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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (8 page)

Antes de proseguir, levantó el vaso y dio un largo trago.

—No puedo arriesgarme a que esas cartas caigan en manos de un sujeto como Wild. Me arrastraría por el fango antes de devolverme lo que es mío. Pero su reputación le precede, señor. Creo que es el único hombre de todo Londres que posee tanto los conocimientos como la integridad para recuperar lo perdido.

Me incliné ante Sir Owen.

—Puesto que se trata de un asunto delicado, hace usted bien en venir a verme a mí antes que a Wild.

—Ya ve usted por qué estoy completamente a su merced.

—Igual que yo lo estoy a la suya —contesté—. Puesto que usted conoce mi participación en la muerte de un hombre. Estamos por tanto bajo obligación recíproca, y ninguno de los dos debe temer por la indiscreción del otro.

Esta observación le iluminó visiblemente el semblante, y confieso que yo ya no estaba horrorizado porque el asunto aún no hubiera concluido. Me sentía incluso algo aliviado. De haber devuelto la cartera con su contenido intacto, el asunto habría estado resuelto. Tendría que haber esperado a recibir noticia de las consecuencias de la muerte de Jemmy. Las cartas perdidas de Sir Owen me daban licencia para involucrarme de nuevo en el asunto. No podía decir si esta participación me resultaría beneficiosa, pero entrar en acción me haría sentirme menos impotente.

—Iniciaré la búsqueda de esas cartas de inmediato —le dije a Sir Owen— y esta búsqueda será mi prioridad absoluta hasta que sean recuperadas. Si tengo alguna noticia, señor, cualquiera que sea, no tardaré en hacérsela llegar.

Sir Owen hizo rodar el vaso entre las manos.

—Gracias, Weaver. Me congratulo porque sé que veré mis cartas muy pronto. Espero que comprenda, señor, que en caso de tener que interrogar a cualquiera de esos sinvergüenzas, no debe hacer referencia alguna al contenido de esos papeles.

—Por supuesto.

—Como verá, mi felicidad está en sus manos —se giró hacia la ventana y miró hacia fuera—. Sarah es una mujer tan maravillosa. Tan sumamente delicada.

—Seguro que es usted un hombre muy afortunado —mis palabras me sonaron a tópico vacío.

Después de asegurarme de que no había nada más de utilidad que Sir Owen pudiera contarme, le acompañé a la salida y comencé a diseñar un plan de actuación. Decidí que lo más eficaz sería visitar algunas de las desagradables instituciones que ya conocía, en las que los oscuros agentes de los bajos fondos se reunían para tratar sobre sus asuntos y desahogarse entre camaradas. Una de ellas era una taberna que servía ginebra en Little Warner Street, cerca de Hockley-in-the-Hole —un lugar igualmente repugnante a los sentidos del olfato y de la vista, ya que estaba tan próximo a la fétida cloaca conocida como Fleet Ditch que no eran raras las ocasiones en que el sitio estaba completamente inundado por el aroma nauseabundo de las alcantarillas y la basura—. Este dispensario de ginebra no tenía en puridad nombre alguno y el cartel que lo anunciaba no era más que una imagen gastada de dos caballos tirando de una carreta: un recuerdo del establecimiento anterior. Entre los parroquianos se conocía como Bawdy Moll's, puesto que su propietaria, la alegre Moll, era una mujer rolliza y afectuosa que combatía el avance de la edad con un exceso de concupiscencia y un mínimo de vestimenta.

Entré en Bawdy Moll's a primera hora de la tarde; el lugar estaba entonces mucho menos concurrido que en las abarrotadas horas nocturnas, cuando hombres empobrecidos buscaban refugio de sus vidas en pintas de ginebra que se vendían por apenas nada. Un penique o dos eran suficiente para transportar a la bestia más vil al reino indoloro de la ebriedad y el olvido. Por las tardes, sin embargo, la venta servía a una parroquia más esporádica: quizá al ladrón de poca monta o al carterista que encontraban allí la forma de resguardarse de un trabajo que se les había puesto feo, al mendigo que decidía cambiar sus peniques por bebida en lugar de por comida, o al jornalero sin trabajo que prefería enfrentarse al estupor de la insensibilidad antes que a un Londres sin entrañas al cual le importaba un rábano que se muriese de hambre.

También estaban los visitantes que acudían cada lunes y jueves a ver los espectáculos en los que se azuzaban perros contra un toro. Otros días podían encontrarse variedad de exhibiciones diferentes en Hockley-in-the-Hole. En mis años mozos, yo había sido una de ellas, puesto que antes de dedicarme en exclusiva a la pelea de puños, formé parte de una tropa de espadachines que demostraban, ante un público de pago, el noble arte de la defensa personal. Estas cosas no se ven ya hoy en día, pero de joven desfilé por la ciudad junto a una tropa de luchadores vestidos con nuestra propia versión, pobre y andrajosa, de los uniformes militares, tocando tambores, mientras los chavales repartían carteles que detallaban las emociones de nuestro espectáculo. Durante mis días de espadachín en un destartalado teatro al aire libre cerca de Oxford Street, arriesgaba la vida y la integridad corporal contra otro hombre, ambos intentando batir al adversario sin causarle graves daños. A pesar de nuestros esfuerzos por ahorrarnos el dolor, solía acabar las actuaciones cubierto de sangre y de cortes, y conservo numerosas cicatrices que dan fe de aquellas hazañas. Cuando el empresario del teatro me ofreció ganarme el pan luchando sólo con los puños, confieso que me quedé encantado ante la perspectiva de un oficio tan indoloro.

