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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (24 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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No deseo producir en el lector la impresión de que no tenía más ocupación que las descritas en estas páginas, ni más amistades que las mencionadas aquí. A pesar de todo, yo sabía que mi naturaleza era obstinada, y pensé que sería mejor liberarme de toda obligación antes de meterme de lleno en esta investigación. En los días que siguieron a mi visita a casa de mi tío, concluí un asunto que me traía entre manos con uno de mis patronos habituales —un sastre que servía a las mejores familias de la ciudad y que a menudo se encontraba con que sus facturas no eran satisfechas por los caballeros cuya suerte había cambiado de signo—. Muchos de estos caballeros se aprovechan de las liberales leyes de este país para aparecer en público los domingos, cuando está estipulado que los alguaciles no pueden arrestarlos por cuestión de deudas. Por tanto, sus acreedores sufren mientras los morosos se pasean por ahí bajo título de «Caballeros de Domingo». Yo, sin embargo, al servicio de mis patrones, había decidido interpretar la ley de manera más flexible que los alguaciles. Tenía un viejo acuerdo con la Alegre Moll que me permitía arrancar a los morosos de las calles los domingos y depositarlos en su dispensario de ginebra hasta que amanecía el tan esperado lunes. Raro era el hombre que no aceptaba el licor de Moll una vez encerrado en su mazmorra, y con el moroso en cuestión desorientado e incapaz de producir una historia coherente sobre su arresto ilegal, yo me ponía en contacto con un verdadero alguacil —desconocedor de la trama— que procedía a arrestarlo. Se trataba de una operación sencilla, por la que yo recibía la cantidad equivalente al cinco por ciento de la deuda, y Moll recibía una compensación de una libra.

Después de apresar a un sujeto escurridizo que le debía a mi amigo el sastre más de cuatrocientas libras, interrogué a varios de mis conocidos para ver si sabían algo de Balfour el viejo o de su muerte, pero eso resultó ser empresa vana. Tuve más éxito en la visita a una joven actriz —cuyo nombre no sería delicado mencionar— con quien mantenía cierta relación. Era una chica hermosa de cabello rubio y brillante, ojos azulados y sonrisa pícara que siempre me hacía creer que me la iba a jugar en cualquier momento. A menudo me complacía su charla insustancial, porque el mundo de las bambalinas quedaba muy lejos de mis actividades ordinarias, pero en esta ocasión no pude beneficiarme de este refugio, ya que la oí contarme que se había enterado de que representaría a Aspasia en La tragedia de la doncella, sólo porque el papel había sido abandonado por una mujer que había escapado del teatro para convertirse en la puta de Jonathan Wild. Pero pronto olvidé el nombre de ese enemigo mientras pasaba varias horas deliciosas en compañía de esta mujer. Era una lástima que siempre le ofreciesen papeles trágicos, porque tenía un ingenio que yo encontraba irresistible. Una velada con esta criatura encantadora transcurría entre tantas risas como intrigas amorosas. Pero estoy divagando: estas aventuras no tienen relevancia para esta historia.

Lo que sí creo que es relevante, sin embargo, es que al despedirme de ella, ya de noche cerrada, me topé con una desventura que tuve que asumir que estaría relacionada con mi investigación. Mi actriz vivía no lejos de mis aposentos, al otro lado del Strand, en una pequeña plaza que salía de Cecil Street, una zona que a mí me parecía estar demasiado aislada y demasiado cerca del río para la comodidad de una dama. Tenía por costumbre mandarme a mi casa muy tarde, después de que su casera se hubiera ido a dormir y antes de que se levantase de nuevo, y yo no tenía gran objeción a esa práctica, pues prefería la comodidad de mis propias habitaciones. Esa noche, tras pagar mis tributos en el templo de Venus, me dispuse a regresar a casa de la señora Garrison. La noche estaba muy oscura cuando subía por Cecil Street, y no había ni un alma despierta, según pude percibir. Se oía el agua del río, y olía a humedad y a pescado. Había empezado a chispear, y el aire estaba cargado de una bruma fresca. Me levanté el cuello del abrigo y me adentré en la oscuridad del mal iluminado camino a casa. Cuando era niño, las calles de Londres estaban razonablemente iluminadas con lámparas, pero en los años que preceden a esta historia esas lámparas habían dejado de usarse. Estas calles tenebrosas se habían perdido para la gente honrada, y habían sido conquistadas por los miserables habitantes de los callejones, las alcantarillas y los dispensarios de ginebra.

