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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (39 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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Un vendedor llamó a Miriam en portugués, queriendo mostrarle su colección de cachivaches domésticos, pero ella se despidió con un gesto de la mano y le gritó unas cuantas palabras amables en su lengua.

—Probablemente tenga usted razón —me dijo—. Pero aun así, creo que el señor Lienzo podría ser… —hizo una pausa para escoger sus palabras— un poquito más inglés en sus costumbres, creo yo. No tiene necesidad de llevar esa barba. Nadie la lleva. Sólo hace que parezca un antiguo.

—No estoy de acuerdo —dije—. Creo que demuestra que es un hombre independiente.

—Usted es un hombre independiente —observó Miriam— y no lleva barba.

Me reí.

—Hay muchas formas de demostrar la propia independencia.

Miriam se detuvo otra vez y acarició un rollo de tela de la India. La levantó a la luz un momento y luego contra su propia piel. Era de un vivo azul aguamarina, exactamente la clase de color que yo sabía que a ella le gustaría.

—Le sienta muy bien —le dijo con entusiasmo el vendedor.

—Gracias, señor Henriques —dijo ella despreocupadamente—. Pero me temo que no me lo puedo permitir.

—Yo le fío —respondió él, animoso.

Miriam me miró durante un instante. Quizá debido a la naturaleza de su petición original, ahora negada, no quería que la viese pagando a crédito. Le dio las gracias al hombre educadamente y siguió su camino.

—¿Se pregunta alguna vez en qué ocupo mi tiempo? —me preguntó de repente.

—No estoy seguro de lo que quiere decir —le dije.

Lo cierto es que sí me lo preguntaba, pero sólo de la manera en que un hombre lo hace cuando una mujer le parece atractiva. Imaginármela haciendo cualquier cosa —cosiendo, tocando el clavicordio o practicando el francés— me resultaba completamente encantador.

—¿No se pregunta lo que hago para mantenerme ocupada?

—Supongo que su vida es como la de cualquier mujer de cierto nivel —tartamudeé, sintiéndome un poco necio—. Toma lecciones para incrementar sus conocimientos de música, de arte y de idiomas, aprende a bailar, hace visitas de sociedad, lee.

—Sólo libros aceptables para damas jóvenes, por supuesto —dijo Miriam mientras evitábamos a un grupo de chavales que corrían por el mercado sin atender a la gente o a los objetos con que chocaban.

—Por supuesto —asentí.

—Creo que tiene usted un conocimiento espléndido del típico día de una mujer de cierto nivel —me dijo—. ¿Cómo es un día típico para usted, Benjamin?

Casi me paro en seco.

—¿Qué quiere decir? —pregunté como un tonto.

—En un día cualquiera, ¿usted qué hace? No me parece que sea una pregunta muy difícil. Le he preguntado al señor Lienzo por sus asuntos y me ha dado una respuesta muy sosa acerca de cargamentos, archivos y la redacción de cartas. Me pregunto si su vida es menos aburrida.

—Yo no la encuentro aburrida —contesté con cautela.

—Entonces a lo mejor podría contármela.

Evidentemente no podía hacer eso. ¿Cómo iba nunca mi tío a perdonarme si le contaba a su nuera cuentos de palizas a faltreros y de cómo mandar a un caballero arruinado a la cárcel por sus deudas?

—Pues mi oficio consiste en ayudar a gente que necesita que un hombre les encuentre cosas —comencé despacio—, a veces encontrar a gente y a veces bienes extraviados. Eso es lo que hago a lo largo del día: encontrar cosas.

Estaba bastante satisfecho de la ambigüedad con la que había conseguido describir mis actividades.

Ella se rió.

—Esperaba que me describiese ese proceso con más detalle. Pero si siente que es un tema poco delicado que no debe tratarse con una mujer joven, le entiendo muy bien —una sonrisa diabólica le cruzó los labios—. Podemos hablar de otra cosa. Dígame, ¿tiene usted pensado casarse?

No podía ni imaginar cómo había tenido la audacia de preguntarme algo tan poco apropiado, pero lo había hecho, y de un modo atrevido, además. Sabía que estaba siendo indecorosa, y le importaba un rábano. De hecho, estaba disfrutando de violar las más estrictas reglas de la cortesía en mi presencia. Me pregunté si debía entender esto como una muestra de su favor o de su creencia de que yo era un villano de tal calibre que no me daría cuenta de lo que ella estaba haciendo.

—Hay mujeres a las que, digamos, admiro —le dije—. Pero no tengo planes de boda por el momento.

—Entiendo —seguía sonriendo, disfrutando de mi incomodidad—. Debe de ser estupendo ser hombre y poder ir a donde le venga a uno en gana.

—Sí que es estupendo —le dije, entusiasmado porque se me hubiera ocurrido tan deprisa una respuesta galante—, pero al final sólo vamos a donde quieren que vayamos las mujeres a las que admiramos, así que es posible que no tengamos la libertad que imagina.

—Espero que se case usted bien, primo —su voz parecía modulada con cuidado—. Cásese con alguien de dinero. Siga mi consejo.

