Tenía el estómago vacío, y me sentía bastante mareado, así que me detuve en una taberna a tomar un refrigerio. Cuando me senté, sin embargo, no me hallé con ganas de comer nada, de modo que pedí una jarra de cerveza fuerte. Y luego a lo mejor me pedí otra. Supongo que para cuando me había bebido la cuarta, con el estómago vacío, había pasado de sentirme desalentado a sentirme taciturno. Ahora me concentraba en la tristeza de no tener diez años menos, de haber provocado la muerte de Kate Cole, de haber disparado a Jemmy, de haberle dado la espalda a mi familia. En semejante estado de ánimo regresé por fin a casa de mi tío en Broad Court. Me acomodé en la oscuridad de la sala, convenientemente cerca de una botella de madeira, de la que me fui sirviendo mientras intentaba comprender de nuevo todo lo que había visto.
Estuve sentado en la penumbra no sé cuánto tiempo, pero el sonido de alguien bajando las escaleras acabó con mi duermevela. Llevaba demasiado tiempo en el negocio y del lado peligroso de la ley como para no reconocer el ruido que hace alguien que camina con la esperanza de no hacer ningún ruido, de manera que dejé el vaso sobre la mesa y me puse en pie despacio. Una vez que hube llegado al umbral de la puerta, que me ofrecía una buena perspectiva del descansillo, vi a Miriam deslizándose escaleras abajo. Llevaba un abrigo sobre el vestido, y se había levantado los faldones por encima de los tobillos para poder dar cada paso en silencio y con cuidado.
Me escondí hasta que pasó la sala y llegó a la puerta principal, que abrió sin ruido y con habilidad —sólo pude asumir que no le faltaba práctica— antes de salir al patio.
Aguardé sólo un momento antes de seguirla, y vi que entraba en una calesa que estaba estacionada a unas pocas yardas de la entrada de casa de mi tío.
La calesa empezó a avanzar calle abajo, y yo salí corriendo como pude tras ella con la pierna lesionada y, como había hecho aquella otra vez cuando seguí a Deloney, salté a la parte trasera. Bajo la cubierta de la oscuridad londinense, apenas hacía falta que pagase al cochero por el viaje, así que me agaché para que no me viera, y me agarré fuerte mientras el coche cabalgaba en dirección a Spitalfields. Esperaba que no fuese un trayecto muy largo, porque no tenía la protección de un abrigo, y me enfrié rápidamente.
La calesa pronto se detuvo en Princes Street, y Miriam entró muy deprisa en una taberna. Al menos, observé con cierto alivio, tenía el aspecto de ser un lugar respetable, pero aun así apenas pude controlar mi preocupación. Aguardé un momento, me froté las manos para calentármelas y entonces entré, manteniéndome cerca de la puerta por si acaso Miriam todavía podía verme. No podía. Era un sitio acogedor con una chimenea cálida y una colección de artesanos de clase media, y algunas damas también, esparcidas por las mesas. No vi ni rastro de Miriam, así que me acerqué al tabernero, le di una moneda y me enteré de que había ido a visitar a un caballero en el segundo piso.
Subí las escaleras y encontré la habitación que el tabernero me había indicado. La puerta estaba cerrada, pero tampoco era de las más robustas, de modo que supe que aunque estuviera cerrada con llave me iba a costar poco esfuerzo entrar. Apreté la oreja contra la puerta y oí voces, pero no podía distinguir el tono en que hablaban. Se abrió otra puerta, y di un paso atrás intentando simular ser un tonto, pero creo que fue inútil representar semejante farsa, pues el caballero que salió por el pasillo me lanzó una mirada de lo más suspicaz al abrirse paso a mi lado para bajar las escaleras.
No podía soportar la idea de quedarme allí toda la noche, escondiéndome en los pasillos mientras los parroquianos me observaban con sospecha, así que planeé una estrategia. Es decir, que giré el pomo y, descubriendo que cedía a la presión, abrí la puerta.
