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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (3 page)

El viejo Balfour, sin embargo, tomó la desafortunada iniciativa de contratar vigilantes para asegurarse de que nadie le esquilmaba el cargamento, pero se negó a subir los salarios en compensación. Los trabajadores recurrieron a la violencia —abrieron varias pacas de hierba a golpes y soltaron temerariamente todo su contenido—. El viejo Balfour sólo se rindió cuando sus compañeros tabaqueros le convencieron de que si seguía con esa alocada medida se arriesgaba a una revuelta y a la destrucción de las mercancías de todos ellos.

Que este hijo de mercader afirmase que la suya era una vieja familia era evidentemente absurdo —ni siquiera era una vieja familia de comerciantes—. Y aunque en esos días había, como lo hay hoy, algo decididamente inglés en un comerciante rico, constituía todavía una afirmación relativamente nueva e incierta que el hijo de un hombre semejante se arrogase la posición de caballero. Mi declaración de que nuestras familias eran equiparables le produjo una especie de ataque. Parpadeó como si intentase disipar una visión, y su cara se contrajo en espasmos de irritación hasta que recuperó el control de sí mismo.

—Creo que no es casual que los asesinos de mi padre hicieran que pareciese un suicidio, porque así a todos nos avergüenza hablar de ello. Pero a mí no me avergüenza. Usted ahora me cree sin blanca, y piensa que vengo a rogarle que me ayude como si fuera un indigente, pero usted no sabe nada de mí. Le pagaré veinte libras para que dedique una semana a investigar este asunto —hizo una pausa para darme tiempo a reflexionar sobre tamaña suma—. Que yo deba pagarle algo para desvelar la verdad acerca del asesinato de su propio padre debería suponerle una deshonra, pero yo no respondo de sus sentimientos.

Estudié su rostro, buscando señales de no sé bien qué: ¿falsedad?, ¿duda?, ¿temor? Vi sólo una nerviosa determinación. Ya no dudaba de que fuera quien decía ser. Era un hombre desagradable; sabía que me disgustaba profundamente y estaba seguro de que él tampoco sentía por mí afecto alguno, y sin embargo no podía negar mi interés en las afirmaciones que hacía sobre la muerte de mi padre.

—Señor Balfour, ¿vio alguien lo que usted afirma que fue la simulación de un suicidio?

Agitó las manos en el aire para demostrar la necedad de mi pregunta.

—No sé de nadie que lo viera.

Insistí.

—¿Ha oído algún rumor, señor?

Me miró con asombro, como si hablase en un idioma desconocido.

—¿Rumores? ¿De boca de quién? ¿Me cree usted el tipo de persona que conversaría con alguien que hablase de estas cosas?

Suspiré.

—Entonces estoy confuso. ¿Cómo puedo encontrar a un criminal si no tiene usted ni testigos ni contactos? ¿Dónde se supone, concretamente, que debo investigar?

—Yo no conozco su trabajo, Weaver. Me parece que está usted actuando con endemoniada cerrazón. Usted ha llevado a hombres ante la justicia en el pasado: igual que lo hizo entonces, debe hacerlo ahora.

Intenté sonreírle con cortesía y, lo admito, también con condescendencia.

—Siempre que he llevado a alguien frente a la justicia, señor, ha sido en casos en los que alguien conocía la identidad del maleante, y mi trabajo consistía en localizarle. O puede que haya habido algún crimen en el que el canalla era desconocido, pero los testigos vieron que tenía riesgos muy distintivos: digamos, por ejemplo, que tenía una cicatriz encima del ojo derecho y que le faltaba un pulgar. Con información de esa naturaleza puedo hacerle preguntas a la clase de gente que puede conocerle y así enterarme de su nombre, de sus costumbres y, finalmente, de su paradero. Pero si el primer paso es su creencia, ¿cuál será el segundo paso? ¿A quién debo preguntar ahora?

