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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (44 page)

—Y —comencé, sin impresionarme por su discurso— ¿qué sabe usted de la falsificación de acciones de la Mares del Sur?

Como una criatura salida de Ovidio, el señor Adelman se transformó repentinamente. Se levantó de un brinco y me agarró por el brazo, susurrando con una voz espantosa y apenas audible:

—No vuelva a hablar de semejante cosa. No sabe usted el daño que puede causar. Esas palabras son como un encantamiento mágico que, si se pronuncian en voz demasiado alta en el sitio equivocado, pueden destruir el Reino.

Adelman se relajó un poco. Volvió a sentarse.

—Perdone que me altere, pero hay cosas de las que usted no sabe nada. No puedo quedarme de brazos cruzados y ver cómo destruye todo lo bueno que hemos hecho.

—Me habla de servir a la nación, pero no es usted distinto de Bloathwait, que busca servirse a sí mismo. Yo debo creer que estas cosas, que le haré la cortesía de no volver a mencionar, existen. Continuaré con ese aspecto de mi investigación, de modo que hará usted bien en contarme lo que sepa.

—No es más que un rumor malicioso —dijo Adelman, después de rumiarlo un momento— que nació de Bloathwait. Un fraude, como su carruaje del Pretendiente. Por lo que yo sé, ha producido y puesto en circulación acciones falsas para darle base a su historia, pero le aseguro que no es más que una estrategia para arruinar la reputación de esta Compañía, y usted, señor Weaver, no es más que un instrumento de aquellos que desean propiciar esta ruina.

—¿Y qué si le digo que mi padre creía en la existencia de estas acciones falsas, que creía que alguien de dentro de la Casa de los Mares del Sur las había producido?

—Le diría que ha sido usted vilmente engañado. Su padre era un corredor demasiado perspicaz como para creer en un rumor de semejante falsedad.

Esperé un momento, con la esperanza de poner nervioso a Adelman.

—Tengo pruebas —dije por fin. Decidí no aclarar si tenía pruebas de las acciones falsas o de la creencia de mi padre en su existencia.

—¿Qué tipo de pruebas? —el rostro de Adelman enrojeció ahora bajo la peluca.

—Sólo le diré que son pruebas que a mí me han convencido.

Exageraba mi fe en el panfleto de mi padre; por lo que yo sabía, no era más que retórica e hipérbole, pero creía tener ventaja sobre Adelman y quería utilizarla hasta sus últimas consecuencias.

—¿Qué es lo que tiene? —exigió—. ¿Una acción falsa?

Pronunció esas palabras tan bajo que casi ni movió los labios.

—Si eso es lo que tiene —continuó—, déjeme prometerle que lo que usted posee es una burda falsificación. Algo así jamás habría podido salir de la Casa de los Mares del Sur: de tener usted algo no es más que una cosa diseñada para dar la impresión de ser algo que no es, algo que no puede ser.

—¿La falsificación de una falsificación? —dije al borde de la hilaridad—. ¿Un engaño dentro de un engaño? Qué encantador. Esto de la Bolsa es tan diabólico como dicen sus enemigos.

—Dígame su precio por esta prueba suya. No se crea ni por un momento que yo piense que lo que tiene sea prueba de nada, pero si he de pagar para evitar que circulen rumores, lo haré.

Espero no desilusionar a mi lector si digo que, por un instante, me pregunté cuál sería mi precio. ¿Cuánta lealtad le tenía yo a mi padre? ¿Tanta como para rechazar una cantidad de dinero que se me ofrecía por hacer lo que llevaba tantos años haciendo: olvidarle? ¿A cuánto podía referirse Adelman cuando me pedía que le diese mi precio? ¿Mil libras? ¿Diez mil? ¿No sería más inteligente aclarar a qué se estaba refiriendo antes de rechazar su oferta?

Siempre me siento un poco decepcionado cuando descubro que no tengo estómago para la maldad o el cálculo que podían redundar en mi propio beneficio. Y quizá para compensar la guerra que bullía en mi interior, me coloqué la máscara de la indignación.

—¿Mi precio? Mi precio es saber quién mató a mi padre y a Balfour, y por qué. No existe otro precio.

—Maldito sea, señor.

Tiró con fuerza los cubiertos sobre la mesa.

Admito que estaba disfrutando de este momento de poder, y no veía razón para no darme el gusto.

—¿Me está maldiciendo usted? ¿Qué le parece maldecirme otra vez mañana al alba en Hyde Park?

El rostro de Adelman perdió el rubor y hacía juego ahora con el color de su peluca.

—Le aseguro, señor, que nunca me bato en duelo. Me parece una práctica barbárica, y que además sólo se realiza entre iguales. Debería usted avergonzarse de haber mencionado siquiera tal cosa.

—Participar en un duelo es algo peligroso —admití—. Pero insultar a un hombre a la cara, señor Adelman, también es una práctica peligrosa. Voy a decirle que me estoy cansando de sus esfuerzos por disuadirme de mi empeño. Nadie va a disuadirme. Nadie me va a comprar. Ésta investigación, señor, finalizará cuando llegue a su conclusión, y ni un momento antes. Si he de desenmascarar a la Compañía de los Mares del Sur, al Banco de Inglaterra, o a cualquiera que haya tenido mano en estas muertes, no vacilaré en hacerlo.

