Le di las gracias a Adelman educadamente cuando el carruaje se detuvo ante la casa de la señora Garrison.
—Reflexionaré muy seriamente sobre todo esto, señor.
—No debería reflexionar tanto —me dijo—. Me alegro de haberle conocido, señor Weaver.
Me quedé plantado mirando cómo se alejaba la carroza, considerando mentalmente su oferta. Quizá fuera magnífico que yo fuera la clase de hombre que pudiese olvidar fácilmente lo que Adelman proponía, pero el pensar en la posibilidad de servir a hombres como aquéllos tenía un encanto muy poderoso. Todo lo que me pedía a cambio de sus favores era que no me inmiscuyera en sus negocios, y ¿qué objeción podía poner yo a abandonar la investigación de la muerte de un padre por quien no podía recordar haber sentido ningún afecto?
Me volví hacia casa de la señora Garrison y entré en el calor de su recibidor, pero, de alguna manera, antes de llegar al final de la escalera, ya había rechazado para siempre la oferta del señor Adelman. No podía decir que fuese porque no me entusiasmaba la idea de lidiar perpetuamente con hombres como Adelman, hombres que creían que su riqueza les proporcionaba no sólo influencia y poder, sino también una especie de innata superioridad frente a los hombres como yo. No podía decir que no fuese porque había algo muy atractivo en la inesperada comodidad que había sentido en presencia de mi tío y de mi tía, o el rechazo que me provocaba el pensar en romper relaciones con una casa en la que vivía la deliciosa viuda de mi primo. Quizá fuera una combinación de estos factores, pero comprendí antes incluso de encender ninguna vela que mi deber estaba claro.
Podía ser que me resultase incómodo tener que comunicarle mi decisión a Adelman, pero entonces se me ocurrió que me sorprendería que mis investigaciones me volvieran a poner en contacto con un hombre tan ocupado. En aquel momento no podía ni imaginar lo intrincadamente relacionados que sus asuntos iban a estar con los míos.
Los sentimientos con los que me reuní con mi tío a la mañana siguiente para ir a la sinagoga de Bevis Marks eran ambivalentes. Quizá deba explicar que no todos los judíos son tan escrupulosos en la observación del sábbat como mi tío. Algunos son mucho más ortodoxos, claro está, pero a un número aún mayor les importa poco que sea este día de la semana o aquél. Incluso la barba corta de mi tío les parecía a muchos judíos ser una mala moda, porque era una especie de cosa sabida que cualquier judío con barba era o un rabino o un inmigrante reciente.
A muchos de los judíos de origen ibérico les habían robado hacía mucho tiempo el conocimiento de sus ritos, forzados, como lo habían sido, durante la época de la Inquisición, a convertirse a la fe católica. Los llamados cristianos nuevos a veces eran sinceros en sus conversiones, aunque otros seguían practicando su religión en secreto, pero después de una o dos generaciones a menudo se olvidaban de por qué observaban estos ritos ahora tan oscuros. Cuando estos judíos secretos escaparon de la península hacia las provincias holandesas, como habían empezado a hacer en el siglo XVI, muchos buscaban volver a adquirir conocimientos judíos. El abuelo de mi padre fue uno de ellos, y se educó a sí mismo en las tradiciones judías —incluso estudió con el gran rabino Manasseh ben Israel— y educó a sus hijos para que las honrasen.
A mí también me habían educado en esas tradiciones, pero hacía tiempo que me parecía más fácil desatenderlas que honrarlas. Por esa razón no estaba seguro de qué esperar de mi regreso a la sinagoga. Quizá me había empeñado en no esperar nada, pero me encontré bastante confortado por el servicio matutino. Como cuando era niño, el rabino que oficiaba era David Nieto, mucho más viejo de como yo lo recordaba y con aspecto flaco y frágil, pero aún era un hombre venerable, de respetable presencia con su enorme peluca negra y su hilo de barba que le cubría apenas la punta del mentón.
En el culto judío, los hombres y las mujeres se sientan en lugares separados para resguardar a los hombres del abstractivo encanto de la carne femenina. A mí esta costumbre siempre me pareció sabia, porque nunca había visto a Elias volver de misa en la iglesia sin cuentos de las mujeres elegantes y de sus vestidos. En la sinagoga de Bevis Marks, los hombres se sientan en el piso inferior en una serie de bancos que están colocados en perpendicular con respecto al púlpito del rabino. Las mujeres se sientan arriba, donde se supone que han de estar resguardadas de las miradas de los hombres por una celosía de madera. Pero la celosía está construida de tal manera que, aunque no sea perfectamente, se ven destellos de feminidad a través de los huecos.