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas.

—Un consejo que siguió su difunto marido.

—Sí —admitió—. Pero espero que usted tenga mayor cuidado con la fortuna de su mujer del que Aaron tuvo con la mía. Supongo que no eligió perderse en el mar, pero podría haber elegido no llevarse mi independencia consigo. Y cualquiera que intentara arrebatarme las pocas libertades de las que disfruto, ¿no sería un canalla?

No estaba seguro de comprenderla.

—¿Se refiere al señor Sarmento?

Miriam parecía dispuesta a contestar, pero luego cambió de opinión.

—Ya he terminado aquí —me explicó—. Podemos volver a casa. Sé que tiene trabajo que hacer.

Comenzamos a caminar hacia Houndsditch.

—A lo mejor podría llevarme al teatro alguna noche —sugirió.

Mi corazón dio un brinco ante aquello.

—Nada me gustaría más, ¿Cree usted que mi tío aprobaría que viniese usted al teatro conmigo?

—Puede que no le entusiasme la idea —me explicó—, pero me lo ha permitido alguna vez en el pasado, siempre que fuese protegida de los peligros del lugar. Creo que usted puede proporcionarme la protección adecuada.

—Tenga por seguro que nunca permitiría que corriese usted ningún peligro.

—Me alegro de oírlo.

No estábamos nada lejos de casa de mi tío, justo doblábamos la esquina de Shoemaker Lane, cuando me percaté de la presencia de un concurrido grupo de gente al final de la calle. Unas veinte personas reunidas en semicírculo, abucheando y riéndose con lo que a mis oídos sonó como malicia. Medí con precaución la composición de la turba, y vi que era pobre y de malas intenciones.

—Miriam —le dije con decisión—, debe usted ponerse a salvo.

Había una sombrerería de señoras a menos de cien pies de nosotros en High Street.

—Métase en aquella tienda y quédese allí. Si hay algún criado, dígale que vaya a llamar al guardia.

Arrugó el rostro en un gesto de exasperación.

—No me considerará incapaz de…

—¡Ahora! —le ordené—. Váyase a esa tienda. Iré a buscarla dentro de un momento.

Ningún ciudadano de Londres necesita que le explique los peligros de las multitudes de esta gran metrópoli. No había forma de saber cuándo se iba a crear una turba, pero cuando ocurría, llegaba con la misma violencia y el mismo terror que una tormenta, y se disipaba con igual rapidez. Había visto disturbios que se formaban por naderías, como el arresto de un ratero. Una vez fui testigo de la formación de un tumulto en torno a un sujeto a quien habían pillado robando un reloj de pulsera. No puedo decir ni cuándo ni cómo comenzó pero, mientras esperaban al guardia, la multitud empezó a ponerse violenta con el individuo, empujándole de un lado a otro como si fuera un perro muerto en la Fiesta del Alcalde. Debido a su enfado, a su ira y a su frustración, el individuo aquel empezó a devolver los golpes, derribando a uno de sus torturadores de un golpe tremendo en la mandíbula. En venganza, la multitud se le echó encima, y alguien —cuya única motivación era la emoción del acto en sí— encontró un trozo suelto de ladrillo y lo tiró a la ventana de una cristalería. Bajo estas frágiles condiciones, el ruido fue como una chispa sobre estopa seca. Hombres y mujeres fueron agarrados y golpeados sin criterio. Se prendió fuego a una casa. Un niño fue arrollado, casi mortalmente. Y sin embargo, en media hora, la multitud había desaparecido, como una nube de langostas, sin dejar rastro. Incluso el ratero se había desvanecido.

Habiendo sido testigo de los tumultos de Londres, sabía cómo acercarme a esta turba con cautela, porque cualquier cosa podía prenderla. Al aproximarme, pude oír aplausos y risas agudas, y vi que el círculo de alborotadores rodeaba al viejo tudesco que me había dado el reloj de arena. Un hombre grande con la cabeza afeitada, adornado con un mostacho espeso y caído de un naranja encendido, agarraba al hombre por la barba. Parecía ser alguna clase de trabajador, la ropa era de lana barata, rota y manchada, mostrando suciedad y músculo a través de los desgarros de la tela. Al adelantarme, el trabajador tiró con fuerza de la barba del viejo, y el tudesco se tropezó, evitando el suelo sólo por la fuerza de la mano que le sujetaba los bigotes.

—¡Alto! —grité abriéndome paso entre la multitud.

El aire sabía a odio, a violencia y a ira. Un día y otro día de trabajo duro y mal pagado les dejaba hambrientos de un pobre infeliz contra quien clamar venganza. Esta gente vivía en un mundo diferente al de los caballeros del club de Sir Owen, pero oía las mismas historias. Los judíos estaban corrompiendo a la nación, quitándole la riqueza a los ingleses, intentando convertir un país protestante en uno judío. Me habían hablado de este tipo de ataques, pero nunca había visto uno. No uno como éste. Sabía que a esta gente no le iba a hacer ninguna gracia mi intromisión, y me concentré en ocultarles mi temor.