Miriam y Deloney estaban de pie el uno frente al otro a poca distancia. No puedo decir lo feliz que me hizo ver que estaban los dos rojos de ira en lugar de, como yo había temido, enlazados en un abrazo de amantes. Ambos dejaron de hablar al entrar yo en la habitación y cerrar la puerta tras de mí.
—Weaver —me espetó Deloney—. ¿Qué ultraje es éste?
—¿Qué está haciendo aquí? —balbuceó Miriam.
No podía soportar verla incómoda, pero menos aún podía soportar que cualquiera que fuera el conflicto que tenían pudiera resolverse, de manera que sembré unas amargas semillas para Deloney.
—Pero si me pidió que esperara un cuarto de hora antes de entrar, ¿no es cierto? —le pregunté a Miriam—. ¿Me he adelantado?
Miriam no sabía cómo responder a mi treta, pero no le hacía falta.
—¿Qué quieres decir con esto? —le reclamó Deloney—. Te fías tan poco de mí que sentiste la necesidad de traer a este rufián. No voy a soportar esto.
—¿No puede soportarlo? —me adelanté, y Miriam se apartó de mi camino. Vi enseguida que su ruptura con Deloney era total, porque no hizo nada por detenerme o templar mi acercamiento—. ¿Qué es lo que no puede soportar, Deloney? ¿La idea de haber engañado a esta mujer para quedarse con su dinero o la de haber estado haciendo negocios con un asesino?
—¿Un asesino? —preguntó—. Será mejor que elija sus palabras con más cuidado, señor, o se enfrentará a mi ira.
—Si pudiera reunir a todos los caballeros de esta ciudad que estarían encantados de tener la oportunidad de enfrentarse a su ira, no cabrían ni en la ópera, señor. ¿Qué miedo puedo tenerle yo a una promesa tan hueca como la de su ira? No aceptaré ninguna evasiva. Debo conocer de inmediato la naturaleza de sus tratos con Martin Rochester.
—Nunca he oído hablar de nadie que se llame…
Apenas podía comprender cómo era capaz de mentir así, y la impertinencia de hacerlo, el modo en que me suponía tan fácil de engañar me llenó de indignación. Le agarré por el cuello de la chaqueta y le empujé con fuerza contra la pared. A mi espalda pude oír a Miriam empezar a protestar y luego reprimirse.
—Sé que ha tenido tratos con él. Y ahora me los va a contar.
Le solté y di un paso atrás, pero me mantuve lo suficientemente cerca para seguir amenazándole con mi persona. La proximidad, según he aprendido, es a menudo tan eficaz como la violencia.
—¿Cómo conducía usted sus negocios con él?
—Nunca quiso reunirse conmigo, pero un día se puso en contacto conmigo por carta, diciendo que conocía mi interés en hacer dinero en la calle de la Bolsa.
—Sus falsos proyectos —dije.
—Los proyectos, sí. Me dijo que podía venderme acciones de la Mares del Sur con descuento. Sólo necesitaba organizar las ventas y enviarle el dinero, y él me procuraría las acciones.
—¿Y a quién le vendió además de a Miriam?
Sacudió la cabeza.
—A nadie.
—¿Y por qué ha estado usted buscándole? ¿Por qué siguió al mensajero cuando envié aquella nota para Rochester?
—Había comprado algunas acciones yo mismo. Entonces empecé a sospechar que algo iba mal. Al principio me motivaba el deseo de conseguir las acciones más baratas, pero luego empecé a preguntarme cómo había podido organizar el asunto. Cuando intenté ponerme en contacto con él, había desaparecido.
—Muy bien. Pues ahora va a llevarme a ver esas acciones.
Si pudiera hacerme con más acciones falsas, pensé, entonces tendría con qué presionar a la Compañía de los Mares del Sur. Pero enseguida me di cuenta de que no había esperanza alguna de adquirir acciones falsas de manos de Deloney.
—Existen determinadas circunstancias que van a hacer que eso me sea difícil.
