Cuando el carruaje se detuvo, me bajé de un brinco y me deslicé hacia las sombras mientras Deloney pagaba al cochero y entraba. Entonces emergí y, fiel a mi promesa, le di al hombre tres chelines y le recordé que nunca me había visto. Se tocó la gorra y se fue.
El atardecer casi había dado paso a la noche, y me quedé de pie en la calle preguntándome qué hacer una vez dentro. Sabía muy poco acerca de ese lugar, y no quería que mi presencia allí resultara demasiado llamativa. Era el hogar de los ricos, de los elegantes y de los privilegiados, y, aunque no me asustaban aquellos hombres, no sabía hasta qué punto me iba a venir bien abrirme paso y curiosear sin más hasta encontrar al hombre que buscaba.
Las calles sombrías no estaban vacías en absoluto; la gente caminaba por la calle a poca distancia, incluyendo el gran número de fulanas que frecuentaban esta parte de la ciudad, y yo debiera haber sido más cauto de lo que fui, porque mientras estaba allí de pie, mirando a mi alrededor con la boca abierta como un bobo, sentí la punta afilada de un arma apretada contra la espalda.
No apretaba con mucha fuerza, quizá me hubiese rasgado la piel un poco, pero nada más. Por el tacto me pareció que era una espada, no un puñal. Eso significaba que habría más distancia entre la punta del filo y la mano que lo sujetaba. Esa distancia era ventajosa para mí.
Permanecí inmóvil un segundo largo hasta que oí al culpable decir:
—Deme la cartera y no le hago nada.
Por su voz pude oír que no era más que un chaval, no mayor de doce o trece años, y aunque no podía girarme para mirarle, me creía más que capaz de plantarle cara al joven rufián, que no podía conocer demasiado bien el arma que indudablemente habría robado. Di un paso rápido hacia delante y a la derecha y después, para confundirle, me di la vuelta entera muy deprisa hacia la izquierda. Mientras él le clavaba su arma al aire en el lugar donde había estado yo, le agarré por la muñeca y apreté muy fuerte hasta que la espada, vieja y herrumbrosa, se le cayó de la mano y botó contra el suelo. Manteniendo la vista fija en él, recogí su arma, y luego le retorcí el brazo por la espalda y le empujé cara a la pared.
Al mover al chico, me percaté de que dos caballeros observaban mis acciones con extraordinario interés, pero ahora no podía ocuparme de ellos. Toda mi atención estaba dirigida a este ladronzuelo, que era, como había sospechado, bastante joven. También estaba flaco, mal vestido, y desprendía un olor sorprendentemente desagradable.
—Así que quieres algo de mi monedero, ¿eh? —le pregunté.
Admito que su valentía me impresionó.
—Pues sí. ¿Qué tiene?
Le solté, di un paso atrás, y me llevé la mano al monedero.
—Aquí tienes dos peniques —le dije—. Quiero que me hagas un recado. Si lo haces bien, te doy un chelín.
Se volvió despacio.
—Vale, señor. Déjeme ver el dinero.
Ahora uno de los dos caballeros empezó a gritarme.
—No irá a dejar que se vaya de rositas, ¿no?
—Si estaba tan interesado en su apresamiento, ¿por qué no me ha ayudado entonces? —le espeté.
—No me interesaba su apresamiento, sino el que usted le apresara. Era eso por lo que había apostado.
—Deja de quejarte —se burló su amigo—. Has perdido, Harry. Paga y déjalo.
Éste es el tipo de hombre que uno encuentra delante de la White's Chocolate House.
Dejé a los jugadores y me dirigí al chico, a quien le di la dirección de Elias y un breve mensaje, y lo vi marchar, esperando que regresaría con la esperanza de cobrar el chelín en lugar de conformarse con los dos peniques. Esperaba que Elias estuviese en casa, ya que creía que su reciente jornada de celebración le habría dejado económicamente impedido para gozar de la noche durante una semana o dos. Mientras mi ladrón recadero estuvo ausente, mantuve la mirada pendiente de la puerta para asegurarme de que el señor Deloney no saliera, y también echaba ojeadas a mi alrededor, porque no quería que me tomasen por tonto por segunda vez. La espera me pareció interminable mientras me paseaba arriba y abajo de St. James's Street, observando cómo, a medida que aumentaba la oscuridad, la gente que paseaba por Covent Garden adquiría un aspecto más siniestro y desesperado. Por fin apareció Elias, con el chaval detrás.
—¿Y mi chelín? —exigió el chico.
—¿Y el mío? —repitió Elias—. Me merezco algo por esta imposición.
Le tiré un chelín al chaval.
—¿Y mi espada qué? —me preguntó.
—Sólo vas a usarla para perpetrar más robos, y, con tus habilidades, pronto te verás muerto y colgado de una cuerda.
—Ya será mejor que verme muerto de hambre —me dijo con petulancia.
—Cierto —asentí, y le lancé el arma.
Era un tiro fácil, pero se le escapó y tuvo que perseguirla mientras botaba por la carretera.