—Me escandaliza usted con sus métodos, Weaver —hizo una breve pausa, quizás para mitigar su desagrado—. No puedo hablarle de segundos pasos ni decirle qué rufianes son los adecuados para que usted les pregunte acerca del asesinato de mi padre. Su negocio es su negocio, pero imagino que considerará el tema de suficiente interés como para aceptar mis veinte libras.

Me quedé un rato en silencio. No deseaba otra cosa más que echar a aquel hombre, puesto que siempre había estado dispuesto a sacrificar lo que fuera con tal de evitar cualquier contacto con mi familia. Pero veinte libras no eran suma pequeña para mí, y aunque temía el terrible día del encuentro, sabía que necesitaba alguna fuerza exterior que me empujara a restablecer el contacto con aquellos a quienes había descuidado durante tanto tiempo. Y había algo más: aunque entonces no hubiera sido capaz de explicar por qué, la idea de investigar un asunto tan opaco me intrigaba, ya que me daba la impresión de que Balfour, pese a la fanfarronería con la que presentaba sus opiniones, tenía razón. Si se había cometido un crimen, lo razonable era que pudiese ser desvelado, y me agradaba la idea de lo que el éxito en una investigación de esta naturaleza podría suponer para mi reputación.

—Espero pronto otra visita —dije por fin—. Y estoy muy ocupado.

Él empezó a hablar, pero no le dejé seguir.

—Investigaré este asunto, señor Balfour. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero no tengo tiempo de investigarlo inmediatamente. Si han matado a su padre, entonces tiene que haber alguna razón para ello. Si se trata de un robo, necesitamos conocer más detalles acerca de ese robo. Quiero que vaya usted y haga averiguaciones lo más exhaustivas posibles sobre sus asuntos. Hable con sus amigos, con sus parientes, con sus empleados, con quienquiera que a usted le parezca que pueda albergar sospechas similares. Hágame saber dónde puedo encontrarle, y dentro de unos días iré a verle.

—¿Para qué voy a pagarle, Weaver, si he de ser yo quien haga su trabajo?

Esta vez mi sonrisa fue menos benigna.

—Es cierto, tiene usted toda la razón. En cuanto tenga un momento iré yo mismo a hablar con la familia, los amigos y los empleados de su padre. Para que me reciban, les diré enseguida que es usted quien me envía para hacerles preguntas. Quizás desee usted informarles de antemano de que esperen la visita de un judío llamado Weaver que vendrá a indagar a fondo en los asuntos de la familia.

—No puedo permitir que ande usted molestando a esas personas —tartamudeó—. Por Dios, usted haciéndole preguntas a mi madre…

—Entonces, a lo mejor, como le vengo sugiriendo, quiera ser usted quien haga las averiguaciones.

Balfour se puso en pie, actuando con compostura de caballero.

—Veo que es usted un hábil manipulador. Haré algunas pesquisas discretas. Pero espero tener noticias suyas muy pronto.

Yo ni hablé ni me moví, pero Balfour no se dio por enterado, y en un instante había desaparecido de mis aposentos. Permanecí inmóvil durante un rato. Pensé acerca de lo acontecido y de su posible significado, y luego cogí la botella de oporto.

Dos

En aquellos tiempos mi negocio era aún nuevo; no tenía ni dos años de experiencia y todavía me afanaba en aprender los secretos de mi oficio. Había disputado mi último combate oficial como púgil unos cinco años antes, cuando no tenía más de veintitrés. Después de que aquella profesión llegase a un final tan abrupto, encontré maneras diversas de ganarme el sustento, o quizás debiera decir de sobrevivir. De la mayoría de estas vocaciones no estoy orgulloso, pero me enseñaron muchas cosas que me resultarían de provecho más tarde. Durante un tiempo estuve empleado en un patrullero que hacía el trayecto entre el sur de Inglaterra y Francia, pero este barco, como adivinarán mis perspicaces lectores, no pertenecía a la flota de Su Majestad. Cuando arrestaron a nuestro patrón bajo acusaciones de contrabando, fui a la deriva de aquí para allá, e incluso, aunque me ruborice reconocerlo, adopté el modo de vida de los ladrones de casas, y luego el de salteador de caminos. Las ocupaciones de esta naturaleza, aunque excitantes, rara vez resultan rentables, y uno se cansa de ver a los amigos con el dogal alrededor del cuello. Así que hice juramentos y promesas, y regresé a Londres a buscarme algún oficio honesto.