La sinagoga estaba repleta aquella mañana, más llena de lo que recordaba haberla visto nunca de niño. Había unos trescientos hombres en el piso inferior y casi cien mujeres en la sección superior. Además de los fieles, había un par de mozos ingleses que venían a ver rezar a los judíos. Estas visitas no eran nada extraordinario; de pequeño recuerdo haber visto con frecuencia a los buscadores de curiosidades, y generalmente se comportaban razonablemente bien, aunque no era raro que estos hombres se empezaran a poner nerviosos cuando se enfrentaban a varias horas de liturgia en hebreo. La verdad es que los visitantes no solían esconder su perplejidad frente a un servicio que se desarrollaba casi exclusivamente en una lengua extranjera y en el que los hombres están sumidos en contemplaciones privadas tanto como en el culto colectivo. Por mi parte, me di cuenta de que el hebreo me causaba pocas dificultades, ya que había leído estas oraciones tantísimas veces de niño que estaban todavía firmemente grabadas en mi memoria, y pronunciarlas me proporcionó una felicidad que no hubiera sido capaz de anticipar. Sentí una especie de cómodo placer al llevar puesto el manto de rezar, prestado por mi tío, y le vi dirigirme numerosas miradas de aprobación durante toda la larga ceremonia. Sólo podía esperar que no se estuviera fijando tanto en las frecuentes miradas que yo dirigía hacia arriba, hacia la sección de las damas, donde podía discernir, aunque a duras penas, el bello rostro de Miriam a través de la celosía. Lo cierto es que había algo particularmente atractivo en vislumbrar esta perspectiva diseccionada de su rostro: ahora el ojo, ahora la boca, ahora la mano. La vista del ojo era especialmente gratificante, porque no podía menos de sentirme satisfecho al ver que se dirigía a mí tan a menudo como al libro de rezos.
Después de terminar el oficio, Miriam y mi tía regresaron a casa directamente, mientras yo me quedaba en el patio de la sinagoga con mi tío. Se puso a charlar con los hombres de la comunidad, mientras yo le observaba, fingiendo interesarme por discusiones acerca de quién se había mudado y quién se había ido del vecindario. Estando allí de pie oí que alguien me llamaba por mi nombre y me volví para ver a un hombre elegantemente vestido cuyo rostro, desfigurado por demasiadas peleas y heridas de arma blanca, reconocí al instante. Era Abraham Mendes, el hombre de Jonathan Wild.
Pocas veces he estado tan sorprendido de ver a alguien, y me limité a mirarle atónito.
A Mendes le hizo bastante gracia mi confusión. Se rió como un niño travieso.
—Es un placer volver a verle, señor Weaver —me dijo con una reverencia exagerada.
—¿Qué hace aquí, Mendes? —balbuceé—. ¿Cómo se atreve a seguirme hasta aquí?
Se rió. Sin desprecio, por pura hilaridad. La verdad es que había algo extrañamente encantador en su fea cara.
—¿Yo seguirle a usted, señor? Debe usted tener la idea de que su trabajo es de lo más interesante para sospechar tal cosa. Yo vengo sólo a la ceremonia del sábbat, y al ver a un viejo conocido, me pareció que lo cortés era saludarle.
—¿Debo creer que ha venido sólo a escuchar el servicio? —le pregunté—. Me resulta imposible.
—Yo podría decir lo mismo de usted —sonrió—. Pero pregunte por ahí si no me cree. He vuelto a instalarme en Dukes Place, donde resido desde hace varios años. Y aunque no vengo todos los sábbat, vengo con bastante frecuencia. Es su presencia la que resulta una anomalía —se inclinó hacia delante y con un susurro teatral me preguntó—: ¿No me estará usted siguiendo?
No pude evitar reírme.
—Estoy asombrado, Mendes. Me ha sorprendido absolutamente.
Hizo una reverencia cuando mi tío se volvió.
—¿Volvemos a casa, Benjamin? —se inclinó ligeramente hacia mi compañero—. Shabbat shalom, señor Mendes —le dijo, ofreciendo el saludo ritual del sábbat a este canalla.
—Y a usted, señor Lienzo. —Mendes volvió a sonreírme—. Shabbat shalom, señor Weaver —me dijo antes de alejarse entre el gentío.
Mi tío y yo dimos unos cuantos pasos antes de que yo hablase.
—¿Cómo es que conoce a Mendes? —le pregunté.
—No hay tantos judíos en Dukes Place como para no poder conocerlos a todos. Le veo a menudo por la sinagoga. No es un hombre devoto, supongo, pero viene con bastante regularidad, y en Londres eso ya es algo.
—¿Pero sabe lo que es? —insistí.
Mi tío tuvo que hablar más alto de lo que querría, porque un hombre vendiendo empanadas de cerdo se había acercado a la gente que salía de la sinagoga para divertirse anunciando a voz en grito su mercancía a los judíos.
—Por supuesto. No lo sabe todo el mundo. Pregúntale a la mayoría de los hombres y te dirán que trabaja de mayordomo para algún hombre importante. Pero en mi oficio, ya sabes, hay veces que recibo algún cargamento de mercancía no siempre del todo legal y, si no tengo comprador, el señor Mendes puede muchas veces ofrecerme un buen precio de parte de su jefe.
No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Me está diciendo, tío, que hace negocios con Jonathan Wild? —pronuncié el nombre con poco más que un silbido y tan quedo que a mi tío le costó trabajo entender lo que le decía.
