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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (25 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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Miriam Lienzo

Mi respuesta a esta carta fue una mezcla de sorpresa, perplejidad y alegría. Puesto que había sido gratificado por Sir Owen por mis progresos en el asunto de Kate Cole, no hubiera podido perdonarme a mí mismo de haber dejado sufrir a Miriam bajo las amenazas de sus acreedores. No tenía ninguna duda de que mi tío no la dejaría visitar el interior de la cárcel de morosos por una suma tan nimia, pero creía que ella tenía sus razones para desear que él se mantuviera en la ignorancia con respecto a sus problemas.

Reuní la suma necesaria inmediatamente, haciendo uso de mi secreta reserva de plata y mandé al mozo de la señora Garrison con las monedas y la siguiente nota.

Señora
:

Recordaré durante largo tiempo éste como un gran día, por haberme dado usted la oportunidad de hacerle un pequeño servicio. Le ruego que considere esta suma insignificante como un regalo, y no vuelva a preocuparse por ello. Lo único que le pido es que, si volviera usted a encontrarse ante cualquier necesidad, piense en recurrir en primer lugar a

Ben. Weaver

Pasé gran parte de la siguiente hora preguntándome en qué tipo de deudas podía haber incurrido Miriam y cómo podía mostrarme su gratitud. Desgraciadamente, pronto tuve que ocuparme de otros asuntos. Éste era el día de mi cita con Sir Owen en su club, así que, tras concluir una serie de recados rutinarios por la metrópoli, regresé a mis aposentos en casa de la señora Garrison para lavarme la cara y ponerme mi mejor traje. Incluso me planteé brevemente ponerme peluca, para intentar parecer uno de aquellos hombres, pero enseguida me hizo reír mi propia necedad. Yo no era un caballero elegante, y fingir serlo sólo me ganaría su desprecio. Y fue con cierto grado de orgullo que me recordé a mí mismo que yo no necesitaba una peluca, como la mayoría de los hombres ingleses, puesto que yo, preocupado por la limpieza, me lavaba el pelo varias veces al mes, con lo que evitaba la plaga de piojos. Lo que sí llevé fue una espada, sin embargo, aunque la mayoría de los hombres consideran que una espada elegante es una característica de los gentiles. De hecho, no hacía tantas generaciones que las leyes del Reino le prohibían a un hombre como yo portar armas, pero a pesar de las duras miradas que mi arma atraía a veces, nunca se me ocurría dejarla en casa. Su protección había demostrado ser más que valiosa, y ningún extraño se atrevía a expresar su desagrado con palabras pronunciadas más allá del susurro.

Eran casi las nueve, la hora en que había acordado reunirme con Sir Owen en su club, y tras mis aventuras de la noche anterior podía sentir la torpeza sorda del agotamiento en cada uno de mis músculos. La invitación de Sir Owen me parecía una oportunidad espléndida, y no tenía ninguna intención de insultarle no reconociéndola como tal, pero al acercarme al club, que se encontraba en una preciosa casa blanca de la época de la reina Ana, me pregunté por las razones precisas que le habían llevado a invitarme. No podía más que pensar que en un club que tenía a Sir Owen como socio no habría escasez de caballeros dispuestos a elevar las cejas frente a un invitado judío. ¿Quería Sir Owen hacerme un favor, o tendría algún otro motivo? Me pregunté si no tendría quizá algún enemigo dentro del club, gente a la que deseaba intimidar mostrándoles su vínculo conmigo. ¿Sería posible que creyese que habría cierto prestigio en anunciar que tenía entre sus conocidos a un tipo de mi calaña? ¿O era sólo que un caballero tan desbordante de vida y entusiasmo como Sir Owen sentía simplemente que yo le había hecho un favor y quería hacerme uno él a mí también —aunque el favor a devolver fuese de mal gusto—? Basándome en lo que sabía de él, esta explicación no era improbable, así que decidí creer en su buena fe, y llamé a la puerta.

Después de un momento me recibió un lacayo muy joven, quizá no mayor de dieciséis años, que ya había aprendido a darse los mismos aires que sus amos. Me escudriñó, notando sin duda mi piel oscura y mi cabello natural, y arrugó el rostro en un gesto de frívolo desagrado.

—¿Es posible que tenga usted algo que hacer aquí?

—Es posible, sí —le contesté con una mueca apretada. Cinco años atrás, quizá, me hubiera planteado si propinarle o no una dolorosa lección de urbanidad, pero la edad había templado mis pasiones—. Mi nombre es Weaver —le dije con hastío—. Vengo invitado por Sir Owen Nettleton.

—Ah, sí —dijo arrastrando la voz, sin que su rostro abandonase aún la convicción de superioridad—. El invitado de Sir Owen. Nos lo habían advertido.

