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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (43 page)

Alcanzó la puerta, y yo le estaba pisando los talones, pero me resbalé al subir por las escaleras de mármol, y me choqué con un caballero corpulento justo al abrir las puertas para ver adónde se había ido el villano. Cuando miré a mi alrededor, no vi ni rastro de él. Pensé durante un instante en preguntarle a los demás paseantes si habían observado a un rufián grande y desgarbado, pero en Londres ésta era una pregunta inútil, porque, ¿dónde no había un hombre que respondiese a esa descripción? Así que abandoné toda esperanza de cogerle y regresé a la Casa de los Mares del Sur.

La presencia allí de aquel nombre sólo servía para reforzar las teorías de Elias de que una de las compañías registradas estaba detrás de estos crímenes, porque, ¿qué hacía un hombre que me habla atacado en una calle desierta en un lugar como éste, a no ser que la Compañía le tuviese a sueldo con inicua intención? Al regresar a la Casa de los Mares del Sur me estaba aventurando con toda probabilidad en el corazón mismo de la villanía, en la madriguera de la gente que había asesinado a dos hombres y que había intentado también acabar con mi vida. Cerrando la mano en torno a la empuñadura de mi arma —más para reconfortarme que porque creyese que fuera a necesitarla— regresé al vestíbulo de esta gran institución que buscaba ser rival del Banco de Inglaterra.

Procedí por una escalera y le pregunté a un caballero que parecía hacer negocios en aquel edificio si había alguna oficina donde pudiera encontrar a un tal Virgil Cowper. Murmuró que trabajaba en la oficina que se encargaba del archivo de accionistas, y me señaló otra escalera. Allí encontré una habitación abarrotada donde una docena aproximada de oficiales trabajaban en un asunto que no fui capaz de comprender. Cada mesa estaba cargada de montones de papel enormes, aunque ordenados, y observé cómo los oficiales iban cogiendo hojas, hacían algunas anotaciones, apuntaban algo en los libros mayores, volvían a colocar los papeles en otro montón, y empezaban de nuevo. Le pedí al amanuense que estaba más cerca de la puerta que me indicase dónde podía encontrar a un tal señor Cowper, y me indicó una mesa al fondo.

No podía ni imaginarme qué podía sacar de una entrevista con Cowper, pero no le concedía poca importancia a este hombre. Había descubierto su nombre, y le había rastreado hasta aquí. Había seguido el consejo de Elias y había tenido en cuenta las probabilidades, y ellas, a su vez, me habían conducido a un hombre cuyo vínculo con Bloathwait esperaba descubrir.

Casi había olvidado mi breve persecución del rufián cuando me acerqué a Cowper. Era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto trasnochado, con la piel de la cara floja y las manos callosas, rudas, y manchadas de tinta. Su traje, gris y austero, hacía que su complexión grisácea y amarillenta y sus ojos enrojecidos, parecieran aún más cadavéricos; sin embargo, había algo inteligente en su mirada, y su rostro poseía algo que revelaba una especie de ambición ferviente, pero también daba la impresión de ser un hombre cuya promesa juvenil no le había reportado nada más que la sensación de fracaso que llega con la edad avanzada. Es este momento de la vida, cuando la abundancia del futuro se convierte en el tedio del presente, el que todos los hombres, incluido yo mismo, temen, y por esa razón sentí inmediatamente simpatía por aquel hombre.

—Le ruego que me conceda unos minutos de su tiempo, señor —le dije—, es por un asunto de negocios.

Me dicen que cada vez es más habitual que los empleados de lugares tales como una compañía comercial se sientan leales a esa empresa, pero les aseguro que las cosas no eran así en 1719. Un empleado de la Compañía de los Mares del Sur hubiera utilizado alegremente el acceso y la influencia que le proporcionaba su puesto para ganar unas pocas libras para sí, y yo tenía intención de aprovecharme de esa circunstancia.

—¿De negocios, dice usted? —respondió Cowper en voz baja—. Yo siempre estoy dispuesto a hacer negocios. Descríbame por favor la naturaleza del asunto.

Le entregué mi tarjeta, que miró rápidamente y luego guardó.

—Es de naturaleza privada —le dije también con voz queda.

—Entonces demos un paseo —respondió.

Se puso en pie y me condujo escaleras abajo hasta el vestíbulo. Comencé a explicarle mi problema, pero alzó una mano para detenerme.

—Aún no, señor.

Cuando alcanzamos el vestíbulo, comenzó a caminar en línea recta hasta la pared del fondo.

—Aquí podremos hablar en privado, siempre que sigamos caminando de un lado a otro. Entonces nadie podrá escuchar nuestra conversación sin llamar la atención.

Asentí ante esta sabia precaución, pensando al principio que era idea del señor Cowper, pero pronto me di cuenta de que había una docena más o menos de parejas o grupos pequeños que hacían lo mismo que nosotros, caminando arriba y abajo, cada grupo con su propia trayectoria, como bolas de billar rodando a un ritmo tranquilo.