Es una lástima que no me anticipase a los púgiles de hoy en día, quienes, como el famoso Jack Broughton, cuando se retiran abren academias donde entrenan a los mozos que ocuparán su lugar. Broughton, de hecho, ha sido tan ingenioso que ha inventado unos artefactos a los que llama «guantes de boxeo»: una especie de voluptuoso acolchado para el puño. He visto estas cosas y sospecho que ser golpeado por un hombre que lleva estos guantes es casi como no ser golpeado en absoluto.

Yo era mucho menos listo que Broughton y no tenía ideas tan ambiciosas, pero sí tenía unas cuantas libras mal ganadas en el bolsillo, y buscaba un socio con quien abrir una taberna o algún otro negocio de ese tipo. Fue en esa época, mientras regresaba a pie a mis habitaciones ya entrada la noche, cuando tuve la buena fortuna de socorrer a un anciano acosado por una banda de mocosos ricos. A estos rufianes aristocráticos, conocidos en aquellos días como los Mohock (un nombre que suponía un insulto para los honorables salvajes de las Américas), nada les divertía más que pasearse por las calles de Londres, atormentando a quienes eran más pobres que ellos, rompiéndoles brazos y piernas, arrancándoles la nariz o una oreja, empujando a señoras mayores ladera abajo e incluso, aunque en contadas ocasiones, deleitándose con tan irreversible crimen como el asesinato.

Yo había leído acerca de estos cachorros arrogantes y había deseado tener la oportunidad de devolverles un poco de su propia violencia, de modo que ahora no sé si fue mi odio por los privilegios que estos hombres creían que les pertenecían o la bondadosa preocupación que me despertaba la anciana víctima lo que me atrajo a la pelea. Sólo puedo decir que cuando vi la escena frente a mí, actué sin vacilación.

Cuatro mohocks, vestidos de satén y fino encaje, y cubiertos con máscaras de carnaval italianas, rodeaban a un tipo mayor que se había encogido en el suelo y estaba sentado como una especie de niño grotesco con las piernas dobladas. Le habían quitado la peluca y la habían arrojado al suelo, y un delgado hilo de sangre le manaba de un corte en la cabeza. Los mohocks proferían risitas, y uno de ellos hizo un chiste obsceno en latín, que desató la abierta hilaridad de los demás.

—Ahora —le dijo uno de ellos al viejo— es usted quien elige —sacó el sable y rebanó el aire con la ensayada soltura de un maestro de esgrima, antes de arrimar la punta del arma a la cara del hombre—. ¿Prefiere perder una oreja o la punta de la nariz? Decídase pronto o le otorgaremos los dos premios en pago por sus esfuerzos.

Por un momento no hubo más sonido que la entrecortada respiración del hombre sitiado y el rumor de la mugre de la ciudad corriendo por el arroyo en mitad de la calle.

La rotura de pierna que había terminado con mi carrera en los cuadriláteros me dejó sin el aguante de un púgil, pero todavía me sobraban fuerzas para una breve riña callejera. Los mohocks estaban demasiado ebrios de crueldad, y de vino también, como para advertir mi presencia, de modo que me apresuré a ayudar a la víctima, despachando inmediatamente a uno de los mozos con un golpe feroz en la nuca. Antes de que sus compañeros se dieran cuenta de que me había metido en la pelea, ya había agarrado a un segundo truhán y lo había tirado de cabeza contra el muro, maniobra que lo dejó incapacitado para nuevas fechorías.