Apretó los dientes como si la ineptitud de su mentira le causase dolor. ¿Pero por qué iba a mentir? ¿Porque no deseaba rendirme sus acciones? No, porque a estas alturas sabía que eran falsas. Había una sola respuesta dentro de los límites de lo probable.
—Nunca compró ninguna acción usted mismo —lo expresé como si fuera una afirmación.
Sacudió la cabeza, medio aliviado y medio avergonzado de que la verdad hubiera salido a la luz.
—No, nunca lo hice.
Miriam le miró fijamente, pero él se negaba a devolverle la mirada. Adiviné que le había mentido, le había contado que había invertido mucho para convencerla a ella de que hiciera lo mismo.
—Dice que no le vendió a nadie más que a Miriam —observé—. ¿Y cómo es eso? Si esta trama era tan lucrativa, ¿por qué no la explotó más?
—Me costaba encontrar compradores —respondió Deloney vacilante.
—Por supuesto —ahora lo entendía todo claramente. Yo no era el único hombre que pensaba en lo probable—. Sus falsos proyectos convirtieron su nombre en una burla para cualquiera que tuviera una cantidad sustanciosa que invertir. No encontró inversores, y sus esfuerzos baldíos sin duda lesionaban los intereses de Rochester, ya que la gente empezaría a hablar de las acciones con descuento como uno más de sus tontos proyectos. Una vez que Rochester supo de su reputación como embaucador en proyectos falsos, se dio cuenta de que una asociación con usted sólo podía dañar su estrategia, y cortó toda comunicación con usted.
El hecho de que Deloney no expresara su desacuerdo me indicó que había acertado.
—Usted sabía que las acciones eran falsas cuando se las vendió a Miriam, ¿no es cierto? —anuncié, probando mi teoría al decirla en voz alta—. Sabía que eran tan falsas como los estúpidos proyectos que fraguó en su propio escritorio. Miriam le dio seiscientas libras, aunque usted sabía que ella necesitaba ese dinero para establecerse por su cuenta.
Deloney intentó echarse hacia atrás, pero no tenía dónde ir.
—Podía haber vendido ella misma las acciones. El hecho de que fueran falsas no anulaba su valor.
Me incliné hacia él.
—Martin Rochester mató a mi padre, y ha matado a una mujer a quien yo intentaba proteger. Si sabe algo acerca de quién es o dónde puedo encontrarle, será mejor que me lo diga ahora. Si se guarda alguna información, le juro que me vengaré de usted con la misma falta de piedad con la que voy a vengarme de él.
—Le digo que no sé nada —estaba casi chillando—. Si supiera dónde encontrarle, ¿me pondría acaso a perseguir a mensajeros del Jonathan’s?
Era cierto que Deloney había estado desesperado por encontrar a Rochester y que tenía tan poca idea de dónde hacerlo como yo. No había nada más que conseguir de este hombre. Fue sólo el deseo de afirmar mi hombría ante Miriam lo que me llevó a humillarle una vez más. Di un paso atrás, saqué la espada, y le puse el filo en la garganta.
—Devuélvame las dos guineas que le presté de buena fe.
Vi enseguida que había abierto la boca para decir una mentira, pero se reprimió. Se llevó una mano temblorosa al bolsillo y sacó las monedas que, con gran dificultad, puso sobre la mesa.
Enfundé mi arma.
—Váyase. Y no deje que yo, ni nadie de mi familia, vuelva a verle nunca más.
Deloney ni se atrevió a mirar a Miriam y, como si sus piernas se hubieran convertido en gelatina, caminó hacia la puerta, la abrió, y se marchó.
Cerré la puerta y me volví hacia Miriam. Se había sentado, y había hundido el rostro en las manos. Al principio pensé que lloraba, pero supongo que percibió mi mirada y levantó la cabeza. Su rostro mostraba confusión, ira, quizá incluso vergüenza, pero ni una sola lágrima.
Acerqué una silla junto a ella.