Supongo que tendía a abandonarme a los recuerdos de aquella época terrible, pero la taberna de ginebra pronto trajo a mi mente lo que generaba la vida en aquella parte de la ciudad. Bawdy Moll's tenía pocas ventanas, pues sus parroquianos no albergaban deseo alguno de mirar el mundo que les rodeaba, y aún menos de que el mundo les viese a ellos. Me preparaba mentalmente a resistir el hedor cuando vi a la alegre Moll de pie tras la barra, hablando excitadamente con un ratero de aspecto trasnochado cuyo nombre yo conocía, pero a quien nunca había deseado conocer. Ambos se cernían sobre una pila de papeles que, desde mi posición, reconocí como boletos de la lotería ilegal que Moll, como tantas otras taberneras de aquella zona de la ciudad, gestionaba desde su lugar de trabajo. Los premios eran siempre parciales, amañados y escasos, y sus beneficios engrosaban generosamente la faltriquera de Moll.

Moll llevaba el pelo recogido en un moño muy alto sobre la cabeza, en una parodia grotesca de la moda de las damas. El vestido presentaba una gran abertura desde el cuello, revelando un escote amplio, aunque ajado, y su maquillaje la desvelaba como una mujer que creía que aquellos colores artificiales y conspicuos tenían el poder, no ya de engañar, sino de cegar, porque su piel me recordaba a la corteza de un árbol a punto de desprenderse. Aunque grotesca, Moll era muy querida, y con frecuencia me proveía de valiosas informaciones acerca de los bajos fondos y los antros de los ladrones.

Al entrar, el ratero alzó la vista de su conversación con Moll y frunció el ceño. Oí las palabras «Weaver el judío», pero no pude entender nada más. A menudo me resultaba difícil establecer mi autoridad entre hombres de esta calaña. Tenía amigos entre los ejércitos de faltreros, pero también tenía enemigos, y sabía que su amo, Jonathan Wild, no fomentaba el compañerismo entre los de ese rango y mi persona. Imaginé que éste sería uno de los fulanos que se tomaba a pecho las recomendaciones de Wild, ya que conforme me acercaba a Moll él se terminó la pinta de ginebra —engullendo de golpe una cantidad que hubiera tumbado a un hombre sano— y se fue con paso airado hacia las oscuras sombras de la taberna, donde había siempre montones de paja para que los pobres y los desesperados se acurrucasen a dormir la mona.

—Ben Weaver —voceó Moll cuando me vio acercarme, hablando como siempre más alto de lo necesario—. ¿Un vasito de vino para ti, eh, guapetón?

Moll sabía bien que yo no tocaba la ginebra, pero acepté de buen grado un vaso de vino ácido, del que sorbí tan sólo cuanto requería la cortesía.

—Buenas tardes, Moll —le dije mientras ella me frotaba el brazo con una mano curtida, los dedos como salchichas aferrándose a mí inconscientemente. No había manera de conseguir lo que uno quería de esta mujer sin satisfacer su necesidad de sentirse deseada—. Confío en que tan buena compañía mantenga el negocio boyante.

—Pues sí, no paro. A penique el vaso no es gran negocio, la verdad, pero contar monedas es un trabajo bastante apañado, creo yo —me tiró suavemente del lazo de mi cabello—. Me pregunto cuántas harían falta para comprar tus favores.

—No muchas —respondí, con una sonrisa que hubiese resultado menos convincente en un lugar menos iluminado—, pero ahora mismo no tengo mucho tiempo.

—Tú siempre tan ocupado, Ben. Tienes que encontrar más tiempo para el placer.

—Ya sabes que mi trabajo es mi placer, Moll.

—Eso va contra la naturaleza —me aseguró con un arrullo.

—¿Qué novedades se cuentan por ahí? —contesté, como si ésta fuera una respuesta perfectamente adecuada a sus amorosas insinuaciones.

No puedo decir que me asombrase que la primera noticia en salir de su boca fuera la de la muerte de Jemmy, porque el rumor de un asesinato solía extenderse como el sarampión por los barrios bajos de Londres.

—Se lo cargaron de un tiro. ¿Lo conocías?

—Tuve un encuentro con él, aunque breve —dije.

—No era gran cosa, supongo, pero tampoco merecía que lo mataran así, como a un perro. Igual que a un perro —se rascó la cabeza—. Pero tampoco era mucho más listo que un perro, la verdad, ¿no? Y además era un depravado, aficionado a las chicas jóvenes, y digo jóvenes, lo quisieran ellas o no. Pensándolo mejor, que le disparasen era exactamente lo que se merecía un cabrón como él —se encogió de hombros ante su propia observación.