El viejo, a quien yo había creído tan indefenso como una mujer, vio como los dos equipos se igualaban rápidamente, y se incorporó en una postura más varonil, pegando bruscamente al asaltante que le había amenazado con el sable, haciéndole soltar el largo y elegante filo y enviándolo con estruendo a la oscuridad. Yo me batía ahora a puñetazos con uno de los dos hombres que permanecían en la batalla, mientras que mi compañero, que debió de sacar fuerzas de la indignación, recibía unos cuantos golpes tremendos en la cara soportando con valentía el dolor. Le manaba abundante sangre de un nuevo corte sobre el ojo izquierdo, pero demostró ser un guerrero animoso y se mantuvo en juego durante el tiempo que transcurrió hasta que apareció un guardia del barrio, con la linterna en alto, al final de la calle. Los mohocks, al ver al vigilante, decidieron interrumpir su pasatiempo, y los dos villanos que quedaban en pie reunieron a sus camaradas caídos y se fueron cojeando a lamerse las heridas y a inventarse historias que pudieran explicar sus magulladuras.

Mientras se aproximaba el vigilante, me acerqué a mi compañero de armas y le sujeté por los hombros para enderezarle. Me miró fijamente con los ojos cansados, la mirada borrosa por la sangre y el sudor, y luego me ofreció una amplia sonrisa.

—¡Benjamin Weaver! —exclamó—. ¡El León de Judea! Caramba, nunca pensé que volvería a verle pelear. Y aún menos que lo haría desde tan cerca.

—Tampoco entraba en mis planes —le dije, cogiendo aliento—. Pero me alegra haberle sido de ayuda a un hombre en apuros.

—Y aún ha de alegrarse más —me aseguró—, porque que me condenen a servir al mismo Satanás si no recompenso su valor como se merece. Deme la mano, caballero.

El infortunado se presentó entonces como Hosea Bohun, y me rogó que le visitara al día siguiente para poder así ofrecerme una pequeña recompensa en señal de gratitud. Para entonces ya había llegado el guardia: un tipo debilucho, poco dotado para su oficio. Como había perdido a los asaltantes, el vigilante consideró una gran idea llevarse a las víctimas al calabozo como castigo por estar en la calle después del toque de queda, pero el señor Bohun salpicó su discurso hábilmente con los nombres de sus amigos, incluyendo el del señor alcalde, y despachó al vigilante.

Al día siguiente descubrí que había tenido la fortuna de socorrer en una situación de vida o muerte a un comerciante muy adinerado de la Compañía de las Indias Orientales, y en la espléndida casona del señor Bohun, este hombre agradecido me recompensó con una suma no inferior a las cien libras, y la promesa de ayudarme si se presentaba la ocasión. Y es cierto que me ayudó, ya que la historia de cómo le habían asediado los mohocks y de cómo tuvo la suerte de enfrentarse a ellos con Benjamin Weaver a su lado, encontró eco en los periódicos. Al poco tiempo recibí las visitas de otros hombres —algunos elegantes, otros pobres, pero todos con ofertas para pagarme por mis habilidades—. Un caballero preparaba un viaje a su casa de campo y deseaba que cabalgase a su lado para protegerle a él y a sus bienes de los salteadores de caminos. Otro era un tendero cuyo establecimiento era asaltado regularmente por una panda de rufianes; quería que pasase algún tiempo en su tienda a la espera de los villanos, a quienes debía recompensar por sus fechorías. Otro más quería que cobrase la deuda de un sujeto escurridizo que había sorteado con éxito a los alguaciles durante más de un año. Quizás la petición más significativa (una que de nuevo colocó mi nombre en los titulares) vino de una señora venida a menos cuya única hija, que no tenía ni doce años, había sido atacada de la forma más ignominiosa por un marinero. Había testigos del ataque pero esta mujer no lograba encontrarlos ni a ellos ni al propio marinero. Pronto descubrí que no había más que hacer preguntas, escuchar las habladurías y seguir las pistas que iban dejando atrás los culpables imprudentes. Este marinero, como puede que sepan mis lectores, fue condenado por violación y yo mismo tuve el placer de presenciar su ahorcamiento en Tyburn.

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