Me puse en pie y desde mi altura miré con ira a este hombre que, quizá por primera vez en muchos años, no sabía cómo responder.

—Si desea usted que sigamos conversando acerca de este asunto, sabe dónde puede encontrarme, y siempre estaré a su disposición.

Me di la vuelta y me fui, lleno de satisfacción; sentía, por primera vez desde que había empezado a buscar la verdad tras la muerte de mi padre, que era posible que hubiese adquirido cierto grado de fuerza.

Tenía ganas de volver a mis aposentos, porque el encuentro con Adelman me había dejado sorprendentemente cansado. Mis esperanzas de quitarme las botas y tomarme una copa se esfumaron, sin embargo, cuando vi que mi casera me esperaba a la puerta de la casa. La expresión de su cara me decía que no iba a poder descansar aún. Vi que estaba ansiosa y cansada, pero de haber estado yo menos cansado habría visto sin duda las señales del miedo en sus ojos hundidos y en su complexión pálida.

—En la sala hay unos hombres que han venido a visitarle, señor Weaver —me dijo con la voz temblorosa.

—Unos hombres —murmuré—. No me diga que no son caballeros cristianos, señora Garrison. ¿Debo pensar que el Rajá hindú y su séquito han parado por aquí a honrarme con una visita?

Juntó las manos en un gesto de súplica.

—Están en la sala.

Fue mucho lo que se me pasó por la cabeza en los pocos segundos que me llevó entrar de golpe en la habitación. ¿Había venido el alguacil a arrestarme por el asesinato de Jemmy? Al cruzar el umbral vi a cinco hombres, vestidos razonablemente bien, pero la malicia de sus ojos señalaba la falsedad del buen corte de sus trajes y la calidad de sus pelucas. Tres de ellos estaban sentados en el sofá, con las piernas estiradas con aire de cómoda falta de respeto. Había dos de pie detrás del sofá, uno de ellos jugando arriesgadamente con el jarrón de porcelana de la señora Garrison. El otro se llevaba la mano a un bulto de la chaqueta donde yo sabía que sólo podía haber una pistola.

No eran los hombres del alguacil.

—Ah —dijo el hombre del jarrón. Lo dejó en su sitio con fuerza, esperando quizá ver una grieta abrirse camino desde la base—. Por fin aparece el gran señor Weaver. Nos ha tenido aquí todo el día, sí señor. Eso no es muy cortés, ¿no le parece, amigo mío?

La señora Garrison no me había seguido, pero permanecía en el recibidor para poder oír lo que ocurría.

No podía ni imaginarme quiénes podían ser, pero su presencia me intrigó. Comprendí que podía estar en grave peligro, pero creía también que estaba muy cerca de enterarme de muchas cosas acerca de las muertes sobre las que estaba investigando.

—Si tienen ustedes algún negocio del que hablar —dije con severidad—, entonces díganmelo. Y si no, váyanse de aquí.

—Mírale —dijo uno de los hombres del sofá—. Se piensa que puede decirnos lo que tenemos que hacer.

—Señor Weaver —dijo el líder—, hemos venido a llevarle de visita. Nuestro jefe le invita a ir a verle. Y para asegurarse de que no se pierde usted por el camino, nos ha pedido que le llevemos nosotros mismos.

—¿Y quién es su jefe?

—Se enterará a su debido tiempo —dijo el líder—. Usted limítese a colaborar, y no le pasará nada. Tenemos aquí suficientes hombres, y también pistolas, para evitar que un hombre como usted nos dé guerra.

Detrás de mí, a la señora Garrison se le escapó un chillido. Me volví rápidamente hacia ella.

—No se alarme —le dije—. ¿Le han hecho daño estos hombres?

Sacudió la cabeza.

—Entonces no lo harán.

Me dirigí al líder.

—Vayámonos.

De haber estado solo, quizá hubiera intentado zafarme de la situación con más empeño, pero no podía poner en peligro la seguridad de la señora Garrison. Era una mujer desagradable, ciertamente, pero conocía mi deber demasiado bien como para involucrarme en un altercado que pudiera afectarla.

—Está hecho un galán —observó uno de ellos mientras me conducían a la calle.

Al ver que había un carruaje esperando, caminé hacia él a buen paso, con ganas de terminar con aquella aventura. Una pequeña multitud se había congregado a ver pasar esta extraña procesión, y pensé que al menos mientras tuviésemos público yo tenía poco que temer. Pero justo cuando este pensamiento me cruzaba la mente, sentí que desde atrás me pegaban un golpe repentino y agudo en la nuca. El dolor consumió todas y cada una de mis sensaciones. No he recibido pocos golpes en la cabeza como boxeador, pero una cosa es el puño de otro hombre sobre la cara, y otra muy distinta ser golpeado desde atrás con un objeto sólido. El dolor me desorientó completamente, pues era, en un sentido literal, increíble: romo y punzante, caliente y frío al mismo tiempo. Pensé: «Esto no puede ser, no puede dolerme tanto».