Me pareció que el «nosotros» era un toque un poco audaz por su parte, Estaba seguro de que si se lo mencionaba a Sir Owen el chico recibiría una buena tunda por creerse uno más entre sus superiores, pero dar noticia de la insolencia de aquel joven pájaro era una tarea que debía dejarle a otro. Así que seguí al criado hasta un recibidor exquisito con un artesonado de madera oscura de una calidad que yo nunca había visto. En el suelo había una alfombra de origen indio, y no debía de ser barata, a juzgar por lo intrincado del dibujo. Como no sé mucho de arte, no soy capaz de ofrecer una opinión acerca de los cuadros de las paredes, pero eran unas escenas pastoriles ejecutadas con habilidad: italianas, supuse, basándome en los trajes de las figuras. Estaba claro que Sir Owen se movía en un ambiente sofisticado.

Seguí al chico por un salón igualmente exquisito, donde había tres hombres sentados bebiendo vino. Su íntima conversación se quebró a mi paso, ya que aprovecharon la oportunidad para mirarme fijamente. Les sonreí e incliné la cabeza tres veces al avanzar hacia el salón principal. Era una estancia grande con unas cuatro o cinco mesas, varios sofás, y muchas sillas. Aquí unos veinte hombres estaban inmersos en una serie de actividades: jugando a los naipes, conversando amistosamente, y leyendo los periódicos en alto. Un hombre estaba de pie en una esquina, orinando en una vasija de porcelana. Los muebles eran todos de la mejor calidad, y las paredes, cubiertas con paneles de madera, estaban decoradas con el mismo tipo de lienzos italianos que había visto fuera. En una de las paredes había una enorme chimenea donde, sin embargo, ardía un fuego muy pequeño.

Sir Owen nos vio a nosotros primero. El barón se levantó de una de las mesas de naipes, donde su rostro había estado oculto mientras contemplaba su baza. Al vernos se disculpó brevemente con sus compañeros de partida y se acercó a saludarme.

—Weaver, qué bien que haya decidido venir —el rostro afable de Sir Owen estaba iluminado por el buen humor del oporto—. Muy bien, sí señor. ¡Un vaso de oporto para el señor Weaver! —le gritó Sir Owen a un lacayo con levita al otro lado de la habitación. El paje que me había traído a mí ya se había desvanecido.

Noté que el murmullo de la conversación descendió de volumen hasta ser apenas un susurro; todas las miradas se concentraban en mí, pero Sir Owen o bien no percibía la sospecha con la que se me observaba o bien le daba lo mismo. Así que me pasó el brazo por el hombro y me llevó hacia un grupo de hombres sentados en sillones dispuestos en círculo.

—Oigan, caballeros —dijo Sir Owen, casi a voz en grito—, quiero que conozcan a Benjamin Weaver, el León de Judea. Me ha ayudado a salir de un aprieto, ¿saben?

Los tres hombres se pusieron en pie.

—Imagino —dijo uno de ellos con sequedad— que se refiere a este momento preciso, porque la llegada del señor Weaver le ha ayudado a salir del aprieto de ir perdiendo.

—Exacto, exacto —asintió Sir Owen jovialmente—. Weaver, estos caballeros son Lord Thornbridge, Sir Robert Leicester y el señor Charles Home.

Los tres me saludaron con rígida cortesía mientras Sir Owen seguía hablando.

—Aquí donde le ven, Weaver es un hombre tan valiente y tan fuerte como cualquiera que hayan podido conocer. Este tipo es un orgullo para su gente, ayudando a los demás en lugar de engañarles con acciones y participaciones.

Desde luego que no era la primera vez que oía sentimientos como los de Sir Owen. Los que no sabían que yo era el hijo de un agente de bolsa con frecuencia se tomaban la libertad de felicitarme por no tener nada que ver con el mundo de las finanzas y las costumbres judías, que a menudo creían ser la misma cosa. Me preguntaba si Lord Thornbridge conocía mis vínculos familiares, porque me pareció que le divertía y se tomaba con ironía la verborrea de Sir Owen. Tendría unos veinticinco años —un hombre de aspecto llamativo, extraordinariamente apuesto y sin embargo feo al mismo tiempo—. Tenía los pómulos muy marcados, la barbilla masculina y unos ojos sorprendentemente azules, pero en la boca los dientes estaban negros de podridos y tenía un llamativo forúnculo rojo y bulboso en la nariz.

—¿Se considera usted un orgullo para su gente? —me preguntó Lord Thornbridge, al tiempo que tomaba asiento. Los demás seguimos su ejemplo.

—Creo, señor —contesté, eligiendo con cuidado extremo mis palabras—, que cualquier hombre de una nación extranjera debe servir de embajador entre sus anfitriones.

—Bravo —respondió, con una risa que me pareció que nacía tanto del tedio como de la apreciación. Se volvió hacia su amigo—: Me encantaría que sus hermanos los escoceses se sintieran igual, Home.

Home sonrió satisfecho de la oportunidad de contribuir a la conversación. Era aproximadamente de la misma edad que Lord Thornbridge, y me pareció que los dos eran compañeros, si no amigos. Iba vestido más a la moda que el aristócrata, y su apostura no se veía ensombrecida por ningún defecto. La confianza que Thornbridge basaba en su nobleza, Home la basaba en su aspecto. Y los dos, concluí rápidamente, basaban su confianza en el dinero.

