panfletos baratos. Casi todo el espacio disponible de la pared estaba cubierto; trozos de grabados y de xilografías se montaban unos sobre otros. Algunos eran retratos de hombres importantes, como el Rey, o de escenas de la vida doméstica, o del comercio, o de un barco sobre el mar. Era un despliegue mareante, pero al tío Miguel le complacía la infinita variedad de imágenes.

Estaba sentado tras el escritorio, y yo arrimé una silla para no perderme ni una sola de sus palabras. Supongo que como retomar el contacto con mi tío había sido tan difícil, y como él había retrasado la reunión en veinticuatro horas, creía que tendría cosas que decir que me resultarían tremendamente esclarecedoras.

—El problema no es que los registros que realizaba tu padre sean inadecuados —comenzó mi tío—. Sus registros son copiosos. Sencillamente organizaba la información de manera inadecuada. Sabía dónde estaba todo, pero no lo sabía nadie más. Sería una labor de meses, quizá de años, organizar sus papeles y luego compararlo todo con las acciones que tenía en su poder en el momento de su muerte.

—Así que no hay manera de saber si sus valores estaban desordenados, como dice Balfour que estaban los de su padre.

—Me temo que no. Por lo menos no directamente. Pero estaba involucrado en algo curioso poco antes de su muerte, y fue por esta razón por la que empezó a resultarme sospechoso este accidente. Tu padre tenía un verdadero don para los valores, ¿sabes? Casi una habilidad profética para predecir sus subidas y bajadas. Le gustaba hablar conmigo de bolsa, de cuánto valía este o aquel valor en el mercado actual. Creo que quizá yo era el único hombre con quien podía hablar sin temer que actuase prematuramente conforme a sus consejos, produciendo así un movimiento inesperado en el mercado. Entonces, poco antes de morir, se volvió silencioso, y cambiaba de tema cuando yo le preguntaba sobre lo que estaba trabajando. Sé que se reunió varias veces con el señor Balfour, pero Samuel nunca me habló de sus negocios juntos. Que ambos murieran con sólo un día de diferencia… creo que comprenderás por qué sospecho.

—Si he de proceder con esta investigación, debo formarme una idea más elaborada acerca de estos asuntos en los que estaba implicado. Debo confesar que mi padre nunca me contó mucho de su negocio, y que yo nunca me preocupé por aprender gran cosa de los tejemanejes de la calle de la Bolsa en general. ¿Qué son estos valores de los que habla? ¿Cómo funcionan?

Mi tío se acomodó en la silla y sonrió de manera pedante.

—El proceso es bastante sencillo. Si te encontraras con necesidad de tener más liquidez de la que tienes en tu poder, tendrías diversas posibilidades, como por ejemplo pedirle un préstamo a un orfebre o a un escribano. Los Gobiernos, particularmente cuando participan en guerras, se encuentran a menudo escasos del dinero necesario para pagar a las tropas, construir armamento y demás. En el pasado, en este país, e incluso hoy en día en países oprimidos por monarcas absolutos, un rey podía pedir que sus nobles ricos le «prestasen» dinero. Si el rey nunca se lo devolvía, los nobles no podían hacer gran cosa. Y una vez muerto el monarca, los herederos solían negarse a honrar cualquier deuda de su predecesor.

—De manera que este dinero no era prestado, sino extorsionado.