Sin tiempo para pensar, me llevé la mano al lugar que me dolía de una manera tan poco plausible. Debía haber tenido suficientes reflejos como para no colocarme en una posición vulnerable, porque otro de los hombres se aprovechó de esa facilidad y me dio fuerte en el estómago. Se me encogió el pecho mientras me esforzaba por respirar. Al doblarme, sentí otro golpe, éste en la baja espalda, que me tiró al suelo.

Pensé que si por lo menos conseguía recuperar el resuello podría ponerme en pie y darle a estos hombres una paliza, pero no bien me había levantado volvieron a pegarme en la cara y en el costado, y antes de que pudiera resistirme sentí que me agarraban los brazos y me los ataban a la espalda con una cuerda. Justo antes de que me taparan la cabeza con un paño, levanté la mirada y vi los rostros de la gente que observaba cómo me daban una paliza a las puertas de mi propia casa. Ni uno dio un paso para ayudarme, y me hallé intentando memorizar cada rostro para poder regresar y darle un puñetazo a todos los que habían observado mi infortunio con una indiferencia tan cobarde. Oí a alguien decir que iba a buscar al alguacil, pero supe que eso iba a servirme de muy poco.

Me pusieron en pie abruptamente y me empujaron contra el carruaje; sentí lo que parecía una docena de manos, registrándome rudamente para ver si llevaba armas. Me quitaron la pistola, la espada y los cuchillos, y me empujaron al carruaje, donde me derrumbé en el asiento.

Luché inútilmente por liberarme de mis ataduras, no porque creyera que pudiera escapar de ellas, sino porque no soportaba la idea de que estos hombres me creyesen completamente rendido. Pronto me cansé de zarandearme como una trucha mal pescada; iba a conseguir bien poco, y no tenía ningunas ganas de atraer más golpes sobre mi persona. Así que, esperando el momento, intentando convencerme de que el dolor no era agónico, sentí cómo las ruedas empezaban a girar, y me juré a mí mismo que me vengaría de esta ira y de esta humillación antes de que se pusiera el sol aquella noche.

Veintidós

Fui sentado en silencio y meditabundo, tenso de ira y de dolor, mientras el carruaje siguió avanzando durante no sé cuánto tiempo. Mis raptores no dijeron ni una palabra, y en el silencio y la oscuridad reflexioné sobre quién podía haber organizado este asalto. No podía menos de sospechar de la Compañía de los Mares del Sur, pero ¿podrían los ingenieros de una vil conspiración que había acabado secretamente con la vida de dos hombres ser tan torpes como para realizar un secuestro violento ante una multitud de curiosos? Pero si no era la Mares del Sur, ¿quién querría abusar de mí de esta manera, y con qué objeto?

Por fin nos detuvimos, y me sacaron a caminar un corto trecho. Oí una puerta abrirse y sentí un par de manos que me empujaban al interior de un edificio. En pocos segundos me quitaron la capucha de la cabeza, y vi que había entrado en una casa decorada con mal gusto. Las paredes estaban adornadas con imaginería de inspiración clásica que sugería menos las virtudes de Plutarco que los excesos del Satiricón de Petronio Árbitro. No ruborizaré al lector describiendo las posturas de las estatuas de escayola y de las figuras pintadas que había en aquella cámara.

Los hombres se colocaron en torno a mí como niños cuyo seguro castigo aguardaba tan sólo el regreso de un padre. Me miraban con suspicacia, aunque mis brazos seguían firmemente amarrados a mi espalda.

Me llevaron a una sala y me ordenaron que me sentara. Los hombres se colocaron detrás de mí, pero no se fueron. Después sentí que una persona se acercaba a mí por detrás y cortaba la cuerda que me ataba las manos. Inmediatamente estuve a punto de dar un brinco, pero decidí examinar la escena en silencio antes de tomar medidas. El mobiliario de la habitación seguía la moda oriental, con jarrones de estilo chino y motivos orientales en los revestimientos de las paredes. Un cuadro, del que resaltaba el grueso marco dorado, representaba una escena de coronación entre los turcos. Intenté retener la mayor cantidad de datos posible, sin saber qué podría ser importante, porque sabía que el hombre que me tenía retenido iba a ser mi enemigo durante algún tiempo, suponiendo que me dejase vivir.

El hombre que me había soltado las manos se colocó frente a mí, y vi que era el Gran Hombre en persona que caminaba, o más bien cojeaba, hacia mí para estrecharme la mano. Aunque Jonathan Wild era diez años mayor que yo, transmitía una sensación de juventud y brillo. Su rostro ancho le hubiera parecido a alguien poco crítico naturalmente jovial, pero yo había degustado hacía muy poco sus procedimientos para no verle como un villano.

Inmediatamente detrás de Wild estaba su hombre, Abraham Mendes, que se mantuvo en pie impasible. No dio muestra alguna de recordar nuestro breve diálogo fuera de la sinagoga de Bevis Marks. Su labor, según me pareció a mí, consistía en lanzar miradas amenazadoras a todo lo que se moviera; el hecho de que me conociera no hizo variar su comportamiento en absoluto.

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