—Creo que no entiende usted a los escoceses, milord —dijo Home, arrastrando las palabras—. El señor Weaver quizá siente que sus hermanos judíos deben tener cuidado en no molestar a sus anfitriones, porque saben que sus anfitriones siempre están dispuestos a molestarse. Nosotros los escoceses, sin embargo, sentimos la obligación más fraternal de instruir a los ingleses en materia de filosofía, religión, medicina y buenas costumbres en general.

Lord Thornbridge se mostró divertido ante la conversación de Home.

—Del mismo modo que nosotros los ingleses enseñamos a los escoceses a…

Home le interrumpió.

—¿A aprender de los profesores de danza franceses, señor? En serio, usted sabe perfectamente que la cultura de la que pueda hacer gala Inglaterra viene del norte o del otro lado del canal.

Con los labios apretados en un gesto petulante, Lord Thornbridge musitó algo sobre los bárbaros y los rebeldes escoceses, pero estaba claro quién era el más ingenioso de los dos. Thornbridge abrió la boca para volver a hablar, sin duda decidido a recuperar su honor, pero le interrumpió Sir Robert, un hombre mucho mayor, de cincuenta años o más, sentado con la pétrea superioridad de alguien que nunca ha necesitado nada.

—¿Qué opina usted entonces, Weaver, de los Shylocks de su…

—Vamos, Bobby —se entrometió Sir Owen—, no echemos el toro a nuestro amigo. Es mi invitado, después de todo.

Su tono revelaba más jolgorio que censura, y no pude creer que sus palabras estuvieran calculadas para tener efecto alguno sobre sus amigos.

—No veo que le estemos echando el toro —respondió Sir Robert. Se dirigió a mí—: Sin duda convendrá conmigo en que muchos de los suyos son unos pillos que buscan engañar a los cristianos para hacerse con sus posesiones.

—¿Y con sus hijas? —pregunté. Esperaba aligerar el ambiente con un poco de humor.

—Bueno —intervino Lord Thornbridge—, no es ningún secreto que los circuncidados de entre nosotros tienen un apetito voraz.

Se rió con ganas.

Desde luego que me sentía incómodo, pero hacía mucho tiempo que sabía lo que este tipo de hombres pensaba de mi raza.

—No puedo hablar en nombre de todos los judíos, igual que ninguno de ustedes puede hablar en nombre de todos los cristianos. Pero entre nosotros hay gente honesta y deshonesta, como entre ustedes.

—Su afirmación es diplomática pero falsa —dijo Sir Robert—. Cualquiera que haya perdido dinero en la Bolsa sabe que puede seguir la pista de sus pérdidas hasta las manos de un judío, o de alguien que trabaja para un judío, de eso no hay duda.

El sofisma de este razonamiento me llenaba de justa ira. No sabía cómo refutar tamaña tontería. Así que me sorprendió oír a Home respondiendo por mí.

—¿Qué bobada es ésa, Sir Robert? Decir que cualquier transacción puede rastrearse hasta un judío es lo mismo que decir que, como usted va habitualmente a la ópera, es posible seguirle la pista hasta un italiano de vida alegre, y que por lo tanto es usted un sodomita.

—Juega usted muy bien con las palabras para ser escocés —dijo Sir Robert, visiblemente enfadado por el análisis de Home—. Pero a menudo me han dado que pensar ustedes los escoceses, que se niegan a comer cerdo y no sueltan una perra. He oído decir que son ustedes una de las tribus perdidas de Israel.

—No vayamos a darle al señor Weaver una idea equivocada de las relaciones de amistad entre caballeros cristianos —propuso Lord Thornbridge con cautela, en un esfuerzo por calmar los ánimos.

Sir Robert se tapó la boca para toser y se dirigió a mí.

—No es mi intención insultar a su gente. Supongo que existen razones, razones históricas, que explican por qué son ustedes como son. Los Papas nunca permitieron a los miembros de la Iglesia Romana practicar la usura —les explicó a los demás, creyendo quizá que yo conocía todos los aspectos de la fe cristiana relacionados con los judíos—. Y por tanto los judíos se hicieron con el negocio encantados. Ahora, Weaver, su raza parece manchada por ese negocio. Y aquí está su gente, dedicándose a las finanzas en este país. Uno se pregunta si no están intentando ustedes arrebatarnos la nación misma. ¿Debemos decirle adiós a Gran Bretaña y darle la bienvenida a Nueva Judea? ¿Convertirán la catedral de Saint Paul en una sinagoga? ¿Veremos circuncisiones públicas en las calles?

—¡Por Dios, Bobby! —exclamó Sir Owen—. Me sonrojan sus intolerantes palabras.

—Espero de todo corazón que el señor Weaver no se sienta insultado —dijo Sir Robert—, pero tenemos tan pocas oportunidades de comunicarnos con los judíos como caballeros. Me parece que tenemos mucho que aprender los unos de los otros en estas circunstancias. Si el señor Weaver puede librarme de mis prejuicios, no sólo estaré dispuesto a escucharle, sino agradecido de que me levante la venda de los ojos.

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