Si mi lector vive en Londres, comprenderá que ningún hombre, independientemente de lo fuerte que sea y de lo bien armado que vaya, puede recorrer las calles oscuras de la ciudad sin turbación. Las cosas siempre habían sido así, supongo, pero estaban mucho peor ahora que los bellacos de Jonathan Wild habían empezado a apropiarse de las libertades ciudadanas. Si hubiera vivido más lejos de mi amante, me hubiera procurado un coche de alquiler, pero no hubiera podido hacerlo hasta no llegar al Strand, y desde allí ya creía que podría recorrer el camino solo y sin peligro. De manera que caminaba con cautela, intentando mantener la cabeza fría, aunque me distraían los recuerdos de una velada agradable, además de la confusión producida por dos o tres botellas de buena cosecha.

Había caminado sólo unos pocos minutos cuando oí pasos tras de mí. Quien me estuviera siguiendo lo hacía con habilidad, porque imitaba mi ritmo con precisión, logrando que sus pisadas fueran casi imposibles de distinguir de las mías. Imaginé que sería un atracador que venía del río y había encontrado con alegría una presa fácil por estas calles. Mantuve el paso regular, para que no se diese cuenta de que le había oído, pero aferré la empuñadura de mi espada, resuelto a estar preparado para él con mi hierro. Pensé en sacar la pistola, pero no deseaba llenar de plomo a otro faltrero, y tenía la esperanza de que podría defenderme sin necesidad de matar a mi asaltante. Ciertamente no era demasiado optimista creer que la visión de un hombre valiente empuñando un arma sería suficiente para ponerle fin al asunto. La ciudad, según este faltrero debía de saber, estaba indudablemente repleta de presas más fáciles.

Seguí caminando, y él aún me seguía los pasos. La bruma empezó a convertirse en lluvia, y se levantó un fuerte viento del río. Noté que temblaba ligeramente al caminar, y me oía el corazón como si lo tuviera detrás de los oídos, de igual manera que oía las pisadas rítmicas de mi perseguidor. No podía adivinar cuándo atacaría, pero me pareció raro que esperase tanto tiempo. Estábamos solos, y ningún atracador podía soñar con circunstancias más favorables. Lo cierto es que no ganaba nada esperando, pero siguió caminando tras de mí. Pensé que podía darme la vuelta y retarle a forzar el asunto y terminar con el conflicto, pero me convencí a mí mismo de que podría llegar al Strand, y ponerme a salvo, sin arriesgarme a una pelea. Me hubiera encantado enfrentarme a un bellaco de esta calaña en un combate entre iguales, pero no conocía su armamento. Podía tener varias pistolas apuntándome, y si le asustaba, sólo lograría mi propia destrucción. Quizá, pensé, era nuevo en el oficio y no comprendía cuán ideales eran estas condiciones. Si tal era el caso, podía seguir caminando hasta encontrar compañía, y el asunto habría terminado sin enfrentamientos ni violencia.

Por fin vi un carruaje que se aproximaba, avanzando a toda prisa hacia a mí. No podía imaginar adónde iba a semejante velocidad, porque la calle no llevaba a ninguna parte a la que uno pudiera necesitar llegar con rapidez. A pesar de su ritmo alocado, estaba seguro de que si le hacía una señal al cochero, se detendría y me permitiría montar aunque fuera hasta un lugar mejor iluminado en los alrededores, donde poder conseguir mi propio transporte. Temía que no me viera en la oscuridad, de manera que me coloqué en la carretera, y saqué la espada, con la esperanza de que la poca luz que había se reflejase en el filo y así emitiera una señal de peligro.