—¿Por qué vino aquí esta noche? —le pregunté tan suavemente como pude.
—¿Qué derecho tiene usted a preguntarme eso? —me espetó, pero enseguida decidió que su furia estaba mal dirigida. Suspiró y se acomodó en el asiento—. Quería saber la verdad. Quería saber lo mismo que usted: si me había engañado conscientemente, si estaba compinchado con Rochester. Supongo que no habría sabido la verdad de no haber llegado usted.
—Está en la naturaleza de un hombre como Deloney el mentir. No es nada más que engaño y avaricia estúpida.
Miriam, para mi contrariedad, comprendió el insulto que yo le dirigía, pero no se enfureció.
—Por favor comprenda, Benjamin, que cuando una persona está atrapada, cualquier vía de escape parece buena. Sé que fue una tontería por mi parte confiar en él, pero nuestra relación me complacía, me hacía sentirme libre. Tenía control sobre algo de mi vida.
—¿Se habría sentido libre si hubiera plantado un hijo en su vientre? —le pregunté con intención.
Miriam sofocó una exclamación. Echó hacia atrás la cabeza.
—¿Cómo se atreve a hacer semejante acusación?
—No la estoy acusando de nada, pero conozco las maneras de los hombres como Deloney.
—¿Y las de las viudas como yo? —inquirió.
—Le pido disculpas —dije, aunque las palabras salieron de mi boca con la densidad del plomo—. No es asunto mío dictar su conducta. Pronto será su propia dueña, y será libre de tomar las decisiones que considere oportunas.
Ese pensamiento no me agradaba demasiado, sin embargo, ya que tenía poca fe, basada en la decisión que había visto, en que Miriam resultara ser habilidosa en el manejo de sus asuntos.
Miriam elevó ligeramente las cejas. Parecía adivinarme el pensamiento.
—No debe preocuparse porque vaya a venderle mi pequeña fortuna al primer caballero que pase por aquí. No me interesa casarme con ningún tonto avaricioso. Supongo que el hombre con quien deseo casarme no existe.
Respiré profundamente.
—Quizá el hombre que busca sea uno que conozca tanto nuestras costumbres como las de los ingleses. Alguien que pueda contribuir a guiarla por la sociedad inglesa al tiempo que la proteja de sus males y de sus excesos.
Mi corazón se desató en el silencio que se abrió tras mis palabras.
Miriam se miró las manos nerviosa.
—No puedo imaginar dónde encontraré un hombre así —dijo rápidamente— y no puedo creer que usted me lo sepa decir.
—Yo creo que sí puedo —dije suavemente—, porque está sentado frente a usted.
Reconozco que me tembló la voz mientras hablaba.
Se me quedó mirando como si nunca se le hubiese ocurrido que yo pudiera decir semejante cosa, aunque yo me había confiado en que sólo decía cuanto ella esperaba. Se puso en pie, intentando ordenar sus pensamientos. Por fin me ofreció una sonrisa tensa.
—Creo que será mejor que ambos finjamos que esta conversación nunca tuvo lugar. Debemos regresar a casa de su tío.
Me levanté y la encaré con hombría.
—Miriam, si la he ofendido…
Ella encontró mi mirada con más valor y seguridad de la que yo hubiera previsto.
—La ofensa no es importante —me dijo, su voz apenas más fuerte que un suspiro. Escuché sus palabras, pero mis ojos estaban fijos en la dulce sonrisa de sus labios—. Debe saber que me gusta usted enormemente. Le admiro, y le considero un hombre muy valioso, pero no puede imaginar ni por un momento que yo sería capaz de soportar lo que me ofrece. En la Casa de los Mares del Sur mencionaron a un hombre a quien usted había matado, y aquí esta noche ha hablado de una mujer que falleció bajo su protección. Sacó la espada y se la puso a Philip en la cara como si lo hubiera hecho mil veces, y como si pudiera matar a un hombre sin pensárselo —no era capaz de mirarme a los ojos—. Yo no soy mujer para usted, Benjamin.