—¿Y qué puedo hacer por usted, señor? —inquirió con bruñida obsequiosidad.

¿Y qué era? Tanto había celebrado la idea de seguir la pista de este hombre hasta el final, de seguir mis conjeturas y el rastro de las probabilidades, que no había pensado en qué hacer con el señor Cowper una vez le hubiese hallado. Podía presumir, a partir de las notas descubiertas sobre la mesa de Bloathwait, que este hombre tenía algún conocimiento acerca de las falsificaciones, pero ni siquiera podía estar seguro de eso. Sí sabía, sin embargo, que trabajaba en la oficina del registro, y por tanto tendría acceso a información útil.

—¿Tiene usted acceso a los registros de accionistas? —pregunté.

—A todos los que hay —dijo Cowper, aún en voz baja—. Me temo que a esta Compañía no se le da muy bien organizar sus archivos.

—Me gustaría mucho —dije con cautela— saber si ciertas personas han suscrito acciones de la Compañía.

Cowper se acarició la barbilla.

—Eso puede resultar difícil. Pero cuanto más reciente sea el registro, más fácil será encontrarlo. En el caso de los registros más antiguos, no puedo prometerle nada.

La favorable disposición de Cowper a mantener esta conversación me indicó que era muy probable que tuviera sospechas de algún tipo, sólo necesitaba saber cuáles eran.

—Creo que lo que busco no debe de tener más de un año. Deseo saber si los dos nombres que voy a darle tenían acciones de la Mares del Sur. Si es así, me gustaría saber qué cantidad, cuándo las adquirieron, y si han sido revendidas. ¿Podrá usted hacer esto?

Sonrió.

—Creo que podré ayudarle. Me llevará algún tiempo, quizá una semana. Pero por supuesto que puede hacerse.

—¿Y cuánto voy a pagarle por sus servicios?

Cowper pensó en esto durante un momento, y casi nos chocamos con un par de hombres enormemente gordos que mantenían una conversación mucho más alegre que la nuestra. Se reían con tantas ganas que casi ni se daban cuenta de por dónde andaban.

—Creo que cinco guineas por nombre será suficiente.

Empecé a arrepentirme del trato, porque este precio era tan alto que no podía pensar ni en cómo rebajarlo hasta algo razonable. Por fin acordamos que fueran ocho guineas por los dos nombres; aun así un precio desorbitado.

Cowper y yo acabábamos de cerrar el trato cuando vi, o más bien debiera decir que fui visto por Nathan Adelman, que bajaba las escaleras con la mirada fija en mí. Cowper se despidió de mí apresuradamente y desapareció entre la muchedumbre mientras yo esperaba a Adelman.

—Buenos días tenga usted, señor —le hice una inclinación con la cabeza.

—Veo que no hay forma de disuadirle para que no pierda usted el tiempo —dijo Adelman blandamente.

Seguía subido al primer peldaño, para poder mirarme a los ojos sin levantar la cabeza.

—Bueno, si va usted a seguir metiendo la nariz por ahí, supongo que será mejor que evite que haga usted algún daño. Voy a almorzar ahora —me dijo—, quizá quiera usted acompañarme al mesón de chuletas de enfrente. Preparan el cerdo como nadie —me dijo con una mirada cargada de intención, como si estuviese retándome a comer de la carne prohibida.

Bajamos por Bishopsgate hacia Leadenhall Street, donde se encontraba el mesón, cerca del Green Market. Acordamos silenciosamente una tregua educada, y nuestra conversación mientras caminábamos se centró en temas triviales: lo agradable del tiempo en los últimos días, las emociones de la nueva temporada teatral y el aumento de los negocios bursátiles.

Me llevó a una sala abarrotada y llena de humo donde servían chuletas de carne demasiado hechas y jarras de cerveza rancia por un chelín. Nos sentamos a una mesa y Adelman pidió dos raciones. A los pocos minutos apareció un mozo con dos platos de una mezcla sienta de chuletas, col con mantequilla y un pan amarillo pálido —un pan basto y arenoso coloreado artificialmente, no pan blanco de verdad hecho con harina refinada.

—Cuénteme, ¿cómo va su investigación? —me preguntó Adelman mientras mojaba el pan en la grasa de la chuleta.

Ésta no era en absoluto la primera vez que alguien me servía un plato de cerdo, y no había tenido demasiado escrúpulo en comerlo desde que me escapé de casa. Sin embargo, había algo tan inquietante en la necesidad que Adelman sentía de devorar carne de cochino ante mis ojos que hacía que la sola idea me resultase completamente repulsiva.

—Estoy haciendo algunos progresos, me parece.

Mojé un poco de pan en la salsa y luego volví a dejarlo en el plato.

Adelman se rió, con la boca llena de comida.

—Me alegro de oírlo. Confío en que los empleados de la Casa de los Mares del Sur estén prestándole toda su cooperación.

—Ojalá toda la Casa de los Mares del Sur me prestase su cooperación.

Adelman siguió dando buena cuenta de su almuerzo.

—Aún tiene que pedirme a mí algo que yo pueda hacer por usted.