Agité los brazos al acercarse el carruaje, pero no aminoró la marcha. De hecho, me fui dando cuenta conforme se acercaba de que los caballos no iban a pasar de largo, sino por encima de mí, de manera que di unos cuantos pasos atrás, y seguí agitando los brazos. Al cambiar de sitio, los caballos variaron también de dirección, y no me quedó más remedio que llegar a la conclusión de que aquel loco quería arrollarme. Espero que mi lector no me crea un cobarde, pero en un instante me embargó el terror, porque creía con toda el alma que eran el mismo carruaje y el mismo cochero que habían atropellado a mi padre. Ese terror nacía no sólo del miedo que sentía ahora por mi propia vida, aunque indudablemente ésa no era una sensación menor, sino por el reconocimiento de la enormidad de aquello a lo que me enfrentaba. Yo pretendía saber lo que le había ocurrido a mi padre, y ahora su destino podía perfectamente ser el mío. Había una serie de fuerzas actuando que yo no alcanzaba a comprender, y como no podía comprenderlas, sentí que no podía defenderme.

Caminé hacia atrás un poco más, para alejarme de la carretera, donde el cochero asesino no se atrevería a llevar a sus caballos más que arriesgando su propia vida. Pero descubrí una dificultad que no me había detenido a considerar: que el carruaje y el ladrón estaban compinchados, ya que el ladrón había logrado deslizarse hasta mi lado y, aprovechándose de la sorpresa, me agarró con fuerza por los hombros, girando mi cuerpo bruscamente antes de tirarme al suelo. Al caer, el carruaje pasó por mi lado a una velocidad temible, los caballos relinchando con un siniestro placer, o así sonaban. Mi atracador no perdió tiempo en levantarse y empuñar su propia espada contra mi persona, confundida y postrada.

—Pensaba decir «la bolsa o la vida» —me dijo con una sonrisa malvada reflejada incluso a la escasa luz—, pero en su caso, con la bolsa será suficiente.

No podía distinguir sus facciones claramente en la oscuridad, pero era una criatura fornida, de aspecto rudo que, por su grosor, podía haberse defendido con dignidad en una pelea honesta. Ahora que llevaba ventaja, me concentré en encontrar fórmulas para librarme de estar a su merced.

—Llevo poco dinero encima —le confesé honestamente, esperando prolongar el conflicto para revertir su obvia ventaja—. Si me deja regresar a mis habitaciones, le pagaré por sus molestias.

Incluso en la oscuridad pude verle reír.

—Está bien —me dijo con un cerrado acento del campo—. Pero mi negocio es algo más serio que el robo. Esperaba conseguir un poquito más.

Intentó clavarme la espada en el corazón, cosa que sin duda habría logrado de no haber levantado yo una pierna y, con la pesada bota, darle duro en sus partes masculinas. Es doloroso recibir un golpe de esa clase; lo sé por experiencia, pero un hombre que pelea en el cuadrilátero ha de aprender a no hacer caso de un dolor que, aunque distrae mucho, rara vez pasa a mayores. Este canalla no había aprendido nunca esa lección. Dejó escapar un aullido, se echó hacia atrás dando tropiezos y dejó caer el arma para poder sujetarse desesperadamente la carne dolorida.

Recogí rápidamente tanto su arma como la mía, pero no tenía prisa en atravesarle. Anduve deprisa hasta él mientras permanecía agachado, agarrándose la entrepierna. Pude ver que no estaba vestido tan pobremente como el faltrero habitual, pero no pude ver los detalles específicos de su vestimenta, ni los de su cara.

—Dime quién te envía —jadeé, con la respiración muy alterada por la aventura. Di otro paso al frente.

Oí el chacoloteo de las herraduras y el chirrido de las ruedas, y supe que volvía el carruaje. Me quedaba poco tiempo.