Se encogió de hombros como si se rindiese.
—Esto es Londres, Benjamin. Si yo quiero vender un determinado tipo de producto, no siempre tengo compradores entre los que elegir, y el señor Mendes me ha ofrecido ayuda más de una vez. No he tenido ningún trato personal con este Wild y procuro mantenerme a bastante distancia de él, pero el señor Mendes ha demostrado ser un intermediario muy capaz.
—Supongo que es usted consciente de los riesgos que implica tener negocios, aunque sea a través de terceros, con Wild —dije casi en un susurro.
—Al señor Mendes le gusta decir que en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con Wild. La experiencia me ha enseñado que eso es bastante cierto. Claro que he oído que Wild es un hombre peligroso —me dijo—, pero confío en que Wild sepa que yo también, a mi manera, puedo ser peligroso.
Mi tío no sonrió en absoluto al decir estas palabras.
Regresamos a la casa a almorzar pan, fiambre y pasteles de jengibre, la comida que había sido preparada el día anterior. La sirvieron Miriam y mi tía, y cuando hubimos terminado llevaron los platos a la cocina para que los criados se encargaran de ellos después de la salida del sol.
Me retiré al salón con Miriam, y me sorprendió un tanto que no nos siguieran ni el tío ni la tía. Miriam estaba radiante aquel día, con un llamativo vestido azul combinado con una enagua color marfil.
Le pregunté a Miriam si le apetecía tomarse un vaso de vino conmigo. Lo rechazó cortésmente y decidió sentarse en un sillón con un ejemplar de la Ilíada de Pope, volumen del cual yo había oído hablar, pero nunca había examinado. Me serví un vaso de madeira de una elegante jarra de cristal y, fingiendo un estado de ánimo meditativo, me senté frente a ella para observar la expresión de su rostro a medida que iba avanzando en la lectura. No era mi intención mirarla tan fijamente, pues soy un hombre versado en las buenas maneras, pero me hallé transportado al mirar sus ojos oscuros siguiendo las palabras por el papel, con los labios rojos apretados de concentración.
Quizá dándose cuenta de que no apartaba la mirada de ella en aquel momento, Miriam dejó el libro a un lado, señalando con cuidado la página con una pequeña tira de tela. Cogió un periódico que estaba por ahí y empezó a hojearlo con aire forzadamente despistado.
—Ha hecho usted muy feliz a su tío al venir hoy aquí —me dijo sin mirarme—. No habló de otra cosa en todo el desayuno.
—Me asombra —respondí—. Francamente, tenía la impresión de que yo le gustaba bien poco.
—Oh, no sabe usted cómo valora la lealtad familiar. Creo incluso que se ha dejado seducir por la idea de reformarle a usted. Para él eso significa, supongo, convencerle de que se mude a Dukes Place, y que vaya con cierta regularidad a la sinagoga y adquiera algunas responsabilidades en el negocio.
Guardó silencio un momento. Pasó la página. Por fin me miró, su rostro era una máscara estoica inescrutable.
—Me dijo que usted le recuerda a Aaron.
No me atrevía a mostrarle ni desprecio ni desacuerdo a la viuda de Aaron.
—A mí me dijo lo mismo.
—Es posible que se vea algún parecido familiar en sus fisonomías, pero a mí me parece que son ustedes hombres de distinto talante.
—Creo que en esto estaría de acuerdo con usted.
Hubo otra pausa, uno de los muchos momentos de tenso silencio que interrumpía nuestra conversación. Ninguno de los dos sabía qué decir. Por fin encontró un tema nuevo.
—¿Va usted alguna vez a bailes y a fiestas y demás? —se trataba de una pregunta informal o, quizá, de una pregunta que intentaba ser informal. Hablaba despacio y sin levantar la vista.
—Me temo que suelo encontrarme incómodo en esas reuniones —le dije.
Su sonrisa sugería que compartíamos un secreto.
—Su tío opina que la sociedad de Londres no es adecuada para las señoritas judías refinadas.
Yo no entendía lo que estaba intentando decirme.
—La opinión de mi tío puede que sea muy justa —dije—, pero si usted no desea compartirla, no entiendo qué control puede él tener sobre usted. Es usted mayor de edad y presumo que independiente económicamente.
—Pero he elegido permanecer bajo la protección de esta casa —dijo en voz baja.
Yo deseaba entender el significado de aquello. Para una viuda de su posición, acostumbrada como estaba a buenos vestidos, comida y muebles, montar su propia casa sería una empresa costosa. No sabía cuánto dinero le había dejado Aaron en herencia a Miriam; la fortuna de ella había pasado a manos de él al casarse, y no podía adivinar cuánto le habría dejado a mi tío, o se habría jugado, o habría malgastado en un mal negocio, o perdido de cualquiera de las otras incontables maneras en que los londinenses ven desvanecerse sus fortunas. Quizá no pudiera plantearse la independencia. Si tal era el caso, entonces estaba simplemente esperando que se presentase el pretendiente adecuado para poder pasar de manos de su suegro a las del siguiente marido.