—Suéltele —le dije al trabajador del mostacho—. Si se ha cometido algún delito, que alguien vaya a buscar al guardia.

El hombre del mostacho atendió a la primera mitad de mi orden. Con una sonrisa maliciosa abrió la mano y el hombre cayó al suelo. Vi que estaba consciente y no malherido, pero se quedó tumbado como si estuviese muerto. Quizá eso era lo que había aprendido a hacer en Polonia o en Rusia o en Alemania, o en cualquiera de las bárbaras naciones de las que había escapado para alcanzar la seguridad de Gran Bretaña.

—No hace falta ningún guardia —me dijo el rudo trabajador—. Nosotros sabemos cómo tratar a un judío ladrón.

—¿Qué ha hecho este hombre? —inquirí.

—¡Crucificó al Señor! —le gritó el mostacho a la multitud, que le premió con vivas y con risas.

Varias personas me gritaron que me quitara del medio, pero tanto el mostacho como yo no les hicimos caso.

—Además de eso —continuó el bellaco con la voz mucho más suave—, intentó quitarme algo del bolsillo, sí señor.

—¿Tiene usted testigos?

—Pues sí —dijo, volviendo a elevar la voz—, toda esta buena gente. Lo vieron todo.

De nuevo las risas y los vivas, a los que ahora se añadían gritos pidiendo que al judío se le emplumase, se le crucificase, se le rasgase la nariz e, inexplicablemente, que se le circuncidase.

Alcé la mano para silenciar a la multitud, esperando que mi demostración de autoridad causase algún efecto en ellos.

—Cesen su áspera música, amigos míos —les dije—. Si hay que hacer justicia, no me interpondré en su camino. Pero oigamos qué dice el mendigo.

Me agaché y ayudé al hombre a ponerse en pie. Miró a su alrededor, con los ojos endurecidos e inyectados en sangre. Supongo que yo esperaba que se levantara con los labios temblorosos, como un niño intentando no romper a llorar, pero parecía tan sólo un hombre que había salido al frío sin suficiente abrigo, haciéndose fuerte contra los elementos, sabiendo que no podía hacer nada más que soportarlos.

—Dígame la verdad, viejo —le dije—. Haré todo lo que esté en mi mano para que las cosas le sean lo más fáciles posible. ¿Intentó robarle a este señor?

Me miró a la cara y empezó a hablar atropelladamente en un idioma que no pude entender. Me costó un momento darme cuenta de que hablaba en hebreo, pero con el acento más extraño que hubiese oído nunca. Es cierto que aunque lo hubiese hablado con claridad de orador, yo habría tenido también dificultades para entenderle, pero pese a su discurso frenético pude descifrar unas pocas palabras: «Lo lekachtie devar». No he cogido nada.

Vio que me estaba costando entenderle y dejó de hablar en el antiguo idioma, recurriendo otra vez a los gestos. De nuevo se puso la mano sobre el corazón.

—Yo no cojo nada —dijo.

Su negativa no podía sorprenderme. ¿Qué iba a decir? En conciencia yo sabía que existía al menos la posibilidad de que hubiera cometido el delito. Que fuera un anciano amable no significaba que no hubiese intentado robarle a alguien del bolsillo. No puedo decir que fuera su manera de hablar o su mirada o la manera desesperadamente franca con la que se mantenía en pie lo que me convenció —en absoluto, porque mi deseo era protegerle de esta turbamulta sin cerebro—, pero le creí como le hubiera creído de haberme dicho que el sol luce en el cielo.

—Este hombre —anuncié con la voz más autoritaria que pude lograr— dice que no ha intentado robar nada. Lo que tenemos aquí es un simple malentendido. Así que prosigan con lo que tengan que hacer, y yo me aseguraré de que él haga lo mismo.

La muchedumbre no se movió, y por un momento creí que había triunfado, pero vi que ahora se trataba de una pugna, no entre el hombre y la plebe enloquecida, sino entre dos hombres.

—El que se va a ir a hacer lo que tenga que hacer es usted —me dijo el mostacho con una voz aguda aunque autoritaria—. O nos ocupamos de dos igual de fácil que de uno.

Empezó a acercarse a mí, y supe que había llegado el momento de dejar a un lado mi naturaleza más tranquila. Saqué del bolsillo una pistola cargada, y con un gesto forzado tiré del seguro con el pulgar.

—Dispérsense —dije— antes de que alguien salga herido.

Retrocedí un poco, agarrando al hombre del brazo y tirando de él hacia mí.

La muchedumbre se movió hacia delante, como si estuviera controlada por una sola voluntad. El tono de la confrontación ahora había cambiado por completo. Ya no estaban enfadados ni enfurecidos, ahora me parecieron bestias que, una vez encarriladas, no tenían capacidad para alterar su rumbo.

—No puede dispararnos a todos —dijo el mostacho con una mueca exagerada de desprecio. Le tocaba ser valiente a él, ya que la pistola le estaba apuntando al pecho.

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