Él gemía. Se agarraba la zona dolorida. No decía nada. Pensé que debía captar su atención, y hacerlo rápido, así que le di otra patada, esta vez en la cara. Salió despedido de espaldas hacia la carretera y dio duro en el suelo con el trasero. Oí un gemido y luego una raspadura en la garganta al intentar coger aire.

—¿Quién te envía? —pregunté de nuevo. Esperaba que mi voz le trasladase la urgencia de la pregunta.

Pensé que si mi golpe a su parte más tierna había dejado al ladrón tan impedido, con el segundo le habría dominado por completo, pero no resultó ser ése el caso.

—Bésame el culo, judío —me dijo, y después, cogiendo aire audiblemente para reunir fuerzas, corrió tras el carruaje. Corría despacio y torpemente, pero corría de todas maneras, y se mantuvo justo fuera de mi alcance cuando saltó, o quizá deba decir que se lanzó a la parte trasera del coche cuando éste giraba hacia el Strand. Di un paso atrás para que el carruaje no me amenazase, aunque no creía que fuera a hacerlo de nuevo. Se fue a toda prisa, dejándome a mí en pie e ileso, aunque confuso y fatigado.

En momentos como ése, uno desea alguna clase de resolución dramática, como si la vida fuera una mera comedia. No sabría decir qué me resultaba más desconcertante, si el ataque que había recibido sobre mi persona o el hecho de que, una vez concluido el ataque, simplemente siguiera caminando hacia el Strand. Y en el silencio de la noche casi podía creer que el asalto no había sido más que una fantasía de mi mente.

Pero no lo había sido. Ni había sido simplemente un intento de atracar a un hombre lo suficientemente tonto como para andar solo por la calle de noche. El carruaje me estaba diciendo que éstos no eran unos pobres ni unos desesperados, puesto que ¿dónde encontrarían meros ladrones una pieza de equipamiento tan cara? Lo que más me asustaba era que estos hombres me conocieran, que supieran que yo era judío. Habían ido a por mí, y haberles dejado escapar me llenaba de una furia que me hacía retorcerme, una furia que juré desplegar ante mis asaltantes, quienes yo creía firmemente que eran los asesinos de mi padre.

Doce

Con la claridad que llega con la luz de la mañana advertí con precisión la gravedad de mi situación. Si lo que mis atacantes deseaban era asesinarme, sin duda habían fallado estrepitosamente, y si su deseo era asustarme para que desistiera, decidí que debían fracasar de igual manera en ese aspecto. Entendí el asalto como prueba irrefutable de que mi padre había sido asesinado, y que hombres violentos y poderosos querían mantener la verdad de su muerte en secreto. Como hombre muy habituado al peligro, determiné tan sólo ejercer mayor cautela, y seguir mi camino.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de un mensajero, que me trajo una carta cuya caligrafía femenina no reconocí. La rasgué y me quedé atónito al leer el siguiente recado:

Señor Weaver
:

Confío en que no le será difícil imaginar el apuro extraordinario que siento al molestarle, especialmente porque hace muy poco que nos conocemos. A pesar de ello, me dirijo a usted porque aunque nuestro encuentro ha sido breve, pude ver que es usted un hombre de honor y de buenos sentimientos, y tan generoso como discreto. Conversamos brevemente acerca de las limitaciones que me impone vivir en casa de su tío, pero esperaba librarle a usted de la incomodidad y a mí de la vergüenza de tener que decirle que estas limitaciones son urgentes, además de reales. Me encuentro escasa de liquidez, y amenazada por viles acreedores. No me atrevo a arriesgarme a desagradar al señor Lienzo pidiéndole ayuda, y, sin tener otro lugar al que recurrir, me veo obligada a revelarme ante usted con la esperanza de que tenga tanto la capacidad como la voluntad de adelantarme una pequeña cantidad que le devolveré en plata a la mayor brevedad, y que le pagaré en gratitud inmediata y eterna. Quizá un hombre de su condición no eche de menos la suma de veinticinco libras, que me aliviarían a mí de un bochorno y un malestar que ni me atrevo a imaginar. Espero que brinde usted a esta nota toda la consideración que merece, y que se apiade de una desesperada
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