Me dirigí a Elias.
—Me gustaría darme una vuelta por White's, y no se me ocurre un acompañante mejor que tú para semejante expedición.
Aplaudió como un niño.
—Espléndidas noticias. Seguro que sabes que uno debe tener dinero para disfrutar de White's —afirmó Elias—. O déjame que lo explique mejor —me dijo con una sonrisa—. Uno con toda probabilidad tiene dinero, pero creo que les hace falta a los dos.
—Te invito —le ofrecí.
—Es un placer servirte, Weaver. Déjame que te introduzca en la casa de juegos más importante de Londres.
Pagué el bajo precio de la entrada de ambos, y así nos introdujimos en el extraño mundo de las apuestas de Londres. Los lugares como White's, con su desesperación, su felicidad y su suspense, son como calles de la Bolsa en miniatura, y, de hecho, puede ganarse o, lo más probable, perderse, tanto en una mesa de juego en una sola noche como en una temporada entera en la Bolsa.
Aunque aún era pronto, White's estaba ya bastante repleto de buscadores de placer que se arremolinaban en torno a grandes mesas esparcidas por la sala, jugando al faraón, al juego del hombre o a juegos de naipes más sencillos, o tirando los dados en las mesas, o participando en una enorme variedad de juegos de la casa que no podía comprender. Olía intensamente a tabaco, a cerveza fuerte y a ropa sudada, y el ruido de las conversaciones en voz demasiado alta y demasiado animosa, puntuadas de vez en cuando por gritos de alegría o gemidos de angustia, era ensordecedor. Bonitas jóvenes, que sospecho que podían tener otras obligaciones, servían a los feligreses una serie de bebidas entre las que no vi ni rastro del chocolate que anunciaba el nombre del establecimiento. Y lo que se presentaba ante mis ojos era sólo la sala principal de White's. Sabía que había una multitud de habitaciones más pequeñas para reuniones privadas, partidas con apuestas muy altas, y encuentros con damas.
—Bueno —me dijo Elias—, ¿qué nueva aventura te trae a este lugar? No creo que andes mal de suerte y quieras ganar unas guineas.
Decidí no decirle nada a Elias sobre Miriam. No tenía ningún interés en oírle hacer más observaciones acerca de viudas y de judías guapas, así que sólo le dije que había seguido hasta aquí a un caballero sospechoso.
—¿Y qué ha hecho este hombre para que sospeches?
—No me gustó su aspecto —repliqué con impaciencia mirando a mi alrededor.
—Eso te llevaría a seguir a medio Londres —murmuró Elias, descontento por mi evasiva—. En fin —dijo—, quizá éste sea mi golpe de suerte como tu profesor de filosofía, porque no hay mejor lugar para que veas en acción las leyes de probabilidad que una casa de juegos.
—Si esas leyes son aprehensibles, ¿por qué hay tantos hombres que pierden?
—Porque son necios y no saben hacerlo bien. O, como yo, porque están gobernados por sus pasiones y no por sus mentes. Y sin embargo tenemos herramientas para ganarle la partida al azar. Me resulta asombroso, sabes, este nuevo mundo de la filosofía en el que vivimos. Por primera vez desde la Creación misma estamos aprendiendo verdaderamente cómo pensar en torno a lo que nos rodea.
Hizo una pausa.
—¿Cómo podemos demostrarlo de la mejor manera? —se preguntó en voz alta.
Luego se excusó por un momento, que fue el tiempo que le tomó encontrar a un caballero dispuesto a participar con nosotros en un simple juego de azar. Era un sujeto de mejillas hundidas y edad indeterminada, encorvado sobre una mesa pequeña en la que sólo cabrían cuatro hombres. Con la mano protegía una jarra de peltre con ponche como si uno de nosotros fuera a intentar arrebatársela.
—Este caballero está dispuesto a jugar con nosotros —me dijo Elias. Luego se volvió hacia nuestro amigo—. ¿Cuánto arriesga usted en un simple juego a cara o cruz?
—El cincuenta por ciento —dijo el hombre alargando las palabras—, apostando una libra.
El hombre dio un sorbo a su ponche.
—Muy bien. Dame una libra, Weaver.
¡Una libra! Estaba siendo muy atrevido con mi dinero, pero no deseaba discutir delante de este desconocido. Le di la moneda con cierta reticencia.
—Bien, aquí nuestro amigo va a tirar la moneda al aire, y tú tendrás que adivinar, antes de que caiga, si va a salir cara o cruz.
Antes de que tuviera tiempo de objetar, la moneda estaba en el aire, y yo dije cara. Cayó en la mano del jugador, pero Elias le hizo un gesto para que se abstuviese aún de descubrirla.
—¿Qué probabilidad crees que hay de que hayas acertado?
—Una de dos, supongo.
—Precisamente.
Le hizo al jugador un gesto con la cabeza que reveló que yo había acertado y ganado, por tanto, diez chelines. Con una lentitud que mostraba su reticencia, abrió su monedero y contó las diez monedas.