—¿Quién le mató? —pregunté, manteniendo la voz serena.

—Su puta —se inclinó hacia delante y me habló en una voz que no puedo describir más que como un susurro a gritos—: Se llama Kate Cole. Jemmy y Kate llevaban juntos un negocio de nalga y puntazo, pero de haber sabido que uno iba a dispararle al otro yo hubiera jurado que sería él quien acabaría con ella y no al revés, porque ella mantenía a más chulos, y además hasta había pasado alguna que otra noche con el mismísimo Wild.

—¿Era la puta de Wild?

—¿Y quién no lo es? No seré yo quien diga que no se ha pegado algún que otro revolcón con el Gran Hombre en persona, pero Jemmy perdía rápidamente los estribos, y si Wild quiere mantener a sus faltreros a raya debiera no incitarles a que se maten entre ellos. De ahí que sea todavía más sorprendente que haya hecho lo que ha hecho.

—¿Y qué ha hecho?

—Pues delatarla, eso ha hecho. Wild ha denunciado a su propia puta. Es verdad que le he visto hacerlo un montón de veces, y a menudo con un faltrero en quien ya no podía confiar, pero denunciar a una mujer con la que te has acostado no hace ni una semana demuestra una gran falta de… —titubeó buscando una palabra— modales, me parece a mí. La pobre chica está ahora en Newgate. ¿Cuánto tiempo va a pasar antes de que le den lo que le dan a todas ahí, me pregunto yo? Todos esos hombres, en busca de distracción. Bien que me dieron a mí de aquello en mis tiempos.

Se me revolvieron las tripas escuchando las especulaciones que cacareaba Moll, pues si Kate había sido arrestada no tendría razón alguna para callarse mi participación. Era cierto que, aunque no tenía ni idea de quién era yo, sí que sabía lo que había estado buscando, y si tenía el más menor atisbo de sagacidad, se habría percatado de que entre los bienes que yo buscaba se encontraba la clave de su supervivencia a la próxima jornada de ejecuciones.

—¿Y qué tiene Kate que decir de todo esto?

—Y yo qué sé.

Pese a que yo le veía poca gracia a la pregunta, Moll estalló en una carcajada escandalosa que me sonó a graznido de gaviota.

—Creo que será mejor que vayas tú mismo a Newgate a preguntarle qué opinión le merece el suceso.

Tal era mi intención. Así que, intentando por todos los medios ocultarle mi terror a Moll, charlé un rato con ella, fingí estar recabando información acerca de una casa asaltada, y me escapé a las primeras de cambio.

Cinco

No podía resultarme muy sorprendente que Jonathan Wild hubiese denunciado a Kate, ya que beneficiarse de la condena de sus propias criaturas explicaba en no poca medida el origen de su fortuna. Se decía que guardaba un libro con el nombre de todos los criminales que tenía a sueldo, llevando la cuenta como si fuera un comerciante o un mercader además de un ladrón. Cuando sospechaba que uno de sus faltreros le estaba escondiendo mercancía ponía una cruz junto a su nombre, para indicar que ya iba siendo hora de entregar al pobre animal a los tribunales. Una vez ahorcado, Wild ponía una segunda cruz junto a su nombre, y así los ladrones de Londres entendían ahora la expresión «doble cruz» como equivalente a la traición.

Mucho antes de que yo me convirtiera en apresador de ladrones Wild ejercía su oficio desde la Blue Boar Tavern, en Little Old Bailey, y se labró un nombre denunciando a asaltadores de caminos como James Footman, villano de renombre en su día, y desmantelando la banda de rateros del célebre Obadiah Lemon. Llevaba a estos rufianes ante la justicia del mismo modo que llevaría más tarde a sus propios rufianes, traicionando su confianza y haciéndoles creer que él formaba parte de su hermandad —puesto que, efectivamente, así era—. ¿Y cómo iba a saber alguien de la calaña de Obadiah Lemon que un colega iba a convertirse de pronto en juez en virtud de su propio nombramiento? Creo que incluso en los primeros tiempos del reinado de Wild, casi todo el mundo sospechaba lo que había detrás de este hombre, pero el crimen rampaba a sus anchas de tal modo —había hombres armados recorriendo las calles como perros hambrientos, y las ancianas y los pensionistas temían salir a la calle por que no les derribasen brutalmente— que todos los habitantes de la metrópoli soñaban con un héroe, y Wild resultó ser lo bastante vistoso y carente de escrúpulos como para proclamarse exactamente como tal. Su nombre aparecía en todos los periódicos y estaba en boca de todo ciudadano. Se había convertido en el Apresador Mayor.

Yo sólo llevaba tres meses en el negocio cuando conocí a Wild, pero de algún modo fue raro que tardase tanto. Londres, después de todo, es una ciudad en la que cualquier hombre de cualquier profesión o cualquier interés está destinado a conocer a todos los demás de inquietudes similares en un lapso de tiempo sorprendentemente breve. Mis amigos pueden resultar ser sus enemigos, pero más tarde o más temprano acabamos por conocernos todos.

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