—Usted me ha dejado bien claro que no haría nada por mí.

Me lanzó una mirada.

—No le gusta el cerdo, ¿eh? Le consideraba a usted más moderno —sacudió la cabeza y sonrió—. Su actitud infantil con respecto a la dieta es muy parecida a su actitud infantil con respecto a esta investigación. Había confiado en disuadirle de seguir un camino trazado según la ignorancia tribal, pero ya que no puedo impedir su investigación, espero limitar el mal que le haga al Reino.

Me pareció un poco obvio; deseaba llevarme por el mal camino, y cualquier información que recibiese de Adelman iba a tener que ser examinada con mucho cuidado.

—Pues muy bien —le dije, dispuesto a poner a prueba su nuevo espíritu—. ¿Qué puede decirme de Perceval Bloathwait?

Adelman dejó el tenedor sobre la mesa.

—¿Bloathwait? ¿Qué tiene que ver Bloathwait con usted?

—Creo que él tenía bastante que ver con mi padre. Y además —añadí, esperando provocar una respuesta—, me ha dejado claro que desea colaborar conmigo en esta investigación.

Adelman emitió un sonido que expresaba su desagrado.

—Desea ayudarle siempre y cuando pueda crear sospechas en torno a la Casa de la Mares del Sur. Déjeme que le cuente una bonita historia, señor Weaver. Como usted recordará, hace cuatro años, cuando el Pretendiente intentó con tanta violencia invadir la isla y retomar el trono para la Casa de los Estuardo, hubo, en cierto momento, rumores de que la carroza del Pretendiente estaba rumbo a Londres. Es posible que recuerde también, señor, el pánico que este rumor ocasionó; la idea de que el Pretendiente se sintiera lo suficientemente seguro como para entrar en la ciudad como rey hizo que muchos hombres creyeran que prácticamente se había perdido la guerra y que el rey Jorge iba a huir. En realidad, la rebelión había sido sofocada en Escocia, pero estos rumores no se alimentaban sólo de la locura y el miedo, ya que un conjunto de carruajes, incluyendo uno con la insignia del Pretendiente, fue descubierto en la carretera de Londres.

—No entiendo qué tiene todo esto que ver conmigo.

—Sin duda —dijo Adelman—. Pero ahora lo hará. Cuando la noticia del avance del Pretendiente hacia Londres llegó a la calle de la Bolsa, los precios de las acciones se derrumbaron. Todo el que tenía grandes inversiones en Bonos los vendió por miedo a que, si el Pretendiente lograba sustituir al rey Jorge, sus Bonos no valiesen nada. Bien, no quiero sugerir que todos los hombres que compraron durante esa crisis fueran unos villanos. Hubo muchos patriotas, incluido yo mismo, que tuvimos fe en la habilidad de Su Majestad de resistir una invasión. Pero el señor Bloathwait compró una tremenda cantidad, y se hizo con una fortuna inestimable cuando la invasión resultó ser falsa y se normalizaron los precios.

—Su idea de lo vil es bastante mudable —observé—. Usted dice que también compró cuando cayeron los precios. ¿Él es un canalla por comprar más que usted?

—No, es un canalla porque orquestó el pánico —respondió Adelman, tomando un bocado de su chuleta—. Bloathwait alquiló los carruajes, hizo que parecieran del Pretendiente y de sus hombres, y se sentó a esperar a que el mercado se derrumbase. Fue un plan muy astuto, y convirtió a un hombre que sólo era acomodado en un hombre que hoy en día es inmensamente rico.

No dejé que se notara mi repugnancia ante aquello, con la esperanza de que mi falta de interés provocase a Adelman a revelar aún más.

—Se parece bastante al falso pánico acerca de la lotería provocado por D'Arblay —observé despreocupadamente.

—La diferencia es de escala, supongo. El señor D'Arblay amenazaba con arruinar los planes de un puñado de inversionistas. El señor Bloathwait amenazaba con arruinar a la nación entera. Admito que yo siento cierta amargura porque cuando la prensa se pone a calumniar a los corredores tiene la costumbre de fijarse en mí, pero yo no soy más que un hombre de negocios que ve la oportunidad de servir a su país. Bloathwait es el verdadero corredor corrupto que busca usted. Sería capaz, y de hecho lo fue, de provocar el caos en las finanzas de todo el país para lograr ventaja en la Bolsa. Ahora le toca a usted decidir si desea confiar en un hombre así.

—¿Qué quiere usted de mí, señor Adelman?

—Sólo quiero darle un consejo. Siga con su investigación, señor Weaver. Se habla de ella en los cafés ahora, pero no tanto como se podría. Le digo que continúe, y que lo haga de manera tan audaz y tan notoria como le sea posible. Entonces podrá usted recostarse y, como su amigo el señor Bloathwait, mirar cómo caen los precios en la calle de la Bolsa y, cuando eso ocurra, comprar grandes cantidades. Con un poco de suerte, el daño que provoque no durará mucho tiempo, y usted se habrá convertido en un hombre rico.

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