—Ahora lo hacemos otra vez —anunció Elias.
Indicó al hombre que tirara la moneda de nuevo, y yo de nuevo dije cara. Volví a acertar.
Elias sonrió, como si su sabiduría fuera la razón de mi buena suerte.
—Has acertado que iba a salir cara dos veces seguidas. ¿Disminuyen tus posibilidades si aciertas la primera vez?
—Claro que no.
—Así que existe la misma probabilidad de acertar mil veces si en todas las ocasiones dices que saldrá cara.
—Creo que te entiendo. La probabilidad de que salga siempre cara es menor que la probabilidad de que salga tanto cara como cruz. Pero al final, la moneda sólo tiene dos caras, y cada tirada será cuestión de una probabilidad entre dos. Aunque sospecho que cuantas más veces se tire la moneda, más probabilidades habrá de que los dos lados salgan el mismo número de veces.
—Exacto —me dijo—. Ahora, cojamos tu dinero y vayamos a los naipes. Vamos a jugar al mismo juego, adivina tan sólo si la carta va a ser roja o negra.
Elias se sacó unos naipes del abrigo, barajó, los dispuso en abanico, y me los ofreció.
Nuestro compañero sacó una carta y me pidió opinión; le dije que roja. Descubrió la primera carta y, efectivamente, era roja. Con una mirada de disgusto, me entregó los diez chelines.
—Dios santo, Weaver. Eres el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra.
—Estoy completamente de acuerdo —sentenció nuestro amigo. Nos hizo una reverencia y desapareció entre el gentío.
Elias le observó alejarse con melancolía.
—¡Hala! ¡Corre conejo! Pero supongo que nos ha enseñado lo que necesitábamos. Ahora déjame que te pregunte, ¿puedes seguir apostando por el rojo igual que por la cara?
Pensé en esto durante un momento.
—No hay más límite que el del azar al número de veces que puede salir una misma carta, pero sólo hay un número determinado de cartas rojas y negras en una baraja.
—Exacto. —Elias asintió, obviamente satisfecho con mi respuesta—. Hubo un tiempo, y no hace tanto, en que incluso un jugador de naipes experimentado siempre consideraba las probabilidades como si fueran una entre dos, sin importarle lo que la baraja hubiera producido con anterioridad. Pero hemos aprendido a pensar de otra manera, a calcular las probabilidades. Si ya han salido dos cartas negras, las probabilidades son ligeramente menores que una entre dos. Si han salido veinte cartas negras y cinco rojas, las probabilidades de que salga una roja serán cada vez significativamente mayores. A mí esta idea me resulta obvia, pero hace doscientos años no se le habría ocurrido a nadie, a ningún hombre vivo, ¿me entiendes? Ahora mismo tampoco se le ocurre a la mayoría de los jugadores, pero ha de ocurrírsete a ti, Weaver, si has de ser más listo que quien haya cometido estos crímenes, porque adivinar las motivaciones del prójimo es muy parecido a adivinar la cara de una moneda o de un naipe. Deberás determinar sólo lo probable, y actuar según esa suposición.
—Pero mientras debo ver qué hace ese caballero.
Había descubierto a Deloney junto a una de las mesas. Su expresión no mostraba mucha alegría, y sólo pude concluir que no se le estaban dando bien las cartas.
—Ése es el hombre a quien busco —señalé.
—Diablos —susurró Elias—. Pero si es Philip Deloney.
—¿Le conoces?
—Claro. Es la clase de hombre que procura ser visto en todos los acontecimientos de moda y da la casualidad de que yo también lo soy. Ha intentado que me interese en algunos proyectos de vez en cuando, recuerdo que tenía uno para construir una serie de canales para conectar la metrópoli con el resto de la isla, pero nunca me he fiado mucho de sus propuestas.
—Los proyectos que vende deben de ser extremadamente dudosos, para que tú no piques —observé.
—Es por el hombre en sí, ¿sabes? Nunca le compres algo a alguien que no sabe conducir sus propios negocios, porque, ¿cómo iba él, de entre todos los demás, a descubrir un proyecto que merezca la pena?
—A lo mejor podrías presentármelo —sugerí.
—Voy a necesitar unos cuantos chelines.
—¿Para qué?
—Para mantenerme ocupado mientras tú hablas con tu sospechoso gandul.
Le entregué a Elias mis ganancias, y luego me llevó hacia Deloney, cuya cara estaba ya roja de angustia. A Elias le llevó algún tiempo captar su atención, pero por fin Deloney miró hacia él, y Elias le hizo una reverencia.
—Señor Deloney, confío en que las cartas le estén tratando bien.
—Pues confía mal, Gordon —gruñó—. Esta noche estoy maldito.
—Permítame —continuó Elias, sin prestar atención al humor de Deloney— que le presente a mi amigo, el señor Benjamin Weaver.
Deloney murmuró algo en forma de saludo, y luego me dijo:
—¿No es usted el mismo individuo a quien he visto subido a un ring?