—Exacto. Y cuando los terratenientes poderosos son oprimidos por los monarcas, la circunstancia siempre es peligrosa. Cuando el rey Guillermo le arrebató el trono al canalla papista, Jacobo II, hace treinta años, inmediatamente declaró la guerra a Francia para impedir que esa nación se hiciera dueña de Europa. Para pagar esas deudas, utilizó el método holandés para aumentar las rentas públicas. En lugar de exigir a la población que pagase a la Corona dinero en metálico, le ofreció la oportunidad de convertir el metálico en inversión. Cuando el Reino desea pagar una guerra, se puede adquirir el dinero vendiendo bonos: promesas de devolver una determinada cantidad con un interés particular. Si inviertes mil libras en un bono que te promete devolverte un diez por ciento de interés, recibes cien libras al año. Después de diez años, el Gobierno ha subsanado su deuda, pero tú sigues recibiendo un dinero. Bien, ésta puede ser una mala inversión para alguien que no tiene en el mundo nada más que mil libras, pero si a un hombre le sobra el dinero, entonces los bonos se convierten en una fuente regular y segura de ingresos. Más segura que la tierra, porque las rentas de un terrateniente pueden fluctuar dependiendo de la economía del campo y de la bondad de la cosecha. La inversión en los bonos está garantizada.

—¿Pero por cuánto tiempo? —pregunté—. ¿Por cuánto tiempo continúa el Estado pagando esas cien libras al año?

Mi tío se encogió de hombros.

—Depende del bono, por supuesto. Algunos son por dieciséis años, algunos por un poco más, otros por un poco menos. Algunos valores son asignaciones anuales de por vida, con lo cual mientras el inversor siga vivo, el interés llega año tras año.

—Pero si el receptor muere antes de que le haya sido saldada la deuda… —comencé.

—Entonces sale ganando el Tesoro, sí.

—¿Es posible que a mi padre lo matasen para impedir que se saldase alguna deuda? —pregunté, aunque tal cosa me parecía poco probable. Mal gobierno sería aquel que asesinase a sus prestamistas.

Mi tío se rió débilmente.

—Es cierto que el rey Eduardo expulsó a los judíos de esta isla porque no deseaba pagar sus deudas, pero creo que las cosas han cambiado un tanto en los últimos quinientos años. Me parece poco probable que el Tesoro o sus agentes sean tan violentos en sus esfuerzos por reducir la deuda nacional.

—Adelman me habló la otra noche de reducir la deuda nacional —observé, sin intención de elevar la voz.

—Es una preocupación en boca de todos.

—Sí, pero me hace sentir curiosidad cuando está en boca de un hombre que quiere silenciarme. Su amigo el señor Adelman me pidió que suspendiese mi investigación, y eso me hace preguntarme qué es lo que tiene que ocultar.

Mi tío apenas pareció oírme.

—Adelman es una criatura compleja. No creo, sin embargo, que el asesinato se encuentre entre sus prácticas. Puede conseguir lo que quiera por otros medios.

—¿Y cómo va a conseguir a Miriam, tío?

Sonrió traviesamente, el tipo de sonrisa que me hacía lamentar haberme mantenido alejado de él durante tanto tiempo.

—Por su consentimiento, diría yo, Benjamin, aunque ella no parece muy dispuesta a dárselo. No, Adelman tiene sus propias razones, estoy seguro, para pedirte que no investigues estos asuntos, y tengo la certeza de que están relacionadas con su temor de que los hombres de negocios de los cafés puedan ser presa del pánico si oyen rumores desagradables. Verás: Adelman ocupa un lugar poco habitual dentro de la Compañía de los Mares del Sur. No es uno de sus directores, al menos no oficialmente, pero ha invertido secretamente en la Compañía una cantidad del orden de decenas de miles de libras, quizá incluso más.

—Sigo sin entender por qué mi investigación es de su incumbencia.

—Me he dejado mucho en el tintero, ya lo veo. El Estado no actúa de intermediario en estos préstamos. Ha sido responsabilidad del Banco de Inglaterra recoger el dinero y organizar el pago del interés. A cambio recibe determinadas exenciones monetarias por parte del Tesoro, además de la posesión de grandes cantidades de dinero, las cuales, aunque sólo sea temporalmente, pueden ser utilizadas por el Banco. Ahora la Compañía de los Mares del Sur ha estado intentando quedarse con parte de este negocio que